UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 14

 CAPÍTULO 14 – LA BIBLIOTECA

 

Los primeros días en el palacio real fueron mucho más tediosos de lo que hubiera imaginado. Mis damas iban de un lado a otro y el rey apenas hizo acto de presencia en mis estancias, es más, me habían advertido que estaría totalmente ocupado y que no era de recibo que el rey y yo intimásemos antes de la boda, lo cual yo consideré que estando mis damas presentes no habría nada de malo. Pero su consejero el conde de Armagnac, insistió en que era una decisión que había tomado el rey, y debía respetarse. Yo sabía que no podía ser cierto pero era un hombre astuto, pues creyó con acierto que no me entrometería si era deseo del rey, puesto que respetaría su decisión.

Lo dejé correr porque tampoco creí haberle caído en gracia al rey Enrique, y si así era como se desarrollaría nuestra relación, mejor para ambos. Me dediqué con ahínco a lo que consideré que eran mis deberes como prometida del rey. Terminé de adecentar mis aposentos, y pasé revista a mis damas. Manuela y Joseline, que dormían en mi antecámara, sabían muy Bien sus obligaciones, o al menos en eso confié. Reconozco que no me sorprendía que Joseline fuera llamada por su padre o por otras damas, puesto que de todas era la que mejor se conocía las instalaciones y poseía algo que a Manuela y a mí nos faltaba, que eran contactos. Conocía de sobra a los cocineros y a los sirvientes, a los pajes y a los mensajeros. Era un ser más peligroso de lo que me había imaginado en un principio justamente por eso. Porque no solo estaba al alcance de su mano, sino que poseía ojos y oídos en cualquier parte del castillo, y solo por no ser extranjera, poseería el favor de todos los residentes.

No fue hasta el tercer día de mi estancia allí que no caí en ello, cuando la veía hablando e intercambiando confidencias allá donde fuéramos. Si salíamos al jardín, me presentaba a las hijas del resto de miembros del consejo. Si me traían la comida, acompañaba a los camareros a la puerta y tardaba en regresar, como si hubiese estado charlando con ellos. Cuando mensajeros o pajes del rey venían a traerme algún comunicado, ella los recibía ya veces uno preguntaba por la salud de no sé qué sobrino de no sé qué hermano. Lo único que me pareció reconfortante fue que con las damas de la viuda reina apenas podía cruzar un par de miradas. Eran mujeres adultas, hechas, mucho más expertas en la vida que yo. Tendrían entre treinta y cuarenta años y debían haber servido a la reina viuda toda la vida, dejando de lado una vida marital a cambio de servir a la gran Catalina. Estas mujeres, dos de ellas que habían aparecido ante mí a lo largo de mi escueta estancia aquellos días me habían tratado con esmerada cortesía, y con digna diligencia, pero dirigiéndose a mí con cierto orgullo de quien quiere proteger lo que tanto cuida.

Joseline me advirtió, que la reina viuda tenía dos perros de caza como protectoras. Ni si quiera le reí la gracia, solo por no contentarla. Fingí hacerme la tonta y no entenderla. Seguro que esos perros de caza habían calado a la jovencita mucho antes de que comenzase sus idilios de cama con el rey.

Pasados cinco días ya me hice con la distribución del palacio, y aprovechando un momento en que Joseline había desaparecido y Manuela se esmeraba en rematar los últimos detalles a mi vestido de boda, yo me escabullí a la biblioteca.

Las puertas eran pesadas y gruesas, preciosamente talladas. El interior me sorprendió, pues a diferencia de lo que estaba acostumbrada, aquella biblioteca poseía varias plantas, dispuesta alrededor de varias y amplias mesas de robusto roble. Aún era de día pero el sol había comenzado a declinar por lo que varias velas se habían encendido a lo largo de las mesas. La sala estaba dividida en varias secciones, con sendas estanterías haciendo de separadores. Estanterías llenas de papiros, rollos de pergamino, densos libros y cajas con papeleo. Parecía más el archivo olvidado de una antigua biblioteca egipcia que la sala de lectura de un palacio. La estancia central, por donde había accedido yo, estaba despejada, con varios sillones y butacas para sentarse y disfrutar de la lectura. A mano derecha se repartían las mesas, en algunas de las cuales se extendían anchos mapas o textos. Y en la parte izquierda se apilaban arcones y cajas, y una escalera de caracol permitía el acceso a los dos pisos superiores, donde las estanterías rodeaban toda la pared.


  

Unas voces se oían en alguna parte, una discusión o más bien un debate. Dos hombres, uno de ellos con la voz más desgastada y recia que la segunda, hablaban sobre la importancia de transcribir unos textos, o mandar un mensaje, o traducir alguna carta.

Sorprendí a dos hombres tras una de las estanterías. Uno de ellos, joven y rechoncho, con una barba bien recortada y los ojos pequeños y temblorosos, miraba a un hombre delante de él que agitaba un papel, delante de su narices, como quien regaña a un cachorro por haber mordido las zapatillas del dueño. El hombre en cuestión tenía el pelo oscuro y largo, algo revuelto y con un bigote una perilla arreglada en exceso. Vestía un cuidado jubón de color ocre, y contrastaba con el raído atuendo de bibliotecario del muchacho. Un viejo jubón marrón y unos calzones oscuros. Tenía una capa echada encima, como si acabase de llegar, o se hubiese alistado para salir.

—Me has dejado como un estúpido. –Dijo el mayor, con marcado acento inglés—. Los mensajes que le llegasen al rey en mi ausencia deberán estar perfectamente traducidos, o de lo contrario entraremos en guerra…

El muchacho fue el primero en alzar la mirada y encontrarme allí plantada. El inglés siguió la dirección de su mirada y me halló después. Dando un respingo se recompuso y profesó una pronunciada reverencia. El bibliotecario lo imitó.

—¡Alteza! —Exclamó el inglés. Y el muchacho comenzó a temblar de pies a cabeza. No me había reconocido—. Me habéis sorprendido. Siento que nos hayamos conocido en estas circunstancias.

El inglés se acercó a mí y escondió el mensaje que tenía en las manos dentro del bolsillo de su jubón, quitándole importancia.

—Mi nombre es Richard. Ricardo, si lo preferís en vuestra lengua. ¡Es todo un placer contemplaros, mi reina! Que placer tan…

—¿Quién sois vos? —Pregunté, temiendo que se deshiciese en halagos. Debía ser alguien importante para residir como extranjero en el palacio real.

—¡Disculpadme, alteza! Soy el embajador de Inglaterra aquí en París. Y formo parte del consejo de vuestro… del rey Enrique. —Era extraño oírle balbucear en un idioma que no era el suyo, pero se defendía igual de bien que yo.

—¿Y qué papel tenéis en el consejo, señor?

—¿Cómo que qué papel? Buscar aquí lo mejor para mi propio país, siempre intentando llegar a acuerdos, hasta que este periodo de inestabilidad llegue a su fin.

Por encima de su hombro vi como el bibliotecario se deslizaba a un lado y se acuclillaba para rebuscar algo en uno de los estantes inferiores. Seguro que quería desaparecer.

—Es realmente una pena que nuestro rey Jacobo aún no haya concebido un barón, de lo contrario habríamos valorado seriamente un enlace entre nuestros países, alteza.

—Sin embargo tiene una heredera, Jane. Seguro que vos estabais a favor de que el enlace fuese con ella, mejor que conmigo. ¿No es cierto?

Aquello le pilló por sorpresa, y miró por encima de mi hombro la puerta de salida, deseando escabullirse cuanto antes. Yo sonreí, dulcemente, y mi sonrisa pareció apaciguarlo, y retenerlo a mi lado unos segundos más.

—Contadme, vuestra merced, ¿qué ocurrió para que esa elección no llegase a buen puerto? Ya es agua pasada y me temo que debo enterarme bien de todos estos lances, ahora que seré la reina.

Aquello le sonó como un chirrido. Puso la cara que pone un niño ante una medicina. Tal vez no estaba de acuerdo con que él tuviese que desvelarme toda aquellas tramas, pero puede que aquella cara arrugada se debiese al hecho de que, como reina, yo debiera dedicarme a otros menesteres más palaciegos. Como levanté una ceja, a la espera de una respuesta, él volvió a balbucear, pero parecía un hombre al que le gusta hablar, así que él solito se tiró de la lengua.

—No sé como explicaros esto en varias palabras. La idea del enlace entre la princesa Jane y el rey Enrique nos ha traído de cabeza estos últimos tres años, desde la muerte de… bueno de María, quien fue su primera esposa. Ya sabéis. Jane es aún joven pero cuando hace dos años tuvo su primera sangre, todos nos pusimos eufóricos. Parecía una solución clara al conflicto que se lleva gestando durante años. Los terrenos que limitan Francia con el mar del norte han pertenecido durante décadas a mi país, pero también han sido durante siglos objeto de disputa. Un lugar estratégico para Francia, pues le da una buena salida al mar, y para Inglaterra supondría una gran adquisición en el continente. La única. Por lo que…

—La tierra pasaría a Francia, a modo de dote…

—Más o menos. No es tan sencillo, alteza. Con vuestro permiso, perdonadme. —Bajó la cabeza—. Durante tres años se han estado redactando y deshaciendo acuerdos para llegar a buen puerto. Se han barajado múltiples decisiones, desde la total pertenencia a Francia como total dote, hasta dividir el terreno. También la pertenencia para Francia pero el usufructo inglés, el permiso de usos de puertos o el pago a largo plazo… Un sinfín de… —Se pasó la mano por el cuello, como si le apretase el pañuelo que llevaba atado a él. Parecía más abatido que otra cosa.

—¿Y bien?

—No solo no se ha llegado a ningún acuerdo, como es obvio, sino que la posibilidad de la boda ha suscitado el desacuerdo popular en ambas naciones. El conflicto religioso se ha agravado ante esta idea. Nuestra princesa es protestante y el rey católico. ¿Qué se esperaba de ese enlace? Todo el mundo parecía convencido ante la idea de que la princesa siguiese conservando su fe, pero después de que el año paso se realizasen un sin número de matanzas en las calles de esta ciudad a causa de esta disputa…

—Comprendo. —Asentí.

—Ha llegado un punto, alteza, en que yo mismo desaconsejé a mi rey Jacobo que este enlace se realizase. Por el bien de la princesa y por el bien de ambos reinos. Su presencia aquí despertaría heridas demasiado recientes, por no hablar de que la casaríamos en el punto de más conflicto, sin asegurar que el enlace resolviese nada.

—Hum.

—Así que si os lo preguntáis, yo mismo aconsejé al rey y a la reina viuda, el enlace con vos. No por deferencia a vuestro país, sino por salvar el mío y a mi princesa.

—Es muy noble vuestro gesto. —Asentí pero no estaba segura de que esa fuese toda la verdad. Me contuve de indagar algo más y le agradecí sus atenciones.

—Debo marchar alteza, con vuestro permiso. Si me necesitáis, solo tenéis que hacerme llamar, resido por ahora en el castillo, aunque uno nunca sabe cuando tiene que marchar. Si creéis que puedo seros de ayuda en algo, no lo dudéis.

Me contuve, porque deseaba preguntarle muchas cosas más ahora que su lengua se había arrancado, pero le dejé marchar y cuando lo hizo, busque con la mirada al bibliotecario. No estaba por ninguna parte, así que tras varios minutos de búsqueda lo hallé de rodillas al lado de una estantería mientras intentaba ordenar unos tomos que había ido recogiendo de las mesas.

—Sois Santiago, ¿verdad? —El pobre estaba recitando algo en silencio cuando oyó mi voz, con lo que su respingo fue del todo cómico. Pero enrojeció hasta las orejas y se incorporó  duras penas a causa de su sobrepeso.

—¡Soy yo! El mismo, alteza. ¡Estoy a vuestras órdenes! Decidme, ¿hay algo que deseéis que os haya traído hasta aquí?

—Quisiera saber si estáis enterado sobre cuando llegaran los libros que he traído desde mi país.

—¡Alteza! Llegaron hace dos días. Están intactos, todos los ejemplares. Ninguno ha sufrido el menor daño.

Yo miré en derredor pero me costaba distinguir a simple vista cuales de todos aquellos tomos eran los míos.

—¿Ya están en las estanterías?

—¡Oh no, alteza! Los hemos dejado en el almacén. Deben ser revisados cuidadosamente.

—Pensé que se habían revisado ya. ¿No acabáis de decirme que no han sufrido ningún daño?

—Oh no, alteza. Mi reina, deben ser estudiados cuidadosamente.

—¿Estudiados? ¿No es mejor traerlos a la biblioteca para que puedan ser estudiados?

—No estudiados por cualquiera. El rey ha solicitado que los libros sean revisados para evitar que no añadamos a nuestra colección libros con escritos heréticos o de escritores que profesen la herejía.

—¿Perdón? –Pregunté, llena de asombro y él pareció palidecer.

—El conde de Armagnac llegó con los libros y con esa petición, mi señora. –Dijo el pobre, encogiéndose de hombros—. Los libros no deben contener ningún tipo de…

—Ya, he comprendido. —Dije y él se me quedó mirando—. ¿Y qué haréis con esos libros que no son… aptos…?

—Los devolveremos a su país, alteza. Lo siento mucho.

—¿Y no podría ser yo quien decidiese…?

—No. –Yo asentí ante su negativa pero la sangre comenzó a correr rápida y caliente por mis venas, la sentí como vino espumoso y especiado.

—Yo hablaré con el conde de Armagnac, mientras tanto puedes ir haciendo el inventario de los libros.

Me volví hacia la puerta con el ceño fruncido y las manos apretadas alrededor del collar de perlas que caía por mi pecho.

No fue hasta el día siguiente que no conseguí calmar mi estado de ánimo y adquirí la paciencia y el talante suficientes como para tratar esa situación. En un principio pensé en acudir al encuentro del conde de Armagnac, pero tras pensarlo seriamente decidí que no era adecuado, él debía acudir a mi llamado si así lo exigía. Me allegué hasta la biblioteca y cuando mis damas se volvieron a mí, le lancé una furiosa mirada a Joseline, que dio un respingo ante el gesto.

—¿Está vuestro padre en palacio?

—Si mi señora, en la sala del consejo, imagino…

—Hazle llamar, y cuando termine sus quehaceres en el consejo, que venga aquí. Dile que la reina le está esperando para discutir un tema.

Ella salió de la biblioteca algo despavorida, y regresó a los minutos con la misma expresión de susto.

—El secretario de mi padre le ha transmitido el mensaje. Me ha dicho que unos quince minutos puede que esté aquí.

Yo asentí, confiada. Pero si hubiera sabido que el consejero del rey me mantuvo a la espera al menos durante una hora entera, habría salido directamente al consejo para cantarle las cuarenta. No me sirvió de nada consultar esta conversación con la almohada, mis nervios estaban mucho peor que el día anterior, solo por haberme hecho esperar. Cuando en el campanario se oyeron las campanas dando las once de la mañana, me volví hacia la muchacha que se retorcía las manos en una esquina de la sala, apoyada o más bien escondida, detrás de una estantería.

—¿Tu padre me hará esperar toda la mañana?

—Tal vez la reunión se haya alargado demasiado, alteza.

—¿Está con el rey?

—No mi señora, en el consejo solo estaban la reina madre y mi padre.

Si me hace esperar más de una hora, sin avisar al menos a su secretario para que venga a pedir disculpas, —pensé para mí—, no se lo perdonaré. Sin embargo justo antes de que hiciese una hora que habíamos llegado a la biblioteca se presentó el secretario para anunciar la llegada del consejero, y el Conde entró detrás del muchacho. Yo me erguí todo lo alta que era, a contra luz de la ventana y él se inclinó en señal de respeto y disculpa.

—Perdóneme, alteza. No sabe cuánto siento la tardanza. Le alegará saber que ha sido en vuestro beneficio, alteza.

—¿En mi beneficio? —Pregunté, mientras él se erguía y se acercaba a mí. Había una mesa de por medio, pero no pareció molestarle. Rodeó la mesa a paso lento mientras acompañaba sus palabras.

—Así es, princesa. La reina madre y yo hemos estado desde el alba asegurándonos de que todos los preparativos para la boda de mañana están listos. Todo el banquete organizado y los invitados han llegado ya a la ciudad y al palacio.

Al decir aquello me dejó totalmente indefensa. Sus palabras eran complacientes pero me había preocupado tanto por mis libros que ni si quiera había notado que, efectivamente, había más movimiento de personas tanto dentro como fuera de palacio. No pude evitar asomarme a la ventana para ver como un carruaje paraba a la entrada del palacio. De él bajaban un caballero y su dama. Ella llevaba un hermoso vestido azul que brillaba intensamente como el mar.

—Tal vez por haber estado esta última hora aquí encerrada ni si quiera había recaído en ello.

—Discúlpeme, se lo ruego.

—¿Y bien? ¿Todo está en orden para mañana?

—Así es, alteza. Todo está dispuesto. Le velada se amenizará con unos músicos estupendos y de postre se servirán pastelitos de Belém, que nos han dicho, son sus favoritos. Entre otras decenas de platos, y manjares…

—Bien. –Asentí. Debió notar desde la distancia que nos separaba que el banquete o los músicos me traían sin cuidado.

—Ya me tenéis aquí, alteza. Decidme, en qué puedo ayudaros.

—Ayer hablé con Santiago, el bibliotecario. Quien por cierto debe estar en los almacenes, catalogando mis libros como le pedí que hiciese.

—Eso es estupendo. Me han informado de que llegaron intactos, sin ningún daño. ¡Y eso que parte del camino está bastante intransitable a causa de los deshielos!

—Es un milagro, no me cabe la menor duda. Pero en nuestro palacio, allá en España, tenemos unos buenos archiveros que se encargaron de empaquetarlos con las protecciones necesarias.

—No me cabe la menor duda…

—¿He sido mal informada? El bibliotecario me advirtió de que todos mis volúmenes debían pasar por un riguroso examen. ¿Acaso creéis que mancillaría vuestra biblioteca con libros heréticos?

Entonces se obró un cambio en el gesto de ese hombre. Mientras que hasta entonces habíase mostrado diligente y atento, su rostro mudó a una mueca de cerrazón.

—Me temo que así es alteza, todos los documentos que ingresan en palacio, incluso las pinturas, deben cumplir ciertas… formas. No dudo de vuestra buena fe, pero considerando la influencia que ciertas artes han influido en vuestro país, consideramos oportuno que se realice un exhaustivo registro. Ayer mismo se han detectado varios volúmenes que serán devueltos a su padre.

—¿Cómo?

—Eso me temo.

—¿Qué volúmenes?

—Heréticos, sin duda. ¿No me diga que considera una lectura adecuada la filosofía de Ibn Hazm*? Después de que su país combatiese contra los abanderados de una religión de infieles, usted, alteza, pretende introducir libros de ese calibre en este palacio. Justo después de que hayan terminado nuestras guerras contra los turcos…

—¿No aprecia los estudios de un hombre que se ha dedicado a la histórica comparada? ¿O sus poemas?

—¿Y qué clase de historia contará? Lo siento señora, pero yo no pongo las reglas. Y otros libros han sido apartados, me temo.

—¿Cuáles más?

—Algunos de carácter erótico. Una colección de grabados satíricos contra la monarquía y varios volúmenes de cábala y alquimia.

—¿Y quién ha dado esas órdenes, exactamente? —Pregunté, pero él se hizo el tonto.

—Bueno, alteza. No hay un alguien, detrás de esto, es algo común y rutinario. Es una cuestión de limpieza…

—Mañana seré su reina, conde. —Dije, intentando no sonar demasiado dictatorial—. ¿Aun así habrá alguien que me niegue tener aquí mis pertenencias?

—Tal vez, alteza, si consigue convencer al rey o a la reina madre de ello…

—¿Soy una niña que deba pedir permiso a papá o mamá? —Le pregunté—. Si no desea que estos ejemplares estén en la biblioteca, entonces los custodiaré en mis aposentos.

—No es una cuestión que se solucione con una nueva localización.

En ese momento el joven bibliotecario llegó a la estancia, abriendo la puerta con dificultad mientras cargaba con varios volúmenes en sus brazos. Al vernos allí a los dos, acalorados en plena discusión, el muchacho dio un respingo e hizo el amago de volver afuera. Pero apenas lo intentó, pensó que no podría cargar durante más tiempo con el peso de esos libros y regresó dentro. Al fin y al cabo estábamos en su territorio.

El conde tomó aquella interrupción como una señal para huir. Se despidió precipitadamente de mí, reiterando que las normas eran las normas y que todos debían acatarlas si vivían entre aquellos muros. Estuve a punto de recordarle que su hija se metía en la cama del rey, pero me detuve, pensando que aquello podía ser una de esas normas estrafalarias que gustaban en aquel palacio. Cuando desapareció, mandé a mis damas a mis aposentos. O al menos fuera de aquella biblioteca.

Cuando me quedé a solas me dejé caer en una de las sillas y tamborileé mis dedos sobre la madera de la mesa. Me había sentido como una niña que recibe una advertencia de su padre. Si no me portaba bien, y no me acostumbraba a estas nuevas costumbres, me devolverían junto con los libros.

—Alteza. –Murmuró el bibliotecario, que se había acercado a mí e inclinaba la cabeza, aún con dos libros en las manos.

—¿Sí?

—¿Podría acompañarme, por favor? —Murmuraba, con ese tono confidencial de quien quiere revelar un secreto.

Me levanté y él me condujo a través de las estanterías. Cuando llegamos al final de la estancia donde varias vitrinas de libros se sucedían. Miró detrás de él, por encima del hombro y asegurándose de que no había nadie, abrió la vitrina y sacó un grueso volumen de aritmética. Detrás del volumen, al fondo de la vitrina, había dibujado en la madera un círculo. Un círculo que hubiera pasado desapercibido, porque no era un dibujo, sino un recorte en la madera. El bibliotecario hincó la uña en el borde, donde una imperceptible muesca permitía hundir la uña y sacó ese círculo de madera, que posó sobre la balda. Del manojo de llaves que llevaba al cinto, y le servían para abrir las vitrinas, escogió una que a simple vista no parecía sobresalir de entre las demás, pero él sabía que era la adecuada. Volvió a mirar por encima de su hombro y hundió la llave en el ojo de una cerradura que se había dibujado en la piedra, detrás del círculo de madera que había retirado.

Unos engranajes sonaron, la madera crujió y el sonido fue sobrecogedor. Pero aún más lo fue la impresión que me produjo ver moverse toda una vitrina. Se deslizó hacia el interior de una sala escondida como por arte de magia. Sentí como si me hubiesen transportado a un cuento árabe, o una historia de terror. Al contrario de lo que me imaginé a simple vista, la estancia a la que accedíamos no era ni pequeña ni abandonada. Era una extensión de la propia biblioteca, acomodada y decorada como la anterior. Con estanterías algo más austeras y con una mesa en el centro, nada más. Pero con candelabros y antorchas. Con libros distribuidos por los estantes.

Santiago no me dejó entrar, pero me miró al rostro con aire soñador y me guiñó un ojo.

—La mayoría de sus libros estarán a salvo. No podre evitar devolver algunos para que el confesor no sospeche, pero le aseguro que ni la reina ni yo deseamos deshacernos de ninguna de estas joyas.

—¿La reina madre?

—Es la única, junto con su hijo el rey, que conoce esta sala. ¡Aparte de mí, desde luego!

—Me imagino que a la reina madre no le gustará saber que me habéis confesado este secreto…

—Puede que no, pero he considerado que debíais saberlo. Os ruego que no se lo digáis a nadie, el consejero se enfadará si lo descubre. Él se entera de todo.

—Tal vez ya lo sepa, entonces.

—Tal vez. Pero si es así, no ha dado muestras de ello.

—Me parece que este sitio está lleno de un espíritu engañoso.

—¿Cómo es eso?

—Todo el mundo lo sabe todo, pero nadie dice nada. Y cuanto más evidente es el secreto, más silencio hay alrededor. —Me miró suspicaz, como si supiese exactamente a qué secreto en concreto me estaba refiriendo. Ante aquello, cerró de nuevo la puerta y colocó el volumen de aritmética en su sitio. Cuando cerraba la vitrina, soltó una risilla como la de un ratón.

—Me temo que usted, alteza, también estáis rodea de ese halo de engaño.

—¿Yo también?

—Sí. El problema es que uno es incapaz de ver ese velo si está sobre uno mismo. Podemos ver el de los demás, pero no el nuestro propio. Los secretos que guardamos no nos parecen tan evidentes porque estamos custodiándolos. Y nuestras mentiras no nos resultan tan engañosas, porque consideramos que están bien formuladas.

—¿Crees que guardo secreteos y cuento mentiras? —Pregunté, con una sonrisa.

—Si no lo hacéis, lo acabaréis haciendo. —Su rostro se volvió algo mohíno—. Este lugar esconde secretos, y debemos aprender a vivir con ellos. Y para eso, necesitamos mentir.



 

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*Ibn Hazm: (Córdoba, 994-Huelva, 1064) fue un filósofo, teólogo, historiador, narrador y poeta andalusí, considerado el «Padre de la Religión comparada». Fue el único autor que dejó algunas indicaciones sobre los grupos tribales que pasaron a al-Ándalus en la época de la conquista. Sus antepasados fueron hispanos arabizados convertidos al islam.

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Personajes nuevos:

RICARDO (o Richard, en inglés): Embajador inglés en París, vive en el Palacio Real y forma parte del consejo del rey, a modo de intermediario con Inglaterra durante el tiempo que dura la guerra.

SANTIAGO: Bibliotecario y archivero.


[Para saber más: Anexo: Personajes] 


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