UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 66

CAPÍTULO 66 – EL SONIDO DE CAMPANAS

 

Estaba por finalizar el mes. Era domingo y había pasado parte de la mañana en la capilla, incluso cuando hubo terminado la hora de la misa. Eran día más tranquilos, las aguas se habían calmado bastante y a pesar de la inesperada visita del duque de Gasconia, las cosas se estaban asentado. Se había empezado a recaudar el dinero para los subsidios, la reina madre se había limitado a ocuparse de las tareas de palacio, controlando el suministro para pasar el invierno que estaba ya próximo, y calculando los presupuestos para el próximo año. Como los días avanzaban sin demasiados inconvenientes el rey había desistido en la búsqueda de un consejero y se limitaba a dejar pasar los días sin pena ni gloria.

François invertiría sus horas redactando y corrigiendo informes sobre los desplazamientos de las tropas a la capital y pasaba revisión a los soldados que habían regresado. Muchos capitanes y generales buscaban resarcirse y otros ser laureados. Mandaba invitaciones a la próxima celebración en la que los altos cargos del ejército serían galardonados.

Yo por mi parte aún tenía en la mente la visita del duque de unos días atrás y aunque había leído una decena de veces sus investigaciones, no hallaba el pasadizo para escabullirnos de este atolladero. Nos estaba creciendo una soga alrededor del cuello y yo parecía la única que sentía su presión. Me pregunté si realmente sería la única a la que acusarían de aquello, cuando yo era la única que no había tenido nada que ver. Me pregunté también sin en caso extremo sería capaz de vender a mi esposo, a mi amigo y mi consejero para salvar el cuello. Y después me hallé cuestionándome si alguno de ellos confesaría para protegerme a mí. Hallaba consuelo convenciéndome de que al menos entre los tres sumarían un corazón y una conciencia que me salvase, pero a veces no estaba del todo segura. Y en esos momentos me preguntaba cuánto de mí amaba a esos hombres como para pagar por ellos.

Pero la llegada del invierno parecía detener las cosas. El frío y la lluvia nos refugiaban a todos en el interior de nuestras casas y los quehaceres, y la noche cada vez más cercana al día, nos protegía con su oscuridad. A las nueve o diez, no recuerdo la hora exacta, ya habíamos cenado todos, el sopor comenzaba a sumirnos en la quietud y mientras Manuela leía, mis otras damas abrían las sábanas de las camas, guardan la ropa del día y yo estaba empezando a pensar en quitarme el recogido del cabello y los zapatos y ponerme la ropa de dormir, hacía como que atendía a un juego de mesa que tenía delante, al que una de mis damas ya no prestaba atención pero que a mí me había atrapado, o tal vez eran mis propios pensamientos los que me habían dejado ausente. Una copita de licor a medio beber se atemperaba en la mesa, y su olor a frutos rojos me llegaba desde donde estaba. Los posos se sumergían hasta el fondo.

Antes de poder evitarlo me di cuenta de que el pie de la copita había dejado un cerco de licor rosáceo sobre unos papeles arrugados. Levanté la copa y atisbé uno de tantos poemas que Juan solía dejar por ahí abandonados, a la espera de que yo los encontrase, o alguna de mis damas se lo guardase, presa de su encanto.


En un dolor infinito

Mi ceguedad sólo veo,

Y, con lo que más deseo,

Mi muerte más solicito.

[…]

Y con ver que está la vida

En tanto peligro puesta,

Cerca de esta pena es ésta,

En ser por vos padecida;

[…]

Adoro males seguros,

Sin hallas inconvenientes

En sufrir males presentes

Y soñar bienes futuros;

 

Y es lo bueno que este mal,

Que en matarme está tan puesto,

Fe lleva por presupuesto

Y paciencia en su caudal.

 

Quitome el medio al perder;

Hallóme tan bien perdido;

Tan eficaz mi sentido

Consciente el mal que ha de ver.

 

Y no sé yo cómo pueda

Haber ya mudanza alguna,

Que aún la rueda de la Fortuna

Para mí siempre está queda.

 

Y así puedo sin recelo

Tener, señora, yo mismo,

La humildad en el abismo

Y el pensamiento en el cielo;

 

Y aunque dél y de mi suerte

Espero cierta caída,

Lo que perdiere la vida

Acreditará la muerte.

 

Unas campanas comenzaron a sonar a lo lejos. Unas campanas de angustia y miedo. Se oían desde palacio. Eran de muerte, de peligro. Pero sonaban tan lejanas que apenas parecían tener importancia. Nadie en la estancia recayó en ellas excepto Manuela, que atisbó hacia el exterior por una de las ventanas, con expresión despreocupada. Fue entonces cuando yo las oí. Pero tampoco le tomé importancia. No hasta que varias luces comenzaron a aparecer alrededor.

—¿Es un incendio? —Pregunté, comenzando a sentir cómo el temor nacía en mis entrañas. Ella no contestó, se quedó mirando hacia el exterior con el ceño fruncido. Era de noche, y nuestros ojos se guiaban por las pocas luces que se veían por ahí. Luces de antorchas, de lamparillas. De velas. Pequeñas, en movimiento. Algo ocurría. Un alboroto creciente nacía en alguna parte y se extendía como una niebla.

Cuando Manuela dejó la ventana y se dirigió a mi lado fue cuando realmente me preocupé. La miré con asombro y ella me puso una mano en el hombro.

—¿Sera una revuelta? —Sugirió como si yo pudiera saber algo más que ella. Me volví hacia su rostro, alarmada.

—Espero que no. No habría motivo, París estaba muy contenta con la vuelta de sus conciudadanos.

Al decir aquello, el resto de mis damas dejaron sus quehaceres y se asomaron a las ventanas, como estábamos nosotras. Miraron con una mezcla de curiosidad y congoja.

—Tal vez deberíamos preparar un carro, y salir de palacio. Por lo que pueda pasar. —Advertí que Manuela estaba algo sobresaltada. Era su labor protegerme, pero que viniesen a palacio a buscarnos me parecía irreal. Me puse en pie y me negué a seguirla.

—No, no iremos a ninguna parte. No sabemos qué está pasando. —Me dirigí hacia Amanda—. Ve abajo, busca a alguien que sepa lo que está ocurriendo, y ven cuanto antes.

Miré alrededor, mientras ella desaparecía por la puerta.

—Alguien debería habernos avisado de algo…

—¿Tal vez sea una fiesta? —Preguntó Marisa. Yo fruncí el ceño.

—Que no cunda el pánico, sea lo que sea nos enteraremos de un momento a otro. —Dije, mientras volvía a sentarme.

Apuré el vaso de licor y me serví un poco más. Manuela seguía con los ojos fijos en el exterior y Marisa estuvo a punto de tomarme la botella para servirme ella, pero llegó tarde. Mi corazón latía con fuerza, creciendo en intensidad a medida que pasaban los segundos. Intenté enfocar los ojos de nuevo en el juego, pero hacía rato que lo habíamos abandonado por completo.

—Es una noche muy oscura. —Dijo Manuela. Yo asentí y afirmé con un gemido.

—¿Qué ves? ¿Ves algo? —Preguntó Marisa.

—Se acercan unas luces. Un carro. No, caballos. Vienen varios caballos. Tres, cuatro. Dos antorchas. Han salido varios sirvientes del palacio para ver qué sucede.

—Se oye un murmullo.

—Es la gente.

—¿Quién viene? —Pregunté. Pero siguió un silencio helado. Cuando me casné de esperar una respuesta y alcé la mirada hacia Manuela, estaba pálida, y con los ojos chispeantes. Tenía una expresión lívida y asustada. Y cuando volvió el rostro para mirarme, sabiendo que aguardaba una respuesta, no necesitó decir nada para desbocar mi corazón. Me levanté pero ella ya se alejaba de la ventana. Cuando me asomé, solo advertí los caballos vacíos, cogidos por las riendas en las manos de unos mozos de cuadra. Alguien gritaba. Eso terminó por derribar mi calma.

Se oían pasos por los pasillos del palacio, voces, y peticiones apresuradas. Nosotras nos quedamos allí resguardadas, porque frente a un ataque, estábamos en un ala más alejada del palacio pero me arrepentía de tener todas mis armas en la armería. Un arcabuz, al menos, o un sable. Más tarde agradecí no haberlos tenido al alcance de la mano.

—¿A quién has visto, Manuela? —Pregunté, pero ella no terminaba por entender tampoco a qué venía todo aquello.

Y en medio de esa oscuridad, no estaba segura de lo que había visto. Veía la duda en su rostro, la inquietud. Si algo me ocurría, se le caería el pelo, pero dudaba en si sacarme de allí, o…

—¿Debemos huir?  —Pregunté, más como una súplica que como un  interrogante.

La puerta del gabinete se abrió de golpe, y entraron Rodrigo y François, presididos de Ana, que lloraba con el rostro compungido. Su entrada fue como un soplo de aire helado, como el filo de un cuchillo cortando todo lo que había allí dentro. Rodrigo venía sin el jubón, con el cabello revuelto y las manos temblorosas, cubiertas de sangre. Sangre, sangre hasta el codo, sangre en su gorguera, en su rostro. Estaría cubierto de ella pero sobre la tela negra, era imposible distinguirla. Su espada aún colgaba del cinto, enfundada, y su puñal estaba atado a su cintura.

Pero François por el contrario estaba impecable, con su traje costoso, con su máscara de oro, y su gran porte, pero todo eso pasó desapercibido por su cabello empapado en sudor, por su mirada desorbitada, por el temblar de sus manos. Por su silencio, sepulcral. Por su miedo.

Yo me agarré al borde de la mesa, hincando las uñas. Lo supe antes de que ellos lo dijesen.

—¡Lo han matado! —Gritó Rodrigo, con la voz rota. No necesitaba que me extendiese sus manos manchadas para verlo, para saberlo—. ¡LO HAN MATADO! ¡LO HAN MATADO!

Lo repitió tantas veces que se me quedó grabado aquel mantra. Cada palabra me laceraba, aún lo recuerdo, recuerdo el tono de su voz y sus lágrimas, y su desesperación. Se me clava aún como alfileres en el pecho.

Me levanté, aturdida. Mirándolos a ambos, esperando que en su mirada se reflejase la realidad, como si la sangre que bañaba al pobre muchacho no fuera suficiente muestra.

—¿A quién, a quien han matado? —Preguntó Marisa, agarrándose le pecho.

—Mi señora… —Murmuró François, mostrándome sus condolencias en un tono que intentaba ser formal, pero aún se veía atacado por el susto y la carrera a caballo—. Han matado al conde de Villahermosa, hace media hora, en el centro de la ciudad.

Comenzó a soltar una lista de detalles que no me importaban en absoluto. Salía de una taberna, o entraba… iba a acompañado de Rodrigo, iban andado, o en coche, apareció una pareja de hombres embozados, con largas capas, y uno de ellos sacó una espada, le atravesó el pecho. Lo había atravesado de parte en parte, tanto que al asesino le costó sacar de nuevo la espada del pecho de Juan. A Rodrigo solo le dio tiempo de coger a su amigo en brazos para que no cayese al suelo de golpe, y en un estéril intento de taponar la herida, lo acompañó hasta que falleció, entre estertores y arcadas sangrientas.

Se me paró el corazón, y una oleada de ardor subió a mi cabeza hasta sentirme febril. Todo el peso de mi cuerpo me pareció que se multiplicaba, amenazando con llevarme a un desvanecimiento, pero mi ira, y mi odio, me mantuvieron consciente. Me pitaban los oídos como si me hubiesen golpeado un par de bofetadas. Rompí en llanto antes de darme cuenta. Se me saltaron las lágrimas y los gemidos fueron incontrolables. Me hallé de pie, sujetándome en la mesa con una mano mientras con la otra cubría mi rostro, abandonándome a la tristeza. Oía las voces de mis damas, y de Rodrigo, aún en estado de pasmo, intentando dar explicaciones, sollozando mientras se veía cubierto de la sangre de su amigo.

Me lo arrebataron. Me lo arrancaron de los brazos, y yo era incapaz de entenderlo. Unas horas antes había estado ahí conmigo, en mi gabinete. Habíamos hablado tranquilamente mientras veíamos cómo el sol descendía. Había bebido vino, y me había mirado con esos ojos llenos de vida, llenos de lucidez y picardía. Y esa había sido la última vez que le había visto, y mis palabras podrían habido ser más amables. Podía haberle dado menos disgustos. Podría haberle querido, como él se merecía, o como yo deseaba amarle.

La tristeza se disipaba, y su lugar comenzaba a ocuparlo una mezcla de arrepentimiento e impotencia. De rabia y odio. Tiré el juego de mesa y las fichas se esparcieron por toda la habitación, haciendo que mis damas diesen todas un respingo de susto. Entre lágrimas, alcancé la botella de vino y la de licor, y las arrojé al suelo, rompiéndolas y esparciendo el contenido por las alfombras. Grité, o me oí gritar. La ropa me apretaba, sentí el corpiño y el armazón de la falda como unas correas que me impedían respirar. Me arranqué los collares de perlas, y las horquillas de mi cabello, arrancándome varios pelos en el camino. Tiré sillas y candelabros, con suerte de que no se prendió nada. Los jarrones, los papeles, las plumas y tinteros.

Si alguien se hubiera acercado, le habría matado, lo juro. Manuela se llevó una mano a los labios y cubrió su expresión de susto al verme. Nunca la había visto tan sorprendida. Y tampoco mis damas hicieron el amago de intervenir. Alguna de ellas debió dar gracias a Dios por no tener a mano un arma, o habría acabado con ellos.

—¡Me lo han matado! —Grité, mientras arrojaba mis libros hacia Rodrigo, que los esquiaba adura penas—. ¡Has dejado que lo maten! ¡Y no has hecho nada!

—¡Mi señora…! —Suplicaba él, más dolido de mis palabras que de todo lo ocurrido—. Me habría ido con él, señora, si hubiera podido…

—¡Todos nos iremos con él! —Grité, presa del pánico. Y súbitamente me envolvió de nuevo la pena. Sentí como me abrazaba un profundo abismo de tristeza. Qué me quedaba a mí, si él no estaba conmigo. Si me hubieran arrebatado un padre, o un hermano, no me habría dolido más. Se me desgarraba el alma, y solo era capaz de pensar en odio que me consumía, en que alguien lo pagaría, alguien sufriría tanto como yo.

Yo no tenía mis armas a mano, pero los dos hombres que había allí estaban armados. Avancé hasta François, aunque hubiera debido alcanzar a Rodrigo, más indefenso, y agarré la empuñadura de su sable, pero me contuvo la muñeca con sus dos manos y me frenó en seco.

—No hagas ninguna tontería. —Ordenó, en tono serio. Su agarre era mucho más fuerte que el mío, y desde luego si él no me lo permitía, yo no podría arrebatarle la espada. Pero el tacto de sus manos aplacaron un poco mi descontrol, y volví a mí la lucidez.

—Si no me dais vuestra espada, iré a buscar las mías.

Ante aquello, me di la vuelta y me interné en mi dormitorio, buscando entre mis arcones la ropa de varón que solía esconder allí. Pero todo aquello era un revoltijo de prendas, lágrimas y sollozos. Era incapaz de encontrar nada y me sumí en un mar de camisas y medias. Me hundí ahí y me ahogaba, como si me hubiese caído al mar. Mi mano se cernió sobre los lazos de mi vestido, y tiré de ellos hasta desgarrarlos, el corpiño estaba ahogándome, yo me ahogaba en lágrimas.

Cuando François se armó de valor para entrar en el dormitorio me encontró sollozando encima de la ropa que se había desbordado de los bordes del arcón. Allí a arrodillada, envuelta en un velo de lágrimas, su reina se mostraba por primera vez humana. Avergonzada hasta el extremo hundí mi rostro en aquella marabunta de prendas y lloré incontrolablemente.

Pero él se arrodilló a mi lado, casi dejándose caer, y me apretó entre sus brazos, conteniéndome igual que había intentando refrenar mi mano minutos antes. Me estrechó contra él, y sentí la calidez de su pecho, y la fuerza de sus brazos. Y el sonido de su respiración, entrecortada también, bajo su máscara. También él se me mostraba terriblemente humano, como nunca antes había hecho. No me acunó o me acarició. Me abrazó y me apretó contra él, y al contrario de lo que pensaba, aquello no me hizo sentir más ahogada, sino levemente reconfortada, aunque dentro de mí, sé que se estaba extendiendo una peste purulenta de odio y venganza.

Pero no solo en mí. Me equivocaba si pensaba que solo era yo la que sufría aquella muerte. Todos allí estábamos doloridos y tristes. Todos allí deseábamos venganza, porque de una u otra manera, todos queríamos a Juan, cada uno a su manera. Porque había sido nuestro amigo, nuestro compañero, y de algunos de nosotros, nuestro amante.

Cuando alcé la mirada, nuestros alientos se hubieran entremezclado si no existiera una máscara de oro que nos separase. Pero su mirada estaba fija en mí, y aunque mis ojos estaban empañados en lágrimas, pude advertir el frío de su mirada clavarse en mí. Cuando se inclinó para murmurar algo en mi odio, yo le apreté contra mí.

—Ha sido el rey, mi señora.

Su voz me puso el vello de punta, pero no me alejé. Sus palabras eran néctar del que bebí, sedienta.

—Ha sido el rey, lo ha matado él. Sé que ha sido él.

Si eran sospechas infundadas por su parte, no quise averiguarlo. Si eran mentiras o una ilusión, no me importó. Todos pagarían, todos y cada uno de los que habían tenido algo que ver.

—Yo estoy de vuestro lado. —Dijo, en tono más firme—.  Soy vuestro siervo. Haré todo lo que me pidáis, sin cuestionaros, nunca más. Seré el brazo ejecutor, si así lo deseáis. Solo tenéis que darme una orden, lo prometo.

Me levanté, aterida y temblorosa pero intenté fingir que no era así, para infundirles coraje. Salí caminando al gabinete, con el pelo ya completamente suelto y el corpiño desgarrado. Las muchachas estaban en un sofá, sollozando. Manuela aún estaba con los ojos como platos, con el rostro cubierto con las manos, mezclando la sorpresa con las lágrimas y Rodrigo estaba a su lado, compartiendo palabras de lástima y consuelo. Cuando me vieron aparecer, todos se sobresaltaron. Pero Rodrigo el que más. Cuando así su pecho en mi mano y lo zarandé, se dejo hacer, a punto de romper de nuevo en llanto.

—¡Ve, y averigua qué diablos ah pasado! ¡De qué se han enterado! ¡Quienes se han involucrado! Quiero los nombres de todos los pobres que se han atrevido a atentar contra la vida de Juan de Tais. ¿Entendido? —Asintió, con el ceño fruncido—. Más vale que en estos años hayas aprendido algo de tu señor, porque quiero que averigües todo lo que ha sucedido. ¿Me has oído?

Mis palabras le insuflaron valor, y la venganza se reproducía en él, igual que había nacido en mí.

—Esto no ha sido un asesinato fortuito. Quiero saber quiénes han sujetado la espada, —Le susurré—. Quienes han dado el aviso, quienes sabían la información y quienes han urdido el plan. Si tiene que arder Francia, ¡Arderá! Y si el rey ha tenido algo que ver, juro por Dios que se arrepentirá del día en que me tomó como esposa.

Le empujé hacia la puerta.

—¡Ve! Ya habrá duelo cuando se haya hecho justicia.

 



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*POEMA: (Redondilla nº 446, pág. 830 [Soneto fragmentado] “Poesía impresa completa” (1990) Conde de Villamediana. Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Cátedra, Letras hispanas)


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