UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 51
CAPÍTULO 51 – DUQUES Y GOBERNADORES
Dos noches después, pasadas las dos de la mañana, nos encontrábamos en un pequeño establo erigido al lado de un camino de paso a la entrada de la ciudad. Camino de paso para comerciantes y viajeros que a primera hora llegaban con sus carros llenos de mercancía. Amanda y yo nos mantuvimos en el interior del carruaje, arropadas con gruesas capas. Ella se había cubierto la cabeza con parte de la tela a modo de capucha pero yo me había hecho con uno de los sombreros de Rodrigo y lo lucía con gusto. El muchacho se había quedado fuera, con el conde, esperando el carruaje que estaba por llegar, con la esposa y la hermana de Federico, gobernador de los países bajos.
Llevábamos esperando más de una hora y el frío comenzaba a sentirse. La humedad que nos rodeaba y el viento que agitaba las copas de los arboles. El sonido de las hojas rodando por el suelo y el crepitar de las ramas le habían puesto los pelos de punta a Amanda que se arrebujaba en el interior de su capa. Cuando el sonido de unas ruedas se comenzó a escuchar en la lejanía, alcancé a sostener el pomo de mi espada y miré afuera, donde el conde y su ayudante desviaban la mirada hacia el final del camino de tierra.
Un carruaje negro apareció por entre las hojas que revoloteaban y levantó una ligera neblina al pasar. Se detuvo unos metros más adelante y los caballos relincharon con inquietud. Hice el amago de salir del carruaje pero Rodrigo me detuvo, sujetando la puerta para que no saliese.
—Quedaos dentro, nosotros nos acercaremos.
—Bien. No tardéis. Es ya muy de noche.
—Bien. —Asintió.
Asomada a medias por la ventanilla atisbé a ver como el conde y su ayudante se acercaban al carro y hablaban con alguien en el interior. Apareció el rostro de un caballero, rubio y de ojos azules cuya blanquecina piel brillaba en aquella melancólica oscuridad. Sus pómulos eran algo angulosos, y el bigote rubios que apenas si se percibía sobe su labio superior bailaba con una suave contoneo al hablar y al sonreír. Hablaban en francés, en un tono bajo casi imperceptible, pero su risa nos llegó hasta donde estábamos y Amanda no pudo evitar asomarse, llena de curiosidad.
—Qué atractivo. —Exclamó ella con pasmo—. ¿Quién es?
—No lo sé, muchacha.
El conde se hizo a un lado sujetando la puerta e hizo bajar al caballero, que fue precedido por dos mujeres más. A ellas si las reconocí. La primera fue Leonor, la hermana de Federico. Y la segunda su esposa. A esta última la tenía más presente en el pensamiento, pues nos habíamos visto por última vez hacia menos de un año, en nuestra boda. A su hermana, más alta, rubia y mayor, la reconocí por una serie de retratos que teníamos en nuestro palacio en Madrid. Era mucho más hermosa de lo que la pintura pudo mostrar y me sorprendí al verla, tanto que casi se me escapa una risa. Era como presenciar un milagro. Conocer a alguien en persona después de haberte formado una imagen durante años tan solo a través de los trazos de una pintura, es como ver transformada en realidad una fantasía infantil.
Tras unas breves palabras se desembarazaron del carro y se acercaron al nuestro. Varios mozos cambiaron el equipaje de carro y los invitados se acercaron a nostras. Para entonces ya no había nadie que me impidiese salir, así que abrí la puerta del carruaje y me asomé al exterior con una sonrisa de bienvenida.
—Suban, por favor. Las damas primero. Esta noche es muy fría.
—No crea que no nos hemos dado cuenta. —Me dijo el caballero que las acompañaba. Iba tan bien vestido como hubiera ido un gran señor, pero con un recato propio de quien no quiere llamar la atención. La esposa del duque de Borgol fue la primera en acomodarse dentro, sentándose a mi lado. Yo la había conducido ahí con una mano sujeta a la suya. Me miró con ojos brillantes y juguetones, con una complicidad infantil de quien se reconoce entre el gentío. Tenía el mismo aspecto que la última vez que nos habíamos visto. Seguía igual de rubicunda y preciosa. Era aún muy joven, apenas contaba por entonces con diecinueve años, a lo sumo, si no recuerdo más. Pero era espigada y de ojos atentos. Su cuñada entró después sentándose frente a ella, a la vera de Amanda, y miró a su cuñada con ojos de satisfacción. Como queriendo decir “al fin hemos llegado”, se había dejado caer sobre el asiento con un suspiro y esbozó una sonrisa al posar sus ojos en mí.
El hombre que las acompañaba fue el siguiente, sentándose al lado de Leonor y mirándola con la felicidad de quien se sienta al lado de una dama hermosa, con regocijo y rubor. El conde fue el último, sentándose al lado de la esposa del gobernador y dio dos golpecitos sobre el exterior de la puerta para que nos pusiésemos en marcha.
Cuando despegué los ojos del conde, atisbé a comprobar que el caballero rubio me estaba analizando con la mirada, una discreta mirada cargada de pasmo y sorpresa. El carro comenzó a moverse y el traqueteo se dejó sentir en todos nosotros. Sonreí en su dirección y el conde hizo las veces de intermediario.
—Mi señora, este es Luuk, duque de Gravante, el esposo de nuestra querida Leonor de Borgol. —Dijo extendiendo su mano a modo de presentación hacia el caballero. El hombre se tocó el sombrero a modo de saludo y yo imité su gesto, dejándole aún más sorprendido.
—¿Acaso aquí la moda es que las mujeres lleven sombrero? —Preguntó Anna mientras me miraba con ojos divertidos, intuyendo el motivo del pasmo de su cuñado.
—Ojalá. —Sonreí— Me temo que esta es una licencia que solo yo me tomo.
—No es corriente ver a mujeres con esa clase de tocados, pero en vos quedan muy bien. –Dijo ella, en un intento de complacerme pero yo sonreí.
—Me parece que vuestro cuñado está más preocupado por la espada que llevo al cinto.
El conde estalló en carcajadas que se contagiaron a Leonor, pero la esposa del gobernador miró de reojo el cinto y encontró el brillo dorado del pomo de la espada asido por mi mano.
—No pretendo juzgaros. —Dijo el caballero—. Pero he venido para acompañar a mi esposa y a la esposa del duque, y me da la impresión de que aquí comienza la parte más peligrosa del camino.
Si aquello pretendía ser un chiste, era muy malo, pensé, pero el conde se desternilló.
—Sí, me temo que no habéis errado.
—Ya tenía ganas de conoceros. —Intervino Leonor con ojos felinos y oscuros. Eran azules, pero de ese azul ultramar que se encuentra en tan pocas ocasiones. En realidad al verla, no pudo evitar recordarme a su hermano. Era rubia, con el perfil andrógino y con una belleza muy norteña. Su expresión pacifica y su sonrisa de dientes bien alineados me recordó inevitablemente al duque, aunque con un par de años añadidos, por algo era la mayor.
—Yo también. Vuestra fama como gobernante y estratega os precede.
—Recibí una esmerada educación de mi padre, como todos mis hermanos. Aunque en nuestra familia han sido los hombres los que han preferido ir a la batalla antes que tener que planearla. Por suerte o por desgracia, mi hermano Federico ha sido la excepción.
—Supe que no estaba muy conforme con su destino, pero que lo ha acatado con diligencia.
—Creo que habría sido más feliz en un convento.
—¿Y quién no? —Dije, con un encogimiento de hombros. Ella asintió comprensiva.
—Será un buen guerrero, pero la sombra de su padre y de su hermano lo tienen taimado. Se ha engrandecido tanto a sus antepasados que le está costando deshacerse de las expectativas y aceptar la realidad tal como viene. Si hubiera decidido quedarse en palacio y gestionar la guerra desde ahí, nadie le habría culpado.
—Veo que teméis por su seguridad.
—No es un mal soldado. —Atinó su esposa—. Pero a veces es demasiado entregado.
—¿Es eso una mala característica en un hombre? –Preguntó el duque de Gravante, mirando más a su esposa que al resto, esperando una contestación jocosa, pero ella frunció los labios con desgana.
El conde de Villahermosa se adelantó a ella.
—A veces las mujeres se cansan si el hombre insiste demasiado. Hay que dejarles su espacio para que puedan reflexionar.
—¿Reflexionar el qué? —Preguntó Anna que miró al conde con sorpresa. Yo rodé los ojos. Tuve que reconducir la conversación, o acabarían perdiéndose en una charla de cortejo y amoríos.
—Vuestro hermano lo hará lo mejor que sepa, como todos nosotros. Aunque las perspectivas cambien y nos toque representar diferentes papeles a última hora, la función debe continuar.
—Si lo decís por vos misma, veo que se os está resistiendo el trono francés. —Dijo Leonor con una mirada pérfida, buscándome las cosquillas o sacándome de mi cátedra de moralidad.
—Tal vez subestimaba las dificultades que suponen reinar en un país extranjero. Pero no creáis que me he dado por vencida. Aunque no lo parezca, intento tener las cosas bajo control.
—No soy nadie para aconsejaros, mi posición no me lo permitiría jamás. —Dijo ella en un tono de fingida humildad—. Pero mi edad me obliga a ello.
—Adelante. –Asentí.
—Es un error muy común entre personas como usted el creerse fuera de la partida. —Aquello me hizo levantar la mirada hasta su semblante y fruncí las cejas con más desconcierto que enfado—. Es fácil caer en el error de creerse dueño de las piezas de ajedrez, y mover peones y alfiles de un lado a otro con total impunidad. —Sonrió, cómplice—. No atino a saber si soy una torre o un mero peón. Pero aquí me tenéis, recorriendo el continente a vuestro llamado.
Esbocé media sonrisa.
—Pero se os olvida que vos también formáis parte de las piezas que se disponen en el tablero. Tenéis un rey a vuestro lado y os habéis rodeado de buenos alfiles y caballos. —Miró al conde una sonrisa galante, este se mantuvo en silencio—. Sois una pieza poderosa pero no olvidéis que también sois mortal, que un pequeño despiste puede costaros, ya no la partida, sino la vida. La partida continuará con o sin vos. Otro peón se proclamará reina, si vos faltáis.
Sus palabras me helaron la sangre, y juraría que me habría puesto en alerta si no considerase a Leonor una fiel aliada. Sus palabras eran una seria advertencia, puede que resentida por la falta de su madre, de su padre y de su hermano, pero también un buen consejo que dolía porque me había devuelto los pies a la tierra. Nadie dijo nada después de aquello y se produjo un tenso silencio en aquel carro. Anna rió para suavizar aquella tensión.
—Creo que somos una torre. —Dijo ella con gracia. Todos la miramos con cándida compasión y ella nos devolvió una sonrisa cándida.
—¿Tú crees? —Le preguntó el duque de Gravante, con ojos divertidos. El conde me lanzó una mirada y yo no supe interpretarla. Pero parecía impaciente por llegar.
Cuando atisbamos el palacio de verano, comenzamos a removernos en nuestros asientos y al llegar a la entrada, un grupo de sirvientes salieron a recibirnos. Eran hombres y mujeres de confianza, seleccionados para la tarea de atender a aquellos tres invitados para todo lo que dispusieran y conservando el secreto de su presencia en aquel palacio. Les garanticé a mis invitados que allí estarían seguros y a salvo, y bien cuidados. Y si necesitaban cualquier cosa, podrían hacerme llegar un mensaje.
Ya en la puerta del palacio, posé una mano sobre el hombro de Amanda y la empujé hacia delante con ternura.
—Ella será mi ojos y mis oídos aquí, todo lo que tengáis que pedirme, o decirme, ella se encargará de hacérmelo llegar. Os la entrego como garantía de que cuidaré de ustedes el tiempo que permanezcáis bajo la corona francesa.
Amanda se puso al lado de Anna y después a su espalda, a modo de traspaso. La duquesa se la quedó mirando con una sonrisa llena de candor. Eran de la misma edad, más o menos si no recuerdo mal, y había cierta complicidad entre ellas.
—Mañana a medio día vendré a pasar el día, y podremos hablar de todo lo que tenemos pendiente.
—Os estaremos esperando, es urgente que nos pongamos al día. Hay muchas cosas de las que me gustaría hablar que no habéis llegado a concretar con mi hermano, y que urge saber.
—¿A qué os referís?
—A como vais a ayudarnos con los ingleses. Es una idea muy bonita la de que después de derrotarlos en vuestras tierras, partirán todos de nuevo a su isla, pero habéis dado por hecho de que saldrán de nuestras tierras, impulsados por la misma fuerza, y eso no llego a creérmelo del todo.
—He ofrecido a vuestro hermano el pago de los mercenarios españoles durante al menos unos meses, hasta que el problema volváis a controlarlos vosotros.
—No es mercenarios lo que necesitamos. —Dijo ella, dejándome pasmada y algo desubicada. El servicio ya había comenzado a meter dentro del palacio los arcones con su equipaje. Me sentí incómoda por hablar aquello allí, pero parecía dispuesta a regalarme aquella preocupación para que la sopesase toda aquella noche—. Es negociación. Los hombres que vuestro padre manda al norte para amansar a los rebeldes no saben hacer su trabajo. Son hombres corruptos que se limitan a dar espadazos y darse de vez en cuando la buena vida en burdeles y tabernas. Dejándonos a nosotros sin representación valida en los consejos.
—Si lo que deseáis es un acuerdo político que satisfaga a rebeldes y…
—Vuestro padre nos ha dado la espalda desde hace años. —Sentenció ella—. Mi hermano estuvo hace unos meses allí pero no sacó nada en claro. No dudo de sus habilidades de negociación, peor no me extrañaría que vuestro padre nos haya cerrado las puertas.
—Mi padre no dejaría abandonada una de nuestras mejores tierras. El comercio que mantenemos con ustedes es fundamental y…
—Me ha rondado últimamente una idea. —Dijo ella y el conde se adelantó, algo airado.
—No volváis a interrumpir a la reina cuando habla.
Su tono me sobresaltó y también a ella. Con un gesto de mi mano, lo mantuve al margen de la conversación.
—¿Qué es lo que os ha estado rondando?
—Una idea algo descabellada, sin duda, pero que no consigo sacarme de la mente. —Alcé las cejas para que fuera al grano—. Que os ha haya dejado a vos la tarea de solventar nuestro problema.
—Enteramente a mí. —Dije, sin entonación de pregunta, calibrando cómo sonaba aquello de mis labios. Ella se encogió de hombros.
—No me extrañaría, no es una mala forma de desembarazarse de un problema. Por cuestiones geográficas nuestras tierras están más cercanas y el conflicto inglés nos atañe a ambas.
—¿Y qué sugerís que haga, si no deseáis solados…?
—Tal vez deberíais dejar de pensar con una mente española y haceros a la idea de que ahora sois la reina de Francia.
—¿Abordar el tema desde la política francesa? —Pregunté, Ella volvió a encogerse de hombros.
—Es una idea. Pensad en ella. Mañana lo debatiremos más tranquilamente. —Miró a su espalda y con un gesto de su mentón dio por terminada la charla. Se despidió de mí con una reverencia y su marido la siguió, despidiéndose de nosotros con una inclinación de cabeza. Yo agarré el pomo de mi espada con fuerza y toqué el ala de mi sombrero, a modo de despedida.
Anna se quedó allí mirándome, con una sonrisa cómplice, casi abochornada. Se acercó a mí precedida de Amanda y me sujetó una mano, para después inclinarse y despedirse.
—Disculpadla, os lo ruego. Es agresiva en el habla, pero tiene buen corazón.
—Lo sé. –Suspiré y ella pareció más apaciguada con mi gesto.
—Ambas os apreciamos mucho, querida, y estoy encantado de haber venido de nuevo a París, aunque sea solo para veros. Estáis cambiada desde el día de vuestra boda. —Dijo con rubor en las mejillas. Yo sonreí con desgana y me soltó la mano para introducirla en el bolsillo de su vestido.
—¿Cambiada?
—Más seria. —Dijo ella pero con su tono de voz no parecía que aquello fuera algo malo—. Aunque puede que sea una percepción errónea. En una boda, siempre se está alegre.
De su vestido extrajo algo envuelto en una tela celeste de seda. Era un paquetito no mayor que un libro de oras. Me lo extendió con ambas manos y yo lo cogí con una expresión confundida.
—Un regalo de mi esposo, señora. En agradecimiento por acogernos con tanto cuidado. Por vuestra lealtad. —Dijo ella y tras despedirse, se dio la vuelta y siguió los pasos de su cuñada. Amanda me lanzó una mirada de despedida, entre excitada y compungida y desaparecieron por el vestíbulo.
El conde y yo salimos del palacio y nos montamos en el carro. Se sentó a mi lado a pesar de que no había más viajeros y Rodrigo condujo los caballos a través de los caminos de vuelta a la capital.
El paquetito reposó en mi regazo el tiempo suficiente como para que la curiosidad ganase la vergüenza y deshice el nudo con el que la tela de seda custodiaba su contenido. Para mi sorpresa me encontré un librillo, en cuero oscuro y con los cantos dorados. También una carta con el sello de la familia Borgol en el lacre, un pequeño estuche de terciopelo y un pequeño retrato en madera, con un fino marco dorado y bruñido.
El rostro que se atisbaba a distinguir en medio de aquella oscuridad era el de Christian de Borgol, mi antiguo prometido. Se me formó un nudo en la garganta al verlo. Era un cuadro propio de un ser querido que viaja acompañado de él para no olvidar el recuerdo de su ser preciado. Apenas tenía las dimensiones de mi mano pero el detalle de la pintura era escalofriante. El pintor había sabido plasmar una mirada dulce y amistosa en aquel rostro de rubios cabellos y bigote. La pequeña gorguera se adivinaba con unos cuantos trazos aleatorios y una sonrisa se atisbaba bajo el bigote poblado y repeinado. Parecía un hombre diferente sin embargo al de mi recuerdo, trastocado por los años y la distancia. Verlo en una nueva imagen, desde una nueva perspectiva y un diferente pincel, era una sensación perturbadora, pero conmovedora. Sonreí sin darme cuenta y el conde se asomó a mis manos para descubrir la pintura. No dijo nada.
En el pequeño estuche de terciopelo había unos pendientes de filigrana dorada de estilo oriental. Brillaban con un tono cálido a la luz de la luna. El librillo era un pequeño recopilatorio de poemas en holandés, idioma que a medias yo manejaba. Con todo aquello sobre el regazo, me lancé a leer la misiva.
A vuestra majestad, la reina de Francia,
Isabel de H…
Os encomiendo a mi queridísima esposa, y a
mi adorada hermana bajo vuestro cuidado. En un país extranjero y en una
situación tan difícil me alegra saber que seréis vos quien le deis cobijo y
compañía. No soportaría saber que las dos personas que más aprecio en este
mundo se ven envueltas en una situación tan peliaguda como la que se avecina
sino estuviese a su lado a alguien de tanta confianza como os tengo a vos.
Por vuestra lealtad y confiando en que
nuestra relación se prolongue en el tiempo, os entrego estos regalos que una
vez fueron de mi madre: un poemario que ella solía leernos cuando éramos
pequeños, unos pendientes que mandó hacer para el día de su boda y que quedaron
olvidados en el fondo de unos cofres, y un retrato de mi padre, de una época
anterior a esta endiablada guerra que nos consume. Os los regalo no porque os
considere como una madre, ni mucho menos, sino porque son objetos preciados
para todos nosotros y tienen más valor sentimental que real, y vuestra lealtad
y compromiso valen tanto o más que estos pequeños presentes.
Pero van acompañados de una petición: No permitáis
que mi hermana y mi esposa regresen sin un acuerdo con el inglés, y con vos. No
son tan ingenuas como yo, y no querrán regresar sin saber que hay un verdadero
plan de futuro para ambos países. Sin embrago yo soy mucho más inocente, y
abandoné España hace meses sin la esperanza de un acuerdo con vuestro padre
para que se comprometiese a cambiar sus planes de ayuda para con nosotros, en
el norte. Me recibió entonces de mala gana y aunque pusimos algunos temas en
orden, apena si pude sacarle nada acerca de sus planes con nuestra tierra. La sensación
de abandono ha aumentado desde que he regresado, no solo porque vuestro padre
ha dejado de contestarme a las cartas, sino porque los pocos emisarios que ha
ido enviando han abandonado completamente sus labores de mediación. Mi hermana
os pondrá al tanto cuando os veáis, no me cabe la menor duda. No tengáis encuentra
sus reproches, no son contra vos, sino contra vuestro padre.
Ya no os hablo como a la hija del rey de España,
sino como a la reina de Francia: No pretendáis ignorarnos vos también, o nos perderemos
en el abismo de la guerra, y quedaremos tan solo en el recuerdo de quienes nos conocieron.
Como el retrato de mi padre, que sostenéis en la mano, o los poemas de mi
madre, que ya nadie declama.
Vuestro queridísimo amigo, Federico, duque
de Borgol.
Compungida y amedrentada, doblé de nuevo la misiva y la oculté debajo de la seda, junto con el resto de presentes. Eran letras amargas. Aunque aderezadas con tiernas súplicas, se escondía una amenaza velada de insumisión. Era como un animal revolviéndose en plena agonía antes de una muerte fatal. Sabía que en cuanto las fuerzas el faltasen, el final era irrevocable.
Me guardé el paquetito en el bolsillo del vestido y miré al conde que con una mirada meditabunda escrutaba el exterior a través de la ventana. Cuando sintió la mirada sobre él, se volvió a mí y me recorrió con sus ojos oscuros. Ennegrecidos por las sombras de la carroza. Fruncí los labios y él imitó mi gesto. En mí era una mueca habitual, pero en él era indicio de algo más profundo. Había estado con la mente en otro lado desde la tarde, y aquel gesto de sus labios era un intento por encontrar las palabras adecuadas.
—¿Os ha escrito algo importante, el duque?
—No. —Dije—. Nada fuera de lo habitual. Nada inesperado.
—Bien. —Asintió y levantó el codo hasta posarlo sobre la ventana. Se llevó la mano a los labios y se pasó el dorso de los dedos sobre el labio superior, pensativo—. El duque de Armagnac aún no ha regresado a palacio.
—Eso es bueno. Nos está dando unos maravillosos días de margen para obrar a placer.
El silencio que se produjo fue como un aguijón que se me clavó en el vientre. Lo sentí antes incluso de que el conde volviese a decir nada más.
—Está atendiendo a su hija. —Dijo—. Está embarazada del rey.
El mazazo fue tremendo. Sentí un breve instante de ingravidez, y después un peso tremendo que me arrancaba del cielo y me aprisionaba contra la tierra. Se me secó la boca y juro que por un momento la oscuridad que nos rodeaba se hizo más espesa y contundente. No era una noticia que me hubiera esperado pero reconozco que había pensado muchas veces en esa posibilidad, así que intenté convencerme de que la sorpresa no era tal, aunque sí que lo fue. El tono serio y lúgubre del conde me habían trastornado y aunque intenté pensar, no podía hacerlo. La mente me fue a trompicones y las palabras no pugnaban por salir. Me llevé una mano a la frente y palpé el sudor frío que empezaba a formar perlas sobre mis cejas y en mis sienes. Mis manos estaban heladas, o yo comenzaba estar febril. Hubo un breve periodo de mareo y nauseas acrecentado por el viaje en el carro pero me recompuse con al aire que entraba por la ventana. Cerré los ojos y mastiqué aquella noticia para digerirla cuanto antes. La noche y aquel camino vacío eran como un refugio momentáneo. No podía haber escogido mejor momento para contármelo. De estar en palacio habría derribado muebles y candelabros.
Apreté con fuerza el pomo de la espada que llevaba al cinto y el conde desvió la mirada con algo de temor hacia mi mano. Alerta y pensativo. Sopesé aquella noticia y juro que pasaron muchos minutos hasta que conseguí cuadrar las cosas. Me dije que había sido una tonta por no darme cuenta porque había estado frente a mí todo este tiempo. Se me había revelado hacía meses, pero no había querido verlo. A mi mente acudieron todo tipo de escenas e imágenes. La visión de Joseline abofeteando al rey en medio de la noche, tas una acalorada discusión. El hecho de darla de lado, no por preferirme a mí, sino porque ella estaba preñada, y eso le había disgustado. Recordé la conversación con el alquimista que estaba encerrado en palacio. Su advertencia de que Joseline solía consumir barro, pero que había dejado de hacerlo, y que aunque la reina solía prepararle bebedizos para abortar, ya no los había vuelto a pedir.
Si todo aquello eran indicios, y hacía las cuentas pertinentes, ella se había quedado en cina meses antes que yo. Eso significaba que si nacía y sobrevivía, sería el primogénito. Y si era varón, aquello podría traer unas consecuencias nefastas. Si yo no era capaz de engendrarle un hijo...
Ella era de sangre
noble a pesar de todo, y si por ese camino aseguraban la tan ansiada
descendencia, yo era tan reemplazable como cualquiera. A mi mente acudieron las
palabras de Leonor, con un tono serio y condenatorio. Otro peón se proclamará reina, si voz faltáis.
El sudor frío y la sensación de lividez desapareció y en mi estómago se encendió una hoguera, que se avivaba a cada segundo que transcurría. Noté las manos entumecidas y las mejillas al rojo, como si me hubiese subyugado un acceso febril.
—Estoy a vuestras órdenes, mi señora. —Dijo Juan con tono servicial, más serio que de costumbre.
Después de transcurridos varios minutos en completo silencio, murmuré:
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer. —Sentencié. Pero me pareció insuficiente. Si estaba dispuesta a llevarlo a cabo, mis palabras debían ordenar con total responsabilidad—: Matadla. A ella y al bebé. Aseguraos de que ninguno de los dos sobreviva.
Al decirlo me sentí inhumana y cruel. Pero era una decisión que no tenía alternativa. Me vestí con las ropas del verdugo para decir aquello y asumí mi parte.
—Así se hará. —Asintió Juan con un deje de sorpresa en la voz. Como si mi rotundidad le hubiese sobrepasado. Tal vez estaba preparado para un berrinche o una escena de celos, pero mi contundencia le había desarmado. Acató mi orden con diligencia.
—No volveremos a hablar de esto. —Le advertí, mirándole con recelo—. Cuantos menos lo sepan, mejor. Esto queda entre tú y yo.
—Os parecéis más a vuestro padre de lo que pensáis. —Dijo, con melancólico desconsuelo.
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Personajes nuevos:
LUUK: Duque de Gravante, esposo de Leonor de Borgol, la hermana del nuevo duque y gobernador de los Países de los Lagos.
LEONOR DE BORGOL: Hermana mayor de Federico de Borgol, nuevo duque y gobernador de los Países de los Lagos.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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