UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 21
CAPÍTULO 21 – EN EL CONSEJO
Cuando la reina madre salió de la habitación yo esperé unos instantes y después seguí sus pasos pero tomé el camino contrario. Me dirigí a prisa hasta mis aposentos y encontré a Manuela regañando a una de las damas francesas que había estado ordenando la ropa de mis arcones. Ni si quiera quise preguntar qué estaba pasando. Las dos muchachas francesas se pusieron en pie al verme llegar y yo las miré con despreocupación.
—Marchaos, deseo descansar. —Aquello las dejó un tanto atónitas y se miraron entre ellas—. Fuera. ¿No me habéis entendido? Quiero acostarme. ¡Fuera! Manuela acompáñalas fuera de mis aposentos. Y corre las cortinas, me duele la cabeza.
Manuela se empapó de mi urgencia inusitada y empujó a las muchachas hacia el exterior y cerró detrás de ellas, dejando a las pobres con una mueca de desconcierto en sus rostros. Después fue ventana por ventana corriendo las cortinas y de vez en cuando miraba por encima de su hombro para mirarme con desconcierto.
Yo alcancé un cuaderno de piel con unos cuantos papeles, una pluma y un pequeño botecillo de tinta. Cuando todas las cortinas nos ocultaban del exterior me hice con una vela y la encendí. Ella entonces me miró con espanto, como quien mira a alguien que acaba de perder la razón.
—Mi señora… ¿Qué estáis haciendo?
—¿Dónde está Joseline?
—Hoy se ha tomado el día libre, mi señora. Su padre vino a verme a primera hora para informarme de que madame Joseline debía hacer una visita a su madre.
—Mejor.
—¿Qué hacemos, mi señora? —Preguntó mientras yo le pasé el cuaderno con la pluma y la tinta. Estaba exultante cuando se imbuía de mi excitación. Como una niña a la que le proponen un juego—. ¿Qué ha ocurrido con la reina madre? ¿Qué os ha dicho?
Yo sostuve con mi mano libre uno de sus hombros y ella me miró, cargándose de paciencia.
—No quiero que digas nada más. No hagas más preguntas, ni una sola, hasta que volvamos al dormitorio. ¿Me has comprendido?
—Sí, mi señora. —Murmuró, tan bajo que apenas movió los labios.
—Bien. Coraje, compañera. —Musité. Su rostro se veía sumido en las sombras de la habitación mientras que la luz de la vela pintaba con gruesas pinceladas el pasmo y la curiosidad a partes iguales en sus mejillas.
Alcancé del cesto de mimbre donde ella guardaba su costurero una madeja de hilo gris. Y le pedí que lo sujetase con su mano libre. Después nos acercamos al tapiz y desclavé la punta que sujetaba uno de sus extremos al suelo. Tras desvelar las pinturas que había debajo, Manuela no pudo evitar soltar un suspiro de sorpresa. Pero su pasmo la dejó muda cuando conseguí incrustar uno de los elementos decorativos dentro de la pared y esta se volvió hacia el interior como por un resorte. No pude evitar volverme para ver su rostro pálido como la cal al descubrir aquel pasadizo. Más teniendo en cuenta que ella dormía a pierna suelta cada noche en la habitación contigua al gabinete. Alumbrando hacia el interior le pedí con un gesto que se adelantase y una vez ambas estuvimos en el descansillo, cerré detrás de mí y con la ayuda de sus manos anudamos el extremo de aquella madeja de hilo al picaporte interior de aquel pasadizo.
No estaba segura de saber encontrar el camino hasta la sala del consejo pero no tenía planeado perderme eternamente por aquellos pasadizos.
—Cuidado, hay 10 escalones hacia abajo. —Susurré y alumbré con la vela aquella caída inminente. Ella asintió y a su rostro volvió el coraje que tanto me apasionaba de su carácter.
Bajamos despacio pero una vez tocamos el final nos movimos con más agilidad. O por lo menos a mi me pareció que apretábamos el paso. Yo intenté hacer lo posible por ubicarme, al igual que ella, pero me costó encontrar el camino, lo reconozco. Pensé que lo hallaría a la primera. Debía estar en algún punto intermedio entre el dormitorio del rey y el mío, pero en medio de la oscuridad se abrían más y más pasadizos y llegó un punto en que nos vimos obligadas a retroceder en nuestros pasos. Por suerte teníamos el cordel con nosotras o de lo contrario no hubiéramos salido de allí por horas.
Mientras caminaba recto por uno de los pasillos acudió a mi mente la aterradora idea de que alguien más estuviese merodeando por aquellos pasadizos, y encontrase el hilo tenso recorriendo solitariamente aquellas paredes. Y se le ocurriese cortarlo para darnos un escarmiento. Aquello me revolvió el estómago hasta el punto en que me detuve y me volví, para comprobar que el hilo mantenía una tensión estable. Mi compañera me miró con súbita alerta pero yo negué con el rostro. Todo estaba bien.
Llegamos al final de un pasillo que desembocaba en unas escaleras. Subían y bajaban. Pensé que me habría equivocado hasta que asomando la cabeza por el hueco escuché unas voces lejanas. Durante todo el recorrido se oían pasos, gritos y risas amortiguados. Pero aquella voz me pareció mucho más clara y cercana. Distinguí la voz de Ricardo el inglés. Accedimos a las escaleras y la subimos con pasos apenas perceptibles. Llegamos a un pasillo prácticamente iluminado. A mitad del camino se extendía una celosía de barrotes de madera. Eran tupidos y nadie habría pensado que detrás de aquella decoración se escondía todo un pasaje de caminos y recovecos.
Me asomé discretamente al otro lado, y dejé la vela encendida alejada de nosotras para que no se nos viese desde el otro lado. Pero era prácticamente imposible que nadie nos viese. Yo apenas distinguía nada. Apoyé el rostro en la celosía y miré a través de una de las pequeñas aberturas en su diseño. Delante de mí había una amplia mesa de madera con jarras, copas, platos de comida y demás víveres. Detrás de ella, una estructura de madera, unas columnillas o algo pareció, separando esta pequeña zona de descanso del verdadero grueso de la sala. Un copero habría ya servido las copas de los reunidos allí y se había marchado. Aquellas conversaciones no eran ni si quiera para sirvientes.
—Aquí tenéis la misiva. El duque de Gasconia se presentará aquí en una semana. –Yo miré a mi dama mientras la voz del consejero del rey retumbaba por aquellos pasillos. Manuela tenía la mirada encendida de quien sabe que está haciendo algo malvado y aún así lo disfruta. Se arrodilló en el suelo y yo me senté a su lado. Me pasó el cuadernillo con una hoja en blanco y mojó la pluma en el tintero antes de pasármelo. Escribí lo más quedo posible.
—Es todo un demente. —Murmuró Ricardo—. Presentarse personalmente aquí. ¿No tiene miedo de que le detengan por alta traición?
—No haremos tal cosa. —Suspiró la reina madre—. ¿Queréis convertirlo en un mártir? El propio pueblo de Gasconia se presentará aquí en la capital si retenemos a su líder.
—¿Sois ahora adalid de la prudencia? —Preguntó Ricardo—. El año pasado no os tembló la mano para sacar a rastras de este mismo palacio a todos los protestantes y fusilarlos en el patio*.
—No estamos hablando de una guerra de religión. Esta guerra viene de lejos, tal vez vos que no sois oriundo del país ni si quiera deberíais estar en esta conversión. —Aquello levantó un revuelo general—. Su padre antes que él ya enarbolaba la bandera de la independía, y el padre de este también. Pero las cosas ahora se han pesto serias porque no solo tienen aliados en el exterior, como vuestro maldito rey Jacobo que le ha prestado la ayuda económica necesaria para financiar su campaña de desprestigio, sino que los españoles y los italianos están a la espera de que el viento sople a su favor para sumarse a este impulso.
—Mi señora. —Murmuró François—. ¿Realmente creéis que España se sumará a este golpe de estado? El Rey Felipe puede que esté jugando a darle esperanzas banas a vuestro Duque de Gasconia, pero no haga nada finalmente. Sería una imprudencia, teniendo a su hija en palacio.
—La reina Isabel no tiene nada que ver en esto. —Dijo su padre.
—¡Claro que sí! —Exclamó el inglés—. Mientras ella esté aquí, es poco probable que su padre intervenga en vuestra contra, alteza. Pero cosas más raras he visto.
—Mi señora… —Murmuró François—. Ella tal vez pueda ayudarnos con esto.
—¿Qué queréis decir?
—Su padre ha estado luchado por años con el deseo de independencia de sus colonias en el norte del continente. Y en ausencia de su padre por temas de estado, ella misma ha intervenido como mediadora en muchas de las reuniones que han llevado a cabo en Madrid, con los embajadores del país de norte.
—Ella no debe saber esto. —Suspiró el padre—. ¿Es que no piensas? Si se entera, es cuestión de tiempo que contacte con su padre y ambos se ponga de acuerdo para sacar beneficio de todo esto.
—Sois todo un paranoico, mi señor. —Dijo el inglés y después soltó una carcajada—. Además, ¿qué os hace pensar que la reina no lo sabe aún? Y si aún no se ha enterado lo hará tarde o temprano. —Dio un golpe a la mesa—. El duque está de camino.
—¿El conde de Villahermosa ha dado el visto bueno a los presupuestos? —Preguntó la reina, cambiado de tema. Soltó un suspiro, abatida.
—No, mi señora. —Respondió el conde.
—Dejadme hablar con la reina, alteza. —Murmuró el joven François—. Yo haré que nos conceda el dinero necesario para pagar a las tropas que tengo en el norte. Es necesario que compremos nuevos uniformes, la ropa que le estamos quitando a los muertos han visto más cadáveres ya que un enterrador.
—Ese no es el principal problema. —Terció su padre—. Necesitamos duplicar los barcos que mantienen el bloqueo. Y pagar el sueldo de nuestros señores…
—¿Habéis hablado con el conde de Villahermosa, como os dije? –Preguntó la reina al consejero.
—Sí mi señora. Intenté hacerle entrar en razón, pero me ha pedido el doble. Y yo eso no puedo dárselo. No entra en los presupuestos.
—¡¿El doble?!
—Me temo que es un hombre tan íntegro a causa de que sus tarifas son tan altas que resultan imposible de satisfacer.
—¿Y por qué no habla el rey con ambos, el conde y la reina? —Preguntó el inglés—. Tal vez él pueda hacerlos entrar en razón. Ella no se negará si se lo pide él. ¿No?
—Yo no estaría tan segura. —Murmuró la reina y entonces el inglés estalló lleno de nerviosismo.
—Por cierto, ¿dónde está el rey, maldita sea?
—Su alteza le rey está ocupado. —Murmuró el consejero.
—Bah. En todos mis años como embajador nuca había visto nada parecido. Comprendo que muchos reyes no nacen para mandar pero por lo menos se esfuerzan por hacer acto de presencia en las reuniones del consejo. Más en momentos tan complicados para el país.
—El rey está en una misión diplomática.
—¿Queréis verme la cara de estúpido, Jaime? Sé perfectamente dónde está el rey, y en compañía de quién. —Le siguió un silencio sepulcral—. Ya no es un muchacho, necesita mano dura.
—No es un crío para que habléis así de él. –Dijo la reina.
—No, ya entiendo. Es mejor tenerle apartado de todo eso, o se volvería ingobernable ¿no? ¿Qué rey en su sano juicio se dejaría hacer la cama de esta forma? La madre preocupada por tener unas estancias cómodas y el consejero en enriquecer las arcas. Y el pobre encantado, es muy fácil dedicarse a la buena vida mientras otros fingen hacer su trabajo.
—Es necesario que encontramos una solución a esta guerra cuanto antes, mejor que sea ya, antes de que el duque nos declare la guerra en el sur y sea nuestro final. –La reina había ignorado al inglés descaradamente.
—Si el duque nos declarase la guerra, no tendría ninguna posibilidad. –Terció el conde.
—¡Nosotros no la tendríamos! No tenemos soldados padre, todos los hombres capaces de coger una espada o un arcabuz están malviviendo en las tierras del norte, luchado por un páramo que no le interesa a nadie. Si se declarase la guerra en el sur habría de dejar uno de los frentes desprotegidos. Como mínimo perderíamos una parte del país, o la del norte o la del sur. Como poco.
—¿Y qué propones? Si no tenemos efectivos…
—No es momento aún de combatir. —Dijo el joven—. Es momento de establecer alianzas, para evitar el desastre. Así de sencillo.
—Ningún país protestante os apoyará. —Sentenció el inglés. Inglaterra será el último país en colaborar con ustedes, me temo.
—¿Acaso no está claro? Escriban al rey de España para que lleve a su frontera norte todo el ejército del que disponga y le deniegue el apoyo al duque. Si nosotros no podemos enfrentarlos desde el norte que otros los retengan desde el sur.
—¿Y qué hacemos en el norte?
—Para empezar, llevar nuestras armas y efectivos. Más comida y dinero. Y aún así no sería suficiente. Podríamos aguantar un par de meses más pero los ingleses avanzan inexorablemente. ¿Vuestro rey aún está empeñado en continuar la guerra? –Preguntó al inglés-. ¿Nuestro último acuerdo no le pareció suficiente?
—Las cosas siguen como el rey Jorge propuso. Que se retire el bloqueo y se le conceda la mitad del terreno conquistado.
—Ni hablar. —Sentenció el consejero—. O se repliegan hasta sus fronteras naturales o no hay acuerdo. Nada del terreno conquistado será para ellos.
—Me van a permitir que les recuerde que le rey inglés avanza sin nada que le retenga hacia el interior del país. La línea de guerra está a cinco días de viaje. Si sus tropas caen llegará a la capital entonces…
—¿Eso es una amenaza? —Le preguntó el consejero la inglés, el cual montó en cólera.
—¿Acaso no ven que es una situación desesperada? Llevan tantos años sumidos en ella que no son capaces de apreciarlo, pero pierden el país por momentos. Hagan algo, o sus fronteras se irán reduciendo día a día.
El hombre debió dejar la copa con fuerza en la mesa o dar un golpe con el puño. Se arrastró una silla y unos pasos precipitados se dirigieron hacia la puerta. Cuando el inglés se hubo marchado se produjo un tenso silencio en la estancia.
—Debemos afrontar los problemas de uno en uno. —Dijo la reina con el talante de una persona anciana—. François, programas una cita con la reina y pedidle que os conceda parte de su dote para abastecer las tropas. Ajustaos al presupuesto que hemos previsto. Jaime, hablad de nuevo con el conde y ofrecedle otra cantidad por su colaboración.
Todo el mundo se levantó. El ruido de las sillas fue sufrientemente alarmante como para hacernos incorporar a nosotras también y recoger todo lo que teníamos a mano. Cogí la vela con prisa y me conduje pasillo a través siguiendo el cordel. Mi dama corría detrás de mí agrandando la madeja de nuevo con el hilo. Legamos a la habitación en menos de cinco minutos, y cuando nos introdujimos dentro encontramos al conde en el interior, mirando alrededor desazonado. Debían haberle informado de que nos hallábamos dentro pero no lograba encontraros
El ruido en la pared detrás de él lo alarmó lo suficiente como para echar mano del pomo de uno de los puñales que guardaba en el interior de su jubón, pero al verme aparecer por debajo del tapiz, su rostro se volvió lívido de la sorpresa
—¡Mi reina! ¿De dónde salís?
—Es una larga historia. —Le dije mientras retiraba el tapiz para ayudar a Manuela a salir a través de la portezuela.
Procuré dejar la puerta cerrada y todo recogido como si no hubiera pasado absolutamente nada allí cuando oí un tortazo a mi espalda. Me erguí al instante y volví el rostro, pasmada. Manuela le había golpeado al conde en la mejilla. Este había vuelto el rostro a un lado y se sujetaba el pómulo con la palma de la mano abierta. Estaba mudo por la sorpresa.
—Si se os ocurre traicionar a la señora, prometo que yo misma clavaré vuestra cabeza en una pica.
—Manuela… —Exclamé, asombrada y el conde me miró tan sorprendido que era incapaz de articular una palabra.
—Jamás… jamás se me ocurriría…
—Sabemos que el conde de Armagnac os ha sobornado por vuestro silencio con los presupuestos…
Entonces el conde me miró y miró detrás de nosotras, hacia la pared por la que habíamos aparecido. Se figuró todo lo que había sucedido, con acierto, y sonrió, aún con la mano sujetándose la mejilla.
—Querida Manuelita, no se me ocurriría aceptar un soborno que la reina no me autorizase a aceptar.
Mi dama se volvió hacia mí, buscando en mi mirada un asentimiento de colaboración y yo suspiré, bajando el rostro.
—Mira que tienes un carácter complicado, Manuela. Claro que lo sabía, el conde me lo contó al instante…
—¡Ay! Señora… disculpadme... —Dijo ella compungida y con la mirada avergonzada. Se acercó a mí con prestancia.
—Oye, que soy yo el que se ha llevado el tortazo… —Murmuró el conde, mientras se frotaba la mejilla, enrojecida—. Dios proteja a quienes os intenten engañar.
—Disculpadme conde. –Dijo ella, mucho más seria y formal, colocándose a mi lado como un cachorro que ha sido llamado—. Pero no os hagáis la víctima, no será la primera vez que recibís uno de estos.
El conde estuvo a punto de recriminar aquello pero yo les corté.
—El consejero del rey hablará con voz, más pronto que tarde, y os hará otra nueva oferta para que agilicéis la aceptación de los presupuestos. No aceptéis, os proponga lo que os proponga. No quiero que tengan esa imagen de vos y mucho menos una excusa para que os aparten de mi lado por traición. —Aquello le conmovió y asintió, con una inclinación de cabeza.
—Lo que ordenéis.
—Ponedle la excusa que deseéis. Que el bloqueo no debe prologarse y que las reformas de palacio no son un tema acuciante.
—¿Y el dinero para las tropas?
—François se encargará de pedir una audiencia conmigo y solicitar eso en persona. Cree que podrá conmoverme.
—¿Lo hará?
—Me temo que ya lo ha conseguido. —Sonreí. El conde me miró con picardía—. El duque de Gasconia llegará en cinco días. Si os presionan, decidle que la reina desea que se invierta su dote en un buen recibimiento para el duque. Para que vea que las cosas no van tan malcomo se cree.
—Bien mi señora.
—Manuela, necesito que vayas a la biblioteca y le pidas al bibliotecario un mapa del palacio. No pienso volver a perderme por esos pasillos. Ve.
—Si mi señora. –La muchacha salió aprisa del gabinete y yo miré al conde con valentía.
Me acerqué y él se estiró todo lo alto que era para mostrar una compostura adecuada. Yo posé la mano sobre su pecho e introduje los dedos en su jubón. Sabía donde escondía su puñal y lo extraje despacio. La daga brilló al tenue brillo de la habitación.
—Me habéis hecho cuestionarme un asunto interesante.
—¿Querida…?
—¿Por qué el doble? ¿Y si llegasen a aceptar vuestro soborno?
—No lo habrían hecho, su presupuesto no lo permitiría…
—¿Tenéis un precio? —Apoyé la punta de la daga sobre su pecho y juro que pude sentir el latido de su corazón desbocarse a través del metal en mi mano—. ¿Un precio para traicionarme?
—No mi señora. No habría aceptado aunque me hubiesen…
—Hoy os he salvado de la furia de Manuela. Pero la próxima vez dejaré que os descalabre.
—Sí mi señora. —Murmuró, y agachó la cabeza. Mirando con preocupación la daga hundiéndose a través de la tela de su jubón. Llegué a su piel y su cuerpo emitió un espasmo evidente que le hizo temblar—. No creí necesario informaros de esto. Saberlo no os habría servido de nada. No creí que fuesen enserio.
—Excusaros os hace parecer un imbécil. —Clavé la daga en su pecho y el retrocedió, lleno de susto. Si le hice sangre no se reflejó en la ropa pero se llevó la mano al pecho y asustado, me miró como quien se enfrenta un perro rabioso en medo de un callejón sin salida. Volvió a erguirse pero con una mano sobre el pecho.
—No aceptaré, aunque me prometan el cielo.
Le lancé el puñal y lo recogió con una mano temblorosa.
—Marchaos de mi vista.
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*Matanza de San Bartolomé: fue el asesinato en masa de hugonotes (cristianos, protestantes franceses de doctrina calvinista) durante las guerras de religión de Francia del siglo XVI. Comenzó en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572 en París y se extendió durante meses por todo el país. [Episodio histórico en el que me he inspirado como antecedente socio político al que se enfrentaron en la historia antes de la llegada de la protagonista]
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Personajes nuevos:
ALBERT DE V-S. Duque de Gasconia: Noble, primo del rey Enrique de Francia, que lidera un impulso independentista en el sur del país.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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