UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 53

CAPÍTULO 53 – SECRETOS DE FAMILIA

 

Cuando dieron las cuatro y media el condestable se presentó en mi gabinete. María Manuela le sirvió una copa de licor y unos pasteles de mantequilla pero rechazó estos últimos. Se paseó por la estancia hablando de cómo los cardenales se habían instalado en palacio. Que todo el mundo había deducido que habían ido para investigar unos archivos de la biblioteca, aunque las malas lenguas decían que podíamos estar teniendo problemas con el papado y que habían venido para asegurarse de que se estaban cumpliendo las directrices que exigían desde Roma.

Me aseguró que Antonello era un buen hombre a pesar de su carácter y que no subestimase al joven historiador, que a pesar de ser un humilde investigador, era extremadamente inteligente y le gustaban esta un paso por delate de todo el mundo.

Ya había comenzado a oscurecer y mis damas comenzaron a llenar la estancia de candelabros y lamparitas. Encendieron la chimenea y Manuela me acercó un chal de terciopelo pero yo lo rechacé. El conde apareció a eso de las cinco y llegó con paso calmo y pensativo. Agradeció a Manuela por una copa de vino y el condensable me miró con ojos inquisitivos.

—¿Qué hace él aquí?

—Es mi consejero. —Advertí con pasmo.

—Hum. —Murmuró. El conde tampoco sabía por qué le había llamado y me puse en pie para ver cómo los músculos del condestable se tensaban.

—Me ha llegado una carta del gobernador de los Países de los Lagos. Tienen una situación peliaguda allí.

—Sí… —Dijo el condestable. El conde dio un sorbo a su copa y la dejó sobre una mesita, mirándonos alternativamente—. Vuestro padre lleva años lidiando con la situación allí. Lo cierto es que estoy agradecido de que el destino os haya traído a Francia, aunque aquí la situación tampoco sea un camino de rosas, es mucho más seguro para vos y…

—¿Qué ha hecho últimamente mi padre para apaciguar los ánimos de los insurrectos?

—¿Perdón? —Preguntó el condensable, dejando la copa de vino a su lado, sobre la mesa en la que estaba recostado.

—Mi padre. He recibido una carta del gobernador advirtiendo que mi padre no quiso recibirle de buena gana cuando se pasó por Madrid hace unos meses. Y no solo no le ha proporcionado ninguna ayuda estos últimos tiempos sino que parece completamente desprendido. Leonor también está intrigada. Los pocos emisarios que mi padre ha enviado estos últimos años no han colaborado en absoluto. ¿A quienes ha mandado?

—El conde Luna y el…

—¿Sabe? Da igual. No es eso lo que quiero saber. ¿A qué viene la actitud de mi padre? Siempre que uno de sus consejeros, mensajeros, o mediadores no ha cumplido con su trabajo, rápido lo ha librado de su obligación, o lo ha sustituido. O le ha dado muerte.

Juan, que estaba apoyado en una mesita a unos metros, se revolvió por un segundo, alternando el peso entre sus piernas. El condestable le miraba por encima de mi hombro como buscando tal vez ayuda para salir del interrogatorio al que estaba siendo sometido. Aquello me escamó pero le señalé con un dedo.

—Decidme ahora mismo qué está tramando mi padre. ¿Acaso pretende dejarme a mí todo el trabajo de socorrerlos? ¿Para qué?

El silencio que se produjo me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Yo tragué y miré al conde detrás de mí que miraba a Pedro con una expresión expectante.

—¿Acaso mi padre ha perdido la esperanza de conservar esas tierras? Son una gran fuente económica. No podemos…

—No es eso, mi señora… vuestro padre… vuestro padre confía en que lo saquéis adelante. La situación está más cerca de vos y…

—¿Qué tontería es esa?

—No es una tontería, señora. —Me dijo en tono autoritario con una mirada de reproche—. Las cosas en España no están tan bien como para preocuparnos de eso ahora. Llevamos mucho tiempo invertido en una guerra que no tiene fin y… —Miró por encima de mi hombro de nuevo al conde y me volví con espanto.

—Basta. —Exclamé.

Se miraron entre ellos y después ambos me miraron a mí

—Estoy acostumbrada a esa expresión en Juan, ha llegado un punto en que me he acostumbrado a ver que hay algo que me oculta, y normalmente lo dejo pasar, porque confío en que lo que yo deba saber, me lo contará en su justo momento. Pero en vos es muy perceptible. —Le señalé de nuevo con el dedo—. Si hay algo que tengáis que decirme, es el momento.

No dijo nada. Juro por Dios que se me quedó mirando como si estuviese a punto de arrancarse la lengua para no tener que seguir con aquello pero mi presencia le acobardó lo suficiente como para evitar mi mirada. La voz de Juan rompió aquel escandaloso silencio.

—Ella debe saberlo.

De repente el condestable se horroriza. Se yergue todo lo alto que es y avanza un paso, haciéndome retroceder a mí.

—Ella no tiene por qué remover las cosas del pasado.

—El presente se construye con el pasado y el futuro depende de que podamos jugar con todas las cartas sobre la mesa. —Quise ser yo quien dijese aquello, pero el conde se me adelantó.

—¿Qué está pasando? —Pregunté, y miré al conde que era el único que parecía dispuesto a confesarme lo que estaban ocultando. Pero el condestable se adelantó a él.

—Vuestro padre pactó hace dos años con los rebeldes, para tenderle una emboscada al duque de Borgol, y asesinarlo. Junto con su hijo.

La sensación de traición me recorrió las venas como un denso rio de fuego. Me agarré el pecho y estrujé el jubón con fuerza. Dejé de respirar, y mi corazón se detuvo en varios latidos. El estómago se me puso del revés y estuve a punto de desvanecerme, pero las manos del conde sujetando por detrás mis brazos me retuvo en la consciencia. Le miré de soslayo buscado en él la verdad pero frunció los labios para evitar pronunciar una palabra más.

—¿Por qué…?

—Para anular vuestro compromiso. —Confirmó el condestable—. El rey de Francia acababa de quedare viudo y vuestro padre tenía aspiraciones mayores para vos, alteza. –Levanté la mirada con fuego y él me la devolvió con consternación—. Era una jugada arriesgada porque Felipe no tenía seguro que Enrique fuera a querer desposarse con vos.

Mató a mi prometido. —Pensé. Y no podía sacármelo de la mete. Me lo repetí como un mantra durante minutos. Mató a mi prometido. Mató a mi prometido…

—Vuestro padre tiene la esperanza de que podáis arreglar desde vuestro trono aquí en Francia la situación allí. El duque de Borgol no había podido apaciguar a los rebeldes. Se enfrascó en una guerra no deseada y llevaba años sin que las negociaciones avanzasen.

De nuevo sentía como la inconsciencia me llevaba consigo. Levanté la mano para posarla en mi sien y el conde apretó su agarre sobre mis brazos. Sabía que no me desvanecería, pero me contuvo erguida. Quise decir algo, lo juro. Arremeter contra ellos, golpearles. Extraer el puñal que el conde guardaba en el pecho y lacerarles el rostro. Matarme yo misma después. Pero no me salían las palabras. La garganta me apretaba y el pecho me dolía con oleadas de profundo pesar. Me mantuve en silencio y eso les preocupó más que si me hubiese desvanecido en los brazos de Juan. Apreté los dientes para mantenerme consciente y no dejarme llevar por el vahído y el llanto. Pero no pude evitar que dos gruesos lagrimones se me escurriesen por entre las pestañas y avanzasen mejillas abajo.

—¿Ellos lo saben?

—Si habláis de la familia Borgol, lo dudo mucho. —Aseguró el condestable.

—Dios santo… Ayer mismo su hermana y yo hablábamos como amigas… —Me lamenté. Me embragó la vergüenza y el desconsuelo. Me sentí traicionada y traidora. La contradicción me estaba partiendo el alma.

—Así es como tiene se seguir siendo. —Me advirtió el condestable, con voz sosegada y en tono de consejero—. Vos no sois culpable ni cómplice de nada…

—¿Qué habéis querido decir con eso de antes? —Inquirí, frunciendo el ceño en su dirección—. ¿Quién más lo sabe?

El conde y él vuelven a cruzar una mirada cómplice y yo me llevé las manos a la cabeza, a punto de arrancarme los cabellos.

—La reina madre.

—¡La reina madre! —Me cubrí la boca con las manos y estuve a punto de esconder el rostro en el cuello del conde, pero en vez de eso lo aparté de mí de un empujón—. Me habéis manejado como a un instrumento. Lloré su muerte, lamenté su destino y hubiera querido seguirle en su camino al cielo si me hubiesen dejado. ¡Envié emotivas cartas a su familia, como prometida que era! ¡Qué vergüenza, santo Dios… que dolor!

—Lo hubierais hecho igual de haberlo sabido. —Apuntó el condestable—. Tenéis un buen corazón, alteza. Vuestro dolor es genuino y vuestra bondad os…

—Callaos, os lo ruego. —Escupí—. Callaos. No quiero oíros más.

Temían que me enfureciese pero las fuerzas me abandonaron de sopetón. El niño en mi vientre me tiró con él de nuevo al abismo del desvanecimiento y me sujeté del jubón del conde a tiempo para no desplomarme. Las rodillas me vencieron y él me contuvo en un abrazo.

—Marchaos. —Le pidió Juan al condestable y este no tardó ni un segundo en escabullirse fuera.

Oí como sus pasos se alejaban y me sentí asqueada con él, y conmigo misma. Había venido, me había soltado esta pestilente noticia y se había marchado como si nada. Para mí quedaba este dolor y esta herida. Era como un abismo que se había abierto en mi pecho. Como una vieja herida a la que le habían vertido veneno.

—¡Manuela! Ven aquí. —Llamó el conde y mi dama apareció por la puerta del tocador con susto y pasmo. Se acercó corriendo, y comenzó a abroncar al conde por haberme causado ese estado de debilidad, pero él no intentó defenderse. Me llevaron al dormitorio y Manuela intentó desvestirme para acostarme, expulsando al conde de la estancia pero yo la aparté y contuve al conde dentro, agarrándole por la manga del jubón.

—Perdonadme. —Me dijo mientras se inclinaba a mi lado, arrodillándose en el suelo mientras yo me incorporaba a duras penas en la cama. Sujetó mi mano con las dos suyas. Y rodeó mi muñeca con sus dedos. Yo apreté los dientes con fuerza hasta que me dolieron  las mandíbulas.

—No quiero ninguna disculpa. —Atiné a decir—. El condestable tenía razón, es mejor no remover el pasado. No sirve de nada. Es como hundirme un puñal en el vientre y pretender retorcerlo.

—No digáis eso, mi señora… —Murmuró Manuela mientras me quitaba los zapatos pero yo acerqué al conde y le miré con ojos iracundos.

—¿Sabéis qué es lo que más me duele, conde? Que yo habría hecho lo mismo que hizo mi padre. ¿O no es cierto? ¡Vos lo dijisteis! Lo comprendo, y por eso me duele. No puedo fingir que soy una víctima, si a veces también me gusta disfrazarme de verdugo.




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