UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 22

CAPÍTULO 22 – UNA AUDIENCIA

 

Para mi sorpresa el rey llegó para la hora de comer. Había estado acostumbrándome a sentarme a solas en el salón principal mientras Manuela me observaba comer en silencio, los guardias de la puerta del gran salón se pasaban el peso de una pierna a otra y el sonido del exterior a veces se colaba en el interior de la estancia.

Un camarero se acercó para servirme más vino en la copa y en eso, el rey entró por la puerta principal con paso decidido, con la mirada ausente y el gesto retorcido en una mueca pensativa. No parecía contento.

—Buenos días, mi reina. –Dijo él y se acercó hasta donde yo estaba, alcanzó una de mis manos y besó el dorso, casi como un procedimiento previo a la comida que como un saludo. Se sentó a mi lado, presidiendo una mesa vacía y el copero vertió abundante vino en su copa. El rey se la bebió de un trago y después la depositó, indicando con un gesto de sus dedos que volviese a llenársela.

Se hizo con el tenedor, y pinchó con descuido unas patatas que había en una fuente cercana. Estaba furioso, aunque en su faz intentaba desdibujarse una mueca de amabilidad. Estaba segura de que le habrían hecho regresar a la corte a causa de la insistencia del mediador inglés. Me lo imaginaba dejando a su amante allí abandonada, o regresando con ella a la fuerza, dejando atrás un día idílico en el campo. Me sentí satisfecha, no contenta y divertida. Solo satisfecha. Me alegraba saber que al menos alguien ejercía presión sobre él y era más o menos maleable.

—¿Cómo habéis pasado el día, mi rey?

—¿A qué viene eso? —Preguntó lleno de inquina.

Me dejó helada porque ponerse a la defensiva conmigo no le valdría nada, y lo sabía. Mi pregunta había sido cortés y sencilla, como medio de empezar una conversación. Bajó la mirada, arrepentido y pasó su lengua por los dientes. Después bebió un poco de vino.

—No muy bien, si os soy sincero.

—¿Hay algo en lo que yo pueda ayudaros?

—No, me temo que no. —Dijo de nuevo a la defensiva. Pero no estaba enfadado conmigo, sin embargo ambos temíamos que yo fuese el foco de su ira.

Las patatas guisadas estaban exquisitas y la empanada de carne tenía un aroma increíble, pero realmente se me había quitado el apetito. Comí sin embargo para que mi falta de hambre no fuese un problema para él.

—¿Cómo habéis pasado vos el día?

—Bien. Por la mañana me aquejaron unos dolores propios de estos días del mes, y después paseé con Manuela por los jardines, para que el aire nos despejase las mentes. También he leído un buen rato. Y pienso pasar la tarde en la biblioteca revisando las cuentas de palacio.

—Bien, muy bien… —Contestó pero no pareció oírme. Cuando meditó lo que le dije, se quedó pensativo—. ¿Qué cuentas?

—Los gastos de palacio, alteza. Tal vez se deban reorganizar algunas partidas…

—Mi madre ya se encarga de eso. No tienes que preocuparte por los presupuestos de palacio.

—¿No? –Pregunté, y él me miró desde la corta distancia que nos separaba con una ceja en alto.

—No. No tenéis que hacerlo. —Sentenció.

—Bien. ¿Habéis estado fuera?

—¿Fuera de dónde?

—De palacio. —Recalqué y él dejó el tenedor sobre el plato.

—Sí. Estuve de caza.

—Eso es muy bueno. ¿La próxima vez podría ir con vos? —Le pregunté, a lo que él sonrió de nuevo como aquella noche en que saqué por primera vez el tema y negó.

—No creo que sea adecuado para una reina.

—He pensado que no estaría mal que hiciésemos un viaje de luna de miel. —Sugerí. Aquello le dejó mudo—. Podríamos hacerlo como los antiguos, durante el tiempo que dure una luna y bebiendo hidromiel.

—¿Acaso crees que estando el país en la situación en la que se encuentra, es oportuno que lo reyes se vayan de viaje?

—¿Y cómo está el país? —Pregunté pero él se rió de mi fingida inocencia.

—No pretendáis haceros la tonta conmigo Isabel. —Me dijo, apuntándome con el tenedor—. No se te escapa una.

—Mi sugerencia ha sido complemente sincera. ¿Acaso nos necesitan a vos y a mí aquí? A nadie le interesa que estemos presentes, ni que intervengamos en lo más mínimo. Por eso mientras vuestro consejero os programa viajes fuera de la capital en compañía de su hija, a mi me intentan disuadir con tareas menores.

Su mirada fue penetrante, como el día en que nos conocimos. Masticó con parsimonia, sin apartar los ojos de mí y después bebió vino en silencio.

—Me gustaría daros un hijo, cuanto antes. Tal vez si pasásemos más tiempo juntos…

—¿Os parece poco tiempo cuatro noches a la semana?

—Me parece que no comprendéis a donde quiero llegar. –Suspiré—. Somos el rey y la reina, y se espera de nosotros que forjemos un frente unido frente a los enemigos de este país.

—¿Quién espera eso?

—El pueblo, vuestra madre, los soldados que están en el frente… —Me miró con escepticismo—. El problema es que os rodeáis de personas que lo que desean es que os alejéis de mí, conspiréis en mi contra y me despreciéis. Es natural, os habéis amistado con personas ambiciosas que desean el poder a toda costa. Y yo soy un estrobo para esas ambiciones.

—¿Perdón…?

—Nunca os mentiré. —Le dije, y aquella sentencia pareció revolver algo dentro de él—. Nunca conspiraré contra vos. Sois mi esposo, incluso por encima de ser mi rey y mi amante. Deseo que vuestro bien sea el mío y que forjemos juntos nuestro propio futuro. Y para eso se requieren más que cuatro noches a la semana. Pasar tiempo con vos, deciros la verdad, haceros ver vuestro entorno con otros ojos que no son los vuestros…

—¿Qué has visto que no haya visto yo?

—Tal vez hayáis visto lo mismo que yo, pero os negáis a creer que pueda ser un problema para vuestra Majestad…

—No permitiré que me deis consejos maternales sobre mi vida. Ya tengo una madre que manda y ordena como le viene en gana.

—¿Os ha hecho venir de vuestro bucólico idilio pastoril? Las cosas están tensas por aquí, y vuestra ausencia es más que evidente. —Me miró con ira, y al mismo tiempo con temor—. Incluso si tenéis las manos atadas, vuestra presencia es necesaria para calmar los humos de quienes ven en vuestra ausencia un signo de debilidad, o de dejadez.

—¿Habéis estado hoy en el consejo? —Me preguntó con más temor que curiosidad.

—No es necesario, mi señor. Pero puedo enterarme de las cosas que son tan evidentes. ¿Acaso no os han pedido que hablaseis conmigo acerca de mi dote? –El asintió, y bajó la mirada para llevarse un poco de carne a la boca—. ¿Por qué no lo habéis hecho?

—No es mi labor deciros como manejar vuestra dote. No llevo las cuentas, no sé qué es lo que se necesita o dónde… Mi consejero es quien…

—Vos mismo le habéis dado el poder que ostenta sobre vuestra Majestad. –Suspiré. Él me miró en silencio—. Con vuestra desidia y vuestra ignorancia le habéis dado rienda suelta para manejar el reino. Lo veo claro. Y su hija sirve de carnaza para que paséis las horas muertas sin las preocupaciones que azotarían de normal la mente de un rey.

Dejé le tenedor sobre la mesa, pero él sonrió, algo divertido.

—No me creáis tan ingenuo, Isabel. Os lo rugeo.

—Decidme, tengo curiosidad. ¿Joseline es vuestra amante porque su padre es vuestro consejero, o él es vuestro consejero, porque ella es vuestra amante?

—Son mi amante y mi consejero porque si uno me miente en el consejo, la otra no puede mentirme en la cama.

—¿Sostenéis que son tan ingenuos como para no ponerse de acuerdo en sus relatos, o en sus planes?

—El padre es un consejero, pero también es un padre, y la muchacha es una hija, pero también es una mujer. Y pueden cometer los errores típicos de sus puestos y de sus sexos. Todo el mundo está predispuesto al error.

—Vuestra palabrería, llena de frases con aire célebre, parecen sacadas de un manual para la vida del ingenuo. Sois una pobre criatura, creyendo que teniendo a la hija en la cama el consejero se portará bien, y confiando que manteniendo al consejero a ralla, la hija no se meterá en la cama de otros. Pero sois más inocente de lo que me esperaba. Creeros con el control de la trama no es más ilusión que creer que con sujetarle los cuernos al toro evitaréis una cornada.

—Vuestros símiles rurales son de lo más prosaicos.

—Evitaré los símiles a partir de ahora, pero endulzan las verdades duras de tragar.  

Él bebió de su copa y yo lo imité. Sonreí para mis adentros.

—¿Por qué la colocasteis como mi dama?

—Yo no tomé esa decisión. —Dijo, con una mueca de desagrado—. Habéis errado el tiro esta vez. Fue su padre quien creyó que era lo más adecuado. Yo quería ponerle una castita al norte, en los jardines reales. Pero su padre creyó que tenerla cerca de vos le proporcionaría la información privilegiada y la cercanía que solo una dama tiene de su señora. Pero no hace falta que os lo diga, seguro que ya habías previsto esto.

—Sí lo había previsto, pero oírlo lo hace más incómodo.

—¿Verdad? Intenté convencer al conde de que sois una mujer inteligente, acostumbrada a las intrigas y las mentiras. Venís a mi corte con una traidora y un calumniador. Nada puede asustaros a vos. Vuestros secretos más profundos solo los conoce Dios.

—Pensad en lo que habéis dicho. Tal vez la muchacha saque más de vos que de mí. Ella al menos consigue meterse en vuestra cama.

—También yo me meto en la vuestra, y no he sacado más que frialdad y desdén. –Contestó, a lo que yo sentí cómo el estómago me daba un vuelco. Aquello había dolido en lo personal  pero conseguí contenerme. Él atisbó el daño que me había causado pero no dijo nada. Tampoco yo quise ahondar en aquello.

Hubo un extraño minuto de silencio en que no dijimos nada. Le sirvieron más vino y se llevaron los retos de la empanada. Pusieron sobre la mesa unos pastelitos de hojaldre y limón y unas frutas peladas. Uvas y naranjas. También algo de pastel de zanahoria.

—¿De verdad os gusta la caza?

—Sí, mi señor. —Murmuré y él se sirvió un poco de fruta. Pero apenas la tocó.

—Haremos una gran cacería a finales de mes. Si queréis, podréis participar.

—Eso sería un placer.

Levanté la mirada y le encontré con los ojos clavados en mí. Era una mirada dulce y al mismo tiempo precavida. Era lo más parecido a la admiración que había conseguido de él. Una mirada de quien agradece un consejo que le ha hecho daño.

A las ocho de la tarde, cuando el sol había pronunciado su descenso, llené mi gabinete con candelabros y mandé preparar unos pasteles y vino especiado, había oído que era la bebida que más le gustaba a François y quería alagarlo aunque fuese de aquella manera. Se presentó pasadas las ocho y cuarto y llegó apurado, cargado de disculpas. El conde de Villahermosa lo acompañaba y entró con él, disculpando la tardanza.

—Mi señora, habréis de disculparme. El rey me ha pedido audiencia y me ha retenido hasta hace apenas unos minutos.

—No es necesarios que os disculpéis. —Murmuré con una media sonrisa y él tomó asiento, se irguió todo lo alto que era y pareció recomponerse. Su traje militar le sentaba como un guante, casaba a la perfección con su gallardía y su porte. Parecía dispuesto a partir hacia la batalla una vez hubiese recuperado el aliento.

Aunque me figuraba que no iría así vestido a la batalla. Estaba engalanado como quien está viviendo en la corte, no como quien acaba de llegar del campo de batalla. Llevaba un traje sencillo de color crema con botones blancos y dorados. Botas marrón oscuro y una lechuguilla corta, fina y discreta. Su máscara dorada era sin embargo todo lo que alguien podría ver en él. Brillaba por encima de sus botones y bordados. Incluso apagaba el azul de su ojo sano. Aún me sentía extraña hablando con él, como si una parte de mí sintiese que hablaba con una de aquellas muñecas inexpresivas que tuve de pequeña. Y cuando quería recaer en quien tenía delante, el hechizo ya había hecho mella en mis emociones. Pero aún era peor imaginar cómo se sentiría estar al otro lado de aquella máscara. Impedido, oculto detrás de un velo de oro. Podría sacarle ventajas, pero la frialdad y la distancia que irradiaban era abrumadora.

—Sentaos. —Le pedí—. No deseo teneros en pie. Tomad aliento y descansad. Habéis cruzado el palacio a la carrera. ¿Me equivoco?

—Así es mi señora. Disculpad el resuello. De veras no quería llegar tarde, mucho menos siendo yo quien os ha pedido audiencia. —Mientras el muchacho hablaba, le hice una señal al conde para que se marchase y nos dejase a solas. No se lo esperaba pero yo tenía mis propios planes. Manuela tampoco se encontraba en la estancia, sino en la contigua. Al ver marchar al conde, el propio François no pudo evitar lanzarle una mirada, primero de sorpresa y luego de súplica para que no nos dejase a solas. No era, desde luego, nada apropiado. Pero yo lo contuve.

—Mis damas están en el tocador. —Señalé por encima de mi hombro una puerta entreabierta que daba a mis estancias privadas.

—Ah. Lo siento…

—Calmaos, comandante. —Sonreí—. Estáis algo inquieto.

—No os preocupéis por mí, alteza.

—¿El rey os ha puesto en tal estado de nervios? —Mi pregunta pareció dar en el clavo pero él lo negó rotundamente. Aquello me hizo sospechar aún más.

—No mi señora. Si me lo permitís, en otro tiempo habría adulado vuestra presencia como causa de mi nerviosismo. Pero escondido detrás de una máscara no tiene ningún merito.

Yo reí. Aquello era más ingenioso de lo que habría esperado. Y reí también para tranquilizarle. Era agradable tenerle delante de mí, hecho un manojo de nervios a causa de la difícil tarea a la que se había venido a entregar.

—Decidme, no soy una mujer demasiado paciente. ¿Qué es lo que deseáis de mí, como para solicitar una audiencia personal?

—Mi señora, no quisiera tener que acudir tan prontamente a vuestra promesa, realizada el mismo día de vuestra boda, pero creo que es el momento oportuno.

—Recuerdo la promesa, general. ¿Y bien? ¿Hay algo en lo que yo os pueda ayudar?

—Sí, mi reina. Verá, iré directo al grano, rigiéndome por vuestra petición. No deseo ocuparos toda la noche con esto.

—Bien.

—No sé si le ha sido informado pero en el consejo estas últimas semanas estamos debatiendo acerca de unos urgentes presupuestos que tenemos entre manos. Uno de ellos me concierne, me temo. Mis tropas están hambrientas y se les debe el pago ya de dos meses. Muchos de sus uniformes son más remiendos que trajes y, le seré sincero, un impulso económico para conseguir armamento, caballos y munición, sería un paso decisivo en la batalla. No las tenemos todas con nosotros, Inglaterra nos va ganando terreno día a día.

—Comprendo, general.

—Si bien no sé si la victoria será nuestra, mi principal misión ahora es continuar con el ataque, y frenar el avance inglés en las costas del norte. –Yo miré con disimulo hacia el tapiz que se extendía detrás de él por la pared. No temí que nadie nos escuchase al otro lado, pero no podía dejar de estar inquieta.

—Yo mismo he repasado las cuentas y… —hurgó en sus bolsillos y sacó del interior de su jubón un legajo de papeles con los presupuestos que necesitaban de dinero—… creo, tras darle muchas vueltas, poner números aquí y allá, que esta cantidad es lo mínimo que necesitamos para poder continuar el ataque.

Puso los papeles delante de mí en la mesita que nos separaba. Yo los alcancé y los ojeé. Eran realmente unos presupuestos muy bien desgranados. Se había informado muy bien de todo lo que necesitaba. Me parecía que estaban rehechos, a base de muchas anotaciones y cambios de última hora. Parecían razonables, no me cabía la menor duda. No atisbé por ninguna parte números desorbitados que pudieran ser causa de un desfalco.

—Los ojearé unos segundos, si me lo permitís. —Dije y él pareció satisfecho—. Servíos una copa de vino especiado, por favor. Para que podáis recuperar el aliento.

—Sí mi señora. —Dijo, con tono alegre.

Extendió la mano y alcanzó la jarra de metal que había en la mesa. Vertió un poco de vino en su copa y la dejó donde estaba. Cuando sostuvo la copa delante de su rostro murmuró:

—Disculpadme, mi reina. —Y acto seguido con su mano libre levantó levemente la barbilla de su máscara. Lo suficiente como para colar el borde de la copa, beber escuetamente y cubrirse de nuevo, en silencio y con cuidado. Fue aquel un gesto tan mecánico y a la vez tan irreal que me quedé hechizada. Se había acostumbrado a ello pero no dejaba de ser antinatural. Pude atisbar sus labios. La parte más a la derecha estaba algo deforme, estirado hacia la mejilla, arrugada y pálida. Parecía una media sonrisa diabólica, poseía una sonrisa eternamente triste.

Cuando se recolocó la máscara su ojo estaba fijo en mí y los míos en él. Si yo hubiera sido él, me hubiera avergonzado hasta hacerme enfadar. Pero él no se inmutó, debía estar más acostumbrado de lo que yo sospechaba. Pero no aparté mi mirada de él. Su ojo era claro, como el agua cristalina del mar. Y su mirada límpida y humilde, mucho más sumisa de lo que fue en nuestro primer encuentro. Estaba posando para mí, era una máscara bajo otra máscara. Pero conseguía conmoverme.

Contuve los papeles en mis manos, doblados nuevamente y los apoyé sobre mi regazo. Lo tenía en mi poder, y podría haberle preguntado o pedido cualquier cosa, y me la habría tenido que conceder. A no ser que su orgullo fuese más fuerte que todas las almas perdidas que atormentaban su mente.

—Me pedís parte de la dote, ¿no es eso?

—Sí, mi señora. —Asintió.

—La dote es del rey, general. Pasó a ser del rey cuando me casé con él.

—Necesito vuestra aprobación de los presupuestos. No quiero que por un malentendido estalle una nueva guerra contra España. Es vuestro derecho, mi reina, concederme el permiso de obrar con ello.

—¿No sería todo mucho más fácil si yo formase parte del consejo? Sabría quién pide el dinero, cómo se gestiona y dónde acaba…

—Sí, así es mi señora. Pero… —Se detuvo. No tenía ninguna excusa que ofrecerme—. Lo consultaré con el consejo. Tal vez puedan entrar en razón y os hagan un sitio en él.

—¿No entran en razón? Está claro que no me quieren ahí. Pero, ¿por qué?

—No lo sé, mi señora. —Mentía.

—¿Para qué os ha pedido audiencia le rey?

Mi pregunta le pilló por sorpresa y no contestó de inmediato. Su mirada dejó de ser límpida y se volvió astuta y audaz. Sabía que tramaba sacarle hasta las tripas a cambio de mi dinero y él estaba dispuesto a sortear todos los obstáculos sin meter la pata. Tragó saliva. Seguro que necesitaba otra copa más de vino pero no volvería a pasar por el reto de mi mirada.

—Quería ponerse al día con los temas de los presupuestos, nada más.

—¿Acaso el rey no asiste a las reuniones del consejo?

—No siempre, mi señora. El rey tiene muchas otras obligaciones…

—¿Cómo irse de caza?

—Sí, por ejemplo, mi señora. Los placeres del rey también forman parte de sus tareas…

—¿Así es como ha pasado la mañana? ¿Se ha ido de caza…?

—Eh, pues, la verdad es que no lo sé, mi señora. Solo nos informaron de que el rey se ausentaba hoy del consejo por asuntos mayores. No tengo idea donde pudo estar.

—Bien, ¿y qué os ha preguntado el rey? ¿Sobre qué asuntos quería ponerse al día? Tal vez yo pueda también ayudarle en sus deberes…

—Eh, bueno, pues… —Meditó, y miró de reojo la copa.

—¿Os ha llamado a vos, como medio de evitar tener que llamar a vuestro padre para enterarse de lo que el consejo habla?

—¡Ah! –Exclamó, como si le hubieran pichando con un alfiler. Frunció el ceño y arrugó la nariz. No lo vi pero pude notarlo.

—¿Lo hace a menudo? —Pregunté, surgiéndome esa repentina duda. Tal vez, si el rey estaba realmente interesado en la salvaguarda del país, usase a François como intermediaro y medio de información. Como yo estaba haciendo ahora mismo. Aquello me produjo una súbita alegría—. ¿Sois quien le cuenta lo que pasa en el consejo cuando se ausenta?

—Mi señora. —Murmuró, lleno de espanto por aquel interrogatorio—. Sois digno ejemplo de una inquisidora.

Aquello me hizo reír y al instante Amanda salió de la habitación contigua con una vela encendida.

—Si me disculpáis, mi señora, encenderé los candelabros.

—Muy bien, muchacha. —Le dije y ella recorrió con paso lento toda la estancia encendiendo las velas que nos rodeaba. También las de la mesa. La mirada que me lanzaba el soldado era del todo enigmática aunque estaba turbado y agotado.

Cuando Amanda desapareció por la puerta yo señalé con la mirada la copa de vino.

—Bebed, aclaraos la garganta y las ideas. —Murmuré a o que él llevó la mano como un resorte hasta la copa de vino y antes de llevársela a la cara se detuvo. Miró con un ojo lleno de espanto la copa y el interior, oscuro y turbio, lleno de especias dulces—. No hay veneno ahí, si es lo que buscáis.

—No pensaba en veneno, exactamente.

—¿Entonces?

—Veo que no han podido escoger mejor esposa para el rey. Sois exactamente igual que él.

Aquello no sé si era un alago o no. Tal vez solo una observación parcial de alguien que sufre el mismo castigo de ambos reyes. Sonreí, sin embargo, y coloqué los papeles sobre la mesa entre ambos.

—Os daré mi aprobación para el presupuesto.

—¿De veras? –Preguntó, y se inclinó hacia mí, lleno de entusiasmo. Su miedo había pasado a un estado de emoción casi incrédula.

—Revisaré bien los presupuestos, sin embargo. Y no creáis que no haré mis propias investigaciones para saber si estas cifras son ajustadas a la realidad.

—Os doy mi palabra, mi reina, de que he intentado ser lo más ajustado posible…

—No lo dudo. Pero lo haré de todas formas.

—Como deseéis, mi reina.

—Bien. —Asentí y él soltó un gran suspiro de alivio—. ¿No creíste que os lo concedería?

—No tenía muchas esperanzas, si le soy sincero. Parece que todo el mundo está en mi contra aquí, nadie parece querer… —Se mordió el labio. O la lengua. Porque se quedó mudo de repente y creyó haber dicho de más.

—Creo que todo el mundo siente lo mismo que vos general. Todos están luchado por sus propios intereses y eso supone chocar contantemente con muros y puertas cerradas. A mí me sucede igual, pero a veces hay que horadar nuestro propio camino, incluso a costa de mancharnos las manos.

—Eso podría malinterpretarse, mi señora.

—Podéis interpretarlo como deseéis.

—Tal vez tengáis algo de razón. –Suspiró bajando la mirada—. Pero estoy seguro de que nuestras posiciones no se parecen demasiado. Vos no tenéis aquí implicaciones familiares, que entran constantemente en conflicto con los intereses de uno.

—Vaya. —Exclamé con sorpresa—. Según me dijisteis cuando nos conocimos, pensé que vuestro corazón estaba al lado de vuestra familia y de sus intereses.

—No he negado que exista una lucha entre la mente y el corazón, mi señora. Y eso es exactamente lo tormentoso.

—Puedo entenderlo. Pero confío en tener una mente fría y un corazón duro cuando llegue el momento.

—Permitidme que lo ponga en duda, alteza. Pocos son los que en un momento de debilidad acuden a la calma y el intelecto en vez de a la pasión y los sentimientos.

—Sois un hombre de guerra, para vos tal vez sea más complicado, cuando se requieren las pasiones para echarle arrojo al combate.

—También la vuestra es una situación compleja. Serán vuestros hijos los que gobiernen este país en un futuro. Y creedme que cuando llegue el momento, vuestros hijos serán para vos más importantes que el reino y que el mundo entero. Haréis lo posible por ahorrarles dolores y sufrimientos, como todas las madres lo hacen.

—¿Eso creéis que ocurre con la reina madre y mi esposo?

—No, no lo creo. –Murmuro por lo bajo—. Creo que es un cúmulo de extrañas circunstancias. El carácter del rey no está hecho para el gobierno, no le correspondía a él ser el heredero y ha pasado parte de su vida despreocupado de estas labores. Cuando ha querido tomar el control, ya era demasiado tarde. Muchas personas entre ellas su madre, estaban colocados estratégicamente para no necesitar un buen rey. Solo una figura presencial. Y a veces es más cómodo mantener los malos hábitos que entrenarse para corregirlos.

—Lo comprendo. —Dije—. Pero no habléis más, ya es suficiente. No quiero que os metáis en un lío por mi culpa.

—Podrían reprenderme por esto, no le quepa la menor duda, pero ha llegado un punto crítico en que mis palabras son el menor problema del rey.

—Bien. En ese caso, por favor, no diga nada más. —El joven asintió y se irguió en el asiento—. ¿Me preguntaba si tendría usted una señora de Armagnac?

—¡Oh no mi señora! —Dijo algo cohibido—. No estoy casado, si es lo que pregunta.

—¿Prometido?

—No, alteza. He pasado toda la vida en la guerra. Tal vez sea ahora un buen momento para pensar en ello pero… —Su voz se entrecortó y miró la copa de vino—. Con este aspecto, mi reina… no será nada fácil.

—En ese caso no debo preocuparme por nada. —Dije y me levanté. Él imitó mi gesto y observó como desaparecía por la puerta del vestidor. Regresé con un estuche en las manos y me senté nuevamente pero él no lo hizo. Extendí el estuche de terciopelo negro sobre la mesa y él se lo quedó mirando—. Temía que un arrojo de juventud os condujese a regalarle esto a alguna mujer, pero ahora veo que son temores infundados. Tomadlo, capitán.


El muchacho algo inquieto se sentó nuevamente y alcanzó el estuche. Después lo abrió y al ver su contenido se irguió con sorpresa y pasmo.

—¿Qué es esto, mi señora?

—Es un collar de esmeraldas. El color verde no me favorece, y tampoco lo uso. Me habéis pedido unas 100.000 coronas, pues aquí tenéis 25.000. Lleváoslo y vendedlo, pagad a vuestras tropas lo antes posible. Imagino que el papeleo se demorará como sucede en estos casos, y tardarán al menos varias semanas en daros el resto. Mi dama os hará llegar mañana un recibo como que os ha sido entregado un collar con el valor de 25.000 coronas.

—No puedo aceptarlo. —Negó con el rostro, volviendo a cerrar el estuche y extendiéndomelo a través de la mesa—. No podría pedirle a la reina que se desprendiese de sus joyas por mí. No, en absoluto. Mi padre me mataría si se llegase a enterar.

—Yo misma se lo diré si eso os tranquiliza. Pero aceptarlo. Tal vez si las cosas se complican, dios no lo quiera, sea el único dinero del que diptongáis para vuestros soldados.

Él alzó la mirada, temeroso.

—¿Cómo es eso?

—Vos mismo lo habéis dicho, cuando los intereses chocan, es como darse con una puerta cerrada. Temo que cuando el resto del consejo se entere de que no tengo ninguna intención en dar mi dote para reforzar el bloqueo o para las obras del palacio, quieran robaros vuestra parte del pastel.

Sus hombros se tensaron y todo su cuerpo sufrió un súbito arranque de valentía. Con la mirada decidida se hizo con el estuche y volvió a abrirlo. Miró el collar, y miró el brillo de sus piedras. Pero la mirada de los hombres suele ser diferente a la de las mujeres ante la presencia de joyas. Mientras que ellas las ven como un fin, los hombres suelen verlas como un medio. Esa era la expresión del general. Atisbó la salvaguarda de sus ejércitos. Suspiró con coraje.

—No sé cómo pagaros esto, mi señora…

—Ya lo habéis hecho. Habéis sobrevivido a mi interrogatorio, creo que es recompensa suficiente.

—Yo… yo estoy en deuda. —Miró el collar—. Espero que no sea aquí donde se esconda el veneno. No podría perdonároslo.

—No hay veneno, amigo mío. Os lo prometo. Es un regalo sincero. Confío en que lo invirtáis sabiamente. No necesito reconocimiento, no hace falta que vayáis diciendo que la reina se desprende de sus joyas para dar de comer al pueblo. No quiero que piensen que estamos así de mal. Más aun, os prevengo par que no os lo roben. Un collar puede esconderse fácilmente. Cualquier mujer se lo puede poner al cuello y lo perderéis para siempre.

—No lo perderé de vista, mi señora. —Dijo y se llevó el estuche al pecho. Se puso en pie y yo lo imité—. Me habéis llamado vuestro amigo. Pero no sé si me lo merezco. Luché a capa y espada porque el rey no se desposase con vos.

—Yo habría hecho lo mismo de estar en vuestra situación. —Reí—. Tal vez me he excedido. No volveré a llamaros así, y no seremos amigos si no lo deseáis. Pero confiad en mí, y tenedme como aliada.

—Tampoco soy vuestro aliado, mi señora. Os recuerdo, que mi corazón pertenece a mi familia.

Sonreí con tristeza. Aquello era muy noble por su parte. Aquellas palabras le llenaban de pena tanto como a mí y sin embargo le sentía muy cerca, como si nuestros caminos se prologasen indefinidamente y caminásemos el uno al lado del otro. Veníamos de lugares muy diferentes pero tal vez nuestro destino era más similar de lo que creíamos.

—Entonces ¿qué sois? ¿Un consejero? ¿Un súbdito? ¿Nada más?

—Soy vuestro servidor. —Dijo, más galante que cortés. Extendió su mano y besó el dorso de la mía con sus labios de frío metal. Era sin embargo un gesto cálido y muy humilde.




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