ENTRE KIMONOS (YoonMin) [One Shot]

 ENTRE KIMONOS [One Shot]

 

Jimin POV:

 

Nací el trece de octubre de 1889 en Busán. La vida se recordaba hermosa y agradable, hablaban en susurros de un pasado maravilloso bajo la protección de China. Susurraban para que las infectas palabras de nuestros conciudadanos no llegasen a oídos de los japoneses, pero gritaban orgullosos cuando se mencionaba un futuro dorado. Ensalzaban un progreso que nadie creía capaz. Insuflados por el pasado y deshonrados por el presente, la vida se sucedía. Yo ya nací bajo el dominio de los japoneses que en un determinado año antes de que yo naciera se nos impuso un tratado en el que cedíamos parte de nuestras tierras. Todas se nos arrebataron y viéndonos poco a poco consumidos por sol naciente, nuestra mentalidad sufrió un choque que nunca creímos posible.

Mi nombre es Park Jimin y durante mucho tiempo así me llamaban hasta que descubrí que ante los ojos de los japoneses no era más que otro coreano más sin nombre, sin apellido a quien honrar, sin pasado y probablemente sin futuro me creían hasta que descubrieron que mi padre poseía una fábrica de ferrocarriles. Durante el comienzo de la invasión los japoneses se interesaron por nuestras fábricas y nuestros recursos, yo solo era un niño cuando mi padre comenzó sus viajes a Japón dejándonos a mi madre y a mi hermano y a mí en el hogar, al cuidado de un japonés y su pequeño ejército que nos “protegía”. Recuerdo los gritos de mi madre, no, sus gemidos lastimeros cuando uno de ellos la violaba en su alcoba. Recuerdo como ella cubría sus labios para que no nos sintiéramos mi hermano y yo tentados de acudir a sus lamentos pero yo no pude resistirme y aunque me arrepiento, sé que de no haberlo visto, ella no me lo habría mencionado. Después de aquello cuidé de mi hermano pequeño temiendo que en algún momento alguno de esos soldados se festejara en su pequeño cuerpo. Yo vivía en mi mundo encerrado en que cada día era una guerra contra mí mismo y mis nuevos compañeros de hogar, anclados en él incluso cuando mi padre estaba con nosotros. Pero yo no sabía hasta qué punto el mundo se descomponía fuera de casa.

Cuando cumplí dieciséis años me atreví a preguntar qué diablos ocurría en un día en que mi madre lloraba. El resto eran minucias ya que yo jamás conocí esos tiempos en los que se vivía en paz. Ella me explicó que habían llevado a Japón a sus hermanas y a sus hijas, y a los hombres de nuestra familia, salvando a mi padre, los había condenado en la plaza de la ciudad. Ella lloraba desconsolada y yo no entendía el porqué aun. No le encontraba sentido a la idea de que matases así porque sí. Yo no comprendía hasta qué punto los japoneses nos sometieron y nos juzgaron sin justicia para degollarnos. Nos mataron a todos y a los que vieron aprovechables nos hicieron malvivir para sucumbir sin remedio a sus pies. Aquellos que se revelaron encontraron la muerte y las mujeres, por ser mujeres, fueron llevadas a Japón para prostituirse y formar parte de los ejércitos como mujeres de compañía y alivio para los militares.

En cuanto lo supe, en cuanto me di cuenta de la cantidad de masacres que se cometían al día y que a cada minuto cien coreanos dejaban de comer para que un japonés se llenase la panza, me sentí mareado. No cabía aún en mi mente el porqué de la situación. Aún hoy me pregunto qué llevó a toda una población a sumergirse en tal empresa que invadió nuestro país y mucho más. Pero nosotros fuimos su primer y mejor acuerdo. Forzado, claro está. Cada día trasladaban a mujeres y niños a Japón y con ellos se quedaban aquí más japoneses, no solo militares, también civiles, empresarios, constructores, políticos…

Mi padre murió en 1915. En uno de sus viajes al extranjero cogió una pulmonía y cuando regresó a casa solo estuvo con nosotros dos días aún en vida. Murió de noche y cuando yo desperté ya estaban enterrándole. Ni siquiera me avisaron y lo agradezco porque no me hubiera gustado llevarme esa imagen de él. Pero sí heredé algo y fue su empresa. No pude encontrarme con peor carga y decidí involucrarme en ella para conseguir todo el dinero posible con un solo objetivo. En mis viajes estuve en Osaka, Hiroshima, Kobe y en Tokio. En cada uno de mis viajes aumentaba mi odio por el país y a cada día que pasaba lejos de mi familia me convencía aún más que el infierno en que se había convertido la vida de mi pueblo duraría eternamente. Yo no veía la luz al final del túnel. Nadie la veía.

En 1916, casi a finales, conseguí reunir el suficiente dinero como para mandar a mi madre y a mi hermano a Manchuria que, aunque dominada por los japoneses, la vida aún era tranquila. Vendí la casa en la que ellos vivían en Busán o al menos lo intenté porque nada más que vieron que pretendía venderla, los japoneses me arrebataron la propiedad de las tierras que heredé de mi padre y me quedé en la nada. Viví dos meses en mi despacho en la fábrica y cuando pude me compré un piso en Seúl. La navidad allí era extraña porque aunque se pretendía disimular que nada ocurría las personas susurraban, hablaban en los portales, comentaban en las cafeterías disimuladamente mientras cubrían sus labios con las manos. Algo ocurría. Los coreanos nos estábamos cansando.

En la primavera de 1917 mi madre me mandó una carta a mi nueva residencia informándome de que mi hermano había enfermado y había muerto de tuberculosis. Quise ir a ver su cuerpo, a consolar a mi madre pero ella en la misma carta me advertía de que no lo hiciera porque la muerte no había sido reciente. Él había muerto dos meses antes pero no quiso informarme porque temía mi reacción. Ella se había puesto a trabajar en una fábrica sintiéndose tremendamente afortunada de su desgracia, yo por el contrario me veía obligado a ir con ella. Más que necesario, era algo que ansiaba. Soñé durante noches con el recuerdo de mi hermano y aunque en un primer momento me sentí triste, con los días ya no era la misma tristeza, era extraño. No había tenido que ver a mi hermano padecer la enfermedad ni a mi madre entristecer por la muerte. Las palabras en la carta eran ciertamente solemnes pero firmes y sobrias. No me infundieron la tristeza que habría hecho de mí en el caso de haber estado presente todo aquel tiempo. Desde que ella se trasladó a trabajar en la fábrica de armamentística allí en Manchuria para el bando ruso dejó de mandarme cartas tan a menudo o si me llegaba alguna no parecía coincidir con la anterior. El ejército japonés requisaba todas las cartas que venían de lugares como Manchuria, amenazados por los rusos u otras potencias rivales.

Los días en Seúl eran insoportables y a medida que pasaba el tiempo la soledad cada vez se me hacía más doloras porque se reconocía como mía propia. Me miraba a los ojos para burlarse de mí a firmar mis sospechas de que se quedaría a mi lado para siempre. Yo trabajaba para los japoneses y eso me asqueaba porque yo me sentía coreano aunque hablase ambos idiomas y los ciudadanos de Seúl me miraban con repulsión, porque yo trabajaba para los enemigos. Yo era uno de ellos pero al mismo tiempo no era nadie. ¿Quién era? No lo supe hasta uno de mis viajes a Tokio en 1919. 27 de febrero.

Estuve durante dos semanas en Tokio alojado en un hotel dispuesto especialmente para hombres de negocios como yo. Miré al sol que se tornaba alicaído y con intenciones de descender y sumirnos en la oscuridad de un momento a otro desde la ventana de mi hotel. En mi cuerpo, un traje que me recordaba a los que mi padre se ponía. Negro, con una corbata negra y una camisa blanca haciendo juego con un pañuelo en mi bolsillo sobre mí pecho. El cuadro en aquella habitación de hotel parecía ser el paisaje florecido de primavera en Tokio. Un pequeño río discurría por el suelo del cuadro y sobre un pequeño puente de madera una geisha mostraba su silueta mirando de reojo las hojas caídas en el suelo junto con los pétalos rosas de los cerezos. Las líneas del dibujo mostraban la sutileza y la soltura con la que el pintor representó el más verdadero y fiel arte nipón de la clásica tradición japonesa pero tras mirar de nuevo tras el cristal en la ventana descubrí un Japón que no se correspondía con mis recuerdos o no al menos con la idea en mi mente de lo que era Japón en mi infancia. Es sorprendente pero siempre consigue acongojarme el pensamiento de que tal vez ese viejo Japón tradicional y hermoso no vuelva jamás. Frente a mí tan solo había un aire gris por las fábricas y los coches y ese gris se extendía hasta las almas de la muchedumbre que caminaba de un lado a otro. Las ropas eran grises militares, los rostros eran grises por la suciedad de las fábricas. El suelo era gris por la mierda, el sol se escondía, porque le asustaba el gris que se pretendía apoderar también de su alma pues lo usaban como emblema y bandera en nuestra invasión.

–Señor Park. –Dijo una mujer llamando a la puerta de mi habitación y entró muy lentamente inclinándose hacia mí. Hablaba en japonés y con un pequeño esfuerzo la entendí pues desde pequeños nos implantaron no solo su idioma, sino también sus costumbres–. El señor Hirashi ya le espera. Su coche está dispuesto.

–Voy enseguida. –Le dije y ella pareció satisfecha marchándose. Miré de nuevo afuera y tras coger mi maletín y colocar un abrigo sobre mis hombros, salí por la puerta de la habitación.

El coche del señor Hirashi ya estaba aparcado frente a la entrada del hotel y tras introducirme en él el señor Hirashi me saludaba de nuevo como habíamos hecho ya varias veces antes en múltiples encuentros anteriores. El señor Hirashi no era muy diferente a un amigo que tenía mi padre y que aún recuerdo. Era el estereotipo de hombre ya entrado en años, con canas en su pelo y unas grandes entradas que ocupaban más allá de su frente. Sobre su cuerpo un traje caro pero algo estropeado ya, le decoraba como si luciese la mejor pieza del mercado y sus manos, arrugadas y temblorosas siempre estaban dispuestas a un apretón de manos como hacían los occidentales. Se había acostumbrado a hacerlo y como si yo fuera uno de esos sucios alemanes, me daba la mano con un fuerte apretón esperando que yo le correspondiese.

A simple vista no parecía ser un hombre importante, nada más que el secretario de toda una gran organización pero algo había más allá de esas manos arrugadas y temblorosas y era su alma dominada por el mismo sentimiento que gobernaba los corazones de toda su nación, un desenfreno por aumentar el territorio, un ideal de honor que solo se había visto en la antigüedad de sus samuráis e intentaron por todos modos extender ese pensamiento al mundo entero. Pero tan solo dos amigos, al otro lado del mundo les comprendieron ansiando también regresar a tiempos mejores, alemanes e italianos se reunirían hoy con nosotros a la mesa para compartir licores y comida mientras los papeles circulaban por entre los platos.

–Asistirán el comandante Kaufman, el general Giordano, el directivo de la empresa de ferrocarriles alemán, el señor Deutsch y mis dos abogados Tomomi y Yoko. –Me informó.

–Bien señor. –Dije y rememoré los apellidos que acababa de soltarme. Un comandante alemán con su correspondiente empresario, otro general italiano y dos abogados japoneses. Solo pensar en estas reuniones se me ponían los pelos de punta porque creyéndome yo uno de ellos solo hacía que engañarme a mí mismo.

–Su empresa colaborará en nuestro proyecto de la construcción del ferrocarril que comunicará Busán con Seúl. Será todo un ejemplo de construcción que hará que los europeos nos envidien. Vienen a asegurarse de que el proyecto se lleva con total normalidad y viajarán la semana que viene a Seúl para comprobar que las obras se realizan.

–Sí, señor.

–Así informarán a sus países y contratarán a los mejores constructores para que vayan allí, es todo un negocio, ¿no le parece?

–Sí señor. –Dije y rápido miré por la ventanilla del coche como dos geishas caminaban por las aceras despreocupadas y totalmente absortas en su mundo. Verlas no parecía ser algo posible y sin duda no parecía una escena real porque no casaban con el ambiente. Ellas eran un mundo y su entorno, otro muy diferente, muy lejos de ellas, muy lejos de mí.

Tras una hora llegamos a uno de los barrios más transitados del centro de Tokio. Me hubiera gustado decir que las calles eran grandes, limpias, impolutas y que sus gentes las imitaban pero sería una mentira cruel pues más bien parecía que estábamos en los suburbios de la peor tierra que haya construido el hombre. Por el suelo los hombres reían borrachos o vomitaban sus más míseros pecados. Las baldosas mal adosadas del suelo estaban húmedas por la lluvia arrastrando con el agua la mugre naciente de la nada. El ruido de los comerciantes, de los puestos de vendedores, de las personas discutiendo y de las alegres conversaciones se mezclaba con mi propia conciencia advirtiéndome de que mi país me reclamaba.

–Ellos ya nos esperan allí. –Dijo el Señor Hirashi mientras nos adentrábamos en unos jardines de al parecer, una propiedad privada pero que estaba a rebosar de personas. Era un bar construido en uno de esos pocos edificios tradicionales que quedaban en Tokio. Aquí la población de empresarios y hombres trajeados creció de repente igual que creció la presencia de geishas algo más demacradas que las que se aparecieron por las calles en la tarde.

Era de noche. Los pequeños farolillos esféricos adornaban todas las paredes y mientras nos conducíamos por unas escaleras a una de las terrazas de edificio, el olor a comida y alcohol comenzó a invadir mis fosas nasales. Llegamos al fin donde nos esperaban el resto de personas que asistirían a la mesa con nosotros en el suelo.

–Buenas noches. –Dijo el señor Hirashi nada más detenernos frente a ellos y todos se levantaron para saludarse, los soldados con un saludo militar y el resto estrechándose la mano. También lo hicieron conmigo y evadí el instinto de limpiarme la mano en mi abrigo porque temía que me fusilaran en aquél momento. Al rato, todos nos sentamos en la mesa y antes de tratar los temas por los que nos habíamos visto obligados a reunirnos, preferimos conversar un poco antes. Ellos conversaban, yo me mantenía al margen.

Yo estaba sentado en uno de los extremos más alejados de la mesa con el señor Hirashi en el extremo opuesto y sus dos abogados a su lado. A mi derecha se disponían los dos alemanes y a mi izquierda, el italiano. Entre estos tres se notaba más conversación que con el resto pero sin duda su japonés no dejaba nada que desear y podían conversar con total fluidez.

El coronel Kaufman era un hombre rubio, de ojos claro que llevaba un extraño corte de pelo, algo largo para mi gusto en su duro rostro y que caía hacia un lado peinado y repeinado.  Su expresión era seria pero me di cuenta que la mano la tenía bien suelta para lo que se refería agarrar el vaso de sake. Deutsch parecía, al contrario que su compañero alemán, más jovial e inocente. Más infantil por decirlo de alguna manera y no solo por su edad que probablemente fuera mucho más temprana que la mía, sino porque sonreía despreocupado y totalmente animado. Él había nacido dentro de la guerra, como yo, pero en su guerra él era el ganador.

El general Giordano era más mayor que yo, tal vez rondase la cuarentena, pero se animaba con facilidad y sonreía como sonreía mi padre. Pensé en aquello a pesar de que sus rostros no se pareciesen en nada, ni siquiera su voz o sus gestos. Pero cuando sonreía, pensaba en un padre y en la seguridad que eso me transmitía. Era bonachón, acomodado en su situación. Él también era un ganador pero no desconocía el sufrimiento. Nunca lo supe pero tal vez él también estaba en su lugar por obligación y no porque quisiese, como yo.

Los dos abogados del señor Hirashi, Tomomi y Yoko eran silenciosos, sobrios y no probaron una gota del alcohol en toda la noche pues estaba ahí para asegurarse de que los negocios marchaban como tenían que ir. En las pocas conversaciones en las que intervine no fue por cortesía, alguien me preguntó y de no haber respondido a su pregunta, tal vez la muerte me hubiera aguardado.

–¿Tiene usted esposa? –Me preguntó Deutsch con una sonrisa mientras me señalaba con el tenedor que se había dispuesto para que sus manos pudieran comer de los platos nipones. El sushi era toda una delicia para ellos pero ¿cómo educarles en algo que a nosotros nos costaba años de infancia aprender?

–No, por ahora. –Dije y él me miró sonriendo. Su pelo castaño bailaba mientras miraba a un lado y a otro en la mesa.

–¿No le interesarán las mujeres alemanas? –Me preguntó–. La hermana de mi esposa es una charlatana pero seguro que le agradan las rubias de buenos pechos–. Todos rieron y me hicieron sonreír a mí también porque sus palabras herían lo más profundo de mí. Yo no me excitaba con mujeres.

–Seguro que es un buen partido. –Le dijo el italiano–. Pero si la regala usted con tanta facilidad algo me dice que tiene más defectos que virtudes.

–¡Claro que sí, buen señor! Por eso me casé con la mejor de las dos hermanas. –Todos ríen de nuevo y al rato la conversación volvió a centrarse en mí por culpa de Giordano.

–¿Vive usted aquí en Tokio, señor Park? –Todos me miraron expectantes. Debía escoger mis palabras con cuidado.

–No, vivo actualmente en Seúl porque tuve algunos problemas cuando heredé de mi padre. Pero pienso en la idea de comprar una casa en Kobe. Me gustó bastante en uno de mis viajes. O tal vez Osaka.

–Osaka es una buena opción. –Me dijo el señor Hirashi completamente consciente de que mis palabras tenían más de mentira de que verdad. Él sabía de mi amor a mi patria y a mi país y también de mi cobardía que me venía obligando a trabajar para los japoneses. También conocía de mi historia familiar, pero algo más preocupante y es que tal vez supiese de mis gustos respecto a las mujeres y de mi aversión hacia ellas pues cuando estas reuniones terminaban y se iban todos, acompañados de señoritas de compañía que no era más que prostitutas disfrazadas de geishas, ellos me abandonaban tras no insistirme demasiado en que les acompañase.

–¿Eso cree? –Dijo Deutsch–. Véngase a Berlín. Le encantará nuestra gastronomía, se lo aseguro.

–¿Le gusta a usted la gastronomía japonesa? –Le preguntó Hirashi.

–¡Claro que sí! Pero más aún sus mujeres. Son discretas, delicadas y es como follarse a unas niñas. Sus cuerpecitos parecen aún por formar. –Todos rieron. Yo sentí náuseas.

Pasadas dos horas de conversación comenzamos a sacar los documentos que todos tuvimos que firmar y una vez el acuerdo estuvo sellado con varios apretones de mano unas geishas aparecieron y se nos insinuaron. Ellas ya estaban pagadas, sabían cuando podían aparecer ante nuestra presencia. El señor Deutsch, a pesar de parecer un hombre serio de negocios fue el primero en desaparecer con una de las chicas y los otros dos extranjeros le siguieron. El señor Hirashi se acercó a mi lado y puso su brazo sobre mi hombro.

–Sígame. –Me dijo y yo con el corazón en la garganta temiendo en cualquier momento por mi vida, no tuve más opción que hacer lo que me pedía. Al final, nos quedamos ambos dos solos caminando por unos pasillos del interior del edificio. Comenzó a hablar cuando me notó nervioso e inquieto–. Tengo un regalo para usted, por su fiel trabajo con nuestro país.

–¿Señor? No es necesaria una señorita de compañía, de veras…

–¿Sabe? Antes este país entendía de todo, sabíamos de medicina, sabíamos de pintura, de belleza, incluso de amor. Ahora solo de guerra.

–No entiendo… –Nos detuvimos frente a una puerta corrediza en medio de un pasillo en que de fondo se oían gemidos y algunos murmullos en el éxtasis de un extraño orgasmo. Lejanos y muy obligados.

–Le he conseguido un regalo que de seguro le agradará. Tómelo como un regalo de despedida antes de que se marche usted mañana de nuevo a Seúl.

–¿Qué regalo? –Pregunté a cada segundo más nervioso.

–Su nombre artístico es Suga. –Abrió la puerta corrediza mostrándome una habitación vacía–. Entre, llegará en unos minutos. Póngase cómodo. –Entré en la estancia y me giré a él en la puerta. Me miraba con una sonrisa picara y al tiempo infantil–. Puede ser brusco con él, está acostumbrado. –Me dijo y cerró poco a poco la puerta desapareciendo detrás de ella.

–¿Él? –Pregunté atónito pero ya no me contestó. Miré su sombra desaparecer detrás del papel de la puerta y me giré a la estancia vacía completamente confundido pero comprendiendo la situación me quedé algo más tranquilo y me despreocupé consciente de que al menos aquella noche no sería el único sin relaciones.

Miré la estancia y sus paredes dispuestas de algunos cuadros parecían mal colocados y rápidamente dispuestos, como un decorado de quita y pon. Las luces se repartían en pequeñas bolas rojas rodeando la estancia desde el techo y en medio, una mesa cuadrada. A su lado en el suelo cerca de mí, unas mantas simulando una cama donde copular y al fondo frente a mí, una pequeña plataforma con una radio a su lado. Sobre la mesa algo llamó mi atención y tras acercarme y sostener la vasija comprobé que era sake. Un pequeño vaso de porcelana le acompañaba con los mismos pequeños dibujos orientales que la jarra.

Sin otra cosa que hacer me deshice de mi abrigo y lo dejé junto con el maletín sobre la mesa. Me senté en las mantas sobre el tatami y allí me serví un vaso de sake que calentó mi cuerpo en mi nerviosismo. Miré a todas partes nervioso y a los minutos comencé a escuchar unos pasos que se acercaban. Unos golpes de madera que se aproximaban tras la pared de la izquierda y no me equivoqué porque a los segundos apareció una sombra alta, esbelta, con paso lento pero firme hacia la puerta en el lateral izquierdo de la estancia de donde la puerta se corrió dejando entrar el cuerpo de aquella persona. Nada más verle entrar detuve el vaso de sake en su camino a mis labios y me quedé helado por lo que se me presentaba. Él ocultaba su rostro a mí en todo momento pero incluso así pude ver que aquél hombre era hermoso. Incluso dudé de su virilidad porque la luz me mostraba un rostro delicado, infantil, inocente, muy pálido por el maquillaje y unos labios rojos, pintados con carmín que le hacían verse mucho más femenino de lo que seguramente era. Pero nada había más radiante como su pelo blanco, decolorado a un rubio platino estremecedor sobre su cabeza. Sus manos, pálidas como su rostro cerraron la puerta de madera e inclinándose a mí se dirigió a la plataforma para encender la radio y buscar en ella una cadena en donde la música pudiera acompañar sus pasos.

Sobre su cuerpo exhibía un kimono de colores rojos y blancos con detalles negros. Su pequeña cintura estaba rodeada de otra tela más grande que se abultaba tras su espalda. Esta era toda de color negro lo que le daba un aire mucho más elegante. En sus pies portaba unos calcetines blancos y bajo ellos unos zancos de madera con los que no parecía sentirse cómodo. Siempre me habían dicho que había hombres japoneses que se vestían de geishas pero jamás pensé que estos serían tan hermosos, más incluso que las muñecas que intentan representar las mujeres.

Tras encontrar una canción tocada con shamisen, abandonó la radió y se puso en pie. Todo mi cuerpo vibraba por la música y mientras él comenzaba a bailar como tantas veces vi a mujeres, me vi sumergido por sus movimientos. De su cintura, extrajo un abanico. Sus manos los usaron para hipnotizarme, para seducirme con sus encantos y cuanto me hubiera gustado prestare atención o incluso disfrutar de su baile que seguro le costó tanto aprender pero sus hermosos ojos que no cruzaron una sola mirada conmigo me tenían atontado. Pequeños, oscuros, delineados en negro y profundos como dos pozos. Acuosos sin embargo, como dos pozos aún con vida. Sus rasgos se me dibujaban casi fantasiosos porque cuando le veía inocente se tornaba rudo con un pequeño fruncimiento de ceño y cuando veía en él a un hombre, un puchero aparecía en sus labios nada concentrado en el baile que hacía. Pensé que comenzaría a delirar con sus movimientos pero todo se tornó mucho más intenso cuando dejó el abanico sobre la radio y comenzó a desatarse el kimono. Primero cayó al suelo la tira negra que cubría su cintura y nada más que reposó en el tatami me sobrecogió la adrenalina. Unas cuantas prendas más desaparecieron de su cuerpo hasta quedar tan solo con la más amplia y grande que cubría su piel. La última y tras esa fina tela decorada de mil colores podía traslucir su delgada figura. Su cuerpo, esbelto y pálido comenzó a aparecer tras la tela en los bordes de los hombros mientras se deslizaba hacia el suelo y quedó con ella sujeta en sus brazos tras su espalda mostrándome toda su desnuda anatomía. Yo no me había movido incluso no había soltado el pequeño vaso de porcelana.

Tras unos segundos en que se exponía a mí de tal manera y yo no era capaz de reaccionar, sus manos comenzaron a hacerse puños sujetando la tela. Miraba al suelo y en ningún momento me había mirado a los ojos. Comenzaba a enrojecer por la vergüenza y yo suspiré llevándome al fin el alcohol a los labios. Tras tragar la copa entera y retornarla vacía a la mesa suspiré de nuevo y de los labios del hombre frente a mí un murmuró me hizo temblar.

–Ssibal… –Había maldecido aquél hombre por lo bajo por mi indiferencia ante él pero algo mucho más grande me había chocado pues ese era mi idioma. Rápido mis ojos se clavaron en aquél hombre y una tímida sonrisa apreció de mis labios. No pude evitar hablarle en el mismo idioma en que su “joder” se había pronunciado.

–Hola. –Sus ojos se clavaron rápido en mí como yo había hecho con él y pude ver su pálido rostro palidecer aún más si era posible y sus labios pintados esbozar una sonrisa extraña mezcla de añoranza y tristeza.

–¿Habla usted…?

–¿Coreano? –Pregunté–. Sí, soy coreano. –Llené de nuevo la copa y la alcé en su dirección–. ¿Le gusta el sake? Venga, acompáñeme. –Sus ojos me miraron nervioso y algo dubitativo–. Cúbrase si siente vergüenza, no tiene que estar desnudo. Además, debe tener frío. –Sus manos fueron rápidas a la tela de su kimono y cubrió de nuevo sus hombros rodeándose la cintura con él. Comenzó a caminar hacia mí con esos peligrosos zancos de madera pero le detuve con un gesto de mi mano–. Parecen incómodos, quítese eso antes de que se caiga y se rompa algo. –Saltó de ellos animado, como un chiquillo que acaba de ser elogiado y caminó a paso ligero y cómodo hasta sentarse a mi lado en la mesa de cara a mí, con las piernas cruzadas igual que yo estaba.

–¿Cómo se llama? –Me preguntó animado pero sin alzar la voz. Yo le respondí de igual forma.

–Park Jimin, de Busán. ¿Usted? –Hizo un puchero con sus labios.

–Suga. –Dijo simplemente.

–Ese es su nombre artístico pero supongo que tendrán uno de verdad.

–No debo decirlo, señor Park. Aquí en Tokio… Hace mucho que no oigo mi nombre de otra persona, incluso de mi voz.

–Dígame cómo se llama. –Insistí–. Así podrá escuchar su nombre de mi voz, ¿o tal vez mi desagradable voz ensucie un nombre tan hermoso como el que seguro tiene? –Sonrió algo avergonzado pero más por mis estúpidas palabras que por su significado. No pudo resistirse.

–Min Yoongi. Nací en Daegu. –Escuchar aquello produjo un extraño nudo en mi estómago. Era como retroceder a un pasado ya perdido, era como reencontrarse con un viejo amigo.

–¿Yoongi? Hermoso nombre. –Dije y dejó de mirarme para ver la taza de sake que le ofrecí. Solo había una y no me importó compartirla. Asintiendo la cogió en sus manos y la acercó a sus labios para olerlo primero y después saborearlo gustoso. Cuando terminó frunció el ceño haciendo una adorable mueca y retornó el vaso a la mesa.

–No es como el soju pero no es tan malo. –Dijo. Oír su voz, sus palabras, cada vez me volvía más loco. Solo escuchar mi idioma de la voz de otra persona que no fuera yo ante el espejo se sentía extraño.

–¿Cuántos años tiene?

–Treinta y dos. Desde los veinticinco aquí en Tokio.

–¿Cómo acabó aquí? –Le pedí y sin darme cuenta, comenzó a contarme su historia.

–Yo vivía con mi familia en Daegu, en el centro de la ciudad. Mi padre era profesor de la universidad de historia y cuando comenzaron las invasiones todo el sistema educativo cambió obligándonos a mi madre y a mí a impartir y a estudiar una historia irreal, confusa. Comenzaron a adoctrinar a los estudiantes y mi padre no quiso pasar por aquello. Creyó que no sería para tanto su protesta pero tras que le mataran, el ejército nipón interrumpió en nuestra casa matando a mi madre y trayéndome a mí a Tokio. Me vendieron con intención de servir al ejército o tal vez llevarme a un campo de concentración, pero les gusté más como puto y me trajeron a este burdel.

–Eso es terrible. –Dije compadeciéndome de su vida pero él no parecía afligido.

–Los seis primeros meses me adiestraron para andar con estos zapatos, para hablar mejor el idioma y para hacer estos estúpidos bailes. Luego comenzaron a prostituirme.

–Lo siento…

–¿Cuántos años tienes tú? –Le conté mi vida yo ahora.

–Tengo treinta. Heredé la empresa de mi padre cuando falleció y mi madre y mi hermano se mudaron a Manchuria. Allí mi hermano murió y ahora me dedico solo a sobrevivir en una pequeña casa de Seúl mientras trabajo para los japoneses.

Llené de nuevo la copa de sake pero creyendo que era para él, dirigió su mano allí pero se la arrebaté a tiempo. Sonreí y él parecía tranquilo con mi sonrisa. Saqué de mi bolsillo en la chaqueta el pañuelo blanco y lo humedecí en el sake. Conduje mi mano a su rostro y sujeté su barbilla para que no se moviese y valiéndome de mi amor por ese hombre limpié sus labios de carmín descubriendo tras ellos una sonrisa encantadora. Después el resto de su rostro que apenas llevaba polvos blancos y antes de darme cuenta estaba ante un hombre tan hermoso, tan perfecto, que me desarmó por completo.

–Así mucho mejor. ¿No crees? –Le pregunté y él asintió tocándose con los dedos las mejillas limpias.

–Ahora sabré a alcohol. –Ambos reímos–. ¿Cómo está Seúl? –Preguntó de repente triste–. ¿Cómo está nuestro país? –Ambos entristecimos de repente.

–La gente se muere de hambre, los japoneses nos están quitando todo. Las tierras, las cosechas, incluso nuestras casas. ¿Es mejor aquí…?

–Tal vez. –Me dijo–. No lo sé. No he salido de este burdel desde que estoy aquí y ojalá me muriese de hambre antes que atender las depravadas peticiones de desconocidos. Muchos hombres me han violado estos meses, a parte de los que pagan por mis servicios.

–¿Violado?

–Sí. Entran aquí y me fuerzan. ¿Crees acaso que hay cámaras y policías? Es un burdel y yo soy de los pocos hombres que aún se comercializan.

–Es horrible. –Comienzo a pensar que hacerle el amor tal vez no sea la mejor opción pero no me resisto a preguntarle.

–¿Alguno te ha hecho el amor en estos últimos tiempos? –Me mira con una sonrisa tímida.

–Ninguno en toda mi vida. –Con sus palabras su mirada se torna con fuerza. Ya no me aguanto por más tiempo a dirigir mi mano al borde del kimono en su pierna y retirarlo con delicadeza descubriendo su pálida piel de porcelana temblar ante el contacto.

–¿Me permites ser el primero? –Pregunto y él asiente mordiéndose los labios–. ¿Seguro? Si no quieres, podemos simplemente detenernos.

–Está bien. –Se queda inmóvil esperando a que yo continué acariciándole con mi mano y tras descubrir por completo su muslo una mancha un poco oscurecida aparece ante mí. Cerca de su cadera pero aun en la piel de su muslo se trasluce un círculo mal hecho de un tono más oscuro. Cojo su pierna con cuidado y vierto sobre ella el vaso de sake que había en la mesa haciendo que el maquillaje mal pintado en su piel se vaya y deje al descubierto un moratón de muy mal aspecto. Rápido le miro enfadado, sintiendo como si el golpe realmente decorase mi piel y cuando ha descubierto mi mirada se siente temeroso cubriendo de nuevo su cuerpo con el kimono.

–¿Y esto?

–No importa. –Dice mirando a todas partes.

–¿Quién te lo ha hecho?

–Los clientes  no deben hacer ese tipo de preguntas.

–¿Tienes más? ¿Dónde tienes más? –Suspirando y mirando a la puerta temiendo que alguien nos moleste comenzó a mostrar sus costillas que limpió con la tela del albornoz y también en uno de sus brazos descubriendo marcas de dedos que apretaron con fuerza–. ¿Quién diablos te ha maltratado…?

–Hirashi. –Susurró con la voz cortada–. Él es quien me organiza los encuentros pero soy gratis para él. ¿No lo entiendes? Soy suyo, ¿qué puedo hacer? Dependo de él para mi ración de arroz diaria. –Sus palabras me dolieron mucho más que sus golpes.

–Pues eso se acabó. –Dije serio y con tranquilidad llevé mis manos a su kimono para descubrir de nuevo su pierna y cogerla en mis manos para besarla allí donde debía dolerle. Acaricié la piel de toda su pierna y con delicadeza esta se sostenía en el suelo a mi lado mientras poco a poco el resto de su cuerpo se relajaba. Giré la pierna para comenzar a besar su cara interior que estaba más cálida y acogedora. Lamí allí y chupé. Besé su piel y quise marcarla como habría hecho en otra ocasión pero creí que ya había sufrido demasiadas vejaciones como para que yo también adornase su piel con más moratones. Le miré intensamente–. Ahora eres mío. Y de nadie más.

Su sonrisa se tornó inocente e infantil. Con sus manos comenzó a desvestirme muy lentamente primero dejando a un lado la americana y junto a ella sobre la mesa mi corbata. No le dejé que me tocase más porque por una vez él disfrutaría del toque de otra persona y continué con los besos hasta su abdomen y allí por sus pechos que subían y bajaba con un vaivén tranquilo pero seguro. Sus pezones entre mis dientes eran cálidos, dulces, sabrosos sin duda. Sus manos no se resistieron a acariciar mis cabellos deslizando las yemas de sus dedos con el mismo amor como quien acaricia a un niño. Tierno, amable, protector. Besó mi coronilla e intensificó el contacto presionando para que ejerciese fuerza en su pectoral con mis labios.

Cuando estuvo suficientemente enrojecido ascendí por su clavícula hasta su cuello y allí mis labios debieron producirle una extraña descarga de adrenalina porque tembló en mis brazos. Todo él se dejó hacer en mis manos y cuando me separé de él para coger aire, sus ojos estaban acuosos, con la mirada perdida y los labios abiertos, obteniendo grandes cantidades de aire ansioso por el placer. Cuando me vio mirándole, rápido enrojeció y me apartó la mirada pero no era su mirada lo que buscaba sino sus labios y conduje allí los míos. Los besé, los estrujé entre los míos y los torturé hasta sentirme completamente duro por la escena. Nuestras lenguas comenzaron una larga y abrupta batalla en la que no hubo ganador alguno. Sucumbimos a la más deliciosa de las pasiones y nos rodeamos con nuestros brazos mientras caímos de espaldas al suelo. Él bajo mi cuerpo mirándome con sus labios hinchados.

–Jiminie… –Susurró y jamás nadie me había llamado de esa manera y con tanta delicadeza. Con tanto amor, con tanta dulzura. Mi nombre de su voz me trajo infinidad de recuerdos de mi infancia ya perdidos y sus manos acariciando mi rostro desencadenaron en mí el más temerario de mis sosias. Besé ferozmente sus labios preguntándome cuánto de todo lo que él parecía sentir era real. Preguntándome si de verdad disfrutaba y si solo me daba placer para pasar una noche con arroz caliente como cena. Hundí mi rostro en la curva de su cuello mientras él besaba mi oreja y susurré muy tranquilo.

–No finjas sentir placer conmigo. Dime qué debo hacer para que tú también disfrutes. –Él detuvo sus besos y me miró lastimero, sintiendo pena por mi escepticismo y rápido condujo mi mano a su erecto pene que había estado restregando contra mis piernas. Allí lo rodeé con mi mano y rápido se dejó caer aún más en el suelo cerrando los ojos con fuerza. Su glande ya estaba húmedo y no se había dado cuenta pero había humedecido mis pantalones. Tan adorable, tan tierno. Quise abrazarle con fuera y prometerle que todo estaría bien. Me sentí responsable de él–. ¿Así mejor? –Le pregunté y rápido asintió mordiendo sus labios.

Debajo de mi cuerpo estaba el suyo completamente desnudo. Tan solo sujetaba el kimono con uno de sus brazos del resto se había desprendido e incluso ya no portaba esos calcetines blancos que cubrían sus pies. Sus costillas se marcaban con delicadeza y su vientre se agitaba junto con la respiración. Olvidé los golpes en su piel y me concentré en la belleza que trascendía más allá de los moratones. Me levanté de su cuerpo y me colé entre sus piernas abiertas que yo mismo abría más para dejar bien expuesto su miembro al aire. Seguí masturbándolo mientras con dos de mis dedos humedecidos anteriormente con mi saliva, los introduje en su entrada. Estaba caliente y muy acogedora. Mis dedos se deslizaban dentro con facilidad pues su cuerpo estaba relajado, cediendo ante mi contacto. Cuando los tuve dentro los moví y lo retorcí agrandando el espacio en su interior para mí.

–Jiminie… –Repitió y eso me llevó a la locura mucho más rápido de lo que hubiera querido. Desabroché mis pantalones y con sus manos desabotonó mi camisa para descenderla por mis hombros sin quitarla. Besó mis hombros, mi clavícula, mi pecho tal como hice yo con él antes y cuando estuvimos ambos preparados le penetré lo más despacio que pude. Ocultó su rostro en mi cuello y allí besó y lamió mi piel a su gusto. Sus manos en mi espalda se controlaban de no arañarme pero deseé que lo hiciera porque ninguna mujer me esperaba en casa ni ningún hombre se sentiría celoso de observar aquello. Quería que me dañara, que me castigara y me sometiera pero se limitó a acariciarme de la manera más sutil en la que pudo. Cuando estuve en su interior el calor era tal que me vi cegado con el placer tan solo con permanecer inmóvil y no quise pensar en qué hubiese sucedido si hubiera sucumbido a mis instintos, pero por encima de ellos estaba mi decisión irrevocable de no dañar a Yoongi. No lo hice. Cuando él me pidió comencé a moverme y aunque al principio fue extraño y muy confuso con los minutos mis embestidas se tornaron más eficaces hasta alcanzar un punto en concreto que le hizo delirar gimiendo como nadie había gemido en mis brazos. Regresé a cuestionarme si estaría actuando, pero tras correrse abundantemente sobre su vientre las dudas se disiparon. Yo me vine en cuanto sus paredes comenzaron a aplastarme y llené su interior con fuerza.

Cuando la falta de fuerzas nos ganó caímos en el tatami exhaustos. Nuestros cuerpos dolían del cansancio y del puro acto pero el placer que aun nos inundaba seguía en nuestras venas torturándonos. Sonreí placentero y mis ojos se cerraron para disfrutar aún más del momento postcoital. El silencio causado por la ausencia de los choques de nuestros cuerpos era extraño, casi un sonido doloroso pero muy acogedor. El ambiente se había caldeado pero rápido se enfriaba igual que mi cuerpo y seguramente el suelo. Cuando me incorporé pude ver en él la imagen más tierna y delicada que podía mostrarme si era posible. Su cuerpo, encogido y de respiración agitada, me miraba. Con una sonrisa en sus labios, sí, pero en su mente podía sentir todo el dolor que le habían causado muchos hombres antes que yo en el mismo coito, y muchos otros que harían lo mismo.

Tras sentarme de nuevo y cubrirme los hombros con mi propia camisa me acerqué a él y le levanté del suelo para conducirle a mi regazo y hacer que se sentara allí con las piernas a un lado de mi cuerpo y su espalda en uno de mis brazos, como cogería a un niño, a un débil e inocente chiquillo desconocedor del dolor humano. Se dejó hacer con tranquilidad y se apoyó en mi hombro mientras yo me procuraba de cubrirle bien con el kimono para que el frío no le encontrase. Como no lo creí suficiente pues la tela era fina y endeble le rodeé los hombros con mi americana negra y después con mi brazo. Le acuné y le abracé. Le escuché sollozar por minutos en los que pude deleitarme por primera vez en la noche en su olor. El maquillaje que habían usado con él aun impregnaba su olor con ese extraño y amanerado aroma pero tras el sexo, su olor había cambiado. Ahora olía a sudor, a hombre, a lo que era verdaderamente y apoyé mi barbilla en su cabeza mientras le acunaba en mis brazos.

Sus manos acariciaron mi pecho a su disposición. Su cuerpo entero cedió a mi abrazo.

Algo dentro de mí se rompió pero rápidamente retornó a fundirse en una forma desconocida por mí. Yo no me reconocía en mis palabras.

–En dos días hay una revuelta en Seúl. Treinta y dos coreanos nos reuniremos en el Parque Pagoda para proclamar la declaración de independencia. –Le dije completamente consciente de que si alguien nos escuchaba no solamente nos matarían a los dos, también reprimirían aquella manifestación–. Ven conmigo, a Seúl. –Rápido su rostro pareció despertar y salió de mi pecho para mirarme con una mezcla de emociones contradictorias. La esperanza era la que más le identificaba pero el miedo y el enfado por mi temeraria propuesta le condicionaban a negar con la cabeza.

–¿Estás loco? No puedo irme. No es tan fácil.

–¿Estás dispuesto a que te sigan vejando? Seguirán humillándote y golpeándote. Ningún hombre debería pasar por esto, y menos un coreano. Se me parte el alma.

–¿Crees acaso que me gusta estar aquí? Si no me he ido antes es porque no tengo una vida fuera de aquí. No tengo familia, no tengo un lugar donde refugiarme. No puedo salir de Japón por no decir que no llegaría a salir de Tokio antes de que el señor Hirashi me encontrase.

–Ven conmigo. –Le repetí porque sentí que no entendía lo que le proponía–. Tengo una casa en Seúl, tengo una vida allí.

–Nos encontrarán. –Dijo firme. Yo lo sabía y él también

–No me importa. Prefiero vivir poco pero libre, antes que una eternidad bajo el yugo de los japoneses. No lo aguanto más. Quiero ser feliz.

–Yo también. –Pensé que un “pero” precedería a esa frase pero me equivoqué y mi sonrisa no pudo ser más amplia.

–¿Vendrás conmigo entonces? ¡Vendrás! –Dije convencido–. Te he dicho que eres mío, ahora me perteneces. Te llevaré conmigo a Seúl y viviremos juntos. Te cocinaré lo que me pidas cuando me pidas, te abrazaré a cada instante y te haré el amor cuantas veces quieras al día. –Sus mejillas ardieron pero sonrió ilusionado en mis brazos.

–Es una locura. Fugarnos como si fuéramos dos adolescentes enamorados.

–Como dos amigos. –Recalqué–. Dos hermanos. ¿Sí? –Miré a todas partes nervioso–. Mi avión para Seúl sale a las seis y media de la mañana. ¿Vives aquí en este motel?

–Sí, en la planta superior–. Señaló el techo.

–Pasaré a por ti a las cinco y media. Traeré ropa para ti y vendrás conmigo.

–¿No nos detendrán en el aeropuerto?

–Vuelo en un avión militar. Me conocen. Te dejarán pasar conmigo siempre y cuando no te vean vestido como una geisha. –Él rió conmigo y acabó asintiendo–. Tendré que irme en un rato, haremos esto. A las cinco y media te espero…

–Espérame bajo la ventana que da de este lado del edificio. –Me dijo señalando el lado de donde vino–. Yo estaré ahí. –Pretendió levantarse de mi regazo pero yo le agarré con fuerza pero sin hacerle daño no pretendiendo asustarle pero él no lo hizo, al contrario, una sonrisa enorme apareció en sus labios y yo la besé gustoso. Acaricié sus cabellos y estrujé sus mejillas en el beso. Susurré en sus labios.

–Te espero ahí, no me falles.

Cuando fue la hora me marché despidiéndome con un abrazo y un beso. El abrazo para darle ánimos en sus últimas horas bajo este yugo invisible, el beso como sello de la promesa de que vendría a buscarle. Y allí estuve, con mi maleta y bajo la ventana que él me había indicado. No necesité llamarle, salió a la ventana nada más que escuchó mis pasos en el pavimento. Su rostro un tanto somnoliento pero tremendamente emocionado me miraba con una sonrisa infantil. Con un pequeño saco de la mano se encaramó al borde de la ventana y se resolgó hasta saltar. Cayó a mi lado y rápido agarré su mano para alejarnos del edificio. No habíamos cruzado una sola palabra aunque ambos estábamos deseosos de hacerlo. No me arriesgué hasta que estuvimos a medio kilómetro. Sus ropas estaban sucias, ajadas, era probablemente la misma ropa con la que le raptaron de su casa y aunque se veía hermoso de igual manera me vi obligado a detenerle y alejarnos de las calles principales para introducirnos en un callejón aislado de miradas.

–Te he traído ropa. Vamos, cámbiate. –No lo dudó un instante y llevó sus manos al borde de su camiseta para deshacerse de ella. Después sus pantalones y aunque su cuerpo me tentaba a gritos me resistí con todas mis fuerzas. Saqué de mi maleta la ropa y le ayudé a vestirse. Cuando estuvo preparado me miró, me sonrió y besé sus labios condicionado por la tremenda felicidad que nacía en mi interior. Nos abrazamos y de nuevo salimos corriendo para no perder el avión. Su mano en la mía se sentía cálida como quien abraza el pasado, a un amigo de la infancia. Pero él era más que eso pues era mi pasado, presente y futuro.

Llegamos a Seúl a las ocho y media de la mañana. El sol salía y nos sorprendió con una cálida mirada de esperanza. El mundo parecía diferente, brillante, hermoso y resplandecientes. El 1 de marzo, treinta y dos patriotas, con Yoongi treinta y tres, nos reunimos en el Parque Pagoda de Seúl para proclamar la Declaración de Independencia. Todo el país parecía eufórico, animado de nuevo a la lucha contra los japoneses. Pero la luz que nos había iluminado brevemente se desvaneció cuando los militares nipones aparecieron para reprimirnos y muchos de los que nos acompañaban fueron fusilados brutalmente. Yoongi y yo conseguimos huir y nos escondimos durante cinco meses en Daegu, su ciudad natal donde sus contactos pudieron escondernos.

Los doce meses siguientes a aquella manifestación mataron a todas las personas involucradas en aquella trifulca y tras asesinar a los contactos de Yoongi allí un día los soldados aparecieron en nuestra actual residencia sorprendiéndonos de madrugada. No solo la colaboración en la manifestación nos había condenado, sino encontrarnos semidesnudos en la misma cama aumentó el miedo y el odio hacia nosotros acabando con Yoongi allí en el momento. Dos de ellos le sacaron de la cama a mi lado para tirarle en el suelo y golpearle en la nuca con la culata del fusil. Muerto al instante y mis gritos no acallaron sus insultos hacia nosotros. Intenté revolverme, defenderme, pero nada sirvió.

Hoy me presento frente a eso que hoy día llaman justicia, un fusil cargado que apunta directamente a mi pecho. Varios hombres en fila a mi lado en mi misma situación. Cientos de fusiles como el que me disparará, apuntando a cientos de personas. Una paz inmensa recubre mi alma sabiendo que moriré en mi país, lejos de la posibilidad de vivir en el corazón del enemigo.


FIN


Comentarios

  1. Me fascina la manera en que haz construido la historia llegando a hacerme sentir la potencia de los sentimientos de Jimin. Finalmente pudo abrazar su patria y su libertad con fiereza. Una joya !!!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares