UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 67

CAPÍTULO 67 – UN CORAZÓN FRÍO

 

El cuerpo de Juan lo llevaron al depósito de cadáveres, en el hospital de la capital. Ni Rodrigo ni François me dejaron salir de mis estancias aquella noche, no solo por temor de que yo perdiera los papeles fuera de palacio, sino porque aún se estaba buscando a los dos hombres que le habían matado, y podría estar en peligro mi vida. Pero eran ingenuos si creían que me atrevería a salir de palacio sin un arma. Aún así mi estado de nervios era tal que no conseguí recomponerme hasta pasada la madrugada. Manuela bajó a buscar al boticario que estaba oculto en el palacio y le pidió una fuerte infusión de adormidera que me calmase los nervios y me permitiese dormir. Estaba la pobre preocupada porque rechazase el brebaje, pero mi dolor era tal que cualquier bebedizo que me llevase a la inconsciencia era bienvenido.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me costó recordar lo sucedido. Una neblina cubría todo mi pensamiento, y era más de las nueve cuando Manuela asomó el rostro por la puerta. Al verla a ella, todo me vino de repente. El corazón se me desgarró por segunda vez y rompí en llanto. En vez de dejarme allí, ella se sentó en la cama y puso una mano sobre mi hombro y apretó allí sus dedos, intentando transmitirme algo de coraje.

—A él no le gustaría veros así. —Murmuró ella, insuflándome valor—. Le partiríais el corazón.

—Llorar por él… —Dije, con los dientes apretados—. No se lo creería.

—Claro que se lo creería. No os tenía por inhumana, majestad. —Su mano se apretó aún más sobre mi piel—. Levantaos, comed y vestíos. Tenemos que ir al depósito, señora.

Y verle por última vez. Dios santo, no estaba segura de poder soportar aquello, pero la idea de poder despedirme de él, aunque fuera sin esperar una respuesta, alivió un poco mi dolor. Y estaba segura que la visión de su cuerpo muerto me llenaría de dolor y odio, y de vida, por encontrar el medio de poder vengar su muerte.

Hice como ella me pidió. Desayuné de forma frugal, y llené una copa con licor pero Manuela me la quitó de las manos.

—Esta noche os he concedido un poco de descanso. Pero ya no podréis anestesiar más vuestro dolor. —Me fulminó con la mirada, con esos ojos verdes y salvajes—. Os necesito sobria para que venguéis la muerte de mi marido.

—No habrá juicios, ni detenciones. —Le advertí, porque no pretendía engañarla—. A quien se halla visto involucrado, me lo llevaré por delante.

Dirigiéndome a mis damas, les advertí:

—Vestid de luto. De ahora en adelante, hasta que todo haya terminado. —Las cuatro asintieron y yo suspiré, haciendo un esfuerzo por retomar el control de mi pensamiento—. Yo también lo haré. E iremos al depósito para que reconozcáis el cadáver de vuestro marido, y se lleven a cabo el papeleo y los formularios indicados.

—Ricardo ya os espera ahí. —Dijo ella, asintiendo y conduciéndose conmigo hasta el dormitorio.

Sacó de lo más profundo de los arcones el vestido negro con el que me había presentado en París el primer día de mi llegada, junto con una gorguera negra, un velo negro, y cuando se dirigió al tocador a buscar los collares de perlas, la detuve.

—Nada de joyas.

—Bien.

Todas nos vestimos de riguroso luto y Mariana y yo nos cubrimos la cabeza con velos oscuros, ocultando los rostros. Mis damas se alistaron con premura y cuando Ana asomó el rostro por la puerta del tocador, la mandé a la armería a buscar mi espada y mi puñal.

—François vendrá en unos minutos con escolta para llevarnos a todas allí. —Advirtió Marisa, que me colocaba el velo.

Todas ellas estaban temblorosas y distantes. Con las miradas tristes y el rostro bajo, con el mentón tembloroso. Eran como mis hermanas y Juan era un familiar más en esta singular familia. Pero su tristeza podía responder a muchos otros motivos, de todos era sabido que Juan se ganaba también el odio de muchas de mis damas. Podían estar tristes por verme a mí tan abatida, o temerosas, porque al fin y al cabo, sus vidas corrían peligro, tanto como la mía.

—¿Y el rey? —Pregunté a Manuela, cuando salimos al gabinete, ante la entrada de Ana con las armas. Ella me ciñó la espada al cinto mientras murmuraba:

—Con su madre, en el consejo.

—¿Sabes de qué están debatiendo?

—No mi señora, pero imagino que sobre lo sucedido anoche. Tal vez venga a visitaros cuando halláis vuelto del hospital, para daros sus condolencias…

—No se atreverá. —Dije, apretando entre mis dedos el pomo de la espada—. Más vale que no se le ocurra cosa semejante.

François llegó también vestido de luto. Había cambiado su uniforme de general por un jubón y unos pantalones negros. Incluso su máscara dorada había desaparecido y por un momento al verlo entrar por la puerta me sobresaltó, aún con la imagen de los embozados fresca en mi mente. Había cubierto su rostro con una máscara oscura de cuero negro, y lo único con un poco de luz en su cuerpo era su cabello dorado y su ojo azul. Y el brillo de su espada en el cinto.

Cogió mi mano, y besó el dorso de ella. Era más una forma de repetir su promesa, que un verdadero saludo. Yo asentí.

—Estamos listas. Podemos irnos.

—Mi señora… —Dijo uno de los soldados que lo acompañaban y esperaba al otro lado de la puerta—. No hace falta que llevéis espada, estaréis bien protegida.

—Cállate. —Le espetó François, al percibir mi expresión de ofensa—. Acompañadme, mi señora.

Salimos al exterior, y nos subimos a dos carruajes. Amanda, Ana y Marisa se subieron a uno de ellos y Manuela, François y yo nos subimos en el siguiente. Tenía la garganta en carne viva por haber llorado durante horas, y no encontraba aún palabras que dirigirle a Manuela o François, aunque estaba segura de que ellos tenían mucho más que decir que yo. Apretaba con fuerza la guarda de la espada entre mis dedos hasta hacerme daño, y arañaba las decoraciones de oro hasta que las uñas se me rompían. La quietud de aquel carro era aún peor que cualquier otra cosa. Era la impotencia, creciendo dentro de mí, y aquel espacio reducido, rodeándonos, cerniéndose sobre nosotros. Me hubiera lanzado por la puerta de haber podido.

A medida que nos acercábamos al hospital había cada vez más personas. Todos aglomerados por ahí, en grupos, hablando y murmurando. Me señalaban cuando el carro pasaba cerca de ellos, y cuando pasaba lejos también. Cubrí mi rostro con el velo y contuve un gemido. Nos estaban esperando.

Al llegar, François bajó primero y nos ayudó a nostras dos a descender del carro. Los soldados formaron un pasillo para que pudiéramos acceder al interior del hospital sin demasiada incomodidad. Dentro nos condujeron a los sótanos. Estaban levemente iluminados, eran fríos y húmedos. Se me puso la piel de gallina al sentir ese olor a químicos, a sangre y a muerte. A descomposición. Era un olor acre y metálico. Acabamos en una sala de piedra. La leve luz que entraba era de una pequeña ventana en la parte superior del muro, que daba a los bajos de una callejuela. Un par de antorchas había por ahí, pero estábamos apenas en penumbra, hasta que mis ojos se acostumbraron.

Al fondo estaba la mesa, un par de meses que habían juntado y donde habían dejado el cuerpo desde que lo encontraron en la calle, tirado. Dios santo, solo pensarlo se me ponía el estomago del revés. Allí estaba Rodrigo, custodiando el cadáver, sentado en una silla e inclinado sobre el cuerpo, con las manos sobre él, aún cubiertas de sangre. No se había movido de ahí desde que lo habían llevado. Lo velaba, y lloraba sobre él, igual que hiciera Aquiles con Patroclo.

 

Manuela se me adelantó, y caminó hacia Rodrigo, del que recibió un sincero abrazo. Ambos desviaron la mirada hacia el cuerpo y Manuela no pudo evitar llevarse un pañuelo que tenía en su mano hacia el rostro, para ocultar una expresión de horror o puede que una lágrima traicionera. Sus hombros se convulsionaron, aunque le odiase, estaba segura de que su muerte habría supuesto un trauma, igual que para los demás.

Les dejé unos segundos y cuando ambos volvieron la mirada hacia mí, yo aún estaba buscando el valor dentro de mí para adelantarme y asomarme a aquel cuerpo inerte. Se me agolpaban los sentimientos, y estaba segura de que me desvanecería. Me temblaban las puertas, y la cabeza me iba a estallar. Pero mis pasos me condujeron hasta allí y me incliné sobre él. Estaba pálido, y frío. La sangre aún lo cubría todo, desde su frente hasta los zapatos. Pero ya no estaba fresca, se había secado y parecía que tenía la ropa acartonada. Sus ojos estaban cerrados, y su faz parecía de cera. Sus mejillas habían perdido todo color, ese rubor incandescente ya no estaba, y al pasar mis dedos por sus labios me estremecí. Allí ya no había nada ni nadie, la vida se había disipado y solo quedaba un cuerpo vacío. La certeza de que Juan ya no existía me golpeó con un dolor que no pensé que existiera. Pensé que lo peor ya había pasado pero me equivocaba. Si había venido a despedirme, él no me escucharía, y si solo deseaba verle, Dios sabe que me quedaría con ese recuerdo espeluznante en la retina el resto de mi existencia. Aún lo albergo en el fondo de mi mente, y a veces recurro a él, o me sorprende sin previo aviso.

Apreté los dientes, conteniendo el llanto, y muy a mi pesar, las lágrimas me rodaban por las mejillas sin poder evitarlo.

Manuela se había alejado, y hablaba con el médico que había acudido a la llamada y que había trasladado el cadáver. Se estaba presentando como su esposa, y le pedía que fuera a ella a quien se dirigiese. Mientras hablaba, Rodrigo se acercó a mí y, saltándose todo protocolo, me puso una mano sucia y pálida, sobre el hombro. Y se acercó a mí, posando su frente sobre sus propios nudillos. Había llorado tanto que no le quedaban lágrimas. Lo supe nada más que alzó los ojos hacia mí.

—Lo siento mucho, mi señora. Nadie lo siente más que yo. —Murmuró.

—Lo sé, no te culpes. No pudiste hacer nada. —Dije, presa del remordimiento.

Él lo había visto morir, lo había visto ensartado en una espada y después lo había consolado hasta el último hálito de vida. Era su amigo, su señor y su maestro, y puede que más amante que mío. Mi dolor no podría compararse al suyo.

—¿Os dijo algo… antes de…?

—Apenas pude entenderle, señora. Murió rápido, pero me pidió que os cuidase.

Se me escapó una sonrisa.

—Espero que cumpláis su último deseo.

—No os quepa la menor duda. —Apartó su mano de mí, y se irguió, con cierto orgullo.

—Yo me encargaré de escribir a su familia, y también a mi padre, al respecto de lo ocurrido. Su título ahora pasará a disposición de los hijos de su hermana, supongo. Y su condado a ella. —Le miré, con algo de malicia—. Y espero que os hagáis vos con el cargo de consejero de la Reina, nadie sabe mejor que tú como pensaría y actuaría Juan. Nos has servido bien todo este tiempo, espero que no…

—No lo rechazaré. —Dijo él, y miró por encima de su hombro, hacia Manuela que hablaba con el médico y le pedía que firmase unos documentos. Ahora que me fijaba mejor, tenía sangre hasta en el cabello.

—Habéis pasado la noche aquí con él. —Miré el cuerpo de Juan, del que poco a poco me sentía cada vez más alejada. Si Juan aún nos rondaba, ya no estaba ahí dentro—. Será mejor que descanséis, vayáis a palacio y os aseéis y durmáis. Vendrán días…

Él me cortó.

—No, mi señora. No he pasado la noche aquí. Al amanecer regresé. Y he permanecido aquí hasta vuestra llegada. Pero no he estado aquí.

—¿Qué? —Pregunté, a lo que él alzó la mirada, con el ceño fruncido.

—Cuando se comete un crimen, siempre es mejor indagar cuanto antes. Si se deja pasar el tiempo, las pistas se enfrían, y las personas suelen estar menos receptivas a dar información.

—¿Qué habéis averiguado?

—Lo suficiente. Ya tengo los contactos de quienes han tenido algo que ver. Aún me queda confirmar ciertos datos pero… —Volvió a mirar por encima del hombro, esta vez hacia los guardias que esperaban en la puerta, y que nos habían acompañado a petición de François—. Ha sido el rey. Se enteró de lo vuestro con el conde, y lo ha mandado matar.

Contuve el aliento y fruncí los labios. Estuve a punto de llevar mi mano a la espada, pero me contuve.

—Los hombres que han matado a Juan son dos soldados de palacio, que nos siguieron hasta el centro, de camino a la taberna. Reconocí a uno de ellos, y el otro solo he tenido que preguntar en palacio, para saber con quién se fue.

—¿Cómo se ha enterado el rey?

—Otros dos guardias de palacio os vieron juntos, de madrugada, de camino a la taberna, iban ebrios, pero consiguieron reconoceros. No dijeron nada, porque consideraron que sorprenderos no iba a ser un acierto, sin embargo el rey pagaría bien por esa información.

—No es delito ir a tomar vino con un…

—El rey emprendió una investigación. Los espías de la reina madre han dado con la posada donde pasasteis la noche, han estado haciendo preguntas, y por un par de ducados de oro, cualquiera suelta información. —De repente se volvió a mí, en tono de reproche—. Es fácil seguirle la pista a dos caballeros que van dejando monedas de oro encima de las mesas…

Le miré directo a los ojos, y debió ver chispas en mi mirada, porque se estremeció, y me apartó el rostro.

—Tres prostitutas les dijeron a los espías de la reina madre donde solía el conde llevar a sus ligues.

Suspiré.

—Eso no es todo. El conde y yo íbamos en coche al centro, pero el cochero nos hizo bajar, diciendo que se le había roto una de las correas del carro, por lo que fuimos a pie. Pero esta noche he pasado por las caballerizas y ningún carro había sido reparado o estaba dañado. —Me miró con súplica—. Una calle más adelante fue donde lo asesinaron. El hombre debía estar compinchado y nos dejó ahí.

Como me llevé la mano al pomo de la espada, él me contuvo, con una mirada llena de susto.

—Aun no, alteza. Las cosas han de hacerse bien.

—¿Cuándo podre…?

—Dejad que yo lo prepare todo. —Aquello me pareció que provenía directamente de los labios de Juan, pero al joven le faltaba parte de su malicia y de su pasión. Era todo entrega y perspicacia.

Asentí, y parecía que se iba a dar la vuelta, para dejarme a solas con el cuerpo del conde pero yo le retuve, sujetándole de la manga del jubón.

—Perdóname, por haberlo traído aquí conmigo. Pudo mi egoísmo sobre su seguridad…

—No creáis que en España estaba más seguro que aquí. —Murmuró con media sonrisa, a modo de consuelo—. Y tampoco penséis que lo habéis arrastrado con vos, alteza. En cuanto supo que lo queríais en vuestro círculo en París, no hablaba de otra cosa, y de todos los planes que tenía con vos.

Aquello me terminó de quebrar. Cubrí mi rostro con un pañuelo y él posó una mano sobre mi espalda, muy paternal para venir de él.

—El conde sabía dónde se estaba metiendo. —Y entonces, susurró—. Teníamos motivos para pensar que el rey había descubierto que su amante, la joven Joseline, había sido envenenada.

No dije nada. Me tomé mi tiempo para comprender lo que me había dicho y entonces, acabé por asentir y le pedí, con un gesto, que se alejase. Me sequé las lágrimas y contuve el aliento al acercarme al cuerpo del muerto. Posé una mano sobre su pecho, donde la herida se había producido, y me imaginé que su corazón todavía palpitaba, que su pecho subía y bajaba con una respiración pausada. Tenía el jubón desabrochado y la camisa rasgada. Habían intentado cerrar a herida, o taponarla, pero nada había servido. Su pecho estaba frío pero podía reconocerlo, su tacto era frío, pero suave. Dios me perdone, pero no pude evitar evocar la noche que pasamos juntos. Y todas las veces que una de mis dagas había presionado aquella piel, amenazante. Al fin alguien le había acabado matando.

Pero su corazón aún estaba ahí, bajo esa piel y esa sangre. Y juré por él, y por su alma, que todos los que le habían llevado a la muerte, lo pagarían. No había cabida para la reina ni para el país. Solo la muerte, y la venganza.



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