UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 50

CAPÍTULO 50 – EL CONDESTABLE

 

—Su carruaje ha llegado. –Murmuró Manuela asomándose a la ventana del gabinete. Su tono fue más descorazonador de lo que esperaba y la miré con pena.

—Bien, que lo manden al despacho del rey. —Desde la muerte de Oliver, cinco días atrás, era allí donde solíamos reunirnos cuando era necesario. Su secretario se había tenido que trasladar con sus enseres a la biblioteca para que nosotros pudiésemos instalarnos allí. Habíamos hecho llevar una mesa amplia y hermosamente tallada y varios asientos. A un lado habían quedado el escritorio de caoba y nos vimos rodeados de estanterías con documentos y libros. Era un lugar más acogedor, en mi opinión que el consejo. Pero hasta que no limpiasen los tapices y las alfombras de la sangre de Olivier, no podríamos regresar allí. Era un fastidio, porque aquel lugar no tenía acceso directo a los pasadizos de palacio por lo que no lo usábamos más que en contadas ocasiones.

—¿Hago llamar al conde…?

—Nah. —Dije, mientras me levantaba de la mesta del gabinete y me dirigía al dormitorio—. Me voy a acostar, decidle al condestable que no estoy disponible ahora mismo…

—Señora, no le hagáis enfadar, por favor. —Murmuró Manuela con tono autoritario y acabé por detenerme antes de salir del gabinete. Suspiré y me pasé una mano por el cabello.

—Es domingo, y es tarde, el conde debe andar por ahí en alguna taberna.

—Solo son las diez. Lo haré llamar. —Sentenció ella y salió del gabinete a prisa, pero regresó y se asomó dentro con la mirada cargada de una advertencia silenciosa—. Es vuestro deber ir a recibir al condestable. Le habéis llamado vos y viene a veros a vos, así que id al salón y recibidlo como es debido. Avisaré a Marisa o a Ana para que os acompañen.

—Bien. —Asentí.

Pero para mi sorpresa cuando llegué al salón principal, el conde ya estaba esperando al condestable, con Rodrigo a su lado con su perfecta expresión de secretario eficiente. Juan se había cambiado la gorguera y se había peinado el bigote y la perilla. Yo llegué a su lado con más temor que pasmo y al verme, inclinó la cabeza con cortesía y protocolo.

—Buenas tarde, conde. No esperaba encontraros aquí en palacio.

—Pues aquí me tenéis. —Suspiró.

—Buenas tarde, Rodrigo, os veo muy bien engalanado. Y también a vos, conde. ¿Nueva gorguera?

—La de los días especiales. —Dijo mientras Rodrigo reía a su costa.

—Yo le he obligado señora, no está aquí por gusto. —Dijo él con recochineo. Yo sonreí.

—Sois un buen muchacho, Rodrigo.

Manuela llegó unos minutos después, agitada por haberse enterado tarde de que el conde no había salido de palacio. Me alcanzó y miró al conde con sorpresa y disgusto. Se puso a mi lado y musitó.

—Bien, estamos todos. El condestable se pondrá contento de vernos aquí.

—El condestable estará encantado de que le reciba la reina de Francia en persona. —Sonrió Rodrigo, a lo que Manuela bufó.

—No está aquí por gusto. La he obligado a bajar.

El conde y yo nos lanzamos una mirada cómplice ante la risa de Rodrigo.  

—A mí se me ocurre una boda mucho más ventajosa para ambos. —Musito el conde mirando hacia nuestros dos ayudantes. Yo levanté una ceja con disgusto.

—No quieras darme, ideas, Juan. —Aquello los hizo enmudecer a ambos al instante.

El condestable llegó seguido de su secretario, dos mozos y un ayuda de cámara. Cuando nos encontró allí nos saludó ya desde la distancia con una mirada alegre y resuelta pero que estaba cargada de severidad y autoridad. Incluso a mí se me heló la sangre, no quiero imaginar al conde a mi lado, que estaba tirando de la tela de su gorguera para poder respirar mejor. Pero lo cierto es que una parte de mí se sintió aliviada, y agradecida de ver un rostro conocido. Un rostro de mi infancia. Estuve a punto de lanzarme a sus brazos para darle el abrazo que no podríais darle a mi padre a causa de la distancia. Me traería noticias de él, y de mis hermanos. También de la esposa de mi padre. Puede que también tuviese alguna misiva de mi tía Juana o de alguno de los conocidos que había dejado atrás.

—Su majestad. —Dijo, inclinándose delante de mí y besando el dorso de mi mano. Nunca había sido tan galante pero era por la gente que nos rodeaba. De lo contrario, nunca se había genuflexionaron delante de mí. Tenía en su mente un recuerdo demasiado vivido de mi yo de seis años, correteando por los pasillos de palacio como para considerar que tenía esa autoridad sobre él.

—Señor condestable… —Murmuré mientras se erguía y yo sonreí, pero mi sonrisa desapareció cuando puso sus ojos sobre el conde.

—Juanito. —Llamó al conde, a lo que este sonrió con gallardía.

—Pedrito. —Le dijo. Manuela palideció y el secretario del conde sonrió con ingenuidad.

—Bueno, pues ya estoy aquí. Vaya viajecito, nos ha llovido la mayor parte del camino, muchacha. —Me habló, lleno de consternación.

—Os acompañaremos a vuestras dependencias. Vamos. —Suspiré y caminamos hasta unas habitaciones que habíamos dispuesto para él. Ya le teníamos preparada la mesa para que cenase, ya que llevaba horas de viaje y no había pegado bocado desde medio día. Se sentó a comer y engulló con premura. El conde se sentó también y se sirvió una copa de vino, pero se limitó a acompañar al condestable tan solo con la bebida. Yo me quedé allí mientras veía como los mozos y su secretario se organizaban para meter dentro el equipaje de todos.

—Así que… ¿ya está resuelto? —Preguntó de repente, metiéndose un mendrugo de pan a la boca, y paladeándolo con desgana.

—¿Resuelto el qué? —Pregunté llena de pasmo.

—El enlace entre estos dos. —Dijo, señalándolos con el tenedor como si de terceros hablásemos. Yo asentí un poco dubitativa.

—Así es, están comprometidos. En primavera será el enlace, cuando terminen los días de frío.

—Ya os lo referí en la última misiva que os envié: es mucho tiempo. ¿No creéis?

—No lo creo, sería tan solo un año de diferencia entre mi enlace y el suyo. Considero que un año, y estando la situación como está aquí, es más que suficiente. Si voy a financiar el enlace me gustaría que al menos la guerra nos estuviese dando un respiro para poder proporcionarles la dote que se merecen. —Argumenté mientras se me secaba la garganta. Me llevé la mano al último botón de mi jubón, que apretaba mi garganta y el conde me sirvió una copa de vino que me extendió con ojos asustados. Yo sonreí y me bebí media copa de un trago. El condestable cortaba la carne que tenía en el plato murmurando algo entre dientes.

—También os dije que no me gustaba nada este enlace. —Señaló a Manuela con la punta de su cuchillo. Sentí un súbito pánico que me heló el cuerpo pero rápidamente bajó el utensilio y volvió a comer con fruición—. Y me prometisteis una francesa, no esta muchacha.

—Os lo prometí, pero no creo que las francesas sean del gusto del conde. —Dije con una risilla—. Son muy sosas.

—Este la mete en cualquier cosa que se mueva. —Dijo mirándole a los ojos y después desvió la mirada a Rodrigo con aire inquisitorial. Todos palidecimos y el silencio que se produjo se podía sentir, cayó como una losa sobre la habitación.

—No necesito vuestro beneplácito. —Le dije, intentando no sonar demasiado brusca. Pero con autoridad. Se le estaba olvidando con quien estaba tratando y eso comenzaba a dejarme desarmada. El conde y mi dama eran nada más que pobres criatura al lado del condestable, en Francia podían sentirse con autoridad siendo sirvientes de la reina, pero el condestable había sido un duro juez allí en España, y era difícil que esa influencia no se hiciese notar aquí. Así que estaban bajo mi ala, y yo debía dar la cara por ellos, pues estaban en ese compromiso por mi culpa.

El condestable alzó la mirada y me atravesó con sus ojos llenos de constricción.

—Prometí que lo casaría, y así lo haré. He tomado la decisión que he creído más adecuada. Ellos son dos personas de mi confianza, y como no he tenido tiempo de conocer a nadie mejor, es…

—¿No habéis tenido tiempo?

—Puede que estéis acostumbrado a tratar con reinas que se pasan los días en fiestas, reuniones y viajes, pero creía que me teníais en más alta estima.

—No le deis la vuelta a la situación. —Me advirtió—. Cualquiera hubiera valido, mejor que ella.

—No los aprobáis a ninguno de los dos, he considerado que al menos así, no sumaríais una animadversión más a vuestra lista.

—O su alteza una rival. —Dijo con los ojos entrecerrados. Sabía que aquello no sería fácil pero me lo estaba poniendo más difícil de lo que me imaginaba.

—Es una decisión que no nos ha gustado a ninguno. —Intervino Manuela dado un paso adelante—. Pero la hemos sopesado y hemos acabado por hacernos a la idea.

—Que hubierais estado conforme me hubiera parecido incluso peor. —Dijo, desconfiado. Miró a Juan con ojos inquisitivos—. ¿Y tú no dices nada?

—Nada de lo que diga os placerá. —Murmuró y se levantó, copa en mano, para pasearse por la habitación. Echaba de vez en cuando vistazos afuera, para distraerse. Ante un largo silencio, el condestable acabó sonriendo con diversión.

—Bueno, ver a este hombre contrariado, me ha hecho el día. —Dijo riéndose. Manuela puso los ojos en blanco y yo solté el aire que se había quedado atascado en mis pulmones. El ambiente parecía suavizarse por momentos.

—Me alegro de que mi infelicidad os complazca. —Dijo Juan con las manos a la espalda y con la mirada fuera.

—Marchaos, marchaos que quiero quedarme a solas con estos dos. —Dijo a todo el mundo cuando terminó de comer y se restregó la boca con una servilleta. Nos miró a Juan y a mí y el resto salieron con paso ágil por la puerta. Pedro se levantó de la silla y rodeó la mesa para sentarse en el borde de ella y cruzarse de brazos en mi dirección.

—¿Y vuestro esposo? ¿Qué tal os trata?

—Mejor de lo esperado. —Dije con una sonrisa y eso le alivió.

—Vuestro padre se sentirá complacido. ¿Y aquí en palacio? ¿Qué tal se os trata?

—Creo que he conseguido ganarme el respeto de la mayoría. —Suspiré.

—No esperaba menos de vos. Vuestra madre está algo preocupada porque ha dejado de recibir noticias de vuestro…

—No es mi madre. —Dije y él bajó la cabeza a modo de disculpa. Asintió y se corrigió.

—La reina Anna está preocupada por vuestro estado.

—Estoy perfectamente. La criatura evoluciona perfectamente. —Mis palabras no le borraron esa mueca de preocupación pero viendo que me cerraba en banda, suspiró y miró al conde desde la distancia.

—¡Espero que la estéis cuidando bien, o juro por Dios…!

—Jurad por lo que queráis. —Dijo consternado—. No me importan vuestros juramentos, Pedrito. No imagino castigo peor que la idea de que algo le sucediese. A ella o a su criatura. –Sentenció con el ceño frunció y el condestable hubo de asentir, conforme.

—Bien, contadme pues. —Aquello fue una invitado para ambos, por lo que el conde se acercó con paso lento hasta donde yo estaba y ambos le miramos desde la distancia—. ¿Qué está ocurriendo jovencita? ¿Cómo van las cosas?

—El conde de Bucking llegará justamente en una semana. Estamos reuniendo a las grandes potencias para que podamos llegar a un acuerdo para todos.

—Sois ambiciosa. ¿Pero acaso creéis que…?

—Antes de que eso suceda, vamos a encarcelar al conde de Armagnac y a su hermano lo arrestaremos por alta traición. Tomaremos el control de las naves en el mar del norte y aseguraremos un bloqueo seguro. Las naves de padre ya han partido hacia las islas inglesas, está todo previsto.

—Me habéis hecho venir en representación de vuestro padre para este cónclave.

—Es más bien una encerrona al inglés. —Dijo el conde—. No sospecha, o al menos no creemos que sospeche, que hemos reunido aquí a monarcas y representantes de todo el continente, en su contra.

—Vendrán también dos cardenales enviados por el papa. —Le dije a lo que se mostró mucho más conforme con todo.

—¿Acaso queréis convertir esto en una guerra santa?

—Si es necesario, así lo haré. —Dije.

—Vuestro padre confía en vos. —Me dijo, lo que hizo que mi corazón diese un salto dentro del pecho.

—No deseo decepcionarlo. Si consigo la paz en Francia, también la hallaremos en los Países de los Lagos. Me quedaré sin dote, pero solucionaré esta guerra.

—No dudo de eso. —Dijo y miró al conde de soslayo.

—¿Sabes algo de mi tío, el emperador?

—No. —Dijo—. Os he traído algunas misivas, pero ninguna de vuestro tío. Si le habéis pedido apoyo, no creo que venga.

—Por qué decís eso. —Preguntó el conde.

—Bastantes cosas tiene por solucionar. El turco anda arremetiendo en las fronteras y no es capaz de retenerlo.

—Le prometí que le enviaría parte de los mercenarios españoles para reforzar sus fronteras, pero ya he perdido la esperanza.

—Anda a la gresca con vuestro padre, me temo. Como siempre. —Cruzado de brazos, suspiró y me miró de arriba abajo con ternura.

—¿Acaso no le habéis prometido también esos mercenarios al gobernador? —Se refería a Federico, el nuevo gobernador de los Países de los Lagos. Me miró con pasmo.

—Sí, ya veré como lo hago. Con suerte todo sale bien y me veo en la encrucijada de tener que dividir a los mercenarios.

—No me gusta cómo estas llevando todo esto. —Dijo mientras negaba con el rostro, cabizbajo.

Juan intervino, airado.

—Hacemos lo que podemos. ¿O cree el rey de España que esto es como gobernar una provincia?

—¿Y tú has hecho mucho, bufón? —Le preguntó el condestable mientras Juan se sonrojaba por el insulto. Me interpuse con el rostro compungido.

—No discutan, por favor. Es suficiente. ¿Creen que es un comportamiento que puedo soportar en mi estado?

Aquello los hizo enmudecer, como pretendía y el condestable se irguió y se paseó por la estancia. Juan evitó mi mirada y se quedó allí de brazos cruzados.

—Acomodaos, Pedro. Estáis en vuestra casa. No es España pero imagináoslo.

—Gracias, alteza. —Murmuró.

—Estos días me haréis mucha falta. Descansad.

Cuando nos despedimos, Juan me acompaño hasta el corredor y estuvo a punto de irse por otro pasillo cuando le retuve.

—Sed bueno conmigo, os lo ruego.

—¿No he sido bueno con vos? —Preguntó más sorprendido que ofendido. Se volvió en mi dirección y extendió su mano para alcanzar mi antebrazo.

—Os daré lo que me pidáis, pero pasad estos días con moderación. No quiero que el condestable tenga más excusas para devolveros a España.

—¿Acaso su voluntad está por encima de la vuestra? —Preguntó levantando la comisura de su labio con traviesa inquina.

—No, pero quisiera ahorrarme el tener que defenderos constantemente.

—Soy vuestro siervo, y estoy a vuestra disposición. Lo sabéis. –Su mano recorrió mi antebrazo y sujetó mi muñeca para besar el dorso de mi mano. Evité el beso, girando la muñeca y posando la palma de mi mano en su mejilla. Quedó algo turbado.

—Si mi padre os considerase una molestia o un peligro aquí, puede que mi voz no fuera suficiente.

—Ni si quiera vuestro padre me separaría de vos. Solo atiendo a vuestro deseo. —Sujetó mi mano y terminó por besar mis dedos—. Me marcho ya, tengo asuntos que atender, mi reina.

—El martes vienen la hermana y la esposa del gobernador. —Murmuré—. ¿Tienen listo el palacio de verano?

—El rey ha atendido personalmente los preparativos, y ha mandado a un grupo de veinte sirvientes de confianza para que atiendan a las damas.

—Bien. —Asentí y fruncí el ceño—. ¿Entonces qué es lo que os reclama con tanta urgencia? ¿Alguna tabernera os espera en la ciudad?

—No mi señora. Ya os pondré al día cuando sea el momento.




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