UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 52

CAPÍTULO 52 – DOS CARDENALES

 

El Papa envió a dos cardenales en su representación, a este cónclave que celebraríamos a principios de octubre. Bajo la amenaza de convertir esta guerra contra el inglés en una guerra santa, dos ministros emprendieron el viaje con la esperanza de apaciguar las aguas y al mismo tiempo informarse de primera mano de lo que estaba sucediendo en verdad en aquellas tierras tan lejanas. La reina madre de Venecia me advirtió de que el Papa no estaba muy contento con aquella invitación mía, con aquella provocación y mucho menos de haber vuelto a la hija contra el padre, pero había comprendido el mensaje.

—Acudí a ver al pontífice y me recibió de muy mala gana. —Me dijo Ginevra Contarini, una de las noches que pasé en sus estancias, hablando hasta altas horas de la madrugada.

—Supongo que no desea que os vean con él en público.

—No es tanto ese el problema. —Dijo con un gesto de la mano, quitándole importancia a las apariencias—. Todo el mundo sabe que soy su hija, es de lo más habitual. Aunque me hace llamar su sobrina, nadie se lo cree. Cuidó de mi madre hasta que falleció hace unos años. Él ya ostentaba la corona papal, pero seguía pagándole el alojamiento, la comida y la ropa, y todos los caprichos que demandase. No crea usted que mi madre era una mujer desagradecida. –Apuntó ella, inclinándose sobre la mesita que nos separaba.

Aunque estábamos jugando a las damas hacía rato que la partida se había detenido a causa de la conversación.

—Y si estoy donde estoy es porque mi padre me dio su apellido y me casó bien, de lo contrario seguiría viviendo con mi madre o habría ingresado en algún convento. Ese era el plan de mi madre, pero mi padre pareció acariciar la idea de disponer de mí como un arma política. Bueno, como lo somos todas las mujeres. ¿No?

—¿Qué se dijo de mi propuesta?

—Le ofendió que no le escribieseis directamente, considerándola a usted una gran dama católica. —Frunció los labios y sonrió, buscando algo parecido a una disculpa de mi parte, pero yo me recliné sobre el respaldo de la silla—. Parecía suspicaz, ante la idea de que me hubieseis metido en medio a mí como forma de llegar a él. Usándome como una intermediaria que ya estaba de vuestra parte.

—¿Lo ha tomado como juego sucio?

—Él lo definió como una alianza entre mujeres contra el mundo… o algo así. —Yo levanté una ceja—. Y creedme que lo dijo con un tono bastante despectivo.

—Ya veo.

—También se sorprendió bastante de vuestra amenaza velada. Los territorios que vuestro padre tiene en nuestra península llevan décadas provocando y suscitando guerras entre los oriundos. El antecesor de mi padre se las vio y se las deseó para traer un periodo de paz con los españoles, ahora vos estáis de nuevo agitando las ascuas de unas batallas que comenzaban a olvidarse. Y no solo eso, sino que además habláis de guerra santa. A mi padre se le pusieron los pelos de punta y estuvo a punto de venir él mismo a cataros las cuarenta.

—La presencia del Papa hubiera supuesto todo un acontecimiento. —Dije sonriendo, pero ella se alarmó al ver que no me lo tomaba en serio.

—Lo digo de verdad. —Suspiró, cruzando sus manos sobre el regazo—. Ganarse la enemistad del Papa puede suponer un golpe duro a cualquier plan. Es como una tempestad en un mar tranquilo. Sin verlo y sin desearlo os puede hundir en las profundidades.

—Eso sí que es una amenaza velada.

—Mi padre hubiera deseado que os dirigierais directamente a él. —Repitió con algo de resiliencia.

—¿Y vos? Parecéis encantada de intervenir.

—Yo os hubiera declarado la guerra si no me hubieseis contactado. —Aseguró, con ojos inquisitoriales. Yo sonreí, bajando el mentón—. Ha enviado al cardenal Antonello, es uno de sus mayores confidentes. Es su mano derecha en asuntos de política exterior, y aseguraría que es también un buen amigo a nivel personal. Ha estado con él muchos años en el poder y confía lealmente en su juicio y capacidades. –Asentí mientras ella llevaba la mano hacia una copa de vino que había sobre la mesa, al lado de una pequeña torreta de fichas blancas—. Es uno de esos hombres únicos, sin ambición y con entrega sincera al trabajo.

—Esos hombres no suelen durar mucho. –Dije con el ceño fruncido.

—Si no fuera por la protección que le ha brindado mi padre estos últimos años, no, no habría sobrevivido. Os lo aseguro.

—Vuestro padre ha enviado también a un cardenal francés, Paulo de la Rochelle…

—¡Ah! Si… —Dijo con desinterés, y bebió vino mientras con un gesto de su mano le restaba importancia—. Un intelectual. Ha sido algunos años secretario del mi padre, pero le pidió la dimisión, para dedicarse a trabajos de investigación.

—¿Qué trabajos?

—Aunque al principio se dedicaba a las labores teológicas, estos últimos años ha redactado varios trabajos de investigación histórica… —Ella volvió a hacer un mohín con la nariz—. Es un mero bibliotecario. Lo ha enviado porque necesitaba una representación francesa dentro de la comitiva. De lo contrario podría levantar ampollas.

—Espero que vengan con intención de colaborar. Ya me conozco yo la labor de los cardenales. —Suspiré—. Vienen, hacen acto de presencia y sin mancharse las manos se van tan rápido como han aparecido.

—Sí, eso es lo que suele pasar. Meter a la iglesia en asuntos políticos, aunque suele ser habitual, a veces sale muy caro.

—¿Sabéis? Mi padre suele decir que cuando yo era pequeña, mi mayor sueño era ingresar en un convento, junto con algunas de mis tías. Una vida tranquila y devota. —Ella sonrió pero yo chasqueé la lengua—. Pero es mentira. No sé de donde se lo sacó. No sé si se lo debió contar alguna de las ayas para complacer sus fervientes creencias religiosas, o si se lo inventase mi hermana y con el tiempo acabó creyendo que fui yo quien lo mencionó. Pero jamás he creído que la vida en un convento sea para mí. Reconozco que es una vida que muchas mujeres preferirían. Pero no yo. Me encuentro mucho más cómoda en grandes salones y en reuniones de estado que en la celda de un convento.

—No creo que sean las reuniones de estado lo que asuste a mujeres de vuestra talla. —Dijo ella con una sonrisa malévola—. Es la sangre. La sangre en la alfombra, la sangre en los tapices. La muerte cobrándose vidas alrededor de uno. –Ella bebió de la copa nuevamente y movió una ficha del tablero, retomando la partida—. O algo aún peor, el no ser capaz de frenarlo. Eso podría enloquecer a cualquiera, os lo aseguro.


Los cardenales llegaron el día cinco, con un carro fastuosos, que se detuvo a la entrada de palacio sorprendiendo a todo el que estaba alrededor. El rey ya estaba esperándolos y yo llegué a tiempo para recibirles a la entrada. El conde no se había presentado y María Manuela me acompañaba con una mirada inquisitiva.

Dos cardenales bajaron del carruaje ataviados con sus ropas de color carmín, y se acercaron poco a poco con paso ceremonial. El rey estaba impaciente por terminar aquel recibimiento y el condestable se acercó a paso rápido hasta la entrada. Me sorprendió y le mire con ojos divertidos.

—¿Venís a sustituir a Juan?

—Conozco en persona al cardenal Antonello, así que no le sentaría bien que sabiéndome en palacio, no saliese a recibirlo.

—¿Es un buen hombre, como me han dicho?

—Íntegro como ninguno.

Los dos hombres que bajaron del carro alzaron la mirada para descubrirnos a las puertas del palacio. El primero, el mayor, tenía unos ojos azules eléctricos y nos miró a los presentes con una expresión jovial y animosa. No era de esos hombres que pasan desapercibidos en una reunión, sus facciones pálidas y angulosas llamarían la atención en cualquier reunión. Afeitado al ras, como si se hubiera afeitado de camino a palacio, con nariz afilada y mirada profunda. Tenía unos labios finos, cuya hendidura del labio superior estaba pronunciada con elegancia. Se acercó poco a poco con paso ágil, intentando no tropezar con sus ropajes sobre los escalones y cuando nos volvió a mirar, toda la seriedad con la que se había recargado, desapareció con una sonrisa de dientes perlados.

El compañero que le precedía era algo más joven, no mucho más. Moreno de cabello ondulado, no muy largo. Lo suficiente como para formar un pequeño bucle sobre su frente. Apenas perceptible pero que con el viento se le había vuelto algo rebelde. Su rostro era más redondeado, algo más moreno de piel y de mirada oscura. Era de expresión dulce e ingenua, y miraba el palacio con ojos de artista, pasando por encima de nosotros sin prestarnos la más mínima atención.

Aquejada de ingenuidad, los confundí pensado que el más joven era el consejero Antonello, y el mayor Paul, el investigador. Pero estaba errada.

—Buenos días, sus majestades. —Dijo el primero en llegar a nuestra altura, el alto y espigado. Con un ademan extendió la mano y el rey besó el añillo que adornaba uno de sus dedos, recibiendo del cardenal una inclinación de cabeza a modo de respeto. Más de cerca pude observar que era rubio,  y que sus dientes no estaban tan bien alienados como me había parecido de lejos, pero seguía teniendo una sonrisa agradable. Cuando se acercó a mí, y me extendió su mano, sus ojos hablaron aparte. Me miró con una sonrisa y con un ademán alegre  y agradecido, pero con el ceño fruncido y la mirada puesta sobre mí, se me clavó como un puñal.

—Su majestad, El cardenal Antonello, consejero del papa. —Dijo el condestable para presentármelo y puede que me quedase algo subyugada a la fiereza de la mirada de aquel hombre. Recogí su mano en la  mía y besé su anillo. Él se inclinó frente a mí y yo imité su gesto, algo innecesario de todo punto.

Entendí por qué el papa lo había escogido como consejero, pues tenía la fiereza y la inteligencia de un felino con la bondad y el criterio de un ángel.

—Es un gusto volver a verle, Pedro. —Le dijo el religioso a mi condestable mientras se alejaron aparte para hablar y adentrarse en el palacio.

El joven cardenal que ya había saludado al rey, se acercó a mí y me miró con ojos de cachorro excitado.

—Alteza, es un placer conocerla. —Extendió su mano y yo sonreí, la besé y rápido inclinó el mentón.

—¿Sois vos el cardenal Paulo?

—Así es mi señora.

—Tengo preparados para usted todos los manuscritos que ha venido a consultar. —Le dije y con un ademán de la mano le invité a pasar dentro de palacio mientras sonreía con candor.

—Eso es muy considerado por su parte. —Murmuró—. Pero si no le importa me gustaría sumergirme por mí mismo en su biblioteca.

Aquella osadía, aunque no fuera de lugar, me dejó algo turbada.

—Por su puesto. —Le miré, y atisbé a ver ingenio y valentía en su mirada—. Nuestra biblioteca no puede compararse a las del pontífice, pero espero que no se pierda entre los manuscritos, los libros y los legajos.

—Me sentiré como un pez dentro del agua, mi señora. No tiene por qué preocuparse.

—El bibliotecario os ayudará en todo lo que necesitéis. Se conoce cada página de cada libro que poseemos. Me ha comentado que estáis trabajando en una investigación sobre las estructuras sociales dentro del sector religioso de la roma del sigo quinto. ¿No es eso?

—La documentación es escasa pero es un reto personal. —Dijo como si aquello no tuviese la menor importancia. Delante de nosotros nos precedían el condestable y el cardenal Antonello. Cuando llegamos a la biblioteca, el rey se despidió y marchó a otros asuntos. El condestable entró en la biblioteca precedido del cardenal y de nosotros dos. Unos ayudantes de los cardenales llegaron con legajos, manuscritos y todo tipo de material de escritura que hubiesen traído. Sobre la mesa central había varias pilas de papeles y legajos y el bibliotecario los recibió con suma galantería.

Antonello me miraba de soslayo como quien no quiere perder de vista a un animal amenazante pero con una sonrisa que comenzaba a crisparme. El investigador apenas si atendió a las palabras de bibliotecario con una mueca de asentimiento y cuando parecía satisfecho, se volvió a mí y nos preguntó si habría algún sitio donde pudiéramos hablar en privado.

Yo le asegure que la biblioteca era el mejor sitio y mandé al muchacho salir y dejarnos a solas.

—¿Cuándo se reunirán las potencias? —Preguntó el joven, volviéndose hacia mí con las manos a la espalda.

—El lunes, su eminencia. Dentro de cuatro días.

—¿Cuándo llegará el inglés?

—El domingo. Si no se retrasa. El conde de Armagnac ha ido ya en su búsqueda.

—¿Y bien? —Preguntó él, directamente. Yo fruncí el ceño.

—¿Y bien qué?

—¿Qué planes tiene, alteza? —De los rollos de papel que trajo consigo, me extendió varios para que los leyese. Eran varios posibles acuerdos que habían redactado. No eran tanto acuerdos con el inglés, sino conmigo. Para que no convocase una guerra santa. Sin embrago en varios de ellos se mencionaba al inglés como partícipe del acuerdo para prometer que no provocaría una escalada en la guerra, y hacerle prometer que no se cometerían crímenes con la religión como excusa. En uno de ellos, concretamente un acuerdo para con el inglés, se le instaba a no implantar la religión protestante en los territorios conquistados. Aquello me parecía escaso e ingenuo. Pero ellos habían venido con la amenaza de una guerra santa, y de eso se estaban protegiendo. Si la frontera de Francia quedaba diez leguas más al norte o más al sur, eso no les importaba.

Como yo no dije nada por un buen rato, el condestable y Antonello siguieron hablando.

—El rey se ha desentendido de todo esto. ¿Tiene algo mejor que hacer o…?

—El rey se está encargando de hacer seguir al conde de Armagnac, para procurar que viene el día acordado y que no ocurre ningún tipo de problema…

—Es una pena que le hayan dejado a ese hombre todo el control del país, es un mezquino. Os lo dije hace años. —Se apoyó en la mesa y se cruzó de brazos, negando con el rostro en una mueca solemne—. Unos meses más y es probable que toda Francia hubiera sucumbido al inglés. Por hombres como ese, se van al traste imperios enteros.

—Yo no le tendría en tan alta estima. —Rió el condestable—. La pasividad del entorno real le ha permitido acampar sus anchas.

—Si la iglesia sabía de sus tejemanejes, ¿por qué no intervino antes? —Pregunté, mirándole con ojos inquisidores. Él sonrió.

—Si la iglesia se tuviera que meter en todos los asuntos reales, no daría abasto. No hay apenas hombres buenos. Ni buenas conductas. ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar cómo los hombres llevan el gobierno de sus países?

Yo fruncí los labios.

—Si uno de esos hombres de la capital…—miró por la ventana—, decidiese quemar su casa, con sus posesiones dentro… ¿Qué haría usted?

—Nada, supongo.

—¿Incluso si la quema con su mujer y sus hijos dentro?

—¿Y qué voy a hacer yo? —Pregunté, molesta por el camino por el que estaba intentando llevar la conversación.

—Ya ve. No se puede socorrer a quien no quiere ser socorrido.

—Por eso estamos aquí. —Dijo el joven Paulo—. Porque nos ha llamado. Nos ha pedido ayuda. Ahora, si este palacio se incendia, no pensamos quedarnos a transportar agua.

—Lo comprendo. —Dije, con un asentimiento y ellos devolvieron el gesto como un punto de equidad.

—La amenaza de una guerra santa no es cualquier cosa. ¿Tiene usted pruebas de que los ingleses han intentado…?

—Sí. —Asentí—. Tengo varios testimonios firmados de nobles a los que hemos pagado el rescate, que han confesado ser castigados por su religión, con varios intentos de conversión. Y han sido testigos de cazas de brujas en los pueblos conquistados. –Miré al condestable que asintió a mis palabras—. También he traído a varios testigos que dicen haber sufrido la caza del inglés. Un hombre al que han quemado a su mujer por dar misas en casa, y el de una anciana, a la que han matado a los hijos y nietos por no querer convertirse.

Los cardenales cruzaron una mirada de sorpresa pero también de escepticismo.

—Y mientras no podamos recuperar las tierras perdidas, no sabremos qué más barbaridades habrán cometido.

—Bien, lo comprendo. —Dijo el mayor con un asentimiento. Tal vez no se esperase aquello y su tono cambió ligeramente a uno algo más comprensivo—. Al Papa le gustará saber que nuestro viaje no habrá sido en vano.

—Bien. —Asentí y di por terminado aquello. Era tarde y tenía otros quehaceres. El condestable se quedaría con ellos, ya tenía instrucciones para que los alojase y preparase nuestra defensa. Pero cuando estuve a punto de salir por la puerta de la biblioteca, Antonello me detuvo.

—¿Y vuestro consejero? No ha venido. —Sonrió de nuevo con esa expresión inquisitorial—. Tenía ganas de conocerlo. Me han hablado mucho de él.

—Mal, imagino.

El cardenal sonrió con mezquindad, e intuí el motivo por el que el conde no se había dignado a aparecer. Juntar a estos dos habría sido como una guerra entre el Arcángel Miguel y Lucifer. Sonreí con desgana.

—Dicen que es uno de esos locos que le prende fuego a la casa, pero a la del vecino, no a la suya propia.

Fruncí los labios. Me sentí herida y enfadada. No había dormido durante días desde que el conde me comunicase la terrible noticia del embarazo de Joseline, y mi humor era susceptible de un enfado precoz. Sonreí a la fuerza y él amplió su sonrisa, sabiendo que me había conseguido provocar.

—Pedro, después de la hora de comer deseo que hablemos en mi gabinete. —Le dije al condestable, ignorando al cardenal—. Es importante.

 


⬅ Capítulo 51                                            Capítulo 53 ➡

⬅ Índice de capítulos


-----------------------------------------

Personajes nuevos:

ANTONELLO: Cardenal y consejero al servicio del Papa, llamado a reunirse con la reina en Francia a petición del pontífice.

PAULO DE LA ROCHELLE: Cardenal y bibliotecario al servicio del Papa, llamado a reunirse con la reina en Francia a petición del pontífice. 


[Para saber más: Anexo: Personajes]

 

Comentarios

Entradas populares