UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 45

CAPÍTULO 45 – EL JUICIO


Quedaban dos días para el juicio que se celebraría contra los dos nobles insurrectos y traidores, cuando François regresó a París. Aunque se le había hecho volver con urgencia, aún había tardado más de lo esperado en regresar, pues se había complicado ligeramente la operación para recuperar aquellas dos pequeñas poblaciones perdidas a manos de los ingleses. Para conocer todos los detalles de aquella operación le hice visitarme en mi gabinete, pero no era solamente por eso. Aquellas buenas o malas nuevas podría comunicármelas en el consejo o en una reunión con el rey, pero el conde me había instado a que le recordase al general su misión para con su padre. Comprendí que Juan habría visto la duda en la mirada del muchacho, y habría temido que se echase atrás en el último momento, o peor aún, que se confesase con su padre y descubriese nuestro plan.

—Solo lo hará si vos le empujáis a ello. —Me advirtió Juan, momentos antes de que el comandante llegase a palacio.

—No quiero empujarlo a nada. Lo hará, porque tiene que hacerlo. Si es un general tan digno como se cree, lo hará por honor… —Aquellas palabras sonaron con el peso de la razón, pero en mi interior eran débiles y carentes de sentido. Recordaba a François, y sus palabras, anteponiendo a su familia frente al estado y al rey. Y temí haber confiado una misión demasiado comprometedora a quien abiertamente me había reconocido que podría desobedecerme si damnificaba a su familia. ¿Hasta qué punto la deuda que tenía conmigo le haría conmoverse a mi favor?

—En ese caso solamente recordadle su deber. —Me dijo, posando una mano sobre el hombro como el diablo que azuza a una pobre alma a cometer un gran delito—. Es el único en el que podemos confiar para esta empresa. Hacérselo ver así. Si aún lo veis dubitativo, no dudéis en comunicármelo. No querría tener que hallar otros métodos para hacerme con esas cartas, pero si es necesario…

—En ese caso… ¿qué? —Pregunté, mirándole con ojos acusadores por encima del hombro.

—Tal vez la señorita Joseline se encuentre en una mejor disposición para satisfacer los deseos de un pobre conde enamorado… —Le fulminé con la mirada, pero deseé no haberlo hecho. Regalarle mi expresión de pasmo fue un premio demasiado fácil—. Repudiada por el rey y confinada en su casa, no creo que fuera difícil convencerla…

—No me parece una mala alternativa. —Reconocí a regañadientes, lo que le hizo reír—. No me lo parece en absoluto.

Para cuando François había regresado a palacio, el conde se había marchado y yo escribía una extensa carta para mi padre, en la que le comunicaba los avances de mi preñez y le ponía al día con la situación de la capital. También había escrito una para mi tía y otra para mi madrastra. Cuando el general llegó, me saludó con rigor y se presentó como era debido. Estaba cansado, exhausto y por su ropa y su olor, también por el pelo pegado a la frente y las piernas temblorosas, supe que acababa de llegar y ni si quiera había reposado media hora del largo viaje.

—He venido lo más rápido que he podido. He traído dos caballos, incluso, a pesar de que nos hacen falta en el norte.

—Lo veo. —Dije. Estaba convencida de que se había esforzado por regresar cuanto antes. Pero su tono era más bien de fatiga y casi de reproche. Como el de un niño que debe dejar el juego porque ha sido llamado por su madre—. ¿Se ha complicado la situación en el norte?

—Ya está todo solucionado, mi señora. Liberamos el primer pueblo sin problemas, pero nos costó hacerle llegar el mensaje encriptado al sacerdote. Las dos primeras misivas fueron requisadas y destruidas sin ser leídas. Optamos por enviar los mensajes sin sellar y con un texto más resumido y claro. Entonces los ingleses lo leyeron y concluyeron que era razonable hacerle llegar la noticia. Por suerte le entregaron el papel. El general Jonathan no tenía muchas esperanzas al respecto. Creyó que podrían simplemente comunicarle la noticia de viva voz.

—Me alegro de que no fuese así.

—Yo también. El pueblo se sublevó contra los soldados ingleses en cuanto cayeron enfermos a causa de las aguas contaminadas y para cuando entramos ya los habían apresado. Aunque se tomaron la vida de dos de ellos. No quiero pensar que por causas justificadas, pero no lo hemos lamentado.

Su tono, serio y profesional, me recordó a nuestro primer encuentro en el día de mi boda. Aunque su mirada estaba evidentemente cansada, y era clara la ausencia de prepotencia o condescendencia, también me pareció que estaba incómodo y no deseaba estar allí por mucho más tiempo. Aunque si la conversación se profundizaba, puede incluso que se enfrentase conmigo. Notaba aún la tensión y la autoridad que le habían dejado impronta después de pasar varias semanas en el norte.

—¿Creéis que Jonathan comandará bien vuestras tropas este tiempo que resta?

—Eso creo. —Dijo—. No lo habría dejado allí si no hubiese confiado en él.

—¿Creéis que lo hará bien?

—Sí mi señora. Parece que olvidáis que tiene al menos diez años más de experiencia que yo comandando ejércitos. —Aquello sí que me pareció irrespetuoso y dejé la pluma que sostenía a un lado para reclinarme en el asiento y mirarle desde aquella distancia, con el escritorio de por medio y el lejano sonido del servicio retumbando en las paredes.

—En ese caso seguro que lo comprenderíais si os sustituyese de forma permanente.

—Haced lo que deseéis. —Musitó y puso sus manos a la espalda, cambiando el peso de una pierna a otra, entre inquieto y aburrido.

—¿Vuestros soldados le han aceptado?

—De buen grado. —Asintió—. Les dije que lo mandabais vos, y la mayoría lo acogieron como un ángel salvador.

—¿No os sentiréis acaso celoso o desplazado?—Me sentí como una madre, intentando averiguar qué clase de sentimientos reconcomían el alma de mi hijo.

—No, mi señora.

—No os sintáis así, no tenéis motivos. Aquí tenéis misiones más importantes que cumplir. Vuestra presencia en el juicio contra los traidores es necesaria y os he encomendado una tarea primordial…

—Por eso me habíais hecho regresar. —Atinó a decir

—Vuestro padre os hizo regresar antes que yo. Y es su prisa la que me pone a mí sobre aviso.

—Lo comprendo. —Asintió.

—¿Os ha contado que vendrá el duque inglés…?

—Sí. Me dijo que habíais enfurecido al duque de bucking. Que es culpa vuestra que esté de camino. Que os acusa de haber sido la conspiradora detrás de la muerte del duque de Gasconia y de prolongar la guerra inútilmente.

—Eso parece.

—No sabéis lo peligroso que es ese hombre, alteza. ¿Acaso no os dais cuenta de que ahora tenemos al zorro en el gallinero?

—¿Creéis lo que dice el duque de Bucking de mí? —Pregunté. Creyó que mis palabras le llevarían por otro lado, o puede que tuviese algo más que decir al respecto, porque no vi sus labios abrirse, pero noté el aire que se escapaba de ellos y se detuvo, pensando en la pregunta que acababa de hacerle. Reflexionó y me miró con el ojo entrecerrado.

—Mi señora…

—Dime.

—¿Si os considero responsable de la muerte del duque? ¿Y de permanecer aún en guerra...?

—De todo lo que habéis dicho, soy la causa solo de una de ellas, y no es la que imagináis. —El joven volvió a cambiar el peso de pierna y se restregó las manos con fuerza—. Conocéis vuestra tarea. Es primordial. Ahora que viene el inglés, tal vez vuestro padre no vea la necesidad de guardar documentos comprometedores. Haceos con todo el material que podáis. Cuanto antes. Pero descansad antes de marchar a vuestra casa. Pasad la noche aquí y pensad en lo que os he dicho.

—Mi padre parecía seriamente enfadado en su carta. —Me dijo mientras parecía dubitativo entre darse la vuelta y marcharse o permanecer un poco más.

—¿Cómo enfadado? Explicaos.

—Como si me culpable de haber colaborado con vos. Creo que ha perdido la confianza que una vez depositase en mí. No me será fácil poder cumplir vuestra orden.

—¿Os estaba culpando de algo?

—Más bien parecía disgustado o decepcionado. No creo que pueda pensar que queréis buscar información sobre él que le comprometa, pero considero que le ha decepcionado la idea de que me hayáis impuesto a un subcomandante ingles y no me haya oído protestar. O puede que se sienta incluso ofendido porque parte de vuestra dote haya ido a parar a una guerra yerma y no a sus bolsillos.

—¿Cómo están vuestros hombres, general?

—Esperanzados. Con cada nueva conquista mejoran un poco los ánimos, pero todos somos consientes de que esto solo puede terminar con acuerdos. Y a veces cunde la rabia y la impotencia porque desde la capital no se ven avances.

—Los habrá. Ahora que viene el conde de Bucking, es imposible que se vaya de aquí sin haber sentado las bases de un acuerdo que mejores las condiciones de la guerra. Y si somos optimistas, puede que la finalice.

Me puse en pie y apoyé las yemas de mis dedos sobre la mesa. Esperaba que con ello fuera suficiente como para mostrarle mi autoridad pero él titubeó.

—Ha venido a reprenderos. —Dijo, y advertí que su expresión me recordó a la de su padre. Puede que ese detalle hubiera estado en la misiva que el conde le enviase al joven. “El conde de Bucking ha enviado una carta a palacio, vendrá a reprender a la reina por sus intrigas…” –Pecáis de optimismo pensando que al tenerle aquí dedicará su tiempo a formalizar un acuerdo.

—Muchacho ingenuo. —Le dije y sonreí. Le heló la sangre y advertí un ligero rubor ascender hasta su pómulo—. Yo le he hecho llamar a París. Viene porque yo se lo he pedido. Y le pedí silencio en cuanto a ello, pero si viene hasta aquí, es porque yo lo he querido así.

—Es un gran hombre… —Murmuró, aún pensando en lo que le acababa de decir—. No podéis retenerlo, y tampoco creo que se preste a terminar la guerra, si saca grandes beneficios de esta situación.

—Se prestará. —Suspire—. Pero para eso necesito que cumpláis con vuestro cometido. —Me senté para dar por finalizada la conversación. Señalé la puerta y él entendió sin necesidad de pedirle que se marcharse. Pero cuando estaba cruzando el umbral, le detuve—. El duque de Bucking se presentará a principios de octubre. Más vale tener en las manos para entonces toda la información comprometedora de vuestro padre, si queréis que las cosas se desarrollen como es previsto.

—Me habéis puesto un oscuro velo en los ojos. No veo qué clase de plan se va a desarrollar. Así que no sé qué es lo que conviene. –Suspiró, en tono melancólico.

—Con que tengáis fe en mí, es suficiente.

—Fe —Murmuró—. Cuando se pierde la lógica, la fe es lo único que queda. ¿No?

Se marchó con los hombros caídos y la mirada apagada. Yo froté mis ojos con la mano y hundí los dedos sobre ellos. No fue hasta un rato después en que no dejé de notar una presión sobre el pecho que me había consumido el aire en los pulmones. Como un nudo en la garganta, formado de culpabilidad y vergüenza. No eran míos, sino de él, que me los había conseguido contagiar.

El día del juicio contra el Conde de Tourson y el Marqués Granoulille llegó. Tanto el rey como su consejero habían propuesto que se realizase en el palacio de justicia, pero la reina madre y yo advertimos que una traición al rey era un caso excepcional y debía celebrarse en una de las salas ceremoniales del propio palacio. Todos los nobles que quisieran podrían asistir y ser testigos del juicio. Tuve que ceder sin embargo ante la idea de que trajesen un juez titulado para el juicio. Hubiera preferido que el propio rey ejerciese como juez del caso, que apelase a su autoridad suprema justificándolo como un caso personal en que su persona se había visto agraviada, pero todos parecían inquietos ante aquella idea. Forzar la situación habría supuesto algo innecesario, dado que el propio juez que habría de venir ya estaba advertido del veredicto.

La semana previa se estuvo decorando el salón de audiencias para la ocasión. Se llenaron las paredes de escudos y blasones, y se cambiaron los tapices de la estancia por unos que se habían realizado para la coronación de Luis X, uno de los antepasados de mi esposo. Se instalaron el estrado para el juez y el trono del rey a la misma altura, y un segundo trono para mí, un escalón por debajo. Después toda una balaustrada para los miembros del consejo privado del rey donde se situarían el conde de Armagnac, François, la reina madre y el conde de Villahermosa. Supervisé personalmente estos arreglos y me encargué de que todo estuviese listo para el momento. Los acusados se situarían frente al estrado, en una pequeña tarima baja con un cercado de barrotes de madera. Tras ellos, se sentarían los testigos, familiares o personajes de importancia. Y detrás la sala quedaba libre para todos aquellos que quisieran venir a ver el juicio.

Cuando llegó la hora, el consejo privado, el juez y yo fuimos los primeros en tomar asiento. El pueblo ya estaba allí. Se habían agolpado en la sala todos los nobles y parte del servicio de palacio, y también gente de la calle se había acercado, y quienes consiguieron entrar y encontraron un hueco, se quedaron allí hasta el final de aquella actuación. Todo el mundo se vaticinaba el resultado de aquel juicio, pero era un caso tan excepcional que nadie quería perdérselo. Yo sin embargo deseaba que se acabase ya para poder tratar otros asuntos.

Los acusados llegaron precedidos de varios guardias de palacio. Habían pasado los últimos meses encerrados. Desde la muerte del duque se les había ido a buscar y acusados de traición al rey se les había encerrado en la prisión a la espera de juicio, sin posibilidad de fianza. Prácticamente todas las semanas me habían llegado cartas de su esposa e hijas alentándome a que intercediese por el rey, como si yo fuese la virgen maría, para que rebajase la condena y no perdiesen a su cabeza de familia. Alguna se atrevió incluso a culpar al duque muerto de haber estado amenazando al conde de Tourson para obtener su apoyo en el intento de derrocamiento. Yo hice oídos sordos a todas aquellas súplicas. Lo que les pasase a aquellos hombres, ellos se lo habían buscado.

Pero el conde de Tourson y el Marqués Granoulille no eran los únicos acusados. También un consejero, representante del condado de Gasconia estaba presente, para asumir en calidad de delegado, el castigo que su duque hubiera recibido. Aun no se había formalizado la herencia del ducado, dado que el duque había repudiado a su esposa y por tanto a su único hijo, y eso complicaba bastante la sucesión, pero eso es un tema del que hablaremos más adelante.

Cuando estos entraron, todo el público comenzó con las murmuraciones, y las acusaciones a voz en grito. La ausencia aún del rey era evidente, nadie se habría comportado así en su presencia, pero era natural. No se les podía prohibir a esas gentes que se contuviesen, tal y como se sentían, después del miedo que habían tenido aquél entonces cuando vieron llegar a los ejércitos de los mercenarios entrar en la ciudad.

El conde de Tourson llegaba con las manos esposadas, con tembleque en las piernas y el pelo algo alborotado. No se les había tratado mal, todo lo contrario, habían estado recluidos con todos los caprichos y cuidados, incluso se habían estado carteando con familiares y amigos, bajo completa supervisión claro, y se les había asignado un defensor. Pero aquel hombre traía cara de susto como si se le hubiera tenido enjaulado todo aquel tiempo y ahora por primera vez viese la luz del sol, o a otros seres vivos. Parecía un ratoncillo recién sustraído de una ratonera. Había adelgazado un poco desde la última vez que lo viera, o al menos estaba más demacrado. Algo flácido y sus ojos tenían dos grandes ojeras debajo de ellos. Sin embargo cuando me miró, cuando sus ojos recayeron en mí, sentada al lado de un trono vacío, su mirada se volvió oscura y desconfiada. Me odiaba. Lo supe al instante. Me culpaba de su situación.

El Marques Granoulille le seguía, también con las manos esposadas pero con una actitud mucho más comedida. No estaba desalentado pero parecía dispuesto a aceptar aquella situación con calma. Sin alborotos y sin lágrimas. Estaba enfundado en un jubón marrón y sus botas resonaban por el suelo de piedra. Su hija me había enviado una carta personal en la que me suplicaba que perdonase la vida de su padre, porque era su único medio de supervivencia. Su madre murió hace años y su marido estaba enfermo, y el padre se había encargado de ser el patriarca y amparar a la pobre pareja. No contesté aquello y tampoco quise dejarme llevar por los sentimientos. Pero me enteré de que su hija le había ido a ver en un par de ocasiones a la prisión.

Los seguía el Señor Paul de la Toulouse, delegado del gobierno de Gasconia, en representación del condado.  Había sido consejero del duque de Gasconia y amigo cercano, y no solo eso, era letrado y había trabajado algún tiempo en tema de leyes. Me sorprendió verlo con más cara de susto incluso que al propio marqués Granoulille. Estaba algo inquieto y miraba a todas partes como un hombrecillo de provincia que acaba de llegar a la capital. Era moreno, de tez olivácea. Y la nariz algo aguileña, pero era atractivo, de facciones dulces y de estatura y complexión atlética. Rondaría los cuarenta, pero en sus ojillos oscuros se veía un joven espíritu amistoso.

Cuando los acusados, testigos y familiares estuvieron sentados, el ayuda de cámara llamó la atención de todos al anunciar la entrada del rey en la sala. Todos se levantaron y se genuflexionaron. El rey se acercó con paso decidido al trono y se sentó tras pedir al resto que ocuparan sus asientos de nuevo. La presencia del rey en la sala hizo que todo el mundo se mantuviese en un silencio sepulcral, como quien teme la ira de un león dormido. Al fin y al cabo estaba allí juzgando a dos hombres incluso después de que hubiesen suplicado perdón a la corona. Y todos podían intuir que la pena sería terrible.

El día no acompañaba tampoco a la ceremonia. Se había oscureció y el cielo se había encapotado con nubes grises y amenazantes. Era casi medio día pero parecía que no había terminado de amanecer. Se habían dejado gruesos candelabros por todas partes para que pudiésemos vernos los unos a los otros, pero aquello imbuía a la estancia de una atmosfera terrible y siniestra. Seguro que muchos de los presentes estaban seguros de que se castigaría allí mismo a aquellos traidores. Yo por el contrario me sentía algo cansada y abatida. Aquellos días grises y melancólicos no me gustaban nada y me animaban a encerrarme en mis estancias para dedicar mis horas a la lectura o la contemplación. Hubiera dado cualquier cosa por un bebedizo que calmase mi estómago y mi dolor de cabeza.

Se dio comienzo al juicio. Ahorraré al lector todo tipo de descripciones técnicas, toda la palabrería perteneciente a este tipo de situaciones, las presentaciones y las formulas legales que daban entradilla al juicio. No era el primero que presentaba ni el primero que presidía. Ya había tenido que sustituir a mi padre en calidad de representante en alguna ocasión. Y al final, todo se desarrolla de la misma manera.

Primero se trató el tema del ducado. Aunque el representante, el señor Paul de la Toulouse se hallaba como mediador entre el gobierno del rey y el condado, era primordial salir de allí con un nuevo duque de Gasconia que hiciese acatar las órdenes impuestas desde el gobierno. Para eso se había hecho llamar al joven Loui de Voiser-Saboy, el hijo repudiado del antiguo duque. Me he referido a él como joven y es que era incluso más joven que el rey y que yo. Apena si rozaría los dieciocho años. Y en su tez rosácea y sus formas redondeadas se atisbaba aún la inocencia de un muchacho dulce. Conformado con ser un hijo no deseado y alejado de la influencia de su padre, se había enrolado pronto en el ejército y había conseguido hallar su lugar en la jefatura militar, ocupando un pequeño puesto como secretario del director de asuntos internos. Era un buen puesto, y si se mantenía ahí durante años lo más probable es que él mismo sustituyese a su superior.

Era muy parecido a su padre. Por lo poco que le recordaba, tenía unos ojos iguales, azules oscuros, y el cabello rubio. El de su padre era mucho más ralo, pero el joven tenía una frondosa melena que se había atado en la nuca con una cinta. Y se había traído su traje de gala militar para la ocasión. Tenía los labios rosáceos, y húmedos. Y las manos enguantadas y posadas sobre el regazo. Miraba al rey desde la distancia con la actitud rígida propia de un militar.

—Póngase en pie el caballero Loui de Voiser-Saboy. —Dijo el rey, tras que el juez introdujese en la sala la problemática de la ausencia aún de un duque que heredase el ducado de Gasconia.

La problemática surgida, a causa del repudio sobre su madre, y por tanto sobre su descendencia, había traído el conflicto entre los familiares más cercanos del duque. Pero el problema no era una cuestión de avaricia, sino todo lo contrario, de terror. Asumir el ducado era asumir el castigo.

El muchacho, sentado en una de las primeras filas, se puso en pie y saludó al rey y al juez por igual.

—Loui de Voiser-Saboy, te declaramos desde hoy y oficialmente duque de Gasconia, a todos los efectos, y heredarás el ducado y todas las propiedades que vuestro padre dejó sin heredero.

—Majestades, os agradezco el nombramiento y considero lógico y comprensible que se haya pensado en mí el primero para heredar el título de conde, pero es mi deseo rechazar este honor.

El rey me miró de reojo pero yo no le devolví la mirada. El joven estaba tan convencido de su negativa que apenas le tembló la voz. Venía con el discurso aprendido, estoy segura de ello. Y reconozco que comprendí los sentimientos que le movían a negarse a esa herencia. Pero no había modo de librarse. No había mejor candidato y por nada del mundo invertiríamos más tiempo en buscar a otro candidato.

—Lo sentimos, no es algo negociable. —Sentenció el rey—. Es vuestra obligación por ser hijo de quien sois y me temo que aunque tengáis aspiraciones militares, deberéis aprender a compaginarlas con este nuevo cargo que se os ha entregado.

—No son solo mis aspiraciones. Temo no tener las aptitudes ni la ambición necesarios para poder gobernar un ducado.

—Muchas veces es mejor no tener demasiadas ambiciones para saber cómo gobernar con la cabeza fría. —Intervine

En la mirada del muchacho entreví un desafío. No uno de palabra. Un desafío personal que se estaba fraguando dentro de su mente. Y pensé que respondería al rey, que se haría valer y que no aceptaría de buen grado que se le hubiese asignado duque, pero asintió, acatando las órdenes del rey y se dejó convencer con tan escueta explicación.

—Muy bien, altezas. Si aún habiendo expresado mi desacuerdo, sus majestades insisten en que tome el título de duque, que así sea. —El muchacho, serio y respetuoso, inclinó la cabeza a modo de reverencia y volvió a sentase en su puesto.

El rey suspiró de alivio por no encontrarse más reticencia con el joven, y aunque reconozco que ambos nos esperábamos un acalorado debate, al menos si no por parte del muchacho puede que si por parte de algunos de sus consejeros o acompañantes, la situación había quedado resuelta con agilidad y resolución. Aunque el muchacho aún miraba al rey con ese mentón en alto y esos ojos oscuros y brillantes.

De vuelta al caso que allí se desarrollaba, se hicieron llamar a los acusados y ambos dos, el Conde de Tourson y el Marqués Granoulille, se pusieron en pie. Primero se les preguntó individualmente acerca de los acontecimientos que habían tenido lugar el día de la entrada en París. Cómo habían llegado, la conversación que habían tenido junto con el duque en el consejo, y lo que ocurrió después. Ambos dieron versiones muy similares, afirmando que el duque había salido por patas una vez se enteró de que los dos ejércitos que traía consigo habían dejado de serles fieles y habían cambiado de bando, pasando a manos del rey y de la reina.

El público exclamaba de sorpresa y admiración y reconozco que me sentí bastante alagada con esos ecos de asombro. El conde de Tourson producía ridículo y risa en el publico, con su habla entrecortada y sus explicaciones innecesarias. Divagaba y a veces se rectificaba sobre la marcha. Pero el marqués por el contrario era claro, conciso y bastante breve en sus respuestas. Solía contestar con Si, No, y alguna que otra aliteración. Cuando debía dar descripciones, no usaba apenas adjetivos y se limitaba, como un buen soldado haría, a dar pautas limitadas que mostrasen imágenes concretas. Su habla me recordaba a los escritos de Cesar en su conquista de las Galias.

Cuando se les preguntó por el germen de aquel levantamiento, sí dieron versiones diferentes de lo ocurrido. El conde parecía contrariado y se excusó en que su pueblo, los nobles y los gentilhombres de su condado estaban a favor de aquel movimiento independentista, y simpatizaban con las ideas del duque a pesar de que él mismo estaba bastante airado contra él. Al parecer se había acostado con su mujer, tema que salió a relucir en el juicio y que le hizo volverse rojo como un tomate.

—Puede que vuestra mujer os calentase la cabeza por las noches mientras ella le calentaba la cama al duque… ¿Es eso lo que ocurrido? –Sugirió el letrado en representación del rey.

—No señor, mi mujer no se mete nunca en temas de política. Ni los entiende ni los soporta.

El marqués por el contrario avino a afirmar que toda la culpa había sido de él. Que su pueblo no colindaba con aquellas ideas independentistas y sin embrago el duque le había tenido amenazado. Estos últimos años se había dedicado a cortar caminos, contaminar pozos, aleccionar a los ciudadanos contra su familia y lo que es peor, amenazó con casarse con la hija de aquel hombre viudo si no tomaba partido en su causa.

A pesar de sus palabras no había un verdadero sentimiento de conmover a la audiencia, se limitó a contar de la forma más simple y sencilla lo que había ocurrido y así nos lo expuso. Pero reconozco que me sentí francamente conmovida. Era una situación difícil y aunque pudiera llegar a entenderla, eso no lo libraría de la pena.

—¿Qué hizo cuando supo que quería desposarse con su hija?

—La casé con otro hombre, y eso enfureció al duque. No me quedó de otra que acatar sus intenciones para con el gobierno del rey

—¿Acaso no habría sido un buen partido para su hija el casarse con un duque?

—Yo sabía en el fondo que el duque no se desposaría con ella, pero eran otras intenciones del duque para con mi hija las que me preocupaban.

Todo el mundo entendió aquello y aunque el letrado estaba dispuesto a seguir con las preguntas, el juez creyó que era suficiente.

Cuando habían pasado más de dos o tres horas de traer testigos, hacer hablar al rey e implicados, después de que algunos miembros del consejo diesen su opinión, meramente formal de lo acontecido, se procedió a anunciar las sentencias. El juez estaba precavido de lo que debía decir, pues nada de lo que se descubrió en el juicio cambiaba el rumbo de nuestros planes. Aquello era puramente teatral.

—Al ducado de Gasconia, —comenzó anunciando el juez, cuando los acusados se habían puesto en pie—, se le condena a pagar una multa: Se le duplicarán el importe de los impuestos anuales durante tres años. Dado el fallecimiento del antiguo duque, y gracias a la consideración de los monarcas, se le perdona cualquier clase de castigo personal al actual duque o al letrado representante del territorio. Siempre y cuando al finalizar los tres años se haya saldado la deuda.

Aquello era una condena injusta, desde luego, porque habría sido mucho más sencillo condenar a muerte a cualquier amigo, consejero e instigador del antiguo duque. Por no hablar de que era un terreno pobre, y justamente por sus estrecheces económicas había comenzado aquella sublevación. Pero no había otro remeció, y el dinero era efectivo, siempre que llegase a la capital. Nadie protestó, todo lo contrario, aunque hubo un arranque de sorpresa y desesperación en la cara del señor Paul, a causa de la suma que se les había impuesto estaba agradecido de no tener que lidiar con ninguna clase de castigo. Igual que el joven duque que se había sentado detrás de él. Ambos cruzaron una mirada de alivio mezclado con conformismo.

—Al Conde de Tourson y el Marqués Granoulille, acusados directamente a alta traición, de instigación y malversación, se les condena a reclusión perpetua en sus domicilios actuales, y a pagar una multa de 500.000 coronas de oro en un plazo de seis meses.

Aquello sí que fue realmente una sorpresa. Aquellos hombres ya se veían en la orca, y acababan de salvar la vida. Se miraron entre ellos y después miraron al juez. Por último miraron al rey y me miraron a mí con ojos profundamente conmovidos. Pero la alegría les duró un instante. Aquella cantidad de dinero era imposible que la pudiesen pagar en tan corto plazo, y aún así, parecía un trato demasiado bueno. No estaban seguros de que la sentencia hubiese quedado ahí y aún esperaban una posible respuesta del rey. Pero no hubo nada más.

—¿Nos perdonáis la vida, mi señor? —Preguntó el conde al rey, con ojillos lagrimosos y las manos temblorosas. El rey asintió y se levantó para volver a repetir el veredicto si era necesario.

—No habrá ninguna clase de castigo físico. Tampoco la muerte. Un hombre más o un hombre menos, no significan nada, pero en estos tiempos de guerra, cuando mueran centenas en el norte del país, es necesaria la colaboración de todos. Doy mi palabra de que el dinero se invertirá bien y lo llevaremos íntegro al norte para ayudar a nuestros soldados que están en el frente, para llevarles comida, ropas y todo el armamento que sea necesario para que esta guerra termine cuanto antes.

—No se les olvide que estarán recluidos de por vida. Bajo estrecha vigilancia. —Les recordé a lo que ellos parecieron menos esperanzados—. Pero podan ver a su familia, y a sus amigos. No les privaremos de eso. Una vez quede saldada la deuda, se les retirarán los títulos de conde y marques y serán otros quienes ocupen ese lugar. Espero que sea suficiente como para que otros puedan aprender de sus errores, caballeros.

Todo el mundo parecía alborozado. La sorpresa había sido grande y parecían tranquilos y felices. Incluso quienes al principio los abucheaban al entrar en la sala. Ver a reyes benévolos y comprensivos transmitía un alivio casi indescriptible. Pero había que saber manejar con cuidado esa benevolencia. Mi padre solía decir que un rey ha de ser como un buen padre, comprensivo pero justo.

El juez estaba a punto de dar por finalizado el juicio cuando el joven Loui se levantó de su asiento y llamó la atención del juez.

—Antes de que termine el juicio, y como nuevo duque de Gasconia, me gustaría hacer una denuncia contra el proceso que se ha llevado respecto a la muerte de mi padre.

Toda la sala quedó en silencio. El rey miró al muchacho y después él y yo cruzamos una mirada cargada de interés y aversión. Parecía querer decirme: No me lo puedo creer, tan pronto nos está dando problemas. Estuve a punto de esbozar una sonrisa pero no me gustaba nada cómo estaba poniéndose aquello así que hice sentar al rey de nuevo donde estaba y ambos miramos al joven con la esperanza de que aquello no fuese más que un arrebato por su nueva posición en el mundo. Pero aquello no auguraba nada bueno, trabajaba en la sección de asuntos internos del ejército y tenía conocimientos y experiencia en el tema que trataba.


—¿Qué queréis decir, duque? —Preguntó el rey con tono seco—. La investigación que se llevó a cabo por la muerte de vuestro padre quedó resuelta.

—Tengo motivos para sospechas que la investigación fue un fraude, que no se llevó tal investigación, y que mi padre muró a manos de otros hombres que no fueron los que se castigaron.

Aquello era una acusación terrible, mucho más porque sus ojos nos miraron directamente al rey y a mí, no con la súplica de alguien que pide respuestas o con la expresión de un niño que exige una solución, sino la de alguien que nos acusaba directamente. Entonces el rey volvió de nuevo el rostro hacia mí, buscando apoyo, y con la mirada malentonada de quien se siente acusado de algo muy grave. Yo me enfadaba por momentos y el muchacho lo sabía. Sabía lo que su acusación nos provocaba y disfrutaba de ello.

El juez sin embargo estuvo más rápido que nosotros dos.

—Duque, este no es el lugar ni el momento. Si desea hacer una denuncia, deberá presentarse debidamente frente a un…

El rey habló por encima del juez:

—¿Tan pronto vais a causarnos problemas? —Su tono fue casi juguetón, como el de un hermano mayor que advierte al joven de no meterse en líos.

—Exijo una investigación formal.

—Ya se llevó a cabo. —Dijo Enrique—. Y se halló a los culpables. Se les detuvo y se les castigó.

—¿Entonces, no habrá problemas si yo mismo lidero una investigación?

—¿Otra? —Preguntó el rey con una sonrisa y tras mirarme en busca de apoyo y hallarme sin palabras, se sentó, se encogió de hombros y miró al joven con desinterés—. Haced lo que gustéis, será estéril…

—Lo cierto es que hemos encontrado testigos que afirman haber visto a los supuestos asesinos en la ciudad, en una taberna del centro, la noche del crimen. Imposible que ellos pudieran estar en dos lugares a la vez. O que llegasen a tiempo para…

—Este no es lugar, como os ha hecho ver el juez. —Le corté, levantándome del trono y miré al juez en busca de que diese por terminado el juicio. Al hacerlo, no pude evitar desplazar la mirada hacia la balaustrada donde se encontraban Juan y François, el uno al lado del otro, evitando mirase y con el cuerpo en tensión y la mirada perdida—. Pero es un punto importante, y todos somos humanos y podemos cometer errores. Si consideráis que se pudo cometer fallos en la investigación, tanto el rey como yo estaremos encantados de escuchar vuestra propuesta.

Ante la inactividad del juez, el rey dio por finalizada la sesión y todo el mundo comenzó a desalojar la sala. Cuando el camino quedó libre para poder llegar hasta él, me acerqué a su asiento y señalé el camino por el que salía la multitud,

—Acompañadme, quiero que me contéis todo lo que habéis averiguado, Duque.



 

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Personajes nuevos:

LOUI VOISIER-SAVOY: Hijo del duque de Gasconia, repudiado por su padre y heredero del ducado a petición real. 

[Para saber más: Anexo: Personajes]

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