UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 63
CAPÍTULO 63 – UNA PEQUEÑA BOHARDILLA
Al principio advertí que Juan caminaba con paso trémulo y confuso, hacia ninguna parte, y en medio de aquella oscuridad, cuando recobraba el sentido gracias al frío tiró de mí hacia el palacio. Pero yo le agarré con fuerza la magna del jubón y tiré de él hacia mí, para que su oído se acercase a mi rostro.
—Si preferís que lo hagamos en palacio…
Aquello terminó por convencerle, y advertí que la idea le desagradaba. O más bien la idea de ser descubiertos. Incluso si todo aquello resultaba ser una provocación o una burla. Me lanzó una mirada propia de un padre que está a punto de reprender a un hijo por haberse pasado con el vino, y en cierto sentido, se avergüenza por su comportamiento, pero no puedo evitar sentirse culpable, por haberme inducido a ese estado.
Presa del juego, o sumándose a la provocación, confiando en que aún me quedase algo de juicio, tiró de mí hasta una lúgubre posada. Estaba abierta de milagro, con una vieja anciana tuerta cuidando la puerta con rostro cetrino. La propia imagen de la muerte, acechando aquellas estancias. Juan dio pocas explicaciones y la vieja no quiso escucharlas. Le pidió una habitación para pasar la noche, y poco extrañada de nuestra indumentaria, nos condujo con una pequeña lamparita de aceite por unas escaleras chirriantes hasta una habitación que más bien parecía un palomar. El techo estaba abohardillado, y un pequeño jergón de paja descansaba en un rincón. No había nada más, ni si quiera un ventanuco por el que asomarse, o un escritorio o una mesita sobre la que descansar la lamparita.
La mujer nos dejó allí después de que Juan, indeciso, le diese un par de monedas. Juro que yo misma estaba espantada, incluso si aquel no era el peor cubil de París. Juan habría yacido en otros mucho peores en Madrid, pero al mirarme y ver mi susto, él mismo se ofendió, mucho más de lo que yo estaba.
—Nos vamos de aquí, este no es lugar para que descanse una reina… —Murmuró, contrariado, agarrándome del codo y tirando de mí hacia la puerta, después de recuperarse del susto. Pero yo lo retuve allí dentro y él luchaba entre su agarre y el mío.
—¿Acaso se necesita algo más?
—Seguro que hay pulgas y cinches por todo el jergón. —Dijo él, mientras arrugaba la nariz, mirando por encima de mi hombro, pero yo lo contuve a mi lado.
—¿Qué importa…?
Me sujetó con fuerza por los brazos y me alejó un palmo de él, inmovilizada por su agarre.
—No queréis hacer esto, alteza. No pretendáis embaucarme, o provocarme. —Hablaba muy enserio, pero con un tono de preocupación, propio de quien sostiene un discurso del que no está muy convencido—. No pienso hacerme responsable de las consecuencias. No soy de esos, y lo sabéis. Confío en que vos siempre sabéis qué es lo correcto, y que corregiréis mis pasos…
—Corregiré vuestros pasos… —Murmuré mientras alzaba una mano hacia los botones de su jubón.
Le desabotoné los tres primeros y también desaté la cuerda que sujetaba su capa. Cayó al suelo con una pesadez que nos sorprendió a los dos. Él no se movió un ápice, alteando su mirada entre mis manos y mi rostro. La fuerza que sus manos ejercían sobre mis brazos irradiaba un calor y un nerviosismo que me ponía el bello de punta. Sus nudillos brillaban con la luz de la vela, y parpadeaba esta con excitación.
Quité mi sombrero, y también me deshice de mi capa, con lo que él retiró sus manos sobre mí, al fin, y me contempló desde aquella corta distancia con el brillo que poco a poco nacía en su mirada. Una luminosidad que hubiera esperado que fuera maquiavélica y aterradora, pero que era dulce y candorosa. Como la del poeta que desentraña los versos que acaba de pronunciar con mirada meditabunda.
No fue hasta que no quité su jubón y expuse su camisa blanca, que no sentí verdadero miedo. A que él no quisiese continuar con aquello, que todo hubieran sido provocaciones vanas, y que aquel momento supusiese un verdadero trago para él. Pensar que le estaba obligando a algo semejante hacía que mi alma se quebrase por momentos. El peor instante fue cuando me imaginé que decenas de prostitutas le habrían conducido como yo estaba haciendo a un jergón poco mejor que aquél, mujeres mucho más hermosas y duchas en el arte del amor. ¿Tendría de verdad los arrestos para rechazarme, si habíamos llegado a hasta allí?
—Besadme, vuestra reina os lo permite…
—¿Me lo ordena? —Preguntó, saliendo de su ensoñación. Cogió mis manos por las muñecas y se las quitó de encima, como si le estuviesen quemando. Mi mirada empezaba a enturbiarse.
—No tenéis por costumbre obedecer a mis órdenes, así que, ¿qué más os da?
—Me mataréis... —Aseguró, en tono enfadado.
Condujo una de mis palmas a sus labios, y sus ojos enmarcados sobre mis dedos me atravesaron con una mirada cargada de profundidad. Sus labios eran suaves, y cuando me besaron cerró sus ojos. Su bigote hizo cosquillas en mis falanges y cuando separó sus labios de mis dedos, sonreía, con una expresión pérfida y maliciosa. Eso me dio un vuelco el corazón.
Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, había asido su cuello y me había acercado a él hasta que sus labios rozaron con los míos en un beso dulce y sutil, que con el paso de los segundos se fue intensificando hasta que su lengua, más ávida que la mía, se colaba en mi boca haciéndome jadear. Me sujetó por la nuca, y me atajo a él, y con otra de sus manos asió mi cintura, apretando con sus dedos la tela de mi jubón, ansioso.
El sabor de su boca era el mismo que el mío, un cálido vino cítrico y picante. Su olor me resultaba tan familiar que era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera que ahora se colaría por cada poro de mi piel hasta formar parte de mí, aunque fuera por un rato. Rodeé su cintura con una de mis manos y lo atraje a mí, y jamás imaginé que otro cuerpo pudiera ceñirse tan bien al mío, como si hubiéramos sido forjados bajo el mismo molde. Sus manos buscaron mi cuerpo tanto como las mías el suyo y en nuestra sed del otro nos reconocimos. Hubiera jurado que no era la primera vez que aquello nos sucedía, y sin embargo todo pasaba como cegados por una neblina.
Se separó de mí para aventurarse a quitarme los botones del jubón pero se detuvo cuando atisbó mi sonrisa. Ver de nuevo mi rostro pareció devolverlo a la realidad y su recato y su decoro volvieron, casi instintivamente. Pero solo fue por unos segundos. Cundo yo le ayudé con los botones, volvió a su tarea, entregado por completo. Pero desde que descubriera mi camisa, y la piel perlada de sudor que se trasparentaba en ella, sus manos actuaron con cuidado angelical.
Me quité la camisa, levantándola por encima de mi cabeza, y descubrí mi pecho vendado, lo que el produjo una carcajada. Con sus manos cubrió la piel expuesta, como queriendo infundirle calor o protección, pero yo estaba algo turbada. Le quite también su camisa, y cuando se deshacía de ella, yo ya me había sentado en el colchón, y me sacaba las botas de los pies. Cuando miré en su dirección, avanzó hacia mí pero se mantuvo allí de pie, mirándome como una pequeña presa que fácilmente podría quebrar en sus fauces. Cargué mi pecho con aire, y evité la vergüenza que se empeñaba en ruborizar mis mejillas, y me deshice de la segunda bota, intentando ignorar su mirada penetrante.
Cuando advertí que no se movería, y que se complacía en verme, me recliné sobre la cama y me apoyé sobre mis codos.
—¿Teméis a la muerte, conde? —Le pregunté, advirtiendo sus pensamientos.
—Os temo más a vos…
—Yo no soy la muerte.
Sonrió, escéptico.
—Lo seréis. Seréis mi muerte si alguien nos descubriera… —Pareció dudar—. Pero temo más no saber complacer a una reina.
Me hizo reír y le miré con candor.
—No temáis por eso. —Alcé mi mano buscando su compañía y él acabó por inclinarse. Hincó la rodilla en el suelo y sus manos se condujeron a una de mis piernas. Me apretó el muslo y sostuvo mi tobillo. Sus dedos se ceñían sobre mi piel a través de las medias. La vela que parpadeaba nos llenaba de sombras y de cálidas caricias de luz anaranjada. Su rostro se inclinó y permaneció en tinieblas mientras besaba mi rodilla, y después la cara interna del muslo. Mis dedos se internaron en su sien y acaricié sus cabellos, y su oreja.
Un escalofrío me acometió y sentí que se lo transmitía. Alzó la mirada para observarme y se abalanzó hasta hacerme tumbar por completo en el jergón. Volvió a besarme con apasionada codicia. Podía sentir mis pezones duros a través de las vendas, igual que apretaba su entrepierna contra la mía, con una fricción descontrolada. Alzándome por la cadera se deshizo de mis pantalones, dejándome expuesta a él. Me ruborizaba por momentos pero eso parecía devolverle el carácter y la vitalidad.
Volvieron a acometerme los temblores cuando acarició con sus dedos mi entrepierna, sus yemas estaban frías y sus manos dudaban. Estaba tan atontado como yo y sin embargo le había dejado toda la carga del acto. Me penetraba con un par de dedos que comenzaban poco a poco a tomar la temperatura de mi cuerpo. Suspiraba y murmuraba con el ceño fruncido mientras me acariciaba desde dentro. Parecía revivir un sueño, o una pesadilla. Me miraba como si estuviese a punto de desaparecer, o todo alrededor pudiera desvanecerse, junto con nosotros. Hubiera dado lo que fuera por acercar la lamparita a nosotros y poder iluminar con ella sus ojos, y asegurarme de que las sombras no ocultaban una mueca de culpabilidad o repulsión.
Con su mano libre acariciaba mi mejilla, y mi hombro. Besó mi piel allí donde habían tocado sus yemas y hundía su nariz en las curvas de mis clavículas. Cuando mordió la piel de mi brazo me hizo soltar un quejido que le sacó una sonrisa. Yo, que había estado rodeando su espalda con mis brazos, le golpeé el pecho, haciéndole retroceder. Pero volví a acercarle a mí cuando sentí que el frío aire se colaba entre nosotros, y la calidez de nuestros alientos se desvanecía. Qué hermoso era, justo antes de cada beso. Y cuando me miraba. Y cuando me apartaba la mirada, con aire dubitativo. Con su cabeza llena de pensamientos. El perfil de su nariz recortado en la sombras, la sonrisa que de vez en cuando asomaba entre sus labios. Si me hubiera fulminado con una de sus miradas diabólicas no me habría sentido más asustada que con aquella dulce expresión de complacencia. Dios sabe que lo quería todo para mí, cada pequeña parte de él, por separado o en conjunto. Era perfecto, y por un momento era todo mío.
Cuando me penetró sentí un ardor y un dolor propios de la falta de costumbre, y del proceso de recuperación de un terrible parto. Pero fue cuidadoso, y enrollando mis piernas alrededor de su cintura él se dejó mecer por mi abrazo. Recordaría su olor de por vida, un intenso aroma a vino, sudor, humedad, madera quemada, y flores de azahar. Y jazmín. El jazmín era mío, era mi perfume. Pero se había acabado impregnando en él. Tanto como su aroma en mí.
Recordé aquel día en que lo sorprendí en el burdel de Madrid, vertiendo vino especiado sobre el coño de una prostituta. Parecía divertido y entregado, pero perjudicados los sentidos y en perniciosas compañías. ¿Aquel candor y su cuidado eran propios de él, o era una forma de complacer a una reina? Mi mente se llenaba de dudas y de complejos a medida que pasaban los minutos, pero incluso en el más profundo de los desconsuelos, volver la mirada a él, me reconfortaba. Estaba entregada a su voluntad, y parecía saberlo. Aunque no se arriesgaría a hacerme rabiar.
Su mano comenzó a acariciar mi vulva y los miembros se me contraían con espasmos placenteros. Los cosquilleos comenzaron en mi espalda, y se distribuyeron por todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos de los pies. No sabía cómo poner mis caderas, o cómo moverme para conseguir que su mano no cesase, y prolongase aquel cosquilleo que embotaba mis sentidos. Él mismo parecía cerca del clímax y pretendía prolongarlo, deteniéndose en sus embestidas y concentrándose en acariciarme y estrujarme con sus dedos. Salió de mí, y metió tres de sus dedos dentro, aumentando su ritmo hasta hacerme gemir. Oculté mi rostro en su cuello y mordí mis labios para acallar aquellos murmullos. Parecía complacido de tenerme tan completamente entregada, pero yo ya había dejado de pensar y sentir. Solo podía dejare llevar hasta el clímax, y durante aquellos segundos sentí como mi cuerpo se ablandaba y se deshacía como una nube de vapor. Y no fue hasta que el sentido regresó, que no volvía a mí el peso de mi propio cuerpo y con ello la pesadez del sopor y el cansancio. Sentí mi frente perlada de sudor y mi entrepierna muy húmeda. Él se había corrido entre mis piernas, sobre uno de los muslos. Me miraba desde la distancia, en que su rostro se encontraba, apoyado sobre mi pecho.
—Me matarán por esto… —Murmuró, con ojos llenos de susto, pero con una sonrisa cómplice.
Yo suspiré y dejé caer mi cabeza sobre el jergón. Se incorporó sobre mí, y me miró desde la altura con una mueca de pasmo.
—Pero no se me ocurre condena más fútil por un pecado tan dulce… por una falla tan grande.
Con sus dedos, húmedos y embotados, tiró de las vendas que cubrían mi pecho y lo dejó al descubierto.
—Mientras me cuelgan, pensaré en el sabor de vuestros labios. Pensaré que la soga son vuestros brazos…
Yo me incorporé y le empujé a un lado, inclinándome después sobre él y posando mi mano en su pecho, en tono amenazante.
—No penséis en la muerte mientras estéis conmigo. —Le señalé—. No os lo permito.
—No puedo evitarlo… soy un poeta.
Besó mis pechos, como un amante agradecido, o un niño reconfortado. Quería que sus besos se hundiesen hasta mis entrañas, que la calidez de sus labios acunase mi corazón, y calmase todos los dolores que había padecido. Y por un momento, en aquella pequeña, estrecha y oscura habitación, habíamos creado un mundo propio, solo para los dos, donde nuestro recuerdo se refugiaría en los peores momentos.
Exhausto, tanto como yo, se quedó con la mejilla apoyada sobre mi pecho y me rodeó con sus brazos. Si le hubiera dejado, y lo deseaba, Se habría quedado dormido allí, y yo con él. Pero yo me debatía en mi interior conmigo misma.
—Prometedme que me guardaréis el mismo respeto y la misma devoción, que habéis profesado por mí hasta ahora.
Murmuré, esperando que no me hubiese oído, presa del sueño.
—Nunca antes os había adorado más. —Dijo, con tono severo—. Sois la luna descendiendo como una diosa hasta la tierra. Un sueño. Cuando despierte mañana todo habrá sido un delirio, de mi atormentada mente.
Y con aquellas palabras nos dejamos vencer por el sopor.
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Cuando despertamos estábamos acurrucados bajo nuestras capas. Me había despertado el frío, que se colaba por las rendijas de las paredes. Desperté en sus brazos, aterida de frío y con el cuerpo pesado y la mente embotada. Aún no había amanecido pero antes de que cantasen las golondrinas ya nos habíamos vestido y caminábamos aprisa por las calles de París hasta el palacio. Apenas cruzamos un par de palabras desde que abrimos los ojos, más preocupados por pasar desapercibidos en nuestro regreso. Nos colamos por las caballerizas y accedimos a los pasadizos. Allí dentro él me dejó en el corredor que daba a mi dormitorio y besó el dorso de mi mano con candor. No contento con ello, su mano se dirigió a mi cuello y preparada para evitar un beso, él me sorprendió con un cálido abrazo que consiguió recomponer mi estado de ánimo. Agarré con fuerza la ropa que cubría su hombro y hundí mi nariz en el cuero y la seda. Su olor me acompañaría el resto del día, y aquello encendió en mí una llamita de esperanza.
Entré al gabinete con pasos silenciosos y me sorprendió un ligero amanecer que comenzaba a colarse por las rendijas de las ventanas. Los pasos de mis botas eran suficientemente silenciosos como para no despertar a nadie pero cuando entré en el tocador y descubrí la cama de Manuela vacía, me sobresalté. La hallé en mi dormitorio, de brazos cruzados y la expresión seria y ofendida de quien ha sido engañada. Me esperaba una severa reprimenda, no solo por salir de palacio en mi estado, sino por haberla drogado y haber pasado la noche fuera. Yo me deshice del sombrero con un suspiro, indicándole que no deseaba reproches a aquellas horas, pero no pareció entenderlo.
—Volvéis a las andadas. —Dijo ella, con los brazos en jarra—. Estabais tardando en fugaros con el conde por ahí. Pensé que alejaros de Madrid os habría borrado esas malas costumbres, pero veo que el hábito es más fuerte que el remedio.
—No me sermonees te lo ruego. Manuela…
—¿Debo recordaros a caso que es mi marido? No quiero tener que escuchar ningún tipo de chismorreo por ahí, si os llegan a descubrir…
Me deshice del jubón y de la gorguera, tirándolos sobre la cama. Me aventuré a quietarme la camisa delante de ella, cosa que hice sin pensar, y solo logré dejarla en un estado de estupor que me dejó sobrecogida. Al mirarla, descubrí que ya era tarde para cubrirme. Me limité a bajar la mirada y a deshacerme de los pantalones, las botas y las medias.
—Prepárame un baño, Manuela…
—Dios santo… Pero, ¿qué habéis hecho, señora…?
Se lamentó, mientras salía del dormitorio.
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