UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 61

CAPÍTULO 61 – VISITAS A LA ENFERMA

 

Los días que siguieron a aquel aborto fueron, con diferencia, los peores de mi vida. Los primeros fueron dolorosos y febriles. Tengo grabado el recuerdo del olor de aquellos bebedizos que me traía el médico, seguro que aconsejado del boticario de la reina madre, y el calor que me imbuían en el cuerpo. El olor de los inciensos, de las sábanas limpias. De aquellas compresas manchadas de sangre que Manuela me cambiaba a cada hora. Las contundentes comidas que se empeñaron en hacerme tragar para recuperar las fuerzas, y aunque poco a poco los dores se disolvían con los medicamentos y el reposo, mi ánimo se había evaporado. Había salido de mí desde el momento del parto y no lograba encontrar el carácter para recomponer mi alma.

A los dos o tres días, no lo recuerdo bien, ya pude caminar y me llevaron, medio drogada, a la capilla de palacio, donde dimos el último adiós a mi hijo y se lo llevaron al cementerio para darle sepultura. Lo habían llamado Carlos. No me desagradaba aquel nombre aunque nunca se me hubiera ocurrido. Era el nombre de mi abuelo, y el de uno de los antepasados de mi marido. También el del hermano fallecido de mi esposo. Puede que se le ocurriese a él. No lo sé. Hice acto de presencia como un fantasma que vaga por el castillo. Me llevaron del brazo y de vuelta al dormitorio. Los dolores no eran muy fuertes pero me costaba caminar sin que me temblasen las rodillas, y mantener la mente clara y despejada. A media misa opté por no resistirme y me dejé llevar por esa sensación de levedad.

Juan había estado todo el tiempo sujetándome el brazo y el rey apenas me dirigió la mirada. Supuse que aún estaba enfadado conmigo, puede que no se le pasase en mucho tiempo. Y temía el día en que el médico le diese permiso para volver a compartir mi cama, pues si llegaba ese momento sin que hubiésemos hablado, y hecho las paces, puede que fuese una experiencia dura y fría para ambos.

De nuevo en el dormitorio Juan se quedó en el gabinete, como se había acostumbrado a hacer desde el aborto. No salía de mis aposentos desde aquel día, y Manuela se había acabado acostumbrando a su presencia allí como la de un perro guardián que custodia el palacio de su señora. A veces se quedaba simplemente allí sentado, en algún butacón, de espaldas a la puerta de mi dormitorio, mirando a la nada, tal vez descansando la vista de mi presencia. Manuela le alentaba a comer, pues también había perdido el apetito. Solía escucharlos hablar cuando entre sueño y sueño, me desvelaba.

—Si os ve que no coméis, tomará vuestro ejemplo.

—Es tuya la tarea de hacer que coma. No mía.

—Se dejaría morir si os ve con el ánimo tan caído, os lo ruego.

La voz de Manuela había adquirido un carácter casi maternal. Cuánto eché de menos a mi madre aquellos días. Ella habría podido comprenderme.

El sonido de una puerta terminó aquella conversación. Entró François. No lo veía desde aquella habitación pero sabía que era él desde el momento en que sus pasos avanzaban. El sonido de sus botas era inconfundible. Y su voz ahogada por la máscara lo era aún más. Manuela le dio la bienvenida. Y Juan se levantó de donde estaba sentado. Hablaron unos minutos antes de que le dejasen pasar a verme.

Al verlo aparecer por la puerta me acordé de una vez, en donde siendo muy pequeña, enfermé de gripe y durante los días de mi convalecencia, muchos se pasaron a visitarme, con palabras dulces y agradables… “¿Cómo está la enferma…?” Esperaba que él me preguntase aquello, asomado como estaba a la puerta, pero se limitó a lanzarme una mirada de tristeza me preguntó si le concedía permiso para entrar.

—Pasad, un poco de compañía me vendrá bien. —Dije, mientras me incorporaba en la cama y él se lamentaba.

—No os mováis, descansad. No quiero ser una molestia.

—No lo sois.

—Os he visto en la capilla. —Murmuró, mientras se acercaba a la cama. Y al contrario de lo que imaginé que haría, se arrodilló a mi vera, hincando una rodilla en el suelo alfombrado y con sus manos cogió una de las mías. Por serte Juan y Manuela se habían quedado en el gabinete y no presenciaban aquello. Habría tenido a Juan de morros toda la tarde—. No he podido dejar de miraros. Os veíais tan abatida…


—Estoy abatida. Pero por suerte me recupero. Y podré darle otros hijos al rey muy pronto.

—Eso espero… —Murmuró e inclinó su cabeza sobre mis manos, apoyando su frente en mis nudillos—. Después de perder a mi hermana en un tace similar, pensé que os perdía a vos también.

—Lamento lo de vuestra hermana. He pensado en ella a menudo. Creo sinceramente que su alma me ha protegido. —Mentí, para intentar consolarle. Él asintió con fervor.

—También yo lo creo. —Alzó la cabeza y me miró, con ese ojo frío y cortante—. ¿Cómo os encontráis ahora? Tenéis mejor color que esta mañana.

—El paseo me ha fatigado. Pero ahora estoy mucho mejor. Recién he tomado un caldo caliente y mis medicinas. Como has visto, ni Manuela ni Juan me dejan a solas. Así que estoy bien resguardada aquí.

—Ahora que mis padres se han instalado y he vuelto a palacio, me encantaría venir a visitaros siempre que lo deseéis. Cada día si lo queréis así. Para que no os aburráis podemos jugar una partida de ajedrez, o…

Mientras hablaba con aquel tono jovial, como cuando se intenta convencer a un niño de que no se ha raspado las rodillas en una mala caída, me preguntaba si pensaba en su hermana al verme. Si proyectaba en mí ese anhelo que sentía por Joseline, y su impotencia por no haberla podido salvar. Tal vez había sido el espíritu de su hermana la que me había provocado el aborto.

—Traed el tablero. —Le dije, haciéndole dar un respingo—. Juguemos un rato, si os parece, a las damas.

Asintió con una sonrisa y salió al gabinete. Manuela le dio el tablero y regresó, precedido de Manuela que se alegraba de verme con algo de ánimo. Pero solo era culpabilidad y pena. Trajo consigo también un poco de vino para el general y agua fresca para mí. Apoyado en el colchón, dispuso el tablero y colocó las piezas. Se quedó con las de color caoba y puso ante mí las de tono crema. Esperó a que comenzase y me miraba con gesto jovial.

Inicié la partida y él continuó, pero parecía más interesado en complacerme que en jugar. Estaba segura de que se las apañaría para dejarme ganar incluso si yo no era muy buena con el juego. Se lamentó cuando perdió dos fichas pero yo fruncí el ceño.

—No me tratéis como a una niña.

—Disculpadme. —Dijo riéndose.

A mitad de partida, no pude aguantarme más las ganas de preguntarle por el rey. Si habría hablado con él, si le habría dicho al respecto de mi aborto. Pero él meneó la cabeza, con gesto alicaído.

—Hemos hablado únicamente antes de la misa. Le he dado mi pésame, y él ha asentido. Le he preguntado como estabais, y me ha dicho que convaleciente. Cuando le he preguntado por su estado de ánimo, respecto a la situación, pareció mucho más resignado de lo que esperaba. “Ya es el segundo hijo que me arrebata Dios. Empiezo a pensar que terminará conmigo esta dinastía”. He intentado alentarle, diciéndole que era normal que las mujeres a veces… que sus embarazos… no lleguen a buen término. Pero parecía convencido.

—Es normal que se aflija. —Dije, al mismo tiempo me pasé la mano por la frente—. Pero desearía que compartiese sus tribulaciones conmigo. No parece que quiera verme…

—Vendrá a veros, cuando se le pase el disgusto. Si quisierais que hablase con él… —Se ofreció pero sabía que no tenía ninguna gana de relacionarse con el rey. Desde la muerte de su hermana parecía haber desarrollado una aversión hacia él, aunque irracional.

—No es necesario. —Dije—. Lo buscaré yo cuando me sienta con fuerzas para enfrentarlo.

—Puedo hacerle llegar el recado. Vendrá si sabe que deseáis hablar con el…

—No lo creo. —Dije, con una sonrisa—. Haría justo lo contrario.

Rió. Y asintió con candor.

—Lo conocéis bien, para el poco tiempo que lleváis juntos…

—Creo que nos parecemos lo suficiente. —Suspiré—. Yo no atendería un llamado así.

Cuando la partida estaba a punto de terminar, Manuela irrumpió en la habitación con una infusión de manzanilla que impregnó su olor en toda la estancia. Observó el juego desde la distancia y me miró con una sonrisa pícara.

—¿Os está dejando ganar, alteza?

—Eso creo.

—No es cierto. —Murmuró François, con tono autoritario. Pero Manuela se rió.

—Pocas veces me ha ganado a mí en una partida. Dudo que a un estratega militar pueda ganarle.

—Tampoco yo soy muy diestro con las damas.

Manuela rió y me miró, encogiéndose de hombros.

—¿Con las damas? Seguro que más de una besa el suelo que pisáis. —Dijo ella con aire juguetón pero él no entendió la réplica así que se quedó mirándola con el ceño algo fruncido. Yo sonreí, y entonces me miró a mí con pasmo.

—Disculpadla. Sus bromas nunca son muy buenas.

—Terminad la partida. —Le apremió ella—. La reina tiene que tomarse la infusión y descansar. Ha tenido un día difícil.

Aquellas palabras me devolvieron a la realidad. Habíamos enterrado a mi hijo aquella mañana. Me dejé caer sobre los almohadones y el general me miró apenado. Recogió las fichas del tablero, me estrechó la mano con la suya, aprisionándome los dedos con los suyos, enguantados, y me lanzó una mirada llena de constricción. Hubiera deseado que plantase sus labios sobre mi frente y me dijese que todo estaría bien. Incluso si eran los fríos labios de la máscara. Pero se contuvo. Y yo no se lo pedí.

—Descansad. Vendrán días mejores, alteza. Os lo prometo.

—Bien. —Murmuré—. Os creo.

Pasado más de una semana desde el parto aún no me atrevía a salir de palacio. Me había dado largos paseos por los pasillos hasta la biblioteca, hasta la camara de la reina madre donde me había hecho compañía con frías miradas de decepción, y de vez en cuando bajaba hasta el establo y miraba a los caballos. Me sentía reconfortada en aquella extraña compañía animal, donde nadie parecía disgustado o entristecido. Cuando me cruzaba con el personal o personajes de la corte, todos me recibían con sonrisas apenadas y palabras de consuelo. Salir habría supuesto tener que mostrar apariencia de normalidad, cosa que no se veía con fuerza para aparentar, y tener que aguantar las conversaciones más estúpidas. “Se os ve mejor” “Pronto le daréis un nuevo hijo al rey” “Son cosas que pasan…” Empezaba a cansarme de todas aquellas palabras de resignación y consuelo. La idea de Enrique comenzaba a parecerme plausible. Tal vez no podría darle hijos, tal vez su familia moriría con él, y conmigo. Y eso era lo peor. Detrás de todas aquellas expresiones de tristeza y comprensión, muy en el fondo, había desconsuelo y decepción. Todos me culpaban de lo que había ocurrido.

Había oído murmullos, incluso si Manuela o Juan habían intentado protegerme de ellos. Sabía que algunos pensaban que una mujer, sobre todo gestando un heredero, no debía involucrarse en temas bélicos. Acusaban a mi carácter de haber perdido el bebé. También a mi implicación en la guerra. Muchos aseguraban que de haberme quedado en cama desde el comienzo del embarazado, y haberme mantenido ajena a todo el tema político, habría salvado al bebé. Otros los achacaban a prácticas esotéricas españolas que supuestamente yo practicaba. Llegué a oír incluso que había sido causa de algún veneno que hubiese ingerido, a voluntad o sin ella. No podía evitar que todo aquello me calase hondo. También yo lo pensaba. Lo pensé en el primer momento y también lo pensé durante días. Incluso cuando ya no había remedio. Desde el primer dolor. Supe que había sido culpa mía. Por mis malos hábitos, mi falta de sueño y mis licores de frutas. Por mis preocupaciones, y por mis malos actos, que habían emponzoñado mi conciencia. Estaba segura de que la semilla del rey no tenía nada de malo, y tampoco mi vientre. Era mi alma la que estaba envenenada.

Una de aquellas tardes de desconsuelo mandé a Juan para que trajese al rey a mis aposentos. Se presentó con expresión angustiada. Puede que Juan le hubiese puesto una cara de susto o algo por el estilo, porque cuando llegó a mi gabinete lo primero que me preguntó, fue si me encontraba bien. Miré a Juan con pena.

—Sí, alteza, estoy bien. Si no estáis ocupado, deseaba disfrutar de vuestra compañía.

Se quedó en silencio unos segundos, mirando alrededor. Juan se marchó y yo me quedé allí sentada en uno de los sofás, con un librillo sobre el regazo. Tenía un dedeo entre las páginas, y apretaba el libro con fuerza, temiendo que se desembarazase de mí y se fuera. Pero asintió, incómodo y se sentó en una butaca a mi lado. Se dejó caer, apoyando las manos en los reposabrazos y evitó mi mirada durante un rato. Sonreí con pena.

—Como…

Como si hubiese leído mi pensamiento, dijo…

—El médico me ha dicho que aún no puedo dormir con vos.

Me dejó sorprendida y avergonzada. Aparté la mirada con las mejillas ardiendo y él pareció alarmado. Se revolvió incómodo en su asiento y carraspeó.

—Quería que lo supierais…

—Ya lo sé. A mí también me lo ha dicho. Al menos un par de semanas después de…

—Sí. –Dijo, cortándome de nuevo. Asintió, y yo asentí también. Carraspeo de nuevo.

—Solo quería que supierais que siento lo ocurrido…. No hemos tenido tiempo para hablar…

—No hemos hablado, pero no porque no tuviéramos tiempo. No habéis salido apenas de vuestro dormitorio. Y yo no he querido venir a veros.

Eran tan directo que me dejaba sin aliento. Hubiera deseado que se mostrase reservado y complaciente, como todos los demás. Me mordí el interior de los carrillos y él tragó saliva.

—¿Hay algún motivo en concreto…?

—No he tenido ánimo para hacerlo.

—Ya veo…

—¿Hubierais preferido que me quedase con vos? ¿Qué os hiciera compañía?

—Sí, lo hubiera preferido. —Dije, cosa que pareció sorprenderle. Yo fruncí el ceño—. Sois mi compañero de vida. Sois mi esposo, y este hijo también era vuestro. Entiendo el dolor que habéis sentido, pero dudo que halláis podido imaginar el temor por el que yo he pasado. Creí que me iba, con mi madre al cielo. Creí que me llamaba a su lado. Y sentir que estabais decepcionado conmigo y que os había fallado era una losa más sobre mi féretro…

No dijo nada. Se quedó mirando a ninguna parte, pensando en lo que le había dicho. Cuando alzó la mirada no hallé consuelo.

—¿Por qué creéis que ha pasado?

—Ah… —Murmuré, intentando buscar una respuesta—. Son cosas que pasan… sobre todo en los primeros embarazos… el médico…

—Ya. —Cortó él, como si hubiera oído suficiente—. ¿Por qué creéis vos que ha pasado? ¿Qué hemos hecho mal?

—Nada… —Dije, desconsolada. Me levanté, y caminé hasta quedar al borde de su butaca. Me senté en el reposabrazos y puse una mano sobre su coronilla. Él cerró los ojos pero parecía disgustado con aquel gesto, casi maternal—. No hemos hecho nada malo. Son pruebas que la vida dispone. Para que queramos y apreciemos mucho más a los hijos que próximamente vengan. Será hijos fuertes y sanos, como lo somos nosotros dos. Tal vez no era el momento, tal vez hayan sido las preocupaciones de la guerra y… —Alzó la mirada. Esa respuesta le pareció más plausible y suspiró—. Pero ahora estamos en paz, una paz que durará muchos años. Es mejor así. Nuestros hijos nacerán en un país que se reconstruye, que florece y…

Se levantó, dejándome allí sentada. Puso sus manos en jarras y me miró desde la distancia. Parecía contrariado e incómodo.

—Quiero creeros. —Suspiró—. De verdad que lo deseo. Pero es difícil ver como mis hijos se van a la tumba sin ni si quiera tener tiempo de tomar aliento. También pensé que os ibais con él. Y reconozco, muy en el fondo de mí, que lo hubiera preferido.

Aquello me cortó el aliento. Me llevé una mano al vientre pero cuando alzó su mirada e hinchó su pecho, contuve la respiración.

—Para libraros de todo esto. De tener que engendrar más hijos, porque me atemoriza que sean así todos los partos. Que sean así todos mis hijos. Malogrados y muertos.

—No os perdonaré que penséis así de mí. —Murmuré, calmada.

Parecía confuso. Se pasó la mano por la frente y se paseó por la estancia.

—Dormid conmigo, esta noche.

Se volvió en mi dirección, tan rápido como si le hubieran disparado. Me miró con ojos desorbitados y temerosos.

—El médico…

—El médico, solo es un médico. Y yo soy la reina. Dormid conmigo. Solo os pido eso. Tal vez mis temores y los vuestros hallen reposo si nos encontramos de nuevo en el lecho.

Mis palabras le dejaron algo más calmado. Suspiró y me miró con incredulidad. Cuando extendí una mano hacia él, casi instintivamente acercó y entrelazó sus dedos con los míos. Lo acerqué a mí y se dejó abrazar como un muchacho adolescente, incómodo y conmovido.

—Dormiré con vos, pero solo dormir. —Dijo, con media sonrisa—. No me perdonaría si contradijese las recomendaciones del médico

—Bueno… —Murmuré.

Y aunque pasamos la noche juntos, apenas pude dormir. A la hora de que se metiese en la cama me arrepentí de haberle llamado a mi lado. Me sentía culpable de haberle obligado a permanecer en esa situación, y cuando se durmió, aunque durmió plácidamente, no podía dejar de sentirme incómoda a su lado. Era como dormir con un extraño que no deseaba estar ahí, pero que había acabado por quedarse dormido. Yo temía molestarle, moviéndome de un lado a otro en la cama. A veces se desvelaba, me echaba una rápida mirada por encima de hombro para comprobar que todo estuviera bien y se volvía a acostar. Sin embargo, durante toda la noche, estuve cayendo poco a poco en un abismo de desconsuelo.

El delirio se juntó con la angustia y la ansiedad se volvió enfado y odio. Cuando miré a un lado y le vi dándome la espalda con aquella respiración tranquila y pausada, quise empujarle por el borde de la cama y quedarme allí arriba, con los brazos cruzados sobre las mantas. O tirar de ellas hasta destaparlo. Si se hubiera despertado, y se hubiera marchado, habría sido la persona más feliz del continente.

Acabé quedándome dormida apenas comenzaba a despuntar el alba, y desperté unos minutos después, cuando él se incorporaba y se ponía la ropa. Me volví en su dirección, y le observé mientras se calzaba las medias y se abotonaba la blusa. En algún momento debió sentir mi mirada y me escrutó por encima de su hombro. Me sonrió a modo de saludo y yo parpadeé, cubierta hasta la nariz con las mantas.

—¿Habéis dormido bien…?

—No. —Reconocí—. Pero eso no es algo nuevo.

—No, no lo es…

—Vos habéis dormido como un niño.

—Eso sí que es extraño. —Dijo, encogiéndose de hombros y se calzó los zapatos.




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