UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 65
CAPÍTULO 65 – CONTINÚA LA INVESTIGACIÓN
Había estado lloviendo durante días. Finalizaba noviembre y los preparativos para las fiestas de navidad ya habían comenzado. En las iglesias se habían comenzado a decorar con motivos navideños y en las casas ya hacían copio de conservas y pescado en salazón para aguantar los meses más fríos. El día se había levantado especialmente oscuro y densos nubarrones habían cubierto el cielo rápidamente, desde primera hora. A media tarde habían comenzado a descargar, como habían venido haciendo un par de días antes.
Había tenido una mañana difícil. Desde las seis de la mañana había estado en el consejo, reunida con la reina madre, con el rey y con François para dar el visto bueno a los presupuestos para los subsidios de las viudas y huérfanos. La reina madre no estaba dispuesta a ceder parte de su colección de pinturas y tapices para costear parte de ese subsidio, pero no quedaba otra, sino los números no cuadrarían.
Más tarde, mientras el rey visitaba al cardenal de P, yo escribí al líder de los mercenarios españoles, para pagarle el último pago que había dejado pendiente y el mes siguiente, ordenándole que viajase hasta Austria, para reunirse con mi tío el emperador y servir bajo su mandato hasta que el dinero se le agotase, o la guerra terminase. Justo después, envié a otro mensajero a reunirse con el líder de los mercenarios italianos, con el pago que había estipulado con la reina madre de Venecia y poder enviarlos a Italia, para que ayudase a los venecianos contra Milán.
Cerrar esos capítulos de la guerra me dejaba una paz que había echado en falta desde hacia tiempo, pero no todo eran historias olvidadas. Una guerra siempre genera más guerra, incluso si todos parecen conformes con el final.
A media tarde, Juan me sorprendió en la biblioteca reunida con los últimos nobles ingleses que quedaban en palacio, que estaban por despedirse, dejando atrás este nefasto tiempo de acuerdos infructuosos. El rey inglés les había hecho llamar, y estaba segura de que muchos de ellos perderían sus cargos y ocupaciones. Nuevos ministros y embajadores traerían nuevos tiempos.
—¿Es importante? —Pregunté, alejándome del grupo. Él me sonrió con aquella característica picardía de quien trama algo.
—Bastante, el mozo de Gasconia ha regresado a la capital. Está aquí en palacio.
—¿El nuevo duque de Gasconia? —Pregunté, y fruncí el ceño, llevándome la mano a la frente. Casi había conseguido olvidarme de él—. ¿Realmente buscará aclarar el asesinato de su hermano?
—Eso me temo. —Dijo él, encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que os espera en el gabinete del rey.
—¿A mí? —Pregunté, y él esbozó una sonrisa siniestra.
—El rey se ha lavado las manos. No ha querido atenderlo, y me ha pedido que seáis vos quien le prestéis audiencia.
—Maldito… —Murmuré mientras me volvía hacia los ingleses.
Apremiada, me despedí de ellos y salí al pasillo, acompañada de Juan.
—¿Qué tiene? ¿Qué ha traído consigo? Sinceramente, pensé que lo dejaría pasar. Que gobernar un ducado sería suficiente para mantenerle ocupado un tiempo…
—Me temo que se ha buscado buenos hombres en quienes delegar esas labores, y se ha centrado en esclarecer todo…
Suspiré, pero él rió.
—Por lo que veo tenéis buen ojo para escoger a quienes gobiernen sus tierras.
Le fulminé con una mirada cargada de horror y él se estremeció.
Llegamos al gabinete del rey, donde el joven nos esperaba. El muchacho estaba con el sombrero sujeto bajo su brazo, con el cabello rubio y largo recogido y repeinado en un lazo tras su nuca. Al volverse hacia nosotros, pues nos daba la espalda, el cabello se movió como un animalillo muerto. Me miró desde la distancia, con ojos pétreos y fríos pero con una sonrisa y una obediencia que me sorprendieron. Se inclinó en mi dirección y la reverencia se movió a medida que yo pasaba por su lado. Su mano sostenía una carpeta de cuero, llena de papeles. Aquello me dejó impresionada. Realmente era un chico valiente para presentarse aquí con pruebas de un delito que al rey y a mí nos costaría la vida.
—Las cosas no se hacen así, joven. —Le espeté, mientras rodeaba el escritorio de mi esposo. Juan se había quedado a un lado, detrás del muchacho. Imaginé que para intimidarlo, pero no estaba segura. De cualquier forma, no surtió efecto. Loui se mostraba altivo y serio.
—Vuestra merced me disculpe, ¿acaso no llegó el correo con el mensaje de que venía a palacio a pediros audiencia?
—No, no ha llegado ningún correo. —Dije, y su media sonrisa me descubrió que estaba mintiéndome. Sonreí de vuelta, sumándome al juego.
—Ya veo… es una pena. Pero ya que estoy aquí, y ya que me habéis concedido el valor de vuestra presencia, no os importaría concederme unos segundos…
—Unos segundos. —Dije, mientras me sentaba en la silla, y apoyada en el respaldo con un suspiro, entrelacé mis manos sobre mi vientre.
—Bien, habría venido antes. Pero la noticia de la pérdida de su hijo… —Mi mirada debió dejarle sin habla unos segundos y cuando retomó, lo hizo aclarándose la garganta—. He querido respetar su luto…
—Bien. Te lo agradezco.
Con una mirada de reojo se dirigió a Juan, que se había acomodado en el reposabrazos de un sofá que había cerca de una ventana. Lo suficientemente alejado como para no intimidar al joven, pero lo bastante como para estar presente en la conversación. Sin embrago a Loui no le pareció que aquella fuera una distancia suficiente, seguro que podía sentir la presencia del caballero sobre su hombro.
—Supongo que habéis venido para ponerme al corriente de vuestra investigación. Más os vale que halláis traído motivos suficientes como para que os conceda parte de mi tiempo.
—Espero que así lo consideréis. Por lo pronto, aquí os dejo una copia firmada de las declaraciones de todos los testigos que han afirmado estar o ver a los acusados durante las horas del crimen.
De su carpeta
extrajo unos veinte papeles, que dejó sobre el borde del escritorio. No hice el
amago
de cogerlos, así que quedaron allí pendidos.
El
muchacho carraspeó y se aclaró la garganta.
—A Gervais Malon, el
cabecilla de la banda, y a su compañero, Blaise Tissot, los vieron en la
taberna Le Chat Fourbu* desde las nueve de la noche hasta las dos de la
madrugada, que salieron de la taberna. Tres prostitutas ofrecieron sus
servicios a estos dos hombres durante aquella noche, y también he conseguido la
declaración de la mesera y del padre, el dueño de la taberna.
Yo me mordí la lengua.
—No podrían haber
cometido el crimen, ni aunque lo hubiesen querido, la taberna se encuentra a más
de catorce millas del lugar del crimen, así que aunque hubieran salido a las
dos de la mañana, era imposible que hubieran llegado a tiempo.
—¿Cómo es posible que
esas personas recuerden tan bien aquella noche? Seguro que esos hombres
frecuentaban esa taberna todos los días. Puede que tanto las prostitutas como
la mesera y el dueño se confundiesen de noche.
—No es imposible, pero
que todos concuerden, es improbable, ¿no le parece?
Asentí, frunciendo los
labrios.
—Colin Varnier, el
tercer hombre, pasó aquella noche en su casa. Su mujer, y sus dos hijos, dan fe
de ello. Es más, cuando al poco tiempo su esposo fue detenido y acusado del
crimen, su esposa se personó en la comisaría para avisar de que era un
malentendido, y que ella había pasado la noche con él, en la casa de ambos, en
una pequeña bohardilla que tienen alquilada cerca del barrio sur.
—Estoy segura de que
eres un buen investigador, y que hubieras tenido una increíble carrera militar,
pero aún eres joven. —Mi tono fue mucho más maternal de lo que pretendía—. Te gana la ingenuidad.
Las putas mienten por dinero, muchacho, y las esposas, por conservar la honra de
sus maridos.
—Los reyes mienten para conservar su poder. —Atinó Loui, a lo que Juan dio un respingo, esbozando una sonrisa.
—Continúa, por favor. —Le pedí, abriendo la palma de mi mano, en dirección a los papeles que aún conservaba bajo el brazo.
—Traigo también declaraciones que describen a los tres hombres que asesinaron a mi hermanastro. —Primero extrajo un porfolio—. Un campesino que labra un par de hectáreas de cultivo de trigo al este de la capital, asegura que mientras regresaba a casa triando de su carro de herramientas de labranza, vio pasar a tres jinetes, embozados y armados. Iban en dirección al este, por el camino que salía de la capital, siguiendo los pasos del carruaje de mi padre.
Yo tragué en seco y Juan amplió su sonrisa. Yo lo miré por encima del hombro del joven y me estremecí. Era increíble cómo sería capaz de sonreír incluso en el momento de su propia condena. Si ahora mismo el muchacho sacaba una declaración donde aseguraban haberlo reconocido a él en el momento del asesinato del duque, él se limitaría a sonreír.
—¿Esa declaración da algunos detalles más?
—Sí, unos cuantos. Dos de ellos iban armados con arcabuces, y el tercero con una ballesta, y un carcaj con flechas. Los caballos eran oscuros, y los hombres iban cubiertos con sombreros de ala ancha, a la española, con capas largas y con los rostros ensombrecidos.
Yo asentí. No sabía qué decir a aquello.
—Otro testigo los vio regresar. Un hombre dio la misma descripción que el campesino, tres jinetes embozados y armados, entrando en la capital por los bosques de caza del rey.
—¿Eso es todo?
—No, mi señora. —Dijo, mientras se hinchaba el pecho de orgullo—. A pesar de que todo esto me parece más que suficiente como para reabrir el caso y pensar en la posibilidad de que se haya ajusticiado a tres hombres por un delito que no cometieron, traigo algo más conmigo. Traigo una orden para registrar la armería de palacio, y comprobar que las armas que el primer testigo describió, no coinciden con ninguna de las que se conservan aquí.
—En la armería de palacio hay muchas armas. —Dije sonriendo—. ¿Qué tipo de descripción ha dado vuestro hortelano para poder distinguir entre las armas…?
—Dijo que atisbó a ver un escudo dorado con un águila bicéfala en la ballesta.
Se me heló la sangre. Nunca me había pasado antes. Tenía el cuerpo rígido y estaba segura de que él había podido atisbar ese cambio en mi rostro solo con un simple vistazo. Sonreí, para disipar la neblina que comenzaba a cubrir mi mente pero él me atravesaba con unos ojos fríos y seguros. Estuve a punto de confesarle todo. Las palabras acudieron a mi boca como un torrente. Sí, lo matamos nosotros. Lo hicimos nosotros. Y ahora, vete, ya tienes la confesión. ¿Qué más quieres?
—No me suena un arma como esa en nuestros almacenes. —Dijo Juan, atajando la situación. Se puso en pie para tomar protagonismo y señaló la puerta del gabinete—. Pero si desea echar un vistazo a la armería, le acompañaremos gustosos. Si así se queda más tranquilo.
—No me mire así, alteza. —Dijo el muchacho, ignorando a Juan—. Lo hago por vuestro bien, si acaso hubiera un asesino en palacio ¿Acaso no le gustaría saberlo?
El niño estaba jugando con mis nervios. Si algún arma de palacio tuviera un águila bicéfala, sería la mía, heredada de la época imperial de mi abuelo. Pero al mirar a Juan detrás del joven, advertí que mi consejero había sido mucho más rápido que yo y se había deshecho de la ballesta en cuanto supo que el duque estaba en palacio. Aún mantenía un brazo estirado hacia la puerta.
—Os doy permiso para visitar la armería de palacio a placer. Y si hallaseis cualquier cosa que consideraseis sospechosa, me encantaría saberlo…
Entonces si se volvió hacia Juan pero no despegó los pies del suelo. Nos miró alternativamente como adivinando nuestro pensamiento y esbozó una sonrisa conformista.
—Algo me dice que no la hallaré. ¿No es cierto? Muy tonto habría de ser uno para seguir conservando el arma de un crimen. ¿Verdad?
—Si habéis venido solo a contarnos una historia de detectives, y no a demostrar nada con hechos, más vale que volváis a vuestras tierras, donde vuestra gente os espera.
—Una última cosa. —Dijo antes de dar por finalizada aquella tortura—. No creía tener que comentarlo, pero tras haber buscado entre las pertenencias que quedaban de los hombres que fueron ejecutados, no se han encontrado armas de fuego ni ballestas. Asaltaban con espadas, archas y puñales. Al cabecilla se le conocía como “Gancho” porque solía amenazar con ese tipo de armas a sus víctimas.
Sonreí, pero la sonrisa me duró unos instantes, nada más.
—Me pasé por la prisión, y hablé con algunos de los carceleros y soldados, algunos los conozco personalmente. Todos estaban de acuerdo en que aquellos maleantes nunca habían empuñado armas como aquellas con las que han asesinado a mi padre y sus compañeros, no era esa su forma de asaltar a victimas por los caminos. Pero uno de los carceleros reconoció la ballesta descrita por el testigo. Advirtió haber visto una igual, en manos del general François, el comandante general, el día que fueron a entrevistar a los rehenes ingleses.
Enmudecí. No deseaba decir nada más. Y por primera vez, Juan tampoco tenía nada que decir. Frunció el ceño, buscando una posible salida a aquello, pero el joven se adelantó a ambos.
—¿Fue usted con ellos? Varios guardias la reconocieron, alteza, incluso ataviada con ropas masculinas —Se giró hacia Juan—. Y a usted también. ¿Recuerdan alguno de los dos haber visto al general portando esa arma?
Ambos negamos a la vez.
—No, no lo recuerdo. —Dije, mientras miraba a mi compañero, buscando una salvación.
—No señor, no recuerdo que François llevase nada más que una espada al cinto.
—Reconozco que habéis investigado a fondo. —Dije, ciertamente admirada—. Me habéis traído un caso interesante, lo admito. Y también reconozco que puede que tengáis razón. Tal vez nos equivocamos al ajusticiar tan rápidamente a aquellos tres truhanes. —Palmeé el taco de papales que me había dejado sobre la mesa—. Daré buena cuenta de ello, os lo aseguró. Dejádmelo todo aquí, que yo os prometo que voy a ponerme manos a la obra y a llegar hasta el fondo del asunto.
Mentí, pero él no se dejó engañar.
—Os dejo todos estos papeles, no son más que copias, pero no para que vos toméis cartas en el asunto, sino para que remuevan vuestra conciencia.
Aquello era demasiada osadía, y me puse en pie con las manos apoyadas en el borde del escritorio. Juan se tensó detrás del joven y por primera vez atisbé algo de miedo en su mirada. Pero no se retractó.
—Llevaré el asunto ante el juez supremo, y si aún así no consigo esclarecer el asunto…
—¿Qué? —Pregunté, en tono amenazante—. ¿Qué haréis?
Juan hizo un ademán de su mano para pedir que me calmase, pero lo ignoré.
—Llegaré hasta el final, implicando a todos los jueces que estén dispuestos a escuchar, a todos los implicados que sepan algo.
—Si estáis pensando en culpar al General François, os advierto que erráis. Estuvo aquí en palacio, conmigo y con el Rey, departiendo sobre lo que había sucedido aquel mismo día. No salimos de la sala de consejo hasta pasada la media noche y puedo aseguraros que ningún guardia de mi palacio dirá que lo vieron salir después de esa hora.
—Para eso he venido también, para interrogar a vuestro personal, en todo lo que aún quiero esclarecer.
—Pues siento deciros que una cosa es presentarse sin avisar exigiendo audiencia, y otra muy diferente dárselas de detective y acosar y molestar a mi personal con preguntas que busquen justificar vuestra historieta de asesinos. No tenéis mi permiso, ni para instalarnos en el palacio, ni mucho menos para interrogar a nadie. Si lo deseáis, podéis visitar la armería, pero después unos guardias os acompañaran a la salida. Y ya me aseguraré de que no os permitan volver a entrar.
Después de aquello se hizo el silencio. Recuerdo su mirada fija en mí, esperando algo más, tal vez una confesión, pero ya me había hartado de aquella presencia, cojonera como un insecto, y de los nervios de Juan, que se iban tensando a medida que pasaban los segundos. Como el joven no parecía tener intención de marchar, y yo no quería seguir allí, miré a Juan y le pregunté.
—¿Qué haría mi padre en esta situación, conde? ¿Qué me aconsejaríais?
—Vuestro padre organizaría un equipo de búsqueda para esos tres hombres que fueron vistos por los testigos. —Dijo él. El duque parecía contrariado.
—¿Y qué haríais vos, conde?
—¿Yo? Decirles a esos testigos que dejen sus cuentos de fantasmas y embozados para la hora de dormir. —Entonces miró al duque con pena en la faz—. Vuestro padre tenía muchos enemigos. Dejó de deber dinero a sus soldados y mercenarios. Con un par de ellos que se hubiesen sentido heridos o contrariados, podría haber hallado la muerte.
—No me importa quién fuera, pretendo averiguarlo. —Me dijo a mí—. Pero si todas las pistas me conducen a vos, y a vuestro entorno, ¿qué debería hacer? ¿Ignorarlas?
No dije nada. Le miré fijamente y esperaba que con eso entendiese la amenaza en mis ojos. Acabó suspirando y dándose por vencido. Aquella conversación no daría más de sí.
—No necesito ir a la armería. Supongo que no hallaré nada.
—Sois valiente. —Advertí—. Todas las pistas conducen a mí, y aún así venís a mostrarme vuestras cartas. ¿Acaso no teméis acabar como vuestro padre?
—Claro que sí. —Dijo, en un tono bastante ofendido—. Pero quiero pensar que a mi muerte, alguien buscará justicia por mí.
Rodeé el escritorio, y cuando estuve a su altura, puse mi mano sobre su hombro, para redirigirle a la puerta. Tanta confianza le sobresaltó pero se dejó conducir.
—Os acompaño fuera, duque. —Le dije, y ambos salimos del gabinete, precedidos por Juan que se mantenía a una distancia prudencial.
Caminamos en silencio por los pasillos, y bajamos las escaleras que daban a la puerta principal de palacio. Allí pedimos que le trajesen su carruaje y esperamos a que llegase.
Miré a Juan para que se alejase un poco más, aunque quisiese disimularlo. Loui se ponía nervioso y a la defensiva cada que sentía la mirada del conde sobre él. Juan desapareció en el interior del recibidor y yo miré al duque, con una media sonrisa. Era un poco más bajo que yo, era joven y lozano. Era muy atractivo a mi pesar, porque su expresión seria y desafiante lo envolvían en un aura distante.
—El alma de mi padre no descansa en paz. —Murmuró cuando vio su carro venir por el camino de tierra de la entrada. Lo soltó, aprisa, como si se le escapase de los labios—. Sueño con él, sueño que me pide que vengue su muerte, que resuelva su asesinato. Que exponga a los culpables.
Me compadecí de él.
—No creáis que me mueven los demonios de mi padre. Hay un sentimiento de justicia en todo esto pero… —Me miró, y volvía a ser un muchacho, nada más—. ¿Creéis que es posible, que quienes no descansen en paz, se hayan quedado entre nosotros?
—Espero que no. —Dije, suspirando—. Entonces me acecharán más almas de las que desearía.
Cuando el carro se detuvo delante de nosotros se volvió y se despidió como era el protocolo, pero antes de darse la vuelta me miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué vuestro esposo el rey no ha querido atenderme?
—El rey tenía hoy otros quehaceres. —Mentí, pero como se había presentado de improviso, no debía protestar, así que asintió y sonrió.
—Volveremos a vernos, alteza. —Dijo, a modo de despedida, con un tono ciertamente amenazante. Pero sonreí, igual que él.
—Estoy segura.
Él se subió a su carro y se despidió de mí a través de la ventanilla, con un gesto de su mano y una mirada fulminante. Esa fue la última vez que le vi. El último recuerdo que tengo de él.
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* Le Chat Fourbu: "El Gato Rendido" en francés.
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Personajes nuevos:
GERVAIS MALON: (Alias:
Gancho) El cabecilla de la banda “Los
Calcetines Rojos”. Acusado falsamente del asesinado del Duque de Gasconia.
BLAISE TISSOT: Miembro de la banda “Los Calcetines Rojos”. Acusado falsamente del asesinado del Duque de Gasconia.
COLIN VARNIER: Miembro de la banda “Los Calcetines Rojos”. Acusado falsamente del asesinado del Duque de Gasconia.
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