UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 62
CAPÍTULO 62 – UNA NOCHE EN PARÍS
Los días se convirtieron en semanas, pero a pesar de que mi estado había mejorado, el médico no encontraba el remedio para mi ánimo. Me habían aconsejado que saliese de palacio más a menudo. Incluso había reprendido a mis damas por no obligarme a dar paseos por el exterior. Necesitaba que me diera el aire, el sol, el poco que quedaba de aquel mes de noviembre en que nos habíamos internado. Incluso me había pedido que llamase a amigas de la corte para que me hiciesen compañía, pues estar todo el día en el gabinete nada más que con la presencia de mis damas no era aconsejable. Me había recluido, lo reconozco. No deseaba ver a nadie, y tampoco nadie deseaba tener que pasar por el trance de verme, y compadecerme. Ya era tiempo de poner las cosas en orden, me había dicho Manuela en una ocasión.
—François espera que un día os paséis por el cuartel, para que las tropas que ya han regresado os vean. Están todos deseando conoceros en persona. El subcomandante Jonathan ha traído consigo al último destacamento.
—No voy a ir a ver nadie. —Le había dicho, con un mohín.
—El rey espera vuestro consejo para elegir a un nuevo capitán de la flota nacional…
—Que el rey se apañe. ¿No he hecho ya suficiente? —Le pregunté, recibiendo de ella una sebera mirada maternal.
—Vaya actitud, para una reina. —Espetó, abandonando su insitencia por ese día.
Pero el resto de mis damas eran mucho más insistentes, con ese aire infantil que confiere la ignorancia.
—Podemos dar un paseo por los jardines. Os abrigaremos bien para que no paséis frío… —Sugirió Amanda.
—Podríamos ir al palacio de verano, a pasar una temporada, y que os dé el aire aún en privacidad. Al rey le gustará la idea, estoy segura… —Pensó Marisa.
Yo solía hacer oídos sordos mientras me entretenía en labores de costura o en alguna vaga lectura casual.
Cuando me encontré con fuerzas le escribí a mi padre. Seguro que otros correos ya le habrían informado, pero hacerlo yo misma era un deber que no podía seguir eludiendo. No recuerdo muy bien qué palabras empleé, pero intenté no mostrarme tan desanimada como me hallaba. Recordándole que aún sin hijo, yo seguía viva.
[…] Vi a madre, en medio de ese trance de
muerte, y no me quiso llevar con ella. Me dio aliento para que me mantuviese
serena y viva, y es por su fuerza que ahora puedo contároslo. Sé que es un
trance que muchas mujeres pasan, pero no puedo dejar de sentir que he decepcionado
al rey al privarle de un hijo varón, uno que habría supuesto un aliento vital a
su línea familiar. Y también a mí, que cumplía por primera vez con las
verdaderas labores de una reina, darle un heredero a su esposo. Aunque no lo
creáis, he echado de menos España en estos días, tal vez sentirme en casa me
habría procurado algo más de consuelo, pero en este extraño país, que aún lo
siento así, no puedo sino pensar que no solo he decepcionado al rey, sino a
toda su corte, y a toda su gente, que esperaban de mí algo más que un niño
muerto.
[…]
Manuela y todas mis damas, así como el
médico y las parteras han hecho una labor excelente conservando mi salud. No
puedo reprocharles nada. Puede que mi salud sea fuerte pero no he sabido
transmitirle eso al niño.
[…]
Sé que os habréis enterado por voz del
condestable, que partió de inmediato en cuanto supo que me había restablecido,
y ya habrá llegado a la capital. O llegará antes de que lo haga esta misiva. Te
ruego que reces por mí, padre. Yo ya no tengo más oraciones con las que honrar
a esta criatura que se ha perdido en un sueño de esperanzas malogradas.
♛
La desdicha, y la cerrazón, llegaron a un punto crítico un día de mediados de noviembre. Era sábado, y hacía horas que el palacio se había sumido en un silencio respetuoso. Era noche cerrada cuando Manuela me extendía una infusión de manzanilla para que me templase el cuerpo antes de acostarme. Mis damas y ella se sentaron en una mesita a disfrutar, solo solían hacer a veces de un poco de leche caliente.
—¡Qué dulce! —Dijo Amanda con una sonrisa.
—¿Es miel de flores? —Preguntó Marisa, con tono divertido—. Sabe un poco afrutada.
—No lo sé… —Murmuró Manuela, mientras degustaba la leche con algo de confusión—. A mí me sabe como siempre…
Yo las miraba, por encima del hombro, mientras comenzaban a contarse anécdotas que les hubieran ocurrido a lo largo del día. Cuando terminé la infusión me levanté, y le indiqué a Manuela que me iba a acostar, que no demorasen en irse a la cama.
Pasadas las dos de la mañana, me levanté de la cama y me puse un batín alrededor de los hombros. El suelo estaba helado y fuera del dormitorio, mi boca exhalaba nuevecillas de vaho que se disipaban en el aire. Acercándome a la cama de Manuela puse una mano sobre su hombro y lo zarandeé, haciéndole mover también la cabeza sobre la almohada. Estaba completamente dormida. Incluso cuando palmeé su mejilla con insistencia, resistió a despertarse. Lo comprobé con todas hasta que me convencí de que no despertarían hasta el amanecer. Incluso entonces, alguna se haría la remolona.
De vuelta en el dormitorio me quité toda la ropa y rebusqué en uno de los arcones. Me vestí con una medias negras y una camisa blanca. Abotonándomela aún me temblaban un poco las manos, puede que por el frío o la excitación, así que me costó más de lo que pensé ajustar los cordones y el lazo del cuello. Me coloqué una pequeña gorguera y unos pantalones negros. Sobre el pecho me ajusté un jubón oscuro con cuchilladas en los hombros y me calcé unas botas. Sobre todo ello me calé una capa y un sombrero de ala ancha, a la española. Llené la faltriquera con monedas de oro y me miré al espejo antes de salir del dormirlo. La imagen que se reflejaba me era totalmente conocida, y sin embrago me reí de mi misma, pues habría esperado no reconocerme. Era una faena. Me solté un par de cortos mechones sobre la sienes, para que diesen la apariencia de patillas, el resto permaneció ajustado en un buen recogido debajo del sombrero. Estuve tentada de poner un poco de rubor sobre mis mejillas, pero habría sido descabellado.
Cuando salí del dormitorio, mis damas seguían en los brazos de Morfeo. Puede que en los de Mefistófeles. Me despedí de ellas en un sutil pensamiento y salí al gabinete. Con las ascuas de la chimenea encendí una lámpara y me colé por el pasadizo detrás del tapiz. Sabía que aunque hiciera ruido no las despertaría, pero procuré ser de la más cautelosa. Ellas dormían, pero otros puede que no.
Me aventuré por los pasadizos con premura, deseando no equivocarme de cruce o esquina. Fui descendiendo hasta que una ligera brisa asustó la llama de mi vela. Puse una mano frente a la llama, pero esta resistiría, estaba embadurnada en aceite. Cuando llegué al final de uno de los caminos, una puerta abierta me sorprendió, y avancé hasta colocarme en el quicio. Apagué a lamparita y me quedé mirando al exterior con cautela. Solamente un hombre me esperaba, con dos espadas al cinto y un puñal en su mano. Con el sombrero calado hasta ocultar sus facciones en sombras y una capa que ondeaba con la briza otoñal que se colaba en el establo. Los animales murmuraban, comían o se movían, pero todo lo demás estaba en completo silencio.
Cerré detrás de mí el pasadizo. El hombre recayó en mí y avanzó hasta ponerse a mi altura.
—¿Alguien os ha preguntado por qué cogisteis mi espada de la armería? —Le pregunté, mientras él llegaba hasta mí y rodeaba mi cintura para colgar de ella el cinto con la espada. Ajustó las correas y yo le facilité la tarea, levantando la capa.
—No. No suelen preguntar a dónde o por qué… solo hacen lo que uno les dice, si se usa el tono adecuado.
—Bien.
—Si alguien os pregunta, decidle que se la habéis prestado a Rodrigo, es todo cuanto puedo sugeriros.
—Bien. Seré Rodrigo por una noche.
Me entregó un puñal y lo escondí bajo mi jubón, sobre mi pecho.
—Vayámonos, ya es hora.
♛
El aire frío de aquella noche de noviembre me devolvió la vitalidad. Caminamos hasta el centro de la ciudad, ataviados con nuestras capas ocultando las espadas, y ensombrecidos por los sombreros que nos custodiaban. Las luces que salían por las puertas de las tabernas y las ventanas de los dormitorios de los burdeles alumbraban nuestro camino. Iba encogida a su lado, refugiándome de miradas y desconocidos, pero al mismo tiempo éramos libres, en aquel sueño delirante.
Caminamos entre charcos, barro y excrementos hasta una de las tabernas que él solía frecuentar. El interior era cálido y agradable. El olor ácido de la cerveza que impregnada el suelo y las mesas desde hacía décadas, y el sudor de los que allí se refugiaban, hacía de todo aquello una ratonera ideal para emborracharse. No importaba el país, todas las tascas son igual de repugnantes, y de acogedoras. Nos sentamos en la mesa más apartada, y con una pobre vela de sebo nos alumbramos el uno al otro en nuestro pequeño rincón de oscuridad. Se oía una música lejana, puede que en la taberna contigua estuvieran danzando y bebiendo con algún pobre músico que necesitase unas monedas.
La tabernera nos puso una jarra de vino y dos copas de madera.
—¿Viajeros? —Preguntó la mujer, cuyas enaguas se intuían debajo de su corpiño. Yo sonreí y el conde negó, volviéndose hacia ella con aire seductor.
—No mi señora. Caballeros sedientos de una jarra de vino, nada más.
—Ropas muy elegantes, no son ustedes caballeros cualesquiera, me temo. La casa les invita a unos taquitos de queso.
—Es usted muy amable, mi señora. —Dijo Juan, deslizando en su mano una moneda de oro que pagaba por toda las jarras que hubiera servidas en aquel momento en la taberna. Ella abrió los ojos con más susto que sorpresa—. Y quédese el cambio, mi señora.
Ella salió corriendo detrás de la barra a cortar pedacitos de queso que servía de forma primorosa sobre un platito de barro. Lo dejó sobre la mesa y nos respondió con una radiante sonrisa de oreja a otra. El marido miraba desde lejos hacia nuestra mesa, limpiando jarras con un paño con más mugre de la que hubiera en el propio suelo del tugurio. Me lo pensé dos veces antes de beber de la copa que tenía delante, pero tampoco sería tan malo.
El conde y yo brindamos, y con el primer sobo sentí que al fin mi cuerpo se liberaba de la tensión que me había tenido sujeta desde que mandara a la cama a Manuela y al resto de muchachas. O incluso antes, desde que vertiese adormidera en la leche que se bebían tan contentas.
—¿Han caído como lirones?
—Como marmotas. —Dije, sorprendida porque adivinaba mis pensamientos.
—En la leche se camufla muy bien en sabor. Sobre todo endulzada con miel.
—Y que lo digáis. Estuve tentada de probarla.
—Menos más que no lo habéis hecho. No os habríais levantado hasta el alba.
—Tal vez me hiciera falta. —Dije, algo apenada, pero él se encogió de hombros y bebió otro gran trago, haciendo ruido al sorber. La llama de la vela que había entre nosotros danzaba juguetona, inquieta, como un ente que clama por nuestra atención y se revuelve contra su cautiverio en aquel empalamiento tan cruel.
—¿Creéis que nos hayan podido seguir?
—¿Y qué más da? —Exclamó, airado—. Sois la reina, podéis hacer y deshacer a vuestro antojo.
Yo di un respingo y con un gesto de la mano y una mirada de cautela le advertí que no usase esos términos, no delante de la gente. Una cosa era jugar a ser un hombre y otra proclamar sin cuidado que era la reina, esperando que no cundiese el espanto.
—No es tan sencillo. Mi reputación va por encima de mis obligaciones, y de mis derechos y deberes.
—El rey puede tomarse la libertad de ir y venir por los burdeles de París, ¿y vos no?
—No me hagáis esa clase de preguntas. Sabéis perfectamente que no es tan sencillo.
—Siempre he admirado vuestra valentía. —Dijo, consternado—. Pero puede que haya sido solamente una fachada.
—No juguéis conmigo. —Le advertí, señalándole con el índice mientras levantaba la copa y me la llevaba a los labios—. Os habéis creído que soy un ser omnipotente pero estáis muy confundido. Que vuestra vida esté en mis manos no significa que pueda obrar a placer con todo y con todos.
Él rió, desde luego que no estaba hablándome enserio, solo intentaba provocarme un enfado, pero como lo había conseguido, se sentía victorioso y se regodeó en mi mohín. Antes de que pudiese posar mis labios en el borde de la copa, agarró con fuerza mi muñeca y se acercó la copa a su boca, bebió de ella y mirándome, me guiñó un ojo.
—Sois completamente infantil.
—Recuerdo la primera vez que fuimos juntos a una taberna. Yo aún servía a vuestro padre. —Comentó, con vos melancólica—. Fue hace tanto tiempo… tanto que casi no lo recuerdo bien. ¡Nah! Puedo recordarlo perfectamente. Me sorprendisteis mientras me escapaba de palacio. Vuestro padre me había atado ya en corto, no le gustaba para nada que me pasase las noches entre burdeles y tabernas, mucho menos cuando pretendía de mí que al día siguiente apareciese sereno y sobrio para las reuniones de estado.
—¿Os alcancé en el camino?
—No, esa fue otra vez. La primera me esperabais en la puerta de las cocinas, por donde yo solía escabullirme.
—¡Ah, sí ya lo recuerdo! Teníais comprada a la cocinera mayor con vuestros favores… —Me contuve y él sonrió, lleno de orgullo.
—Sí, esa mujer estaba totalmente entregada. Es una pena que vuestro padre la echara. ¡Allí me esperabais! Justo en la puerta, fuera. Le habíais pagado a un mozo de la cuadra por su ropa, y os habíais recogido el pelo en un feo sombrero de tela pulgosa. Cuando me visteis salir me advertiste: “Si no me lleváis con vos, le diré a mi padre que habéis burlado su confianza”.
—Podríais haberle dicho a mi padre que yo me había puesto las ropas de un mozo, eso le habría escarmentado aún más.
—Podría haberlo hecho, pero que os castigasen a vos, me traía sin cuidado. Más yo no deseaba tener que enfrentar nuevamente a vuestro padre por mis vicios.
Me encogí de hombros. Él sonrió.
—Deseo pregustároslo. ¿Sabíais realmente a dónde me escabullía, u os llevasteis la sorpresa al descubrirlo?
—Ambas. Podría imaginarme qué clase de sitios frecuentabais. ¿Cuántos años tenía yo entonces? ¿Once? Pero uno nunca sabe toda la verdad hasta que no visita esa clase de lugares.
—Y siempre he intentado llevaros a los más aptos, os lo aseguro. Hay cada antro, mi señ… —Se contuvo y miró alrededor—. Rodrigo… que incluso para mí son demasiado soeces y desagradables.
—Puedo imaginarlo. Pero no creáis que no somos dignos de ellos. —Eso le sorprendió y levantó la mirada con curiosidad—. No creáis que por llevar buenas ropas y comer con cubiertos de plata, no somos igual de miserables que esas gentes depravadas.
—Vaya… —Dijo alzando las cejas y bebiendo de su vino, algo contrariado—. Yo no me tenía por un depravado. Y tampoco a vos…
Yo miré alrededor.
—Yo os tengo por cosas peores.
Rodó los ojos y suspiró, encogiéndose de hombros como asumiendo el papel que el otorgaba.
Cuando terminamos la jarra de vino, la tabernera nos trajo otra sin preguntar, asegurando que a esta invitaba la casa, pero yo le extendí otra moneda de oro. Si no nos íbamos antes de acabarla, acabaría por traernos un barril entero. Pero aún así tomamos un par de copas más.
—Recuerdo una ocasión, poco antes de que os recluyesen en casa de vuestra hermana, que vinisteis con mi padre y conmigo a Toledo. ¿Lo recordáis? Un viaje que hicimos para una reconstrucción del Alcázar. ¿Lo recordáis? —Insistí, porque parecía pensativo.
—Era verano, ¿no es cierto? ¡No, primavera! Estaban los robles en flor, lo recuerdo.
—Creo que así es. Yo no recuerdo las flores, pero sí me acuerdo que os chantajeé para que fuésemos a una taberna, de madrugada. Creo que hice a Rodrigo sacaros de la cama.
—¡Ah! –Se le iluminaron los ojos—. Joder, sí que lo recuerdo. ¡Qué regañina me llevé de vuestro padre! Como olvidarlo.
—Fue culpa vuestra. —Suspiré, encogiéndome de hombros—. Si no hubierais presumido tanto de vuestro noble linaje en aquella taberna no me habrían reconocido y no habrían llamado a palacio.
—Vuestro padre pensó que os estaba intentando… —Se quedó a mitad, y negó con el rostro—. Fue culpa vuestra, os empeñasteis en ir a un burdel.
—¡Quería conocer a la Ramoncina! —Dije, a medida que me llegaban todos aquellos recuerdos—. Decían que era la más hermosa de toda Toledo.
—No resultó ser para tanto… —Murmuró, chasqueando la lengua.
—No… no lo fue.
—Nos sacaron de allí a la rastra. —Dijo, frunciendo el ceño con disgusto, casi ofendido.
—A vos os sacaron a rastras. —Dije yo, riendo con ganas—. A mí me escoltaron. Pero no fue por mí, sino por vuestros poemas. ¿Cómo escribisteis una sátira sobre Toledo?
—¡Ah, aún la recuerdo…!
Loca
justicia, muchos alguaciles,
Cirineos de
putas y ladrones,
Seis
caballeros y seiscientos dones,
Argentería de
linajes viles;
Doncellas
despuntadas por sutiles,
Dueñas para
hacer dueñas intenciones,
Necios a
pares y discretos a nones,
Galanes con
adornos mujeriles;
Maridos a
corneta ejercitados,
Madres que
acedan hijas con el vino,
Bravos de
mancomún y común miedo;
Jurados
contra el pueblo conjurados,
Amigos como
el tiempo de camino,
Las calles muladar: esto es Toledo.
—No os echaron de la ciudad porque mi padre intervino…
—Aun recuerdo a vuestro padre, golpeando la mesa de su escritorio como si se le fuera la vida.
—Poco tiempo después os llevaron cautivo. —Dije apenada—. Durante un tiempo pensé que había sido por mi culpa, pero luego descubrí todas vuestras intrigas…
—¿Os lo contó vuestro padre?
Asentí
—Pensó que eso me disuadiría de seguir con nuestra amistad. —Reí y él rió también conmigo.
—Vuestro padre puede ser muy ingenuo a veces.
—No creo que lo fuera. Tampoco creyó que surtiría efecto, pero debía intentarlo. Creyó que aluna clase de sentimiento patriótico me…
La camarera trajo otro platillo con pan de centeno y queso. La vela delante nuestra tembló.
—¿Qué os dijo vuestro padre cuando le anunciasteis vuestra intención de traerme con vos a Francia?
—Montó un escándalo, pero creo que no estaba tan sorprendido como imaginaba. En el fondo temía por mí, porque me la jugaseis…
—Yo no se la jugué a vuestro padre. —Dijo mientras dejaba la copa sobre la mesa, con algo de estrépito—. Su política en los Países de los Lagos estaba siendo desastrosa, ya dese el comienzo. Se lo traté de advertir pero como no estaba por la labor de hacer caso de nadie, hube de hablar con su hermanastro, el bastado de su padre. Intentamos ponerlo de regente en los Países de los Lagos. Era más que capaz para darnos la paz. ¡Ya había conseguido acabar con los piratas en el mediterráneo una década antes! Pero vuestro padre no ha querido concederle honores, y tampoco confianza. Y cuando supo que intentábamos ponerlo de regente en el norte, pues se lo tomó mal.
—Desobedecer la autoridad del rey, es bastante para considerar que se la jugasteis. —Advertí pero él se limitó a encogerse de hombros y soltar un suspiro—. Mi padre siempre ha considerado a su hermanastro un posible rival.
—Y no me extraña, era más carismático, un hombre de acción, como lo fue vuestro abuelo. ¿Os ha contado vuestro padre que la primera vez que fue a una batalla se descompuso y se hubo de esconder para echar el desayuno detrás de unos matorrales?
Yo reí, aunque sí que lo sabía. Mi madre nos los había contado cuando éramos pequeñas mi hermana y yo.
—Es una pena que muriera hace unos años. —Advirtió él, con un suspiro—. Tal vez las cosas habrían sido diferentes en el norte. Tal vez vos no hubierais tenido que casaros con el rey francés y tampoco iros de España. Quién sabe… —Meditó—. No es cuestión de adivinar. Solo Dios sabe lo que hubiera pasado.
—¿Qué habría sido de vos si no hubieseis tramado contra mi padre?
—Nada, que habría seguido a su lado como consejero y de vez en cuando os seguiría arrastrando conmigo a alguna mugrienta taberna como esta… —Miró alrededor—. Bueno, puede que la vida no me haya desviado tanto de ese camino. Ahora sirvo a una reina mucho más complaciente.
—¡Ah! —Exclamé con sorpresa y él se rió de mí. Había vuelto a ajustarme las tuercas.
Juan apuró la copa que tenía delante y yo me puse en pie. Advertí la comodidad que era moverme sin llevar el complicado armazón del vestido y sonreí con ansias de libertad.
—Vayámonos a otro sitio. Otro un poco más sórdido. —Él asintió y sacó de su bolsillo un par de monedas que dejó en la mesa.
Salimos de nuevo al frío viento de la noche cuando un carro empujado por un mulo ocupaba la calle. Nos arrinconamos y dejamos que pasara, lentamente y con ruido de madera crujiendo. La luna llena alumbraba toda la calle con un resplandor plateado. Cuando me fijé un poco mejor, no estaba llena del todo, le habían dado un pequeño mordisco. Pero era grande y hermosa. Juan me agarró de la manga y tiró de mí lejos, a través de la calle hasta internarnos por callejones más escurridizos y entramados. En algunos, apenas cabíamos los dos el uno al lado del otro, y a veces le sujetaba por el codo caminando detrás de él para dejar pasar a otros transeúntes que venían en sentido contrario. El olor a orín y agua estancada era repugnante, pero era el olor de una ciudad, de una población hacinada. Me cubrí el rostro con la capa cuando pasamos por delante de una taberna de la que salían dos soldados de palacio que tenían el día libre. Los reconocí, porque no se habían quitado su uniforme. Nos miraron con desdén, estaban ebrios como piojos. No nos reconocerían ni aunque nos presentásemos.
Juan me pasó el brazo por los hombros y caminamos así hasta la entrada de una taberna a la que se accedía bajando unas escaleras. Estaba en los bajos de un edificio. En aquellas escaleras hubimos de sortear a un anciano que o bien estaba borracho o medio desmayado. Saltamos por encima de él, y nos metimos dentro del local. Estaba oscuro como la boca de un lobo, y solo un par de velas allí y allá señalaban un camino de mesas esparcidas, como pequeñas luciérnagas en un vasto campo de encinas.
Al entrar, Juan se dirigió a la barra donde el dueño le sirvió una jarra de vino y dos vasos. Después me condujo hasta una mesa que estaba más que escondida. El local tenía un giro a la izquierda donde dos mesas se disponían allí, pero el local apenas tenía gente, así que nos sentamos allí. Juan se dejó caer y la espada entrechocó con la pared y la silla. Yo me senté a su lado y le serví un poco de vino, gesto que le dejó pasmado. Sonreí con su expresión.
—Mi señora…
—Rodrigo. —Le corregí pero él, aunque se aclaró la garganta, no lo repitió—. Soy vuestro sirviente, mi señor…
—¡Oh, no, no, no habéis así! —Exclamó, ruborizado. Me hizo sentir tan excitada que estuve a punto de volver a repetírselo, pero me contuve, o él se descontrolaría.
Después de servirle a él me serví a mi misma y bebimos. El vino estaba terrible, mucho peor que en la taberna anterior. Estaba amargo y nada sazonado. Era muy fuerte. Me vio arrugar el ceño y se sonrió.
—Hoy el vino no es el mejor que han tenido, te lo prometo.
—No pasa nada. Los remedios del médico son mucho peores.
—Me lo imagino. Le he visto preparar esos potingues en un par de ocasiones, son de todo menos apetecibles.
—No quiero ni pensarlo. —Dije, recordando el regusto de esos bebedizos. Me aclaré el paladar con más vino picado. Él me retiró la copa de los labios.
—No lo bebáis si no os gusta. No os sentará bien.
—Hay peores vinos en Madrid… —Dije y bebí un poco más.
—Os pediré otra cosa.
—Sentaos. —Le dije, tirando de su jubón cuando hizo el amago de levantarse. Él se dejó caer de nuevo en el asiento y se volvió en mi dirección, con expresión plácida y sorprendida. Pasó un brazo por encima de mis hombros y me recogió en un gesto de fraternidad.
—Quitaos ese sombrero, apenas puedo veros la cara. —Murmuró, alzando el sombrero y dejándolo a un lado de la mesa. Yo miré alrededor pero apenas había nadie. Solo algún parroquiano ebrio, tumbado sobre la mesa. Yo alcé un poco la visera del suyo para descubrirle los ojos, que me miraron radiantes.
—Decidme… ¿Ya habéis consumado vuestro matrimonio, conde…?
Me soltó, arrugando la nariz y con su brazo me apartó, murmurando algo por lo bajo. Yo reí y me serví un poco más de vino. El sonido del líquido al caer ahogó sus murmullos.
—Ni si quiera vuestro padre había tenido el valor de obligarme a desposarme.
—Yo no soy mi padre, aunque os empeñéis en creer que nos mueven los mismos astros.
—Son demonios, no astros, los que os mueven.
Sonreí, pero él se inclinó sobre la mesa, poniendo los brazos en ella y entrelazando las manos. Me miró por encima de su hombro con el ceño fruncido.
—¿Por qué creéis que no lo hizo?
—Porque consideró que ninguna mujer se merecía pasar por el calvario de ser mi esposa. —Meditó unos segundos, mirando a la nada—. Tal vez hayáis encontrado vos a la mujer más adecuada para mí. La única que se merecería ese destino.
—¿Ella colaboró contra mi padre? —Le pregunté, porque sabía la respuesta. Él asintió y yo asentí a la vez.
—Estoy seguro.
—Bueno… —Alcé la mano y el quité el sombrero. Él estuvo a punto de protestar pero hundí mis dedos en su cabello, y como por arte de magia todo su cuerpo se relajó y bajó los hombros, para alzar su coronilla en dirección a mis dedos. Su cabello, oscuro y suave, se entrelazaba en mis dedos como la seda. Su olor quedaría impregnado en mis uñas, y mi perfume en sus cabellos. Soltó un suspiro que me dejó aturdida. Tal vez fuera el vino.
—Me controláis, como a un muñeco. —Murmuró, o más bien suspiró, con la frente apoyada en puño que formaban sus manos unidas. Parecía que oraba.
—No haríais nada que no quisierais hacer. —Le dije y él rió. Agarré sus cabellos con mi mano, lo que le provocó un espasmo. Me miró desde la distancia, por el rabillo del ojo, con excitación e impaciencia por ver qué estaba por ocurrir.
Le solté, sin embargo y rodeé su nuca con mis manos. Después tiré del cuello de su camisa para que se incorporase de nuevo y siguió mi fuerza sin resistirse. Pero cuando estuvo a mi altura y a mi lado, me resultó francamente intimidante con su mirada puesta en mí, sin vergüenza y con intenciones que sé que podría contener, pero que no deseaba que lo hiciera.
—Me parece que os habéis pasado con el vino, mi señora… —Murmuró, muy cerca de mí, tirando de los botones de mi jubón para acercarme a él. Los primeros botones se soltaron, y el sonido me produjo un susto. Él se rió de mi espasmo y acabó por alejar su mano de mi pecho. La llevó sin embargo a la copa de vino, pero antes de que la posase sobre sus labios, la sostuve y aún con su mano en ella, bebí. Él disfrutó de darme de beber, y lo hizo delicadamente.
—Ciertamente es un vino horrible.
—Lo es. —Dijo, pero un segundo después me miró con picardía y sonrió como un diablillo—. Tal vez en vuestros labios se haya vuelto más dulce.
Muy en el fondo sabía que solo estaba jugando conmigo. Que en verdad no se atrevería a consumar un beso. Disfrutaba de la sensación de poder y control que le otorgaba el poder avergonzarme, o incluso el arrastrarme a su fantástico mundo erótico y delirante. Se reiría de mí si me negaba, y se reiría de mí si accedía. Todo era control. Y poder.
—No os atreveríais a besarme. —Advertí, y él dio un respingo. Si deseaba tener el control, era todo suyo.
—No soy un mozalbete. —Dijo, ofendido.
—No he dicho que lo seáis, sino que no os atreveríais a besar a vuestra reina, incluso si yo os lo permitiera.
—¿Me lo permitís?
Reí. No pensaba darle una respuesta. Pero él rió también y negó con el rostro, deshaciéndose de esas perniciosas ideas. Volvió a hincar los codos en la mesa y yo me mordí el carrillo.
—¿Este sitio tiene habitaciones?
—¿Habitaciones? —Preguntó, volviendo el rostro con susto—. No, no tiene habitaciones.
—Vamos. —Dije, levantándome y poniendo un par de monedas de plata en la mesa. Apenas pude distinguir si eran plata u oro con la poca luz que había—. Llévame a un sitio donde haya alguna alcoba.
—¿Para qué? —Preguntó, aún inclinado sobre la mesa, mirando cómo me levantaba y me ponía la capa sobre los hombros—. No juguéis conmigo, alteza. Os llevaré de nuevo a palacio si…
—Vamos. —Musité, con un tono más dulce—. Vamos, Juan…
Y tirando de la manga de su jubón, acabó por levantarse.
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*Poema: (Soneto satírico nº 366, pag 457 [Soneto completo] “Poesía impresa completa” (1990) Conde de Villamediana. Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Cátedra, Letras hispanas)
[Para ver el resto de poemas: Anexo: Poemas]
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