UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 64
CAPÍTULO 64 – EN BUSCA DE UN CONSEJERO
Después de darme un largo baño y desayunar copiosamente, a pesar de que mi estómago estaba algo pesado a cuenta del vino de la noche anterior, me puse con las tareas del día. Comenzaba poco a poco a retomar mis obligaciones, pues mi esposo a pesar de todo se había acostumbrado a una comodidad propia de un hombre al que le resuelven todo. Y desde hacía semanas toda la burocracia se había quedado estancada. Bastante le estaba costando lidiar con su madre para conseguir un nuevo consejero, que le llevase todo el peso de sus labores.
Por lo que había sabido, le había pedido unos días antes a François ocupar el puesto de su padre como su consejero, pero él había rechazado el cargo, no sin miedo, pues no solía estar acostumbrado a contradecir en un deseo a su rey, mucho menos a la cara. Juan me había puesto al día, el general se lo había contado, en un instante de confesión casi espiritual. El rey se lo había pedido, con una esperanza tal que se vio sorprendido ante la negativa del soldado. François alegó que ya formaba parte del consejo de estado, y que era capitán general de las tropas reales. Y siendo corta aún su edad y su experiencia, le parecían tareas más que suficientes para él, con las que tener que lidiar. Estaba agradecido de su puesto, estaba honrado de su oferta, pero la rechazó porque no se sentía con tiempo ni con fuerzas, y mucho menos con conocimientos para llevarlo a acabo.
—Siento deciros… —Dijo, al parecer—. Que mi puesto como general me obliga a estar fuera de la capital a menudo. Y eso no es lo más ideal para un consejero que debería estar a vuestro lado siempre que sea necesario. Además, para ser consejero se necesita ingenio, y habilidades diplomáticas, y yo solo sirvo para obedecer órdenes, alteza, no para idearlas.
El rey había comprendido, pero se sentía ofendido y sorprendido, también desamparado. No hallaba otra persona de fiar para el puesto. Después se lo propuso a su madre, la reina Catalina, pero esta le reprendió, en una dura riña que tuvieron al oído de todos en su gabinete.
—Fui la consejera de vuestro padre, y a su muerte, la regente de vuestro hermano, y después la vuestra, hasta que cumplisteis la mayoría. Y después, incluso, yo seguí gobernando a vuestro lado, porque esa tarea nunca os ha interesado. ¿Creéis que los buenos monarcas nacen? Se hacen, con tiempo y esfuerzo. Con carácter, y con arrestos. ¡Y queréis volverme a poner al mando! Nadie os lo permitirá.
—Solo os pido que seáis mi consejera, no mi regente.
—Tu madre no goza ya de la simpatía del pueblo, como lo hacía antes. —Dijo ella de si misma, intentando aplacar su tono, para que la regañina no sonase tan autoritaria, y algo de maternidad se dejase ver en sus palabras—. Y muchos verán con malos ojos que yo vuelva a ser vuestra consejera. Y tampoco lo deseo. —Aquello dejó a Enrique fulminado—. Estoy cansada, hijo. Soy mayor y he dado a este país todos los años de vida que he podido. ¿Para qué? Deseaba dedicar mis últimos años a reformar el palacio, a vivir tranquilamente en mis estancias, a pasear, y leer, y a viajar. Pero ya veo que vuestra inutilidad me retiene aquí, porque no puedo dejaros solo ni un solo momento.
—Id a vuestras estancias, leed todo lo que queráis, no volveré a molestaros más. —Le ordenó él, queriendo deshacerse de ella y de sus reproches, pero ella soltó una risa amarga. Después de lo que había dicho, no se rebajaría a obedecer a su hijo, incluso si era el rey. Un silencio se los había tragado a los dos y pasados unos minutos, ella se le acercó y le espetó.
—Ya puedes darle un hijo a vuestra esposa cuanto antes, y rezar para que ese niño tenga más seso que tú.
—No deberías culparme a mí de mi falta de interés por el gobierno. —Le dijo él, algo más lúcido—. Vos, madre, habéis sido siempre una controladora, no os ha gustado jamás dejar el control en otros. A mi padre lo manejasteis como a un pelele, no creáis que no lo sé. Y a mi hermano, Dios santo, lo teníais encerrado con sus libros y sus mapas. Lo convencisteis de que algún día sería un gran monarca pero ahora ya no estoy tan seguro de que le hubierais dejado ejercer, amparándoos en su debilidad.
—Era enfermizo, pero no idiota. —Dijo ella, en tono severo, aún masticando las palabras que su hijo le había dirigido.
—Y conmigo habéis hecho lo mismo que con padre, me habéis rodeado de rufianes y putas que me sacasen de palacio a beber o a cazar, para alejarme de la política. Nunca me ha interesado, lo reconozco, pero podríais haberos esforzado en forjar en mí el carácter necesario para dirigir un país. O al menos, el criterio para elegir representantes de buen corazón y de gran sabiduría para hacerlo en mi lugar.
—Un madre puede hacer mucha cosas por un hijo, pero lo que no está de Dios… —Murmuró ella con una risilla, lavándose las manos.
—Así que me habéis buscado una esposa igual que vos. —Aquello la hizo reír aún más—. Controladora, inteligente e incapaz de delegar en nadie, más que en su penoso círculo de traidores y puteros.
—Tal vez debáis sugerirle a ella, que sea vuestra consejera.
—No aceptará. —Aseguró Enrique—. Ella es su propia entidad, nunca se consideraría inferior a mí, aunque lo sea.
—Y haría bien en rechazaros. —Aseguró Catalina y riéndose, se alejó de su hijo, camino a la puerta—. Tal vez vos deberíais ser su consejero, así os metería en vereda, cosa que yo no he conseguido hacer.
—Yo soy el rey de Francia. —Exclamó él, lleno de orgullo.
—Y ella la reina. —Aseguró su madre— Puede que para vos no signifique nada, y que en el papel no sea más que vuestra súbdita, pero os debo recordar que ha sido una reina de Francia la que ha gobernado este país por más de veinte años.
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Algunas de las obligaciones que me tocaba atender eran entre otras, las restauraciones que se llevarían a cabo en la iglesia mayor de la capital, cuyas goteras habían comenzado a dañar las pinturas murales que adornaban los interiores de las capillas. Entre los pocos reales que habían quedado de mi dote, varias donaciones privadas de algunos buenos donantes, y una colecta pública, habíamos conseguido recaudar el dinero necesario para las reformas. Se habían presentado varios arquitectos para el concurso y unos expertos de palacio habían seleccionado uno de los proyectos de restauración. Nos presentaron a los arquitectos en una visita que hicimos a la iglesia. Nos explicaron, groso modo, a mí y a mi cortejo, las reformas que se iban a llevar acabo, y dónde se invertirían qué cantidades de dinero. El proyecto se dividiría en dos fases, primero una restauración estructural y después una segunda, de las pinturas y los enlucidos. Por desgracia, yo no llegaría a ver iniciar las obras, que empezarían cuando finalizase el invierno.
Atendí también a una reunión de altos cargos el ejército que se celebró a la llegada del último grupo de soldados del frente. La paz comenzaba a dar sus frutos, y los soldados que llegaban a la capital lo hacían cargados de felicidad y júbilo. Aunque la mayoría guardaban dentro de ellos un profundo horror y una dura tristeza, por todos los compañeros que no habían conseguido regresar. Me reuní con ellos en el cuartel general, al que acudí acompañada de François. Reconozco que esperaba un recibimiento más caluroso, o por lo menos, menos tenso, pero por lo que pude observar varios de los subcomandantes no aceptaban la idea de que fuera la reina la que les recibiese, y no el rey. Verme acompañada de François les suavizó el carácter, pero aún así, se mostraron ariscos y fríos. Jonathan estaba entre ellos, lo que les seguía perturbando, aunque no lo fueran a reconocer.
Todos estaban enterados ya de lo que había ocurrido con el conde de Armagnac y con su hermano, el capitán de la flota. Uno de ellos, más mayor que los demás, se mostraba aún incrédulo de lo que había ocurrido.
—¿Acaso algo tan evidente no se había descubierto antes? Si el conde de Armagnac gestionaba toda esta traición, ¿su hijo no sabía nada al respecto? Nos han mandado a la batalla sabiendo que estábamos vendidos a los ingleses.
—Así es. —Dije yo, asintiendo—. El rey, y la reina madre, sabían del complot pero estaban tan atemorizados por el poder que Jaime ejercía sobre ellos que tenían las manos atadas. Igual que aquí el general. Pero entre todos hemos conseguido quitárnoslo de encima. Lamento las vidas perdidas, de verdad que sí, y si hubiera podido detener la guerra antes, lo habría hecho, pero no a costa de perder la mitad de nuestro país a manos inglesas. Eso sí que habría sido traición.
Hubiera deseado que alguien apoyase mis palabras, pero anquen supe que muchos estaban de mi lado, la mayoría se mostraron esquivos. Haber participado, aunque no lo supieran, de un complot, era algo que les dolía, y se sentían heridos con la corona y con el rey, pero sobre todo con su capitán. Después de haber juzgado a su padre y a su tío, era lógico que desconfiasen de él. Me habría gustado sugerirle que dejase a un lado su carrera militar y aceptase la proposición del rey como su consejero, pero sabía que no lo haría, y que su alma le suplicaba que le dejase estar ahí, a donde pertenecía, y eso le honraba.
Mi humor cambió cuando salimos del cuartel general, y muchos de los soldados que habían regresado del frente se habían reunido en la plaza que daba a la puerta principal, y entre vítores y agradecimientos me recibieron y me escoltaron hasta el carruaje que me esperaba. Eran la mayoría muchachos jóvenes, mucho más que yo, cosa que me resultó triste y lamentable. La mayoría estaban aún cubiertos de vendas y con el rostro magullado por las consecuencias de las jornadas en la batalla. Alguno tenía el brazo en cabestrillo, y otros caminaban duramente con muletas bajo las axilas. Estaban acompañados de mujeres, madres y esposas, y hermanas y novias. También había hombres mayores, fuertes y valientes, que lanzaban pétalos de flores.
François, preocupado por aquella exaltación me escoltó hasta el carruaje y ambos nos montamos en el interior.
—Isabel, la pacificadora. —Dijo él, repitiendo lo que había oído gritar a algunos de los soldados de fuera. Lo dijo con una risa y una mirada cargada de admiración. Yo negué con el rostro.
—Veremos cuánto dura esta paz.
—Os veo mucho más recompuesta. —Dijo, y me sorprendió, pero era cierto, no nos veíamos desde hacía dos semanas. Yo le sonreí, y asentí, aunque aquello pareció ser sufriente para animarle—. Me alegra veros de nuevo al pie del cañón.
—El mundo no se detiene…
—Recibí noticias del duque de Bucking, ha llegado ya a Inglaterra. Y el rey lo ha recibido, con una gran reprimenda.
—Me lo imagino. —Asentí.
—¿Sabéis…? —Preguntó, haciéndome fruncir el ceño, pero él me miró, profundamente, dudando en si contármelo o no.
—¿El qué?
—El rey me ha propuesto hace unos días que yo sea…
—Sí, me lo han contado.
—Espero que os haya parecido bien mi respuesta. Yo no sirvo para consejero, alteza.
—Lo sé. Yo no os lo habría propuesto. Pero si quisierais dejar el ejército, lo entendería. Se os buscaría otro cargo que estuviese a vuestra altura.
—¿Insinuáis que no estoy a la altura de mi cargo? —Preguntó, ofendido, irguiéndose en su asiento, con el pecho henchido. Yo sonreí.
—Nunca diría algo parecido. Solo era una sugerencia. Quiero que sepáis que se os proporcionaría las facilidades de las que tuvieseis necesidad en caso de querer dejar atrás el cargo de comandante. Tal vez por eso el rey os lo ha sugerido, porque ha considerado que después de esta guerra…
—El rey me ha pedido que sea su consejero porque no tiene a nadie más a su lado. Desde la detención de mi padre y el asesinato de Oliver… —Miró afuera, al movimiento de la calle—. No tiene a nadie de confianza. Y temo que se sienta tan solo como para confiar en cualquiera que se le aproxime. No sería la primera vez…
—Tal vez nosotros debamos buscar a alguien digno de ser consejero del rey. ¿Se os ocurre alguien?
—Su secretario es un hombre de fiar, inteligente y culto, pero aunque he pensado en esa solución con frecuencia, temo que no sea un hombre hábil para la diplomacia. Es bueno con la pluma pero no con la boca.
—¿Y qué me decís de Jonathan?
—Jamás aceptará a un inglés como consejero. ¡Dios santo! —Exclamó, riendo—. Tampoco a mí me parece que Jonathan sea bueno dando consejos o haciéndose cargo de las tareas que al rey le vengan pesadas.
—Le ha pedido a su madre ser su consejera. —Le dije, y aunque esperaba sorpresa de su parte, no la obtuve.
—Me lo imaginaba.
—Ella le ha rechazado.
—Tampoco me sorprende. La reina madre está cansada de estar al frente del gobierno. Ha hecho de regente muchos años, y ha dedicado parte de la vida adulta del rey a dirigir el consejo. No me extraña que no se haya querido implicar. Aunque me temo que si de aquí a un tiempo su hijo no toma la iniciativa de buscarse un consejero, ella encuentre a alguien capaz. No os preocupéis por eso, no es vuestro problema. Y mucho me temo que si quisierais sugerir a alguien, sería rechazado de plano.
—¿Eso creéis? —Le pregunté, alzando una ceja.
—Supongo que el rey lo vería como una forma de ganarle terreno en su propio círculo privado.
—Comprendo. —Asentí—. No me implicaré.
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Dos días después, dos duques llegaron a palacio. Habían sido generales de varios batallones en la guerra, al servicio de François. Me llamaron al gran salón y cuando llegué el primero en disculparse fue François, por sacarme de mis quehaceres para atender a una visita. Yo me reía, por aquella vergüenza que sentía, pues al parecer aquellos hombres se habían presentado de improviso. No habían podido asistir a la reunión en el cuartel general de unos días antes y no querían perderse la oportunidad de hablar conmigo directamente.
Estaban ataviados con ropas elegantes y al estilo español, cosa que me sorprendió, pues eran franceses. Iban de negro, con gorguera blanca y medias oscuras. En su cuello colgaban algunas insignias y sus espadas colgaban del cinto. Pero su esencia francesa les delataba en las plumas de colores que adornaban sus sombreros. Se los quitaron para hacer una reverencia al llegar a su altura y se disculparon por presentarse de improviso.
—No hemos llegado a la capital hasta ayer. No hemos querido dejar a ningún soldado atrás, y los hemos llevado a todos a sus pueblos y provincias. —Dijo el primero de ellos, más joven y lampiño, de ojos azules y piel blanquecina. Era apuesto pero parecía demasiado recto e incómodo en mi presencia.
—Esto son el duque de Lombard. —Los presentó François, señalando al joven que había hablado—. Y el duque de Parçons.
El más mayor, casi anciano, de rostro enjuto y ojos lagrimosos, me miró y me sonrió con candor.
—Su majestad, sentimos la interrupción, pero deseábamos presentar nuestro agradecimiento a su labor como mediadora en esta guerra. Sin su labor, no sabemos si habríamos podido volver a nuestros hogares, con nuestra familia. La que hacia tanto tiempo que no veíamos.
—Habéis comandado a vuestros batallones con honor, eso es más agradecimiento del que merezco.
—Y también hemos enterrado a muchos soldados, y muchos amigos. —Dijo el joven, con tono triste y meditabundo—. Más de los que puedo mencionar. Y sus mujeres y sus hijos han quedado…
—Muchacho… no es tiempo de eso. —Dijo el mayor, dirigiéndose al duque de Lombard. El joven alzó los ojos hacia su compañero y se miraron con una mueca de recato. Yo fruncí el ceño y ellos me devolvieron una mirada de disculpa—. Solo queríamos presentar nuestros respetos. Dado que no hemos podido llegar a tiempo para la reunión en el cuartel.
—¿Desean almorzar? —Pregunté, mirando el sol que se alzaba hacia el cielo a través de las ventanas—. Casi es la hora. Estoy segura de que podemos hablar largo y tendido con un buen festín para celebrar la victoria…
—No es necesario, alteza, sentimos mucho tener que rechazar su invitación. —Dijo el mayor, ante el rostro de desilusión del joven—. Pero desearíamos regresar a nuestras tierras cuanto antes. Nosotros también deseamos ver a nuestras familias cuanto antes.
—Veo que visten a la española. ¿Se debe a algo?
—En vuestro honor, alteza. —Dijo el joven, sonriendo—. Muchos de nuestros soldados, al saber de la paz que habéis pactado con el inglés, han comenzado a vestirse a la española, con bonitas gorgueras blancas y trajes negros. También a modo de luto por sus compañeros caídos.
Aquello ablandó mi corazón y me hizo sonrojar, cosa que sorprendió a François, apartando la mirada de mí.
—Si temen ustedes por las viudas y los huérfanos, no deben preocuparse más. Ya hemos redactado unos presupuestos que se apliquen durante el próximo año para compensar a todas las familias cuyos parientes hayan quedado tullidos o hayan fallecido en la guerra.
El joven se alegró, y me sonrió con unos dientes perlados, mientras que su compañero asintió y se inclinó, a modo de reverencia.
—Nos complace oír eso, alteza. Es un alivio comprobar que va un paso por delante de las consecuencias. Vienen años duros, siempre es así.
—Lo sé. Después de la guerra siempre viene el hambre. Lo comprendo. Pero junto a la familia, las penas son menores.
—En un mes serán las condecoraciones. —Me recordó François.
—Volverán a París entonces. Espero que podamos disfrutar de un banquete juntos en esa ocasión.
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A media tarde de aquel mismo día llegó un correo de España. Una larga carta de mi padre, después de haber recibido la noticia de mi aborto. Me la entregó Juan, pero no deseó quedarse a leer el contenido, podía imaginárselo, estaba segura de que no era la primera misiva que entregaba con un contenido semejante.
Reconozco que me costó leerla, incluso abrirla. Quedó allí sobre mi escritorio hasta que comenzó a martillearme en la mente. Incluso pensé que no hacía falta que la leyese, en verdad no me diría nada importante. Palabras de consuelo que no necesitaba, pues mi alma había comenzado a sanar. Y leer esas palabras de apoyo y tristeza sería como reabrir heridas que se habían cerrado y sanado, aunque superficialmente.
Acabé por someterme a ese dolor y rompí el lacre con rencor. Las palabras de mi padre eran serias, y casi atisbé a distinguir un poco de reproche, pero luego, a medida que avanzaban sus líneas, se iba ablandando y agradecía a Dios mi salud, y mi restablecimiento. Creía que podría consolarme pero no lo hizo. Me recordó mi deber de seguir intentando quedarme en cina una vez estuviese restablecida por completo y mentó a mi madre, que me dio a luz entre dolores y sufrimientos, para dar un fruto valioso y radiante. Me advirtió de que mi hermana y mi madrastra deseaban escribirme, pero que solo lo harían cuando yo les advirtiese de que estaba de humor y establecida en mi salud. Al final de la misiva me advertía de que sus barcos ya habían abandonado las islas inglesas, y de que regresaban a España, esquivando en lo posible las rutas marítimas de los ingleses.
Cuando terminé de leer la carta, y mientras Manuela azuzaba el fuego de la chimenea, la lancé al fuego. Ella me miró por encima de su hombro con algo de suspicacia pero me ignoró después siguió moviéndolos leños de la chimenea.
—Clávame un puñal. —Le dije—. Me dolerá menos que esas miradas que me lanzas.
—No exageréis. —Murmuró, poniéndose en pie y atizando el papel que se iba quemando bajo el fuego—. ¿Qué le parecería a vuestro padre que lanzaseis al fuego sus cartas de consuelo?
—Nunca se le ha dado bien ser un consuelo.
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A la hora de la comida me acerqué hasta el comedor. No me espera que el rey llegase a la hora del almuerzo, pues había salido de caza, pero se presentó, aún ataviado con la vestimenta de campo y con la escopeta al hombro. Las botas estaban cubiertas de barro, y tenía una mejilla sonrosada, más que la otra. Al acercarse, advertí un par de arañazos, como los de una rama, o las hojas de una zarza. El caballo se había revuelto y le había llevado a través de un matorral, hasta hacerlo golpear con unas ramas. Venía algo aturdido y cansado. Fastidiado más bien. La caza no había sudo fructífera.
—Vengo muerto de hambre. —Dijo, sentándose a la mesa después de darle a un sirviente la escopeta y pedir que le sirviesen un plato. Había un delicioso estofado de venado y una empanada de carne. También verduras hervidas. Comió a dos carrillos, hincando el tenedor en la carne y el hojaldre.
—¿No se ha dado bien la caza?
—No, ya no es temporada. Ha llegado el frío y los animales se esconden. Además, el caballo estaba hoy revuelto. Debía haber lobos por la zona. Quién sabe. Bah…
Alcanzó su copa y bebió un sorbo de vino. Yo me llevé un trozo de carne estofada y él, al dejar la copa, me miró. Fijamente. Yo le devolví la mirada asustada y se sonrió.
—Hacía mucho tiempo que no comíamos juntos.
—Hacía tiempo que no coincidíamos.
—Me alegra ver que estáis restablecida, y que habéis vuelto a vuestras obligaciones. No sois de quedaros en cama mucho tiempo. Otras se habrían aprovechado y no habrían salido de su dormitorio en meses.
—Ya sabéis que tengo una mente inquieta. —Me mordí el labio inferior y le lancé una mirada de soslayo—. El otro día acudí a la reunión en el cuartel general. Muchos de los presentes esperaban que fuerais vos quien les diese la bienvenida.
—¿No os harían un feo?
—No, alteza. Pero estaban visiblemente decepcionados.
—No hubiera tenido sentido que fuese yo. Vos habéis dirigido las negociaciones de paz. Y vos los habéis mantenido con vida con vuestros dineros. ¿Qué pintaba yo ahí? Sería deshonesto.
—Sería vuestro deber. —Dije, a lo que él se volvió a mí con pasmo.
—¿Mi deber?
—Vuestra labor, si os parece mejor ese término.
—¿Y presentarme allí, para qué? ¿Para recibir unos agradecimientos y unos halagos que no me corresponden? No seré un buen monarca o un buen estratega, pero tampoco soy un farsante.
—No os quitéis mérito, me habéis ayudado siempre que habéis podido en…
—Nunca os he mentido. —Dijo él, casi en tono de reproche—. Siempre he sido franco, y honesto. —Me miró con tal profundidad que sentí como se me cortaba el aliento. Dejó los cubiertos a un lado y se volvió a mí, en su asiento—. ¿Acaso no vais a pagarme con la misma moneda?
No dije nada. Esperaba que le contestase, que le asegurase que así sería. Pero parecía a punto de decir algo más y yo me contuve. Tampoco encontraba nada que decir a sus comentarios. Entrecerré los ojos, expectante, pero él chasqueó la lengua y se pasó la mano por el cabello. Advertí en su rostro que había hablado más de lo que deseaba, que se había metido en un laberinto del que deseaba salir, y que aquella conversación podía volverse en su contra. Si pensaba que yo le contestaría como su madre, estaba equivocado, no tenía intención de iniciar una discusión, y mucho menos de echarle nada en cara, después de haberle sugerido que debía haberme acompañado a recibir a los generales. Se limitó a seguir comiendo en silencio. Y cuando terminó, se levanto, se despidió, y antes de salir por la puerta me lanzó una mirada que parecía cargada de decisión. Como quien se enfrenta al espejo y decide alzar la mirada. Una vez enfrentado el miedo, podía actuar.
En ese momento no se me ocurrió más que pensar que lo que estaba por suceder era que al fin había encontrado el valor de tomar las riendas de su gobierno. Si así era, empezaría con mal pie.
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