UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 15

 CAPÍTULO 15 – LA BODA


Me ahorraré los detalles banales del día de mi boda. Me levanté antes que mis damas, como era usual, y me trajeron el desayuno. Estuve más silenciosa que de costumbre, y eso que nadie me ha considerado nunca una persona habladora y sociable. Recuerdo aún esa sensación que me invadía el estómago, eran unos nervios más que normales ante el día de mi boda, pero si ahondaba en esa sensación, la encontraba del todo incongruente pues ocurriese lo que ocurriese aquel día nada podía cambiar el hecho de que ya me había desposado con él y estaba viviendo bajo su mismo techo. A ojos de la mayoría, por lo menos del servicio y los invitados, yo ya era la reina de Francia.

Pero me temo que eso no tenía realmente demasiado valor. Sin embargo a partir de hoy era mi deber principal concebir un hijo. Y puede que ese fuera realmente mi temor. La idea de la maternidad nunca me había parecido realmente algo que me perteneciese, siempre había sido la hija, la hermana o la princesa. Ser esposa y madre, era una tarea pendiente, pero que debía aprender a lograr.

La boda se celebraría a las seis, en la Catedral de nuestra señora de París y ya desde las dos de la tarde, recién comida, comenzaron a vestirme. Por suerte no era pleno verano, o no había resistido todas aquellas capas de ropas. El vestido lo traje conmigo desde España y mientras me vestían, Joseline no podía evitar poner caras extrañas. Era un traje sencillo, pero elaborado a la perfección. Sobre una base de tela color perla, habían bordado una ingente cantidad de florituras y enredaderas. Era sobrio pero muy elegante. El corpiño era ajustado y aunque estaba acostumbrada a ello, la presión que el nerviosismo ejercía sobre mi pecho me impedía respirar con normalidad.

—Mi señora, estos cuellos ya no se llevan. —Me dijo mientras me ajustaba la estrecha gorguera al traje y sobre la nuca. Era una gorguera mucho más elegante de la que solía usar normalmente, de algodón blanco almidonado. Estaba compuesta de encajes, y era tan liviana que la sentí como una caricia bajo mi barbilla.

Me limité a ignorar el comentario de la muchacha. Su consejo era demasiado osado y mi respuesta había sido una brusquedad.

—Ahora se llevan los cuellos italianos, con los encajes en la nuca y el cuello descubierto. –Me dijo y se alejó de mí un paso. Llevaba uno de esos, y pasó sus manos por sus clavículas—. Le permiten a una lucir los collares con mucha más elegancia.

—¿Te he pedido opinión, muchacha? —Aquella pregunta la dejó helada. Manuela seguía ajustando las mangas mientras le lanzaba miradas de advertencia.

—No, alteza. Disculpadme. Solo deseaba instruiros el arte de la moda.

—¿Sois una experta en el arte de la moda? —Le pregunté, pero yo ya sabía la respuesta. El conde de Villahermosa ya me había puesto sobre aviso. Siendo quien era, y aunque delante de mí se mostrase sumisa e infantil, llevaba tres años calentando la cama del rey y eso era todo un privilegio frente al resto de mujeres en la corte. Por lo que todas la consideraban una imagen idealizada. Copiaban sus maneras y sus vestidos, incluso en el color del cabello. Me avergüenza admitirlo, pero en ocasiones en que habíamos paseado juntas, muchas de las damas y sirvientas se volvían pero para mirarla a ella y no a mí. Ella se crecía, sabiendo que las miradas eran para ella y no para mí. Muchas muchachas, hijas de mediadores y emisarios que llegaban a la corte, rápidamente pedían a sus padres unos cuellos italianos, o unos collares como los que ella portaba, yo parecía ser la imagen del pasado, o incluso un feo precedente extranjero.

—Bueno, alteza. Yo no diría que soy una experta, pero ya sabe que está usted en una corte diferente a la española, y aquí se estilan otras modas. Es lo normal. Los tiempos cambian y las modas también. Pero si estáis cómoda así, es lo ideal entonces…

Pareció darse por satisfecha. Pero entonces pareció de nuevo una niña mimada.

—El vestido que el rey os regaló es hermoso. Tuve oportunidad de verlo antes de que os lo llevasen. ¿Por qué no os lo habéis puesto aún?

—Me lo pondré. Pero hoy no es el momento.

—Lo comprendo. El rey se sintió muy decepcionado de que no vistieseis el vestido que os regaló.

—¿Cómo sabéis lo que piensa el rey? —Le pregunté y ella alzó la mirada con susto, pero era una falsa sorpresa. Había dicho lo que quería decir y me había llevado a donde quería.

—Todos lo saben, alteza. No es ningún secreto.

No dije nada. Me había llevado a su terreno y me hizo sentir idiota. Pero por suerte ya habían terminado de ceñirme el vestido y Manuela fue a buscarme los zapatos. Joseline se esmeró en acomodar los bajos del vestido pero yo la fulminé con la mirada.

—No os creáis nada de lo que os diga un hombre. –Le advertí, y ella levantó el rostro con aire curioso. Pero al recaer en mi mirada, volvió a meterse en el papel del cachorro delante del león—. Nunca son del todo sinceros, dirán lo que queráis oír, sobre todo si lo que realmente desean es que les calientes la cama.

Aquellas palabras sonaron más maternales de lo que realmente pretendía pero no podía engañarme pensando que la odiaba. Lo que realmente sentía por ella era pena, pena por su situación, y porque creyese que me estaba quitando algo que me pertenecía. Yo aspiraba a algo más que contentar al rey en la cama. Pero también sentía pena de mi misma, por engañarme pensando que todo aquello no me dolía.

La hora previa a la boda mis aposentos fueron un ir y venir de personas que deseaban verme, o darme regalos o solo comprobar cómo estaba. Todos me encontraron algo abrumada pero sobre todo impaciente. Deseaba que todo aquello terminase ya y establecerme en mi nueva situación. Cualquiera que me visitaba parecía mucho más emocionado que yo, pero eso era porque ellos realmente no se estaban jugando nada en aquella cena. O puede que sí.

Cuando dieron las cinco y media el conde de Villahermosa llegó a mi cuarto y se plantó delante de la puerta con los brazos en las caderas.

—¡Nunca creí que pudierais estar más hermosa que aquella noche en la…! –Se contuvo, al darse cuenta que Joseline estaba en la habitación, recogiendo las cajas y enseres que habían usado para vestirme. La muchacha miró de reojo al conde, y rápido enrojeció y se escondió en la antecámara.

—¿Ya es la hora? –Pregunté, conmocionada.

—Sí, ya es la hora, querida mía. Alteza. Mi reina. —Se acercó hasta mí y alcanzó mi mano—. Estáis temblando—. Murmuró y besó el dorso de mi mano recubierto de anillos. Yo apreté sus dedos—. Todos han partido hacia la catedral. Solo quedamos vuestra merced, vuestras damas y yo.

—Salgamos ya. Estamos listas. —Dijo Manuela saliendo del dormitorio y colocándose a mi lado, por si necesitaba ayuda con el bajo del vestido.

—Ve con Joseline delante. Aseguraos de que el carro espera abajo.

Ambas obedecieron y salieron del dormitorio. Cuando nos quedamos a solas el conde miró de reojo la puerta, con aire travieso y yo me quedé mirando su perfil. Nunca era tan apuesto como cuando tramaba maldades.

—Mi reina, os he traído un pequeño regalo. —Murmuró e introdujo la mano dentro del jubón. Del bolsillo que tenía sobre el pecho extrajo un guardapelo de oro. Era redondo y sobre la superficie habían labrado una hermosa cruz rodeada de florituras.

—Sois un encanto, querido. Lo atesoraré toda la vida.

—Bien. —Suspiró y lo prendió de uno de los botones centrales, bajo mi cuello. Lo hizo con sumo cuidado, como si vistiese a una muñeca. Después de prenderlo posó su mano sobre mi pecho y se acercó para besar mi frente. Me volvieron los temblores—. Aún podemos subir al carro y pedir que nos lleven lejos, hasta que los caballos mueran y el carro se deshaga en pedazos.

Yo reí.

—Llevadme al altar, os lo ruego. Y no volváis a proponerme nada parecido. O no tendré más remedio que mandarte de vuelta a España, para que te reciba el cadalso.

El rito se celebró en la más absoluta normalidad. Juan me acompañó hasta el altar en representación de mi padre y al rey lo acompañaba su madre como testigo. Mis damas se quedaron a mi lado durante aquella ceremonia y tras que el sacerdote pronunciase los votos, el rey puso un anillo en mi mano y nos besamos. La multitud coreó el beso, pero para mí fue tan breve y ligero que creo que ni si quiera llegaron a rozarse nuestros labios. Entre ambos, aún podría haber pasado un suspiro.

Reconozco que me abrumó la inmensidad de aquella catedral y sus hermosas vidrieras. Pero aún más la cantidad de gente que se había congregado, dentro y fuera. El caluroso recibimiento por parte de la población que se había acercado para verme llegar fue sobrecogedor. Aunque parecían tener ciertas reservas sobre mí, estaban entusiasmados con la boda, y con todo aquel despliegue de nobles y caballeros que habían llegado hasta la catedral. Su catedral.



Una parte de mí, mientras el sacerdote parloteaba, se preguntaba cómo podría ayudar a todas esas personas, mientras hubiera retos más acuciantes en mi vida. Cómo influir en ellos, o mejor aún, en el rey para ellos. Pero mis miedos se tornaron otros cuando el rey no posó la mirada en mí ni un instante antes del beso. Y aún durante este, cerró los ojos con castidad. Aproveché que estaba en presencia de Dios, en medio de una iglesia, para rogar porque mi matrimonio fuese fructífero y dulce. O al menos no demasiado amargo. Deseé darle hijos a mi marido y que ambos gobernásemos hasta la vejez. Una parte un poco más egoísta de mí deseó que el rey posase su atención en mí, y me viese por encima de los demás. Y otra más humilde, que el rey no fuese malo conmigo. Mis ambiciones eran muchas, pero me conformaría con poco.

El rey y yo regresamos a eso de las siete o siete y media de la tarde al palacio en el mismo carro. En una hora servirían el banquete y la fiesta comenzaría. Yo estaba ansiosa y el rey parecía aliviado porque hubiese pasado lo peor. Estaba delante de mí, y mientras miraba hacia el exterior por la ventanilla, yo le miraba a él. Como mi esposo. Fue en ese momento cuando lo sentí parte de mí, parte de mi ser y de mi propiedad. Éramos al fin marido y mujer, y yo me había convertido en reina. Estaba un por ver qué significaba eso pero mientras regresábamos al palacio, no podía sentirnos tan iguales. Presas de la suerte que nos producía inexorablemente al mismo destino.

—Parecéis aliviado, alteza.

—Y vuestra merced aún parece inquieta.

—Aun queda el banquete, señor…

—¿Es el banquete lo que os preocupa? —Preguntó con un deje de dulzura. Yo alcé la mirada para que sus ojos se clavasen en los míos y comprendiese que no le daría una respuesta. Lo que me atemorizaba venía después del banquete.

Se había acondicionado una gran sala para el banquete. Con una mesa principal en el extremo de esta, y dos mesas más a cada lado, extendiéndose a lo largo de la estancia. La habían caldeado aunque con la cantidad de personas que había allí era imposible que nos amenazase el frío. Las grandes paredes de piedra estaban adornada con tapices de batallas. Unas batallas que no reconocí pero los tapices parecían tener al menos un siglo de antigüedad por lo que me supuse que aquellas grandes batallas serían contra Inglaterra. ¿Contra quién, si no? Pero en deferencia a mí, y a mi familia, habían distribuido el escudo de mi casa en diferentes zonas, detrás de nosotros, sobre la pared, y también a cada lado de la puerta principal. Me pareció un detalle muy agradable a la vista. Pero estaba segura que al día siguiente habrían desaparecido.

La comida fue excelente. Al principio la cena se vio envuelta en los usuales protocolos y el paseo de los camareros sirviendo los platos. Trajeron empanada de carne, frutos secos, mucha verdura horneada y varios cochinillos. Patatas asadas, vino y cerveza. Encurtidos a mansalva y mucho queso. Los platos más elaborados me parecieron demasiado refinados, he de admitirlo, y a pesar de que muchos de los productos eran de excelente calidad, combinaron sabores que no resultaron de todo agradables para un paladar español. Comí con gusto, sin embargo.

El rey estaba a mi izquierda. No había comido demasiado y más bien se había limitado a beber un poco de vino y levantarse para hablar o saludar a diferentes personajes. En los momentos en los que se levantaba, lo único que me separaba de su madre, la reina viuda, era un espacio vacío. Cuando el rey se levantó por segunda vez, al ser llamado por uno de los comensales más alejados de la estancia, tomé el valor de hablar con ella. Aunque fuesen una breves palabras. No se había dirigido a mí desde que estaba en palacio, tan solo por intervención de sus damas. Aquello confería en su persona un halo de misterio que me daba escalofríos.

Era una mujer hermosa, he de reconocerlo. Con el cabello oscuro y los ojos aún más profundos que los de su hijo. Pero su nariz y su boca eran pequeños, rosáceos y tristes. Y la caída de sus párpados le conferían una expresión disgustada. Su perfil me recordaba al de mi madre, pues al fin y al cabo, eran familia de alguna manera. Cuando falleció, Catalina me envió una misiva, persona a mi persona, lamentando lo sucedido y mostrando sus condolencias. Con aquel recuerdo tomé el valor para acercarme a ella.

—La velada está siendo una maravilla. Y la boda ha sido exquisita. No sabe lo agradecida que estoy por todas las atenciones que ha mostrado para conmigo.

—Me alegro de que todo haya sido de vuestro agrado, hija mía. —Murmuró, mirándome con el rostro ladeado, y alcanzando su copa de vino. Se lo acercó a la boca y apenas mojados los labios, lo devolvió a la mesa.

Miré de lejos al rey. Hablando con otros hombres, en compañía de amigos, parecía más desenvuelto y alegre. Pero no olvidaba su porte regio. Su mirada se volvió hacia nosotras, desde lo lejos, y también lo hizo el rostro del hombre con el que hablaba. Hablaban de nosotras, o si no lo hacía, lo haría a continuación.

—¿Vuestras damas se portan bien con usted? —Me preguntó. Era algo que una de sus damas ya me había preguntado pero su tono era más confidencial. Y estaba segura de que se refería a una en concreto.

—No he tenido ningún problema con ninguna de ellas. —La reina viuda asintió, satisfecha—. De momento.

Aquello la hizo erguirse y mirarme a través del rabillo del ojo. Esbozó una sonrisa divertida y volvió a mirar a lo lejos.

—Mi hijo se portará bien con usted. —Murmuró, y más que como madre, hablaba como mujer—. Os doy mi palabra.

—Es todo cuanto deseo. —Asentí y solté un suspiro de alivio.

—No os creo. –Terció ella, y yo volví el rostro en su dirección—. Será todo con cuanto os podáis conformar, pero vuestras aspiraciones van más allá. –Me miró directamente al rostro, por primera vez y yo sentí que se me caía la máscara de inocencia y pulcritud que había intentado sostener—. Tenéis la ambición de vuestro padre, y el carácter de vuestra madre. Una combinación peligrosa.

—Estoy segura de que vuestras damas le han preguntado ya a las mías si he sido yo la que les ha causado algún problema.

—Ahí lo tenéis. –Soltó, suspicaz.

Yo le aparté la mirada y para cuando alcancé mi copa de vino alguien vino a interrumpir la conversación, presentándose ante la reina madre. Un viejo amigo, o alguien de la corte, no estaba segura. Incluso si era incómoda, la conversación había sido un salvavidas. El conde de Armagnac que debía sentarse a mi otra vera llevaba desaparecido al menos media hora desde que se sirviesen los postres y había estado pasando de mesa en mesa, de conversación en conversación. Lo había visto ir y venir y enlazar a una persona con otra hasta que la conversación se había trenzado.

Así que bebí un poco de vino y comencé a recorrer la mirada por el resto de mesas. Hasta ese momento reconozco que me había embargado tal vergüenza que no conseguí enfocar la mirada en ningún otro lado que no fuera mi propia mesa. La mayoría de las personas me resultaron completos desconocidos. A demás, ataviados con tales trajes de gala era imposible adivinar si los habría visto en palacio en alguna ocasión. Pero una boda era un buen lugar para conocer a quienes me rodeaban.

Un grupo de cinco enanos se presentó ante los invitados y comenzaron una breve actuación de baile y acrobacias que fueron aplaudidas por unos y reídas por otros. Uno de ellos, disfrazado de toro, perseguía a sus compañeros y el resto lo toreaban. Fingí prestar la suficiente atención como para que su espectáculo hubiese merecido la pena. Pero a los cinco minutos aquello comenzó a aburrirme y volví a pasear la vista por las mesas, decidida a encontrar a alguien familiar.

Divisé al embajador inglés en la mesa de la izquierda, donde el rey hablaba con otros hombres. El inglés habla con su esposa, o su acompañante, una mujer pelirroja, de rostro redondo y pecoso, de ojos verdes como las olivas y muy dulce sonrisa. Tenían una conversación tan agradable que ninguno de los dos podía dejar de sonreír. Una pareja Italia, que yo desconocía, se sentaba unos asientos más allá. Supe que eran italianos por las prendas de ella, muy en boga entonces, también por el perfil romano de la nariz de él y por los gestos con sus manos. Despreciaba el vino, lo veía en sus muecas al probar de la copa. Aquello terminó por confirmar mis sospechas.

En la otra mesa, mi conde, Juan, hablaba animadamente con otro hombre, alguien a quien me parecía haber visto antes en alguna parte de la corte, puede que también en la presencia del conde. Tres asientos más allá, mi dama Joseline se había sentado, ataviada con sus mejores galas, y habla sin parar mientras meneaba una copa de vino y un panecillo.  Pero apenas tuve tiempo de fijarme en ella. A su lado, puede que su interlocutor, había sentado un muchacho con una máscara dorada en la mitad derecha de su rostro. Al verle, sentí que todos mis nervios se erizaban, porque él me estaba devolviendo la mirada. Y sabe Dios cuanto tiempo me había estado mirando. ¿Me miraba porque Joseline le estaba hablando de mí? ¿O me miraba independientemente de ello? Tenía los codos apoyados en la mesa, los dedos de las manos entrelazados y su rostro levemente vuelto hacia mí. Me miraba con su faz descubierta, con su ojo libre de la oscuridad de la máscara. Era hermosa, labrada y con detalles grabados imposibles de distinguir desde la distancia. Cubría parte de su frente, el ojo derecho, la nariz y su boca.

Era una imagen siniestra y al mismo tiempo hipnotizante. Su cabello rubio, en rizos, se desparramaban a través de las correas que sostenían la máscara. Estaba ataviado con un jubón beige como el de mi vestido, con botones dorados en los puños y el pecho. Sobre la cabeza, un sombrero de fieltro negro con una pluma de color crema. Era un querubín que se hubiese abrasado en el infierno al ser desterrado. Su mirada sin embargo, no estaba repleta de amor y candidez precisamente. Mucho menos de curiosidad o encandilamiento. La única ceja que me mostraba su rostro estaba fruncida, y estaba segura que debajo de aquella máscara, sus labios estaban fruncidos.

Miré de nuevo al conde de Villahermosa y pareció sentir el peso de mi mirada porque desvió sus ojos hacia mí, cosa que hizo con total predisposición. Yo le señalé con la mirada al joven de la máscara y él siguió el recorrido de mis ojos. Asintió desde lejos e hizo el amago de levantarse pero alguien más le detuvo, y el encontronazo ocasionó otra conversación.

Cuando la función de los enanos terminó, llegó un muchachito que no superaría los dieciséis años, ataviado con un traje de vistosos colores como los usuales de los lansquenetes* y un gorro de tres puntas. En cada extremo, sonaba un cascabel. También en sus zapatos había cascabeles y sus mangas estaban adornadas con tiras de tela rasgada. Para completar el personaje, le acompañaba un laúd. Saludó a los comensales con desparpajo y desvergüenza. Era asquerosamente atrayente. Sus ojos castaños y densos, y su sonrisa de dientes torcidos. La naricilla respingona y las mejillas coloradas. Era un efebo ataviado como un payaso. Me miró, desde el centro de la sala, y con un par de palabras y ademanes, captó la atención de la mayoría de comensales.

Cantó un par de canciones subidas de tono. Muchas de las mujeres rieron las gracias y daban golpes de codo a sus maridos. Otras se cubrían con sus pañuelos sus mejillas sonrosadas. La mayoría de hombres reían y pegaban largos tragos a la cerveza y el vino.

—Mi señora. —Dijo alguien a mi lado. Un muchacho de pelo corto, rubio y ondulado. Con rostro fino y expresión alegre, pero melancólica. Yo me quedé en el sitio y fruncí el ceño—. Tal vez no me conozcáis, si nadie os ha hablado de mí. Ni si quiera sé si estabais enterada de mi presencia en la boda. Hemos llegado a última hora y…

Miré detrás de su hombro. Una mujercita le acompañaba, con el rostro rubicundo y el cabello castaño recogido en una bonita red dorada. Estaba vestida a la italiana pero sus facciones eran norteñas. Las del joven también.

—Siento mucho mi ignorancia, señor. ¿Quién sois vos?

—Mi señora. Soy Federico, duque de Borgol. —Debí palidecer, o enrojecer. Me levanté de un salto del asiento y le miré a los ojos, sin poder evitarlo. Buscando en su expresión en su rostro o en sus facciones las del hombre que durante diez años había sido mi prometido, sin conocerlo. Contuve mis ganas de abrazar a ese muchacho que por divertimentos del destino, tenía mi edad, y me limité a sostener sus antebrazos con mis manos, aplicando tola la fuerza que me permitía mi pasmo.

—No sé qué decir. —Reconocí.

—No es necesario que digáis nada. Deseaba presentarme ante usted, alteza, y conocerla en persona. Nuestro padre nos habló muy bien de usted en vida, aunque no se conocieron nuca. Y su misiva, al saber de su muerte, nos llegó al corazón, a mi esposa y a mí. –Miró detrás de él para que su esposa se acercase—. Esta es Anna, es mi esposa desde hace unos años. Es la duquesa de Borgol.

—Nunca pensé que nos fuésemos a conocer así. Siento de veras lo ocurrido. Todo fue una trágica desgracia. Los movimientos secesionistas y las guerrillas de sublevados…

—No hablemos de guerra, alteza. Se lo ruego. —Dijo el joven, afligido, como si aún le doliese le recuerdo de aquello—. Esta es una noche para vos. Veo que no era su destino casarse con mi padre. Dios le ha encomendado una tarea mayor.

—Quiero que sepáis que hubiera sido la esposa de vuestro padre con gusto. Y habría sido duquesa al servicio de nuestra familia con la devoción de una reina.

—Lo sabemos. —Dijo, con candor, y miró a su esposa. 

—También tenía Dios preparado para usted otro camino. Será difícil, pero os prometo que si está de mi mano o de la de mi familia poder ayudar en lo que sea…

—Es un honor, mi reina, que nos tengáis en tan alta estima.

—Habéis servido bien a mi padre, y por ende a mi reino.

—¡Siéntense todos! —Gritó el bufón, en medio de la sala, dando golpes a la madera de su laúd—. ¡Vuelvan todos a sus asientos! ¡No se demoren, señores!

—Alteza. —Murmuró Federico, y me besó el dorso de la mano—. Ha sido un placer contemplarla, y compartir unas palabras con usted. Antes de volver al norte, pasaremos por su patria, para saludar a su padre y poner en orden muchos de los asuntos que mi padre dejara a medias. ¿Deseáis que le diga algo de vuestra parte?

—Decidle que estoy bien, que me habéis visto contenta y radiante.

—Sabéis lo que un padre quiere oír. —Sonrió y la muchacha que estaba detrás de él se rió—. Bien, así lo haré. Si me disculpáis…

El joven se alejó y yo contuve las lágrimas por la emoción del encuentro.

—¿Ya están todos en sus asientos? —Preguntó justo en el momento en que el rey regresaba a mi lado. El conde de Armagnac había encontrado otro sitio mejor donde sentarse, cerca de unos conocidos con los que estaba compartiendo jarra de vino—. Bien, pues si estamos ya todos en nuestros asientos, permítanme que me aclare la garganta para la siguiente canción.

De algún lugar de una mesa alcanzó una jarra de algo y se la bebió entera. Seguramente no hubiera nada dentro o se habría caído redondo al primer paso. Pero pareció saciar su sed con las risas de los oyentes y se limpió la boca con el dorso del brazo.

—Si les he hecho sentar es para que me presenten atención y pongan bien sus oídos en esto. Estamos aquí conmemorando una hermosa boda, o eso creo porque a mí no me han invitado. –Las risas resonaron por las mesas—. Del rey Enrique III con la hermosa Isabel de España. Seguro que estarán más que cansados de recibir enhorabuenas y regalos de todos los invitados pero yo he traído mi propio regalo, ¡Una canción! Para la reina, por su enlace con nuestro rey. ¡Tómelo, alteza, como una canción de bienvenida a esta hermosa nación nuestra!

Aquello recibió las alabanzas de la mayoría de presentes. El inglés no se movió, y el conde de Armagnac no sonreía. Mostraba una expresión de expectativa.

El muchacho se colocó el laúd y comenzó a emitir ciertas notas distorsionadas. La canción sería fea en extremo, y la música debía ser igual de horrenda. El muchacho titubeó un instante y después, con su mejor sonrisa, la mejor que pudo, comenzó sus versos:

 

Esta canción que entono hoy
No me pertenece a mí
Y aunque son solo habladurías
La ha escrito el pueblo de parís.
 
Una canción sobre la extranjera
No la mujer que nos gobierna
La otra que viste el negro,
Que ahora es nuestra nueva reina:
 
La princesa del país vecino
Ha llegado plagada de reliquias
Y enlutada, con un marido muerto
Colgando del relicario del cuello.

 

Hubo un sonido general de pasmo. ¿A qué suena el pasmo? Es una exclamación reprimida, y un silencio tenso. Es el sonido que se produce al contener el aliento. Yo busqué con la mira a Federico, al que encontré al final de una de las mesas laterales. Había dejado su copa de vino de mala gana y miró al muchacho con enfado. El rey, sin embargo con media sonrisa en sus labios, desvió la mirada hacia mi pecho y encontró el guardapelo dorado colgando de uno de los botones de mi jubón. Su sonrisa se borró al instante. Pero no le dio tiempo a decir nada. El poema continuó:

 

¡Cuál es la sorpresa de nuestro rey
Al encontrarse por nueva esposa
A una viuda plañidera
Que ha pasado la edad casadera!
 
¡Y cuál es la sorpresa de nuestra nueva reina
Que antes de llegar a pisar el suelo
De esta nuestra tierra, se ha sabido cornuda,
Antes del casamiento!


Aquello levantó entonces un sonido de ofensa y risas a partes iguales. El conde de Villahermosa hacia un gran esfuerzo por contener la risa. Mientras que yo, tragué saliva para contener la vergüenza.

 

Por Dios, y por todos los santos han jurado
Allí en el país vecino,
Que la princesa viene pura y virgen
Como santa frígida, patrona del cilicio*.
 
¡Dios proteja a nuestro rey
En la difícil tarea que le aguarda
En su esperada noche de bodas,
Esperemos que la fruta no esté pasada.


Aparté la mirada de golpe. El rubor que había acudido a mis mejillas amenazaba con volverse llanto. Apreté con fuerza la servilleta que sostenía en mi regazo y el rey, se volvió  hacia mí lleno de espanto por mi gesto. Con una mirada cargada de preocupación se levantó de un salto y con un gesto de su mano detuvo al bufón.

—¡Es sufic…!

—Déjalo. —Murmuré. Enrique volvió el rostro hacia mí con una mueca confusa.

Preguntándose si le suplicaba aquello por vergüenza o si realmente se estaba casando con una masoquista. Sujeté el encaje de su mañeca y tiré suavemente de él. Le pedí que se sentase y conforme con aquello, aunque no del todo convencido, pidió al bufón que continuase con un gesto de su mano.

—Continuad. —Dije, alzando la voz. El muchacho asintió, y me sonrió con ojos pícaros, alabando mi valentía. Podría haberle hecho ahorcar si me hubiese apetecido.

 

Las gentes se preguntan, llenos de recelo
¿qué es lo que se puede esperar
De una mujer que, dados sus años
Ya debe haber aprendido a copular?
 
¿Qué es lo que se puede esperar
De una mujer que, dada su nacionalidad
El negro es seña y la cruz es bandera,
Dios es juez y el fuego condena.
 
¿Qué es lo que se puede esperar
De una mujer que, siendo reina
Compartirá el lecho de su esposo,
Su tribulaciones y su condena?

 

El rey Enrique se volvió hacia su madre que contemplaba al bufón con asombro.

—¿Quién ha contratado a este buscavidas? –Le preguntó, lleno de rencor.

 

Que es santa, nadie lo cuestiona
Y que es virgen, nadie lo espera
Que será diestra, nadie lo desea
Y que ame al rey, nadie lo quisiera.

 

Cuando el poema terminó, pensé que podía respirar aliviada pero el revuelo que había formado aún me hacia contener el aliento. El conde de Villahermosa reía a carcajada limpia, igual que Jaime, y su hija. La reina viuda hablaba con su hijo y le aconsejaba que no hiciese caso de las palabras del bufón, y mucho menos de su provocación. El bufón se quitó el sombrero, y mirándome directamente a los ojos realizó una reverencia y sonrió. Yo apreté los labios. Había sido un poema increíblemente hiriente.



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*Vestido de la boda: Inspirado en el vestido de María de Médici, en su boda con Enrique IV. La boda de María de Médicis y Enrique IV de Francia (1600) Jacopo da Empoli.


*Lansquenetes: Soldado de la infantería alemana, que peleó también al lado de los tercios españoles durante la dominación de la casa de Austria, que operaron entre el siglo XV y el XVII.

Lansquenetes: Grabado de Daniel Hopfer, sobre 1530.

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*Cilicio: Instrumento de penitencia que consiste en una faja o cinta, generalmente hecha de material áspero o con puntas, que se usa para causar dolor físico o mortificación del cuerpo.

 

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*POEMA: Creado por mí para la novela.

[Para ver el resto de poemas: Anexo: Poemas]

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Personajes nuevos:

BUFÓN (Sin nombre): Adolescente que es contratado en la boda para cantar una insultante canción a la reina.

FEDERICO de BORGOL: Duque de Borgol, después de la muerte de su padre Christian de Borgol, y su hermano mayor en una batalla en el norte.

ANNA de BORGOL: Esposa del nuevo duque de Borgol, Federico.


[Para saber más: Anexo: Personajes] 

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