UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 46

CAPÍTULO 46 – UNA SEGUNDA INVESTIGACIÓN

 

Hicimos llevar al duque a la sala del consejo y Juan, François, el rey y yo nos reunimos fuera de la estancia. Nos habíamos juntado de forma improvisada, porque pensaba atenderlo a solas, o como mucho bajo la presencia del rey, pero era lógico pensar que Juan y el general se habían sentido incómodos y recelosos por las intenciones de aquel nuevo duque y deseaban estar presentes en aquella reunión. Sin embargo los mantuve a ralla.

—¿No creen ustedes que el joven pueda sentirse aún más amenazado si se encuentra rodeado, caballeros? —Les pregunté, interponiéndome entre la puerta y ellos. El rey por el contrario parecía al margen de aquello. Entraría tanto si me gustaba como si no.

—¿Qué le diréis? ¿Qué pensáis hacer con él? —Me preguntó Juan, y yo alcé una ceja con expectación.

—Escucharé lo que tenga que decir, y en base a eso ya veremos qué hacemos…

—Se os ha acusado de un delito muy grave, mi señora. –Asumió François—. Y se están hablando de temas mayores. Es imprescindible que estemos presentes…

—No. No lo creo. Y tampoco creo que el rey deba estar presente, pero no creo que vaya a poder disuadirlo. Así que más os vale perderos de mi vista, y no husmeéis detrás de la puerta. El joven no parece idiota. —Me volví hacia la puerta pero me detuve a tiempo y me volví de nuevo hacia ellos, y señalándoles con un dedo acusador, murmuré—: y tampoco espiéis por los pasadizos, si no queréis lamentar el día en que nacisteis.

—Soy el general de los ejércitos de vuestra alteza. —Expresó François, agarrándose una muñeca con la otra mano tras su espalda, en actitud arrogante, pero formal y precavida—. Ese muchacho trabaja para el ejército, por lo que a mí respecta, soy su superior, y tengo derecho a…

—¿Y quién es vuestro superior, François? —Preguntó el rey, impaciente, a punto de entrar al consejo—. Recordádmelo…

—Usted, alteza. –Murmuró el joven mientras descruzaba los brazos y bajaba el mentón.

—No volváis a hablar en ese tono a la reina, o a rebatirle una orden. ¿Me habéis oído?

—Sí, su majestad. —Asintió el muchacho, y sin querer seguir dándose de cabezazos contra la idea de entrar en el consejo, se dio media vuelta y se marchó por el camino por el que había llegado. Juan sin embrago se mantuvo allí con los ojos chispeantes de emoción. Me miró, pero sin la súplica de querer entrar.

—Si me necesitáis, estaré en vuestros gabinetes, con mi prometida.

Aquello lo dijo más para molestarme que como una aclaración, o una rendición a su súplica. Pero no lo tomé en cuenta. El rey yo entramos en el consejo y el muchacho se puso en pie, con los ojos en alerta y las manos cruzadas en su vientre. El rey, tras un saludo cordial se dirigió a su asiento y se dejó caer con aire cansado y el duque Loui me miró esperando que yo siguiese los pasos del rey, o me sentase en algún otro lugar, pero me mantuve de pie, cerca de la puerta, lo que le impedía a él sentarse o moverse de donde estaba.

Esperaba que fuera el rey quien primero se dirigiese a él, pero Enrique se limitó a sentarse en su trono y se quedó mirando al joven duque con las manos entrelazadas sobre sus piernas. Entonces el muchacho desvió la mirada en mi dirección que no podía ser más severa y atisbé a sentir el mismo escalofrío que le habría recorrido a él de pies a cabeza. Con un ademán intentó comenzar él la charla pero yo le detuve a tiempo.

—¿Es cierto lo que habéis averiguado? ¿Vuestras fuentes son de fiar?

—Ninguna fuente es del todo fiable, incluso la palabra de un rey puede estar contaminada. —Dijo, con valentía. Enrique le fulminó con la mirada pero yo levanté el mentón y abrí los ojos con sorpresa. Era irreverente incluso en nuestra presencia.

—¿Habéis sido vos quien ha comenzado esta investigación, o los testigos acudieron a vos?

—¿Eso importa?

—Quiero saber si todo esto lo hacéis por vos y por algún tipo de sentimiento de justicia personal o si alguien más conduce vuestros pasos.

—Os aseguro que es solo mi sentido de la justicia el que me…

—En ese caso déjeme que le diga una cosa, duque… —Suspiré, acercándome en su dirección—. También yo tengo testigos, puede que aún más de fiar que los vuestros, que afirman haber visto a aquellos tres maleantes en las zonas aledañas al suceso unas horas después del ataque. He llevado personalmente la investigación, y el mismo rey se aseguró de obtener sendas confesiones de los culpables. Somos los primeros que quisimos limpiar nuestro honor y nuestra reputación, que se había ensuciad con la muerte de vuestro padre. El rey le dejó libre después de que entrase en París con actitud amenazante y aquí mismo, en esta sala, amenazase al rey con asesinarle.

El muchacho miró alrededor, sorprendido de hallarse donde yo decía y cuando volvió la vista a mí, en vez de descubrir en él conformidad, solo conseguí avivar más la chispa de su ingenio.

—¿Qué rey perdona eso?

—Yo lo perdoné. —Murmuró Enrique, y el joven sonrió de lado.

—Yo no lo habría perdonado. Perdonadme, altezas, pero no quiero dar la impresión de que me deje llevar por mis ideas y mis emociones. Tampoco me baso en suposiciones. Pero queréis hacerme creer que el duque vino hasta París con ideas política, que aunque contrarias a lo que yo profeso, eran legítimas, y que tras haber amenazado al rey con matarle, y con ocupar el trono, le dejasteis marchar así sin más.

—Os doy mi palaba de que así fue. Yo misma intercedí por el duque, quise que el rey lo liberase, y no arremetiese contra él. —Suspire—. Era perfectamente consciente de la magnitud que habría supuesto un asesinato, ya lo estáis viendo. En cualquier caso, se le habría detenido como ocurrió con sus acompañantes, y se le habría juzgado, llegado el momento. Pero asesinarle…

—Nunca os he culpado directamente, alteza. No sé porque estáis intentando defenderlos. —Dijo Loui mientras se cambiaba el peso de una pierna a otra. Su cabello, recogido austeramente sobre su nuca, se movía con cada uno de sus gestos. Tenía un dulce rubor virginal sobre su pómulos que acabaría desapareciendo, y una ligera punzada de agudeza intelectual en su mirada. Me apenaría que por su actitud endiablada y arrogante no llegase al menos a los veinticinco años.

—¿Cuál es vuestro plan entonces? ¿Abrir una investigación formal? ¡Dirigirla vos mismo, duque?

—Si es necesario, así lo haré. ¿Acaso esa no sería mi obligación como nuevo duque de Gasconia?

—No. —Sentenció el rey—. Vuestra obligación ahora mismo es la de buscar el dinero necesario para pagar la deuda que vuestros conciudadanos tienen con la corona, arreglar el desastre político y social que dejó vuestro padre en la población y apaciguar a todos los nobles revolucionarios que han intentado separar vuestra región del reino. Esas son vuestras obligaciones.

—¿Y mi honor?

—Vuestro honor se guardará si sabéis cual es vuestro lugar. —Murmuró el rey y se irguió un poco en el asiento. Yo me mordí el interior del carrillo y el joven desvió la mirada hacia mí. Parecía más contento de hablar conmigo, porque le parecía más fácil buscarme las vueltas. O puede que conmigo se sintiese con la libertad de poder ser mordaz.

—Os recomiendo que os conforméis con el resultado que nosotros hemos proporcionado al caso. —Le dije, a lo que él pareció desconcertado.

—¿Qué me conforme?

—Así es. Hemos condenado a tres hombres peligrosos, que confesaron ser los autores del crimen. No hallareis nada mejor en vuestras investigaciones.

—Bajo tortura cualquiera puede admitir lo que sea. —Suspiró, desalentado. Y casi ofendido.

—Os diré algo que tal vez os duela. No conozco la relación que hubierais podido tener con vuestro padre, pero siento deciros que fue afortunado en encontrar la muerte a manos de unos salteadores. Mi intención siempre ha sido la de apaciguar las aguas, pero si vuestro padre no se hubiera detenido a tiempo y hubiera continuado con sus intenciones aquí en París, hubiera enfrentado una muerte mucho más dolorosa, tediosa y larga de haber caído en nuestras manos, y no en las de vulgares salteadores. La traición lesa majestad es el peor de todos los delitos. Desmembramiento, destripamiento y decapitación. A vuestro hermano le abandonaron sus nobles y su ejército antes de llegar a nuestro palacio. Huyó de París arrepentido y avergonzado. Ya habéis visto que somos monarcas comprensibles y que sabemos perdonar. No habríamos matado a un hombre que huía de nosotros. Eso no es honroso. Y por otra parte, se ha llevado ante la justicia a tres de los peores asaltadores de caminos que atemorizaban a los viajeros de nuestro país. Puede que no sea un final feliz para todos, pero no puedo ofreceros mejor final.

—¿Y si yo encontrase un final diferente? —Preguntó, más como algo digno de imaginar que como una amenaza. Miré al rey con una sonrisa y este me devolvió un frío gesto del mentón.

—Sois libre de buscar el final que más os plazca. Pero algunos callejones llevan a caminos sin salida, y algunas puertas abren estancias prohibidas. Puede que dentro de vuestra confusión, querrías ir por un camino que no es el correcto, y acabéis hallando un final que no hubierais deseado. Cuando eso ocurra, por favor, recordad que yo os proporcioné una mejor alternativa.

—Lo recordaré. —Dijo, respondiendo con fingida frialdad a aquella amenaza. Soltó el aire por la nariz a modo de término para la conversación y mirando en dirección al rey se despidió, y después desapareció por la puerta.

Ambos, el rey y yo, nos mantuvimos largo tiempo en silencio, mirando directamente hacia la puerta con el corazón en un puño. No sé que estaría pensando el rey, pero a mí me sobrecogió el terror. La idea de que aquel podría ser el principio de nuestro fin, o puede que incluso el final de una paz que se había mantenido a duras penas.

—Crees que…

—No. —Negué con el rostro, advirtiendo lo que estaba a punto de sugerirme—. Por segunda vez ya sería proclamar que somos asesinos. Gritarlo a los cuatro vientos.

—Podríamos deshacernos de los testigos que haya conseguido.

—No, no. Basta de muertes. Eso no está bien, maldita sea. —Dije, golpeando la mesa con la palma de la mano. ¿Nos acusan de asesinos y tú pretendes seguir matando? No tienes remedio. Hay que ser más sibilinos.

—¿Crees que lo hace a modo de revancha por haberlo nombrado duque?

—No, no lo creo. Venía ya con esas ideas, estoy segura. Pero el título le dificultará seguir ese proceso desde más cerca en la administración. Espero que sus obligaciones como duque le disuadan de continuar con esta reyerta.   

Me pasé la mano por la frente, que tenía perlada de sudor. Ese joven había conseguido ponerme nerviosa. Y por un segundo había conseguido hacerme sentir la soga alrededor del cuello. Aquello nos condenaría.

—Ha sido una estupidez no dejar entrar a François o a Juan. —Medité en voz alta—. El general podría haberle intimidado y Juan es más hábil con las palabras que yo.

—Te ha podido tu ego. —Suspiró Enrique y se puso en pie, ajustándose las ropas con además de desinterés.

—¿Cómo?

—Has pensado que con palabras sabias y tranquilizadoras podrías apaciguarlo. Que con una sonrisita y una súplica, y con buen consejo maternal, él cejaría en su búsqueda de la verdad. Pero no te ha servido.

Su sonrisa, cínica y complacida me irritó sobremanera. Se había mantenido al margen para dejarme obrar y presenciar el espectáculo. Yo levanté las cejas con sorpresa.

—¿Acaso no os importa en absoluto este problema? A las mujeres rara vez se las condena, pero los reyes suelen perder la cabeza, querido esposo. Todo el mundo espera de vos que solucionéis esto, incluso yo. Dejad de actuar como si fuerais un espectador de una obra de teatro.

—Es una comedia, no lo convirtáis en drama.

—¡Comedia! —Dije y él se rió encogiéndose de hombros.

—No encontrará nada para inculparnos. Sus testigos no valen nada. Dejadlo estar, y pronto se olvidará de todo esto. Solo es un muchacho con arrestos, nada más. —El rey pasó por mi lado y terminando la conversación con un gesto de su mano se dirigió hacia a la puerta—. Hablad con vuestro conde. Que averigüe qué clase de apoyos tiene en su tierra o aquí para que haya tomado esta iniciativa. Cortad de raíz esas amistades y aseguraos de que tenga trabajo suficiente allí en su asquerosa Gasconia como para que no pueda dormir por las noches.

Sentenció con una mirada orgullosa y salió del consejo dando un portazo. Sorprendentemente aquello era un buen consejo, y un buen punto. Sus palabras me habían tranquilizado lo suficiente como para poder entrever en él una imagen mucho más realista. Había obrado con calma y sabiduría, mucho más que yo.

Salí al poco tiempo también de la sala del consejo y me acerqué hasta mi gabinete. Al abrir la puerta descubrí a Juan tirando de la manga del vestido de Manuela, mientras esta se intentaba zafar con una mueca de pocos amigos. Yo ignoré aquello con la mejor expresión de indiferencia que pudiera mostrar y aunque Juan se sorprendió de mi llegada pareció no cejar en su intento por aprisionar en sus manos el brazo de mi dama. Me senté a la mesa, donde habían servido una copa de licor de moras. Juan ya había bebido de él pero me hice con la copita y terminé el contenido.

—Mi señora, no bebáis licores, estáis en estado… —Murmuró Manuela dando un codazo al conde en el vientre, haciéndole retorcer levemente. Se acercó hasta mí y me quitó la copa de la mano, acercándome en su lugar una bandejita con pastas. Yo las alejé con el dorso de la mano.

—Tráeme algo de vino caliente. —Le dije a Manuela mientras le señalaba la puerta con la mirada.

—No os enfurruñéis, —Dijo ella mientras se llevaba el platillo con las pastas—. Os ha oído acercaros a la puerta y es cuando se ha puesto a tirarme del vestido. No creáis que no lo hace por molestaros a vos.

Como si hubiesen revelado un secreto de estado, Juana abrió los ojos con sorpresa mayúscula y miró a Manuela con descaro, lleno de pasmo y terror, también con vergüenza.

—Lleváis en la sangre lo de ser una traidora. ¿No es eso?

—Os traeré el vino, mi señora, pero una cantidad ínfima. No debéis beber en estado…

—¿Habéis acudido al médico por vuestros dolores? —Me preguntó Juan mientras Manuela desaparecía de la estancia. Lo preguntó con precaución, por si Manuela no se había enterado aun, pero lo cierto es que aunque no se lo había comentado, no le pasaba nada desapercibido. Y tampoco a él.

—No. No quiero preocupar al rey. Tampoco será nada grave. —Suspiré posando una mano sobre el vientre, pero rápido la retiré, sintiéndome completamente despagada de aquello que se albergaba dentro.

—Contadme. ¿Qué os ha comentado ese jovencito del sur?

—El duque parece convencido a abrir una investigación. No confía en nuestra palabra ni en nada de lo que se ha llevado a cabo en el juicio contra los asesinos de su padre. Temo que lo haga por una causa personal más que…

—Eso sería lo ideal. —Reconoció Juan—. Siempre que el muchacho obre por mutuo propio se le puede reconducir, o convencer, o incluso confundir. El problema es si alguien le alienta o le proporciona información. —Se sentó delante de mí y posó su barbilla sobe su mano. Se mesó los cabellos que crecían en su barbilla y después los que enmarcaban sus labios bajo la nariz.

—El rey ha sugerido que investigues qué clases de apoyos pueda tener el muchacho, y eliminar cualquier amistad que pueda…

—¿El rey? –Preguntó el conde sorprendido, inclinándose sobe la mesa. Le lancé una mirada carcajada de ira—. Hoy ha estado ocurrente ¿eh?

—Eso parece. Cree que no habrá mayor problema al respecto, que dejemos pasar el tiempo y las responsabilidades como duque consumirán el tiempo del muchacho como para no poder seguir con la investigación.

—Yo soy de la misma opinión, pero es mejor ser precavidos. Si hay otras potencias instigando al joven para que investigue lo ocurrido…

—¿Pensáis en alguien en concreto?

—Puede que el gobierno inglés. O incluso el mismo conde de Armagnac. —Se tiró de las patillas, pensativo—. No sería una mala estrategia. Os tendría entretenidos unos meses mientras viene el inglés y él puede entablar acuerdos con él a vuestras espaldas.

—El duque de Bucking no viene a eso… —Fruncí el ceño pero el conde levantó la mirada en mi dirección y me lanzó una sonrisa llena de suficiencia y condescendencia.

—Le habéis llamado vos, pero ¿qué sabéis a qué dedicará el tiempo aquí? Tal vez aproveche el viaje para cerrar acuerdos que haya en el aire. O tal vez, viendo la desastrosa situación que hay en palacio se frote las manos.

—Señor, me estáis poniendo un mal cuerpo entre todos… —Dije, incorporándome, pero al hacerlo un fuerte pinchazo en el vientre me retuvo en el asiento. El conde se incorporó lleno de susto y acudió a mi lado con premura. Se arrodillo a mi vera y me sostuvo la mano un instante.


—Es tarde y ha sido un día largo. Necesitáis reposo… —Murmuró, como únicas palabras de consuelo que podía proporcionarme. Yo agarré con fuerza su mano y él me sostuvo el apretón—. Mañana llamaré al médico para que venga a veros a primera hora. No estáis bien, mi señora…

—No pienso con claridad. —Dije, pasándome una mano por la frente—. Tengo migrañas desde hace días.

—Mandaré que os traigan…

—Haced lo que os he mandado. Confirmarme que el duquecito no tiene apoyos, y que solo son ambiciones personales. Mandad a Rodrigo a que lo vigile, que no lo deje solo ni un momento.

—Bien, se hará como habéis dicho.

El conde se levantó y tiró de mí para llevarme al dormitorio pero yo le solté la mano.

—Traedme a François. Id a buscarle, hablaré con él.

—Lo que queráis decirle, me lo podéis decir a mí.

—Tráelo aquí, ahora.

El conde, más asustado que obediente se marchó del gabinete y Manuela no tardó en regresar con el vino. Me tomé una copa entera antes de que el conde regresase con el general. Cuando llegaron, Juan se sorprendió de verme con la copa vacía sobre la mesa y me la alejó con una mirada recriminatoria hacia Manuela que le devolvió un gesto de ingenuidad.

—Mi señora, me han dicho que queráis verme…

—Así es. Lamento no haberte dejado entrar en el consejo. Debí haber dejado que nos acompañases. —Aquello sorprendió más a Juan que a François, que asintió con una actitud calmada. Juan por el contario miró a Manuela con sorpresa, y un sentimiento de injusticia se encogió de hombros como queriendo decir “¿y yo qué?”

—No ocurre nada mi señora, seguro que habéis podido manejar la situación sin mi presencia.

—No, general. No la he manejado bien. Pero ya no importa. Tenías razón en cuanto a vuestro rango. Creo que he subestimado la actitud del duque. Tal vez sus intrigas vayan más allá de una mera llamada de atención. Si se pusiese a investigar…

—Mi señora, os estáis volviendo a acalorar… —Murmuró el conde mientras me miraba de forma severa. Yo me moví incómoda en el asiento. Manuela estuvo a punto de servirme otra copa de vino pero el conde la retuvo, sujetando con fuerza el asa de la jarra.

—Tenéis que aseguraros de que el muchacho no escale mucho en su investigación. Y si es necesario, como superior que sois, limitarlo desde vuestra posición.

—¿Qué estáis sugiriendo, alteza?

—Tiene un futuro prometedor en asuntos internos, el duquecito. Recordadle de la forma que mejor sepáis que ese ascenso depende de vos, y de los reyes.

—Un clásico. —Murmuró el conde, arrebatándole la jarra a Manuela y sirviéndose él una copa, llevándosela a los labios con un ademán encantador.

Muy bien, su majestad, se hará como digáis. —Asintió el general mientras inclinaba la cabeza. Yo suspiré y me dejé caer sobre el respaldo. No esperaba que pusiese ningún tipo de inconvenientes a lo que le pedía, y mucho menos sabiendo que estaba tan involucrado como los demás, o incluso peor. Porque fue bajo su mano por la que murió el duque.

—Me hubiera gustado estar ahí. —Murmuré, frotándome la frente y apretando los dedos sobre mis ojos. El general torció el gesto con una interrogación en la mirada y Manuela frunció los labios. Juan bebía con un ojo puesto en mí—. Así no me sentiría tan mal. Tal vez haber participado, me hubiera producido cierto sentimiento de justicia que me impulsase a defendernos.

Me levanté apoyándome en la mesa, y de vuelta con susto, el conde se acercó para sujetarme el antebrazo pero lo aparté de un manotazo. Se quedó espantado y retrocedió un par de pasos.

—No te perdonaré que nos hayas hecho esto. —Le señalé—. No te lo perdonaré nunca.

Desembarazándome de él me alejé hacia el dormitorio y tras desvestirme y peinarme me acosté. Aquella noche aún la recuerdo. Fue de las peores que he tenido. Se sucedieron una serie de pesadillas y malestares que me tuvieron toda la noche en un delirio febril. Manuela apareció a mitad de la noche sobresaltada y me despertó, pero después de volver a quedarme dormida, incluso con ella a un lado, no pude retomar la calma.



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