UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 16
CAPÍTULO 16 – EL BANQUETE
Pasada una hora, y después de que el revuelo se hubiese calmado. Manuela apareció a mi lado y me susurró al oído:
—El bufón espera al pagador en el pasillo del ala este.
—Bien, acompañadme. —Murmuré y me disculpé con el resto de comensales.
Salimos de la sala del banquete. A estas alturas de la cena, las personas ya se habían dispersado y repartido por las alas cercanas del palacio. Quienes habían querido ir a intimar habían salido a los jardines, donde había aún buena temperatura, y quienes deseaban charlas en privado sobre asuntos de estado se habían escondido en habitaciones colindantes. Yo me alejé hasta uno de los pasillos que conducía a una salida trasera y allí, en un cruce de pasillos, en medio del haz de luz que arrojaba una de las antorchas, esperaba el muchacho al pagador.
—Buenas noches, joven. —Le dije y el muchacho al oír mi voz se volvió con desinterés pero al recaer en mí, todo su cuerpo sufrió un espasmo. Parecía un ratoncillo ante un gran felino. Acorralado y muerto de miedo
—Buenas noches, mi reina. Vuestra merced. Espero… espero que la canción no haya resultado demasiado…
—¿Cómo os llamáis?
—Hugo. —Dijo él, y puede que le sonido de su propio nombre le insuflase valor—. Hugo el parlanchín me llama mi madre. Pero me conocen como Hugo el músico. O Hugo el bufón.
—Os habéis jugado el pellejo escribiendo un poema tan satírico. ¿No creéis? El rey está muy enfadado…
—Lo siento mucho, mi señora. Yo solo soy un bufón. Ese es mi trabajo, hacer reír y a veces… a veces hacer llorar.
—¿Os han contratado para hacerme llorar? —Ante aquella pregunta prefirió no contestar.
—No os he visto llorar, alteza.
—Entonces no habéis hecho bien vuestro trabajo.
—Eso me temo. –Dijo, con una sonrisa y un encogimiento de hombros.
—¿A quién esperáis aquí? ¿Alguien os debe un pago?
El muchacho volvió a sobresaltarse y yo sonreí, mostrado los dientes como un gato a punto de lanzarme a por un bocado.
—¡No mi señora! Ya me han abonado lo mío. Solo… estaba esperando a que me trajesen algo de cenar…
—¿Quién os ha pagado, muchacho? ¿Quién quería hacerme llorar esta noche?
—Yo… yo no lo sé, señora. Yo solo soy un juglar. Ni si quiera he escrito yo este poema. ¡Se lo prometo, mi señora…! No conozco a los presentes, la corte no es mi lugar…
—¿Pero es cierto? —Pregunté—. ¿Es cierto que esas cosas se dicen de mí en las calles? ¿La gente piensa esas cosas de mí? ¿Qué soy frígida y al mismo tiempo que me acuesto con mi consejero? ¿Qué hay quienes no desean que gobierne, y otros que temen que lo haga?
El muchacho suspiró.
—Sí mi señora. Eso se dice. Pero le prometo que la gente aún está a la expectativa. Es muy pronto para juzgar. Pero tienen miedo de que ahora las políticas se estén influenciando por su padre desde España. O aún peor, que se desate una guerra con España porque el rey os desprecie. Es lo último que el pueblo desea, señora, más guerra. Y una extranjera siempre trae consigo recelos.
—¿Qué necesita vuestro pueblo?
—Que vuelvan nuestros hombres del frente. Yo aun soy joven. —Me mostró los dientes mellados en una sonrisa valiente—. Por eso me he salvado de ir a la guerra, de momento. No podría usar un arcabuz y con mi edad y mi peso tampoco podría usar un florete. No duraría un asalto. Pero mi padre lleva años en la guerra, y a veces es desesperante no recibir noticias. Mi hermano mayor murió de gripe y ahora mi madre y mis hermanas se encargan de todo. Y yo llevo el dinero a casa.
Tomó aire, compungido, y puso sus manos sobre las caderas.
—Pasamos hambre, mi señora. Todos los recursos se destinan a la guerra y a la nobleza. Y con vuestro casamiento, han aumentado los impuestos. Por suerte ya ha llegado la primavera pero ha sido un invierno muy duro. Con las restricciones de caza por parte del rey en sus tierras y la mala salubridad del río, era difícil encontrar carne. En casa hemos vivido a base de conservas y pan mohoso.
El muchacho estaba sobrepasado, puede que sí hubiese bebido demasiado vino.
—¿Quién cree el pueblo que es el culpable de la guerra?
—Inglaterra, desde luego. —Pensó mejor—. O la maldición de quienes se creen con el derecho de decir, esta tierra es mía, sin haberla pisado nunca. Todo el pueblo esperaba que el rey se casase con Jane, de Inglaterra, pero eso no ha sucedido por el orgullo de ambos gobernantes, o por lo que sea, y ahora la guerra continúa.
—No había esperanzas de que aún a pesar del casamiento, las cosas se fuesen a resolver.
—Yo no entiendo de esas cosas señora. —Dijo, con carácter pero humildemente—. Yo solo sé que el pan sube de precio cada día y que la carne que nos llega al mercado es escasa y a veces está contaminada. Sé que mientras los hombres tengan que ir al frente, muchos de sus trabajos tendrán que hacerlos las mujeres. Incluso las que están embarazadas o son muy ancianas. Y que mientras en mi casa repartimos mendrugos de pan duro, aquí se ha extendido un banquete de veinte platos.
—¿Quién os ha contratado?
Aquella pregunta le devolvió a la realidad y se volvió silencioso de nuevo.
—Mi señora… ¿cómo decíroslo...?
—¿Decirme qué, muchacho?
—Si se enteran, me harán matar
—¿Quiénes?
—Mi señora… creo… creo que tenéis al enemigo en casa. –Murmuró, más atemorizado de sus fantasmas que de mí. Y al mirar por encima de mi hombro, palideció como la tiza. Se irguió todo lo alto que era, que no era demasiado y todo su cuerpo se tensó como si lo hubieran quemado.
—¡Vaya… vaya! Mira dónde te escondías, rufián. ¡Y yo buscándote por todas partes!
Al volverme, vi aparecer al conde de Villahermosa surgir de uno de los pasadizos en medio de la oscuridad. Se acercó con paso ágil hasta ponerse a mi lado y me miró con fingido pasmo.
—¡Alteza! Vuestro marido echa en falta vuestra presencia en la mesa.
—¿Debería creeros, conde? ¿Acaso queréis quedaros con este joven a solas? No permitiré que le hagáis nada al pobre muchacho.
—¿Hacerle yo algo? Solo venía a pagarle sus honorarios. —Del interior del jubón se sacó una bolsita de cuero repleta de monedas de oro y se la lanzó al muchacho, que estaba más pasmado que antes. La atrapó al vuelo, sin embargo, alternado la mirada entre el conde y yo. Hurgó dentro de la bolsita, sin quitarnos los ojos de encima.
—¿Os ha gustado el poema, mi reina? —Preguntó el conde, con voz melosa.
—Bah, no ha sido vuestro mejor poema. —Reconocí a lo que él frunció el ceño.
—¡¿Por qué no?! Bah, vos no entendéis de sátira. Solo os gustan los poemas de amor. ¡A demás! Se suponía que debía haber sido escrita por este pipiolo. ¿Qué esperabais?
—Mi reina. —Murmuro el muchacho apretando la bolsita de cuero. Yo alcé las cejas, mostrándole toda mi atención—. Lo lamento mucho… haber dicho esas cosas tan horribles…
—Habéis hecho un trabajo excelente. Pero nadie debe saber que hemos sido nosotros. Así que no sé si podemos dejarte salir del palacio…
—¿Mi señora…?
—Dada tu buena actuación, te dejaré elegir. ¿Cómo deseáis morir, muchacho?
—¡Morir! Mi señora… si pudiera elegir, desearía morir de vejez, en mi hogar.
El conde soltó una carcajada y Manuela detrás de nosotros sonrió. Yo esbocé una mueca de satisfacción.
—Bien, que así sea. Manuela, llévalo a las cocinas y dale de comer lo que le apetezca. Asegúrate de que se lleve una cesta llena de carne, pan y verduras para su familia. —Me volví hacia el conde—. Y dale más oro. El muchacho se lo ha ganado. Ha declamado mejor de lo que soléis hacerlo vos.
—¡Tenéis la lengua más afilada que el muchacho! —Murmuró el conde y se hurgó en los bolsillos hasta dar con otra bolsa de cuero y se la lanzó el mozo que la atrapó y se quedó mirándome como embobado. Cayó de rodillas delante de mí y volvió a pedirme disculpas, y a agradecerme el gesto de la comida para su familia.
—Anda, muchacho. Ve a cenar. Y no bebas mucho vino, no vaya a ser que te caigas al río de regreso a casa.
El joven salió corriendo detrás de Manuela, que lo acompañó escaleras abajo hasta la cocina. El joven daba saltos y brincos alegres. El marqués me rodeó el brazo y me acercó a él.
—Venid conmigo, mi señora. Debo presentaros a alguien. Pero desea veros en privado.
—¡Hum! ¿Un admirador misterioso?
—Yo no diría un admirador. —Murmuró, susurrando esas palabras en mi oído, lo cual me hizo estremecer, pero al mismo tiempo sentir mucha más curiosidad. Pues normalmente las personas a las que uno odia no desean encontrárselas en privado si no es para cometer una locura. Pero el gesto y el tacto del conde sobre mi brazo me hacía sentir tranquila.
Juan me llevó por un pasillo que colindaba con el salón donde se estaba celebrando el banquete hasta una habitación que parecía un receptorio. Una antesala para un salón o un despacho. Las puertas estaban entreabiertas y los interiores a oscuras. Aquella habitación estaba iluminada solamente por un par de candelabros. Las llamas de esas velas se reflejaban con fulgor en aquella máscara dorada que había estado observándome desde lo lejos en el banquete. El joven estaba vuelto de perfil, y cuando volvió su rostro para mirarme directamente con su ojo descubierto no pude evitar que mi corazón saltase de mi pecho. No habría esperado aquella reunión ni en mis sueños.
—General, le presento a su alteza, la reina Isabel. –Juan se separó de mi brazo con cortesía y se puso a nuestro lado. Haciendo las debidas presentaciones.
—Mi reina, este es François de Armagnac, el hijo del conde de Armagnac. —Aquello no me sorprendió. Se había sentado a la mesa con ellos y había departido con su hermana—.Es desde hace unos años el Capitán General de las tropas de su majestad, contra los ejércitos ingleses. Ha sido varias veces condecorado por su valentía en combate, y su arrojo en la batalla. Ahora forma parte del consejo como ministro de guerra.
No me sorprendía que tuviese un puesto en el consejo, siendo hijo de quien era, pero todos esos adornos y florituras, sí que me sonaron extraordinarios, si eran verdad. Verdaderamente parecía un hombre de guerra. Llevaba puesto un traje militar y una espada hermosa atada al cinto. Se había recogido el cabello rubio con un lazo en la nuca y los mechones que se habían escapado de ese recogido caían por sus sienes. Su ojo libre de la máscara era azul intenso, con esa mirada fría y analítica que los ojos claros poseen. Su complexión era atlética, alto y energético, pero su espíritu parecía derrotado. El fantasma de una batalla perdida. El retrato de un soldado muerto, con su correspondiente máscara mortuoria.
—Mi señora. –Murmuró una voz suave y gentil debajo de ese metal. Era hermoso, un joven muy hermoso. Pero seguro que la fealdad se encontraba debajo de esa mascara, y en la vileza de su ser, como en la de su familia. Pero su voz, me conmovió. Parecía el suspiro de un hombre que suplica por misericordia.
—Habéis estado observándome toda la cena. —Murmuré. Me arrepentí al instante pero reconozco que no encontraba las palabras adecuadas para complacerle. Tampoco sabía qué deseaba de mí, o si había sido reunido aquí a petición del conde, para darme el gusto de conocerle. Temía quien era, pero deseaba pincharle, a ver de qué color sangraba.
—Y durante la ceremonia en la catedral también. Sois la novia…
—Sin embrago no recuerdo haberos visto el día de mi recibimiento. Y debéis reconocer que no sois un hombre que paséis desapercibido…
—He llegado a la corte hace dos días, mi señora. A pesar de mi cargo en el congreso debo trasladarme con frecuencia al norte, a comprobar cómo se desarrolla el conflicto con Inglaterra.
—Lo comprendo, disculpadme.
—No tengo nada que disculparos. Debería haberme presentado a usted nada más llegar a la palacio, pero supuse que estabais tan ocupada con el enlace que no desearíais una visita innecesaria.
Era inevitable sentir una dualidad al hablar con el hombre. No sabía si estaba dirigiéndome hacia su mirada azul, o hacia el ciego ojo de oro. No sabía tampoco quien me estaba hablando realmente.
—No habría sido innecesaria. He de reconocer que yo misma he tenido que ir encontrándome con aquellos que parecen formar parte del control del gobierno. Ninguno ha acudido directamente a mí con intención de hacerme participe de nada de lo que ocurre en este país.
—No os extrañéis. Sois una extranjera, y aunque seáis la esposa del rey, será difícil confiar en vos mientras que no demostréis estar del lado del país. No os ofendáis. —Dijo, con talante y tono autoritario. Su porte y su gesto, con las manos a la espalda y el pecho henchido, parecían el de un oficial hablando con un soldado—. Es lo más normal. Incluso si yo me casase con una extranjera me costaría compartir ciertas confidencias de mis labores en el gobierno. El cuerpo lo habéis entregado al país, pero vuestro corazón siempre pertenecerá a la casa de vuestro padre. Así es con todo el mundo, mi señora, incluso conmigo.
—Son unas palabras razonables. —Dije.
—Gracias, mi señora.
—Es bueno saber que vuestro corazón está con vuestro padre, y no con el gobierno de este país.
—Le he entregado a este país más de lo que se espera de cualquiera. —Farfulló, ofendido—. He sido soldado desde los doce años, y a los dieciocho me ascendieron a comandante. A los veinte general de los ejércitos y hasta los veintiséis ejercí mi labor, incluso excediéndome en mis obligaciones, a costa de mi… —Contuvo el aliento y las palabras. Y en un ademán de resignación, elevó a mano a la máscara, para deshacerse de ella y mostrarme lo que escondía debajo. Yo volví al rostro y levanté la mano. Aunque deseaba verle, no podía permitir que se mostrase tan vulnerable ante mí. Lo hacía con desgana y enfado. Así no debía hacerse.
—No es necesario, François. —Dije, cuando él ya había estirado el cordel que le unía a la máscara y la sujetaba a unos centímetros de su piel. Pude ver parte de su barbilla y su mejilla con la piel arrugada y contraída, como una pasa. Parecía quemada o reconstruida. No vi nada más, solo un atisbo. Volvió a cubrirse con la máscara en silencio y esperé a que se atase la cinta de raso tras su cabeza.
Fue entonces cuando caí en que sus manos estaban enguantadas, en una época del año en que no eran tan necesarios los guantes. La gorguera ocultaba hasta el último resquicio de su cuello y nada más se podía ver de él que ese ojo azul y su mejilla izquierda. Me pasó por la mente la idea de que aquella pequeña área de su rostro fuese lo único que quedase intacto de él. Algo dentro de mí se conmovió y me mordí el interior de la mejilla.
—Perdonadme.
—Mi señora, no deseo que dudéis de mi entrega…
—No lo dudaré más. Os lo prometo. —Tras una pequeña pausa, murmuré—: Espero que… estéis completamente recuperado…
—Aun no, mi señora. Las heridas del alma son las más difíciles de sanar. Pero intento dar lo mejor de mí. Tanto en el consejo como en el campo de batalla.
—¿Viajáis a menudo?
—Más de lo que me gustaría, pero si os soy sincero, el trayecto es lo mejor de todo. Aunque me asignaron el cargo en el consejo, apenas lo he ejercido desde hace unos meses, cuando mi convalecencia se terminó. Y no me siento del todo cómodo, y capaz. Y en el campo de batalla, no hay persona más inútil e incompetente que yo, y eso que soy quien tiene que dar las órdenes.
—Vuestros logros os preceden. Ahora es tiempo de que aprendáis a usar las palabras y veo que tenéis la mente ágil y fría. Es tiempo lo que necesitáis, para poderlos hacer a vuestra nueva situación.
—No deseo que os compadezcáis de mí. —Murmuró, tal vez malinterpretando mis palabras. Parecía resentido contra mí, al fin y al cabo. Y al instante lo entendí. Él había sido uno de los que habían deseado el enlace con la princesa de Inglaterra. Él era la facción que no me deseaba allí.
—Solo deseáis que termine la guerra, ¿verdad?
—Es lo que más ansío. —Asintió, y al mirarme supo que lo había calado. Lo había desenmascarado, sin necesidad de que se deshiciese de su máscara de oro—. No solo por todos los hombres que están muriendo en batalla, mi señora, o por las arcas que se vacían cada día un poco más. Sino por mí. Por dar descanso a esta alma y a este cuerpo destrozados. Que se mantienen en pie porque aún tengo un deber para con mis hombres. Solo por eso, mi señora.
Era mi enemigo, abiertamente, y sin embrago consiguió conmoverme. Había que ser muy humilde para soltar unas palabras tan intensas. Había que estar muy desesperado para reconoce ante alguien como yo lo débil que se encontrada. Y así me lo parecía, a pesar de su porte y su estatus.
—Haré todo lo que esté en mi mano por…
—A vuestro padre no le interesa que intervengáis en esto, de eso estoy seguro. —Dijo, con desparpajo—. Vuestra presencia aquí calma las pequeñas guerrillas y la competencia que vuestro país tuviera con el nuestro. Pero si Dios os oye, y detiene esta guerra, ¿acaso vuestro país no será foco de la codiciosa intención de estas dos grandes potencias que son Inglaterra y Francia? Estoy seguro de que vuestro padre os mandó aquí para azuzar esta guerra, y mantener entretenidos a Inglaterra y Francia, hasta que se destruyan la una a la otra, mientras vuestro país crece y se enriquece con los frutos de estas batallas.
Sus palabras me sorprendieron. Miré a Juan, que se relamía con la conversación que estábamos representando para él. Me miró con los ojos expectantes, como si confiase en que yo tuviese la respuesta adecuada. Pero era algo que me había dejado descolocada. No me esperaba oír aquello, y tampoco sonaba tan disparado. Para ser sinceros, ni si quiera yo hubiera pensado que mi padre fuese contra mí de aquella manera.
—¿Mi padre me habría hecho la reina de un país para hundirlo?
—Estoy seguro de que Dios creó a Eva sabiendo lo que estaba destinada a hacer.
Yo asentí, consciente de que ya antes de conocerme se había formado una idea clara de mí, y de este enlace.
—Le prometo, señor. Delante de mi consejero y frente a sus heridas de guerra, que me comprometo a poner en esto mi cuerpo y mi alma, con el fin de que esta guerra termine cuanto antes, incluso si es a costa de mi país natal.
Él pareció susceptible pero algo se removió dentro de él. Lo vi en su mirada.
—Ya le he dicho, mi reina, el alma siempre está en el hogar.
—Pero mi mente y mi cuerpo están aquí y he prometido ante Dios ser la reina de este país. Es mi deber dar lo mejor de mí para protegerlo. Regí el gobierno de España en las ausencias de mi padre, y soy capaz de hacer lo mismo aquí.
—Mi señora. —Dijo, ahora sí que completamente escéptico—. Esto no es España. Aquí no está vuestro padre y hay un rey por encima de usted, y otra reina, aún más poderosa que el propio rey.
—Pero no veo que eso pueda ser un problema. Ellos desearán que la guerra termine, igual que todos.
Entonces sonrió. No vi su sonrisa pero pude sentirla debajo de la máscara.
—Tenéis un buen corazón. —Murmuró. Y miró a Juan con la intención de dar por finalizada la conversación. Yo sentí que me estaba ocultando cosas, pero al mismo tiempo que me subestimaba. Tampoco yo deseaba continuar con el encuentro después de que esa sensación me recorriese el cuerpo—. Espero que mi hermana no os de demasiados problemas. Tiene un carácter complicado. Yo le advertí a nuestro padre que no la posicionase como su dama, pero veo que sois una buena persona y estará bien bajo vuestro mando.
El hombre se inclinó en una reverencia, se despidió de Juan y salió del despacho. Me quedé allí plantada con el corazón latiéndome lleno de rabia e impotencia. Miré hacia la puerta por la que había desaparecido y después miré a Juan, que sonreía con una mueca de picardía.
—Si me permitís un consejo, mi señora, es mejor que a uno lo subestimen a que le admiren o teman. Uno tiende a soltar la lengua con aquellos que no consideramos una amenaza.
—SI quisiera, podría deshacerme de su hermana. —Murmuré—. No la encontrarían jamás. Si me provocasen…
—Mi señora, este palacio tiene oídos en todas partes. –Murmuró, algo asustado pero con una sonrisa divertida—. Os ruego que no digáis cosas así, ni si quiera a solas.
Recordé la habitación secreta de la biblioteca e incluso yo sentí el temor repentino del peso de mis palabras. Me volví a hacia todas partes pero no sentí que unos ojos nos observasen desde ninguna parte.
—Necesito que te pongas a la faena, Juan. –Le miré, directamente—. Basta de secretos. Y de tonterías. Se acabó perder el tiempo. Es momento de que hagas eso que sabes hacer. Hazte con los nombres de todos. Necesito el contacto de todos aquellos que gobiernan el país. —El me miró escéptico—. No hablo de la reina madre. Quiero que me hagas una lista con todas las prostitutas que salen y entran en el palacio, a quienes complacen y quienes les pagan. Los sicarios que suelen contratar, las sirvientas que hay en palacio y a quienes atienden, donde viven todas estas escorias del reino y quienes son su familia y cuántos hijos tienen. Manda a tu ayudante Rodrigo a cada uno de los rincones infectos de esta ciudad. Quiero saber de qué color son los excrementos del último despojo de este palacio. ¿Me has oído?
—Alto y claro, mi reina. —Murmuró. Alcanzó mi mano y besó su dorso con una sonrisa endiablada.
—Si no lo hacéis, os prometo que os devuelvo a España acompañado de una soga al cuello.
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Personajes nuevos:
FRANÇOIS DE ARMAGNAC: Capitán general de los ejércitos franceses. Miembro del consejo real. Hijo del Conde de Armagnac y hermano mayor de Joseline, la dama de la reina. Enmascarado, a causa de las heridas de guerra.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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