UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 44
CAPÍTULO 44 – CARTA DESDE INGLATERRA
El palacio real tenía una gran capilla donde todos los días se oficiaba misa. Aunque no era muy visitado, todo el mundo que vivía en él prefería acercarse a esta capilla antes de salir del palacio y recorrer las calles de París para dejarse caer en la catedral. Los días de mayor afluencia eran las grandes festividades, o los domingos, en su defecto, de esos aburridos que nada hay mejor que pasearse a medio día por la capilla para oír misa o encontrar una conversación o un cotilleo en medio de las oraciones.
Aquello solía ser demasiado para mi estado de ánimo y cumplía con mis deberes religiosos en la intimidad de mis aposentos, junto al reclinatorio del dormitorio o bien en compañía de mi confesor. Pero en las horas de menos afluencia y cuando quería deshacerme de la compañía de mis damas, me dejaba ver por la capilla y me sentaba en uno de los bancos, cruzando miradas de complicidad con el sacerdote, que por lo general entendía y se refugiaba en su despacho para dejarme a solas. Manuela me acompañaba a veces en las oraciones pero lo normal era que se quedase a un lado.
Cuando llegué a Francia adopté esta costumbre, sobre todo las tardes de frío, donde era tan agradable sentirse allí rodeada de todas aquellas velas, su calidez y su ardor era reconfortante, mucho más que los dormitorios y los gabinetes. Tal vez una capilla era el recordatorio de una patria que había dejado atrás, y aquellas nuevas habitaciones me resultaban insultantemente desconocidas. Pero desde el momento en que supe que esperaba un hijo, había vuelto a tomar el hábito de asistir a misa más de continuo y a pasar más horas dedicados a los rezos. No supe muy bien entonces si era una forma de procurar no pensar en ello o solo un medio de encontrar un refugio adecuado para mi alma y mi espíritu. Y el de mi hijo. Me convencí de que nada malo podía ocurrirnos a ninguno de los dos si estábamos bajo un techo sagrado, pero en verdad me preocupaba la salud de mi alma más que la de mi cuerpo.
A veces me hubiera gustado compartir aquellos temores con mi marido, pero temía preocuparle, más de lo que ya estaba. Igual que yo, aparentaba no sentir miedo o congoja, pero podía entender sus temores, mucho mejor de lo que imaginaba. Después de haber perdido a una esposa por un mal parto, el miedo se acentuaba con una nueva oportunidad. Yo había perdido a mi madre de la misma manera, y era un dolor punzante e impotente. Me hubiera gustado hablarle del odio que sentí hacia Dios cuando me la arrebató siendo yo aún muy niña. Y de todo el daño que causó a mi padre su pérdida. De la injusticia que se siente, y de cómo nos corroe con preguntas y desasosiegos que no hallan reposo. Le sugerí al rey que me acompañase de vez en cuando a la capilla, pero sus miedos se calmaban en la caza, allí hallaba el sosiego y el temple.
Ya era tarde, y había pasado las últimas horas del día allí recogida mientras Manuela se había encargado de hablar con el sastre y de darle las indicaciones oportunas para un nuevo vestido. Desde la sugerencia de Inés, me había tomado una semana al menos para entrar en razón y acordar con Manuela un diseño para la nueva prenda. La noche ya se había cubierto el cielo de la ciudad pero allí dentro podría haber sido de día y no lo habría percibido. Yo esperaba a Manuela, que había prometido venir a buscarme, pero fueron los pasos de Juan los que me sobresaltaron, atravesando la nave central hasta detenerse a mi lado. Miraba junto conmigo el altar y el retablo lleno de pinturas e imágenes. Como la mía, su mirada también se había perdido en algún punto lejos de allí. Yo hice por no mirarle pero tan pronto como él volvió el rostro en mi dirección, yo le imité y cruzamos una mirada seria y cálida, alumbrada por los candelabros, y embriagados por el aroma del incienso y el barniz de los bancos, nos sonreímos débilmente.
—Espero a Manuela. —Dije y él asintió. Estuvo a punto de sentarse, pero su amago quedó en eso, un mero ademán. Yo señalé el banco a mi lado y acabó por ceder, dejándose caer a mi lado sonriéndome con galantería.
—Me manejáis como a un instrumento. —Suspiró y yo sonreí—. No tengo tiempo para sentarme a vuestro lado, y compartir un momento a solas. Hay cosas que requieren nuestra presencia inmediata.
—¿Se quema París? —Pregunté y él negó, divertido—. ¿Y España?
—No, mi señora.
—¿Mi marido, a muerto?
—No, no lo creo. No…
—Entonces podemos tomarnos unos minutos. ¿No te parece?
—Como deseéis. —Suspiró resignado y se acomodó un poco más, cruzando las piernas y pasando una mano sobre otra en su regazo. Solo le faltaba suspirar para terminar de coger la postura, pero se contuvo.
—¿Me habéis estado buscando largo tiempo?
—No. Hallé a Manuela en el gabinete con el modisto y me mandó a buscaros aquí.
—Hum…
—¿Os haréis un nuevo traje? ¿Qué os parece con un cuello a la italiana, como se llevan ahora? Vuestras clavículas son excelentes… —Murmuró divertido y me miró con ojos de cachorro. Yo suspiré y no pude evitar sonreírle con candor. Aquello le espantó lo suficiente como para erguirse de nuevo y lanzarme una mirada llena de pavor. Miró en dirección al altar y frunció el ceño como quien acaba de caer en un mar de preguntas y cuestiones sin respuesta.
—¿Estáis huyendo de vuestras damas?
—Hoy están bastante entretenidas. Ha venido al palacio todo un pelotón de soldados que se alistarán de inmediato a las tropas del general. Han venido a ser bendecidos por el rey y partirán mañana. Apenas unos críos. Han tenido los ojos puestos en ellos toda la mañana y parte de la tarde.
—Los he visto. La mayoría no tiene los quince años.
—Es una locura… Esta guerra debe terminar antes de que Francia se quede sin hombres…
—¡O acabaremos gobernados todos por mujeres! —Exclamó volviendo a intentar hacerme rabiar.
—Tú bien sabes lo que se siente… —Suspiré y di por finalizada aquella charla pero al levantarme sentí un intenso tirón en el vientre. De esos que retuercen el cuerpo en un amasijo de contorsiones. Lo disimulé lo máximo que pude agarrándome el vientre y apoyándome en el banco de delante y juro que apenas sí pareció que me había aquejado el cansancio o una mala postura, pero Juan sostuvo mi antebrazo con susto y cuando me erguí me agarré con fuerza a la tela de su jubón.
—¿A qué habías venido a buscarme?
—Si estáis indispuesta no tenéis que venir…
—Estoy bien. ¿A dónde tenemos que ir?
—El conde de Armagnac ha convocado al consejo.
—¿A qué viene convocar el consejo a estas horas de la tarde? —Le pregunté mientras salíamos de la capilla y nos dirigíamos por los interminables pasillos hasta la sala del consejo.
—Creo que ha recibido una misiva, pero no advierto a saber de quién. De todas maneras ahora nos lo dirá. No creo que se haga derogar demasiado.
—¿A quienes ha reunido? Al rey, a la reina madre, a mí…
—Si preguntáis por el embajador inglés, no, no lo ha hecho llamar. Tampoco a su hijo que se encuentra ya en el norte.
—Esto me huele mal. —Dije mientras apretaba con fuerza las cuentas del rosario que me había llevado conmigo a la capilla. Él asintió con aire meditabundo.
—Tampoco yo me esperaba esta reunión. Estoy algo inquieto, he de confesarlo.
—No hagáis que me preocupe, conde. —Reí.
Cuando llegamos a la puerta del consejo, Juan hizo el amago de marcharse pero yo lo detuve con un ademán.
—¿A dónde vas?
—A mi no me ha convocado, solo me ha pedido que te haga llamar…
—Quédate. Eres mi consejero. Vamos…
Entramos los dos y el rey se levantó al verme. Me saludó y me señaló un asiento a su vera. Juan se sentó a mi otro lado y cuando alcé los ojos encontré la mirada de la reina madre, que me culpaba de aquella reunión. Era más que evidente. Tenía la nariz algo arrugada y los labios fruncidos. No lo expresó en palabras pero todo el aire que se respiraba en aquella sala me inculpaba de aquella súbita perturbación en la calma. Sonreí para mis adentros, estaba segura de que realmente tenían razón al acusarme.
El conde tardó bastante en llegar. Nos había convocado a las ocho y media y no se presentó hasta pasadas las nueve y cuarto. Durante ese tiempo habíamos empezado a especular sobre a qué se debía aquella reunión, si le habría pasado algo al conde por lo que no regresara o si aquella espera era realmente parte de una actuación improvisada para hacernos caer en la desesperación. Incluso llegué a preguntarme si no estaría aprovechando para espiarnos desde la celosía de madera al final de la habitación. Contuve el aliento y sentí la presión de una mirada sobre mi espalda, pero no eran más que fantasías, producto de la larga espera. Reconozco que en ese instante, y por primera vez, eché en falta la presencia de François a mi alrededor. Como una madre que ha perdido de vista a uno de sus hijos, o como la hermana que siente a su hermano lejos, en la guerra.
El conde entró dando un empujón a la puerta, y después la cerró con un portazo, sin esperar a que los pajes y sirvientes la cerrasen por él. En ese arranque de enfado, el conde ya había mostrado todas sus cartas. Era mal actor, y peor mentiroso. Si aún conservaba algo de la sorpresa inicial que él había empujado a reunir al consejo, ya se había disipado, y aquel enfado que exhibía no era sino una mala actuación. Fui la única que pude sentirlo así. El resto realmente se acobardaron, pero a mí me hizo mucha gracia su esfuerzo por parecer decepcionado y temeroso de Dios, hasta el punto de mostrar toda su rabia con la puerta.
—Mi muy señora majestad, —dijo, refiriéndose por su puesto a la reina madre—, se nos viene el más horrible de los escenarios.
Pobre mujer, pensé, el drama que le está montando.
—¿Qué estáis diciendo, conde? ¿Qué ha ocurrido?
—Su majestad, desde que he recibido esta misiva a primera hora de la tarde, no he podido dejar de temblar. —Sacó del interior de su jubón una carta con un sello y una cinta de raso azul. Nos la mostró desde aquel lugar que había ocupado de pie en la mesa. La exhibió ante nuestros ojos como si hubiese encontrado un pedazo del santo grial. Yo miré, como miramos todos, con ojos atentos y el carácter perturbado. La reina se agarraba el pecho con inusitada intranquilidad.
—¿Qué es lo que ha sucedido, maldita sea? No me dejes en este estado.
—Casi no me atrevo a contároslo…
—Estáis poniendo a mi madre en un estado de nervios que es contraproducente a su edad… —Dijo el rey levantándose del asiento y extendiendo la mano con intención de tomar la carta, y cortar por lo sano aquella actuación mal ensayada.
Aunque el conde le entregó la misiva, no por eso dejó de hacer de portavoz.
—Las noticias de la muerte del duque han llegado realmente lejos, y han perturbado la razón de muchos hombres importante, considerando el gobierno de su alteza como una tiranía falta de honor y compromiso.
—El sello es del rey. —Dijo la reina madre, arrebatando la carta a su hijo, que aunque ya estaba abierta, se debatía en desdoblar—. ¡Es del rey inglés!
—Y de Inglaterra viene este mensaje. ¿Acaso no advertís que…?
—Viene a nombre de los reyes. —Dijo Enrique mientras se hacía de nuevo con la misiva, una vez su madre había tenido el valor para abrirla. Ambos se la disputaban como niños. Estaban inquietos, y es lógico—. ¿La habéis abierto y leído sin mi consentimiento?
—Vuestro secretario me la ha enviado directamente a mí, al saber que era del rey inglés.
—No es del rey inglés. –Dijo la reina madre, volviendo a tirar del legajo, pero sin quitarse completamente de las manos a Enrique. Lo sujetaba por una esquina y tiraba del papel hacia ella con intención de asomarse a la firma.
—No, no es del rey inglés. Es del duque de Bucking, pero habla en nombre de su majestad el rey Jaime…
—¿Y qué dice la misiva? —Pregunté.
—La misiva viene a culparos, mi señora, de las atrocidades que se están cometiendo en este país. Con mucha palabrería y florituras inglesas, pero esa es principalmente la razón de su mensaje. El conde de Bucking ha advertido al rey inglés de que vuestra presencia en este país, no es sino contraproducente para el buen funcionamiento de los acuerdos que se están fraguando entre nuestros países y os culpa directamente de haber causado la muerte del duque de Gasconia conocido de su majestad Jacobo y del propio conde.
—También era nuestro conocido, eso no lo hacía menos traidor. —Advirtió Enrique mientas dejaba el papel a su madre para que lo leyese—. ¿Acaso a mí no me culpan?
—Era vuestro primo, jamás habríais atentado contra un familiar, alteza. Vuestro honor y vuestra…
—¿Qué más dice la carta? —Pregunté. Estuve a punto de soltar mi lengua y preguntarle, si en esa misiva no hablan de sus acuerdos personales, de las ganancias que ambos estaban obteniendo de la guerra o de lo conveniente que había sido la muerte del duque…
—¿Acaso no estáis ni un poco asustada? —Preguntó mientras se apoyaba con ambas manos en la mesa, con aire desafiante. Yo le miré.
—Me culpan de la muerte del duque. ¿Y qué? No se puede demostrar lo que no es cierto. Y mi conciencia está limpia, Dios lo sabe. Los ingleses son unos embusteros, y unos mentirosos…
—¿Eso pensáis? Habéis mandado a mi hijo a comandar los ejércitos con un inglés como mano derecha. ¿Eso a caso no os reconcome la conciencia?
—También los franceses son unos impostores. Pero me veo en la obligación de gobernarlos. Estar precavida me ahorrará fingiros una mueca de sorpresa cuando os descubra en algún embuste.
—¡Oh! Dios santo, qué contratiempo se nos avecina… —Murmuró la reina madre, soltando la carta sobre la mesa y levantándose con la mano sobre la frente. Parecía angustiada y fatigada. El rey se la quedó mirando con espanto y Juan alcanzó la carta para mostrármela. Yo la leí con calma.
Después de la ristra interminable de títulos y menciones, el duque de Bucking, en términos muy formales, se avenía a mostrar su preocupación por los acontecimientos que habían estado ocurriendo recientemente en Francia. En concreto, el intento de magnicidio por parte del duque y su posterior muerte. Sentía su pérdida, pues parecía ser un antiguo amigo, pero del que había perdido hacía tiempo el contacto. Al mismo tiempo, me culpaba de su muerte a causa de las habladurías, y de haber complicado la situación del país desde que me había sentado en el trono. Pero su tono era condescendiente, con un fingido intento de paternalismo. Me habló directamente a mí en una escueta frase:
Vuestra merced debería tener precaución y
ser más humilde en país ajeno al suyo. Las políticas no son iguales en todas
partes y a veces hay que dejarse guiar cuando se está en tierras desconocidas.
Y justo después, se comprometía a partir a Francia nada más sellase aquella misiva.
—Va a venir. El duque de Bucking se presentará a principios del mes que viene, para entablar conversación con nosotros, directamente, para buscar una explicación a la muerte del duque.
—¿Habéis visto en qué líos nos habéis metido? —El conde me arrebató la misiva y se la volvió a guardar como si no fuese digna de sostener en mis manos una carta de aquel—. He mandado volver a mi hijo cuanto antes. Debería estar aquí, y no guerreando con un inglés en el norte.
—Su hijo vendrá cuando la reina lo requiera. —Le espeté mientras él me fulminaba con una mirada que pretendía ser de arrogancia pero se quedó en mera burla.
—Nos abocareis al desastre. Vuestro inglés buscará los medios para traicionarnos y acabar con los pocos hombres al frente que nos quedan. Esperad a que el duque de Bucking sepa esto, se pondrá realmente furioso.
—No soy una niña para que me asustéis con el coco…
—Si no estáis preocupada, es que sois ingenua. Viene el hombre más poderoso de Inglaterra a ajustarte cuentas. —Me señaló con un dedo, acusador, pero aquello ya fue intolerable y el propio rey puso una mueca de rechazo. Juan se irguió en el asiento y yo miré aquel dedo, queriendo reducirme al papel de su hija, una fulana que se ha metido en la cama de quien no tocaba—. Tendrás que darle las explicaciones pertinentes, y sacar a este país del embrollo en el que estamos metidos. O volverte a España mientas aún estas a tiempo.
—Vos también sois un ingenuo, pues. Dado que este temor no es más que fingido. Os alegráis, en el fondo estáis extasiado de que alguien mayor y más poderoso que yo venga a cantarme las cuarenta. Incluso si eso significa mandar a Francia al desastre…
Aquello le devolvió a la realidad. Contuvo su entusiasmo y volvió a colocarse la máscara de la desesperación. Pero ya era demasiado tarde. Me incorporé y suspiré con pesadez.
—Si eso es todo, me marcho, tengo aún cosas que hacer. Más os vale encargaros de la reina, la habéis dejado en un estado de nervios imperdonable. —Murmuré y Juan me condujo hasta la salida. El rey pronto nos alcanzó y avanzó a nuestro lado, siguiendo nuestro paso en silencio.
—Estoy preocupada. —Dije mientras nos adentrábamos en mi gabinete. Manuela ya había terminado con el modisto y al vernos aparecer sirvió unas copas de licor, pero nos quedamos allí de pie en medio mirándonos los unos a los otros.
—El conde debe estar ciego, entonces… —Rió Juan.
—La misiva del duque de Bucking no debía haber llegado tan pronto, me han fallado los cálculos. Tal vez estimé que el duque se tomaría algo de tiempo para reflexionar una respuesta…
—¿Qué os preocupa, mi reina? —Preguntó Enrique.
—Temo que el conde pueda querer deshacerse de las cartas comprometedoras que posee. En un arranque de inquietud o de paranoia.
—Esperábamos que François ya estuviera aquí para cuando llegase la carta del duque…
—¡Haz que venga! —Le dije al Rey sujetando la manga de su jubón—. Mándale un mensaje urgente, manda a un jinete con dos caballos y haz que venga, pronto. En cuanto reciba la misiva de su padre debe partir de inmediato. Sin que sospeche que le hemos hecho llamar nosotros.
—Bien, así lo haré. —Manuela le ofreció una de las copitas, y él se la tomó de un trago y partió fuera del gabinete. Sin embrago yo aún me quedé allí mirando el camino por el que había desparecido mientras me frotaba las manos.
—No es eso lo único que os perturba. ¿Qué es? ¿Qué más tenéis en la mente…?
—Aun no he recibido respuesta de la reina de Venecia. Tampoco de mi tío, el emperador. —Aquello me sumía en un desasosiego terrible. Sentía las fibras de mi cuerpo desligarse poco a poco hasta deshacerme en pedazos.
—Yo no he conseguido al portugués, mi señora. Él y su familia aún están resentidos por no haberos tomado por esposa…
Unos días después me entregó una carta que le había llegado desde aquellas tierras, donde el rey luso escondía su rencor y resentimiento detrás de razones políticas y de honor. Juraba y perjuraba que no era honesto apoyar mi causa, siendo la hija del rey español que todos los años guerreaba en sus fronteras, y mucho menos a una reina francesa, que había estado limitando el comercio por mar, a causa del bloqueo naval.
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