UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 12

CAPÍTULO 12 – PRIMER ENCUENTRO


Pasados varios días ya estábamos cerca del Palacio Real, donde el rey y su familia residían. El camino nos había tomado más tiempo del previsto pues con los deshielos algunos riachuelos se habían desbordando, anegando caminos y embarrando senderos, obligándonos a dar necesarios rodeos. Pero lo peor eran sin duda las noches, los duermevela en los que naufragaba durante horas, entre el traqueteo del carro o los silencio sepulcrales de los monasterios y palacios donde nos alojábamos.

Dos días se retrasó nuestro encuentro. La última parada que hicimos antes de llegar a la capital fue en Fontainebleau*. No solo hicimos noche, sino que nos alojamos en el palacio con el mismo nombre que la ciudad, construido un siglo antes por el abuelo del entonces rey de Francia, quien se dice llamó al estupendo Leonardo da Vinci como parte de sus pintores. Lo llegaron a llamar el castillo del renacimiento, porque fue de las primeras construcciones cuyo estilo italiano primaba sobre los anteriores conocidos.

Me sorprendió comprobar que estaba bastante dejado. Parecía que llevaba bastante tiempo sin ser habitado por nadie, por lo menos de forma continua, y aunque algunas estancias habían sido rehabilitadas rápidamente para nosotros, algunas alas del palacio parecían trasteros o zonas donde alojar los muebles que estorbaban o algunos arcones llenos de objetos sin demasiado valor. Todo lo brillante o costosos lo habían sacado a la vista y formaban parte de una decoración extravagante de las habitaciones donde nos alojaríamos. Era hermoso, sin embargo, me recordaba inevitablemente a mi querido alcázar, aunque con una estructura más alta y unos ventanales más amplios y vistosos.

Me alojaron en una gran habitación, acompañada de mis cuatro damas. A ellas se les sumó un socorrido equipo de sirvientas y limpiadoras que nos ayudaron a instalarnos cómodamente, en la medida de lo posible, cubrieron una bañera de paños de lino y la llenaron de agua templada. La perfumaron con esencia de lavanda y prepararon los enseres para darme un baño. Era el primero que tomaba desde que habíamos emprendido el viaje y todo mi cuerpo clamaba por ello.

Quedaron conmigo Manuela y una muchachita francesa que se encargaba de verter poco a poco más agua tibia a la tina. Manuela me ayudó a lavarme el pelo y la espalda. La muchachita evitaba mirarme y cuando lo hacía, enrojecía y bajaba la mirada con un rubor virginal encantador. Asentía con la cabeza y se alejaba a otros menesteres.

Cuando terminé el baño entre las dos me secaron a conciencia y me envolvieron en una gran bata de seda y bordados. Con el pelo aún húmedo y enredado me dirigí al dormitorio para que Manuela me peinase, pero en la entrada de este encontré a Marisa y Amanda discutiendo, o más bien deliberando, en voz baja con dos francesas del servicio que o no se querían enterar o estaban confundidas con algo.

—¿Qué está pasando aquí? —Preguntó Manuela mientras miraba inquisitorialmente a las cuatro jóvenes, arremolinadas en la puerta del dormitorio.

—Un presente del rey, mi señora. —Atajó una de las sirvientas, señalando el interior del dormitorio con un gesto de su mano. Yo fruncí el ceño y me colé en la habitación.

Encima de la cama habían dispuesto un vestido despampanante. Era de seda gris con bordados rojos cubriendo el corpiño y el largo. Pedrería de todo tipo se arremolinaba alrededor de las mangas, desde perlas hasta esmeraldas. Con bordados en oro para sujetarlas y encajes en puños y escote. El cuello era abierto, al estilo que usaban las italianas, un cuello Médici lo llamaban. Con telas trasparentes y una lechuguina recorriendo la nuca.

Lo que más me sorprendía de aquello no era el espléndido vestido que el rey me había obsequiado, seguramente para que luciese en nuestro primer encuentro, sino la inquietud que mostraron mis damas. Me volví hacia ellas con una ceja en alto y una de las muchachas francesas se hizo entender:

—El conde de Armagnac me ha pedido que os lo traiga, mi señora.

—Muy bien.

—Señora… —Murmuró Amanda—. Ya os tenemos preparado el vestido para acudir mañana a la capital. Eso mismo estábamos intentando decirle a…

—Está bien. —Suspiré y alargué mi mano hacia el vestido. Era espléndido, no había otra palabra para describirlo, pero era incapaz de imaginarme en él. El color de la sangre, el brillo de la plata, la luz del dorado, las perlas y esmeraldas. Habría costado una fortuna algo así.

—Señora. —Susurró Manuela, con voz grave y autoritaria, trayéndome de vuelta a la realidad.

—Guardad este magnífico vestido en mis arcones. Y dejad listo mi traje negro para mañana. El rey de Francia sabe que sigo de luto. No estaría bien que comencemos esto con una mentira.

Desperté antes del alba. Manuela seguía dormida en mis brazos, y Marisa, Ana y Amanda roncaban y murmuraban en otra alcoba cerca de la ventana. No había amanecido pero no faltaría mucho para que sucediese. Se oía el movimiento del personal del castillo yendo de un lado a otro. Seguramente en las cocinas ya se estaba horneando algo de pan. Y en el exterior, el olor del rocío entraba por la ventana y el sonido de las aves madrugadoras se colaba como una melodía de ensueño.

No quise mentirme a mi misma diciéndome que si me daba la vuelta bajo las sabanas, volvería a quedarme dormida, así que me incorporé y desperté a Manuela. Me quité la ropa interior, oriné, y me aseé con un paño húmedo. Me lavé la cara y me enjuagué la boca con agua de rosas. Manuela ya estaba preparando mi ropa y mis joyas, pero antes de vestirme le pedí que bajase a reclamar mi desayuno, y el de ellas.

Al rato subieron unas cuantas muchachas con bandejas con fruta, pan recién orneado, leche caliente y unas pastas de mantequilla. Mis damas devoraron con avidez el desayuno, pero yo tenía el estómago cerrado. Pude comer un par de rebanadas de pan con la leche. Esperé a que ellas terminasen y nos pusimos a la tarea de vestirme.


Mientras Manuela me ajustaba el verdugado, Amanda trajo la ropa y Marisa las joyas. La falda era una gruesa falda de terciopelo negro, igual que el jubón, de mangas anchas. Me ayudaron a abotonar los broches dorados del jubón hasta el cuello y a colocar la estrecha gorguera alrededor del cuello, una hermosa lechuguilla de encajes dorados el luto no era tan riguroso, parte de las mangas eran de color coral, igual que algunos broches del vestido, y me engalanaron con anillos y un collar de perlas. Igual que el cabello, que me recogieron en un moño y lo ocultaron en un sombrero de fieltro oscuro, con perlas y con una bonita pluma redondeada blanca y roja.

Me habían vestido más a prisa de lo que deseaba pero el resultado no era ni mucho menos, destartalado. Me sentía cómoda en mi ropa, aunque algo pesada en comparación con la que había estado usando para el viaje. Posé la mano en mi vientre y Manuela me sonrió con picardía.

—Respirad, princesa. ¿Os hemos ajustado demasiado el corpiño?

—No, Manuela. Está bien. Solo contengo los nervios, que me cosquillean en el estómago.

Cuando estuve lista para marchar todo el mundo ya estaba recogiendo lo poco con lo que habíamos acampado y los carros volvían a situarse en la entrada del palacio, dispuestos a marchar. Fue el conde quien vino a buscarme a mis dependencias. Me encontró mirando por una de las ventanas cómo sacaban arcones y maletas del interior del palacio para volverlos a cargar en los carruajes.

Se quedó plantado en la puerta, sujetando el pomo con impaciencia.

—Mi reina... —Murmuró, a lo que yo volví el rostro, más compungida que asustada,

—Os lo ruego, no me llaméis así.

—Estáis exultante. No importa quién seáis, son toda una reina. —Yo enmudecí y sonrió por haber conseguido ruborizarme—. Os esperan, alteza. Vuestro carro está listo.

—¿Vendréis conmigo en el coche?

—Me temo que no, querida. —Caminé hasta él y entrelacé su brazo con el mío. Manuela esperaba fuera con él—. Debéis ir acompañada del conde de Armagnac hasta el palacio real. Es más adecuado así, dado que os ha ido a recoger hasta la frontera. Pero no temáis, yo no estaré lejos de vos.

Llegamos abajo, y el conde de Armagnac ya esperaba a la puerta de mi coche, haciendo las veces de page para ayudarme a subir al habitáculo pero palideció al verme aparecer por la puerta del palacio. Bajé las escaleras sin perder de vista su mirada, que me recorría de arriba abajo con suspicacia. Parecía haberse quedado sin palabras pero no por mi porte o mi elegancia. Cuando llegamos a su altura ni si quiera dijo nada, se limitó a levantar la mano para que me introdujese en la carroza y yo le obedecí, seguida de Manuela. Él entró después y oí a Juan mandar al conductor que emprendiese le viaje.

Los primeros minutos fueron más tensos de lo que se esperaba. Aunque sonriese de forma bobalicona intentando no mirarme directamente a los ojos, yo no podía evitar escrutar hasta la última línea de su rostro en busca de un resorte del que tirar para hacerlo hablar. Iba a reprenderme, pero estaba deseando ver el talante con que lo haría.

—Os habéis vestido con unas telas espléndidas. –Dijo, en un comienzo muy adecuado, con un cumplido que no dejaba de ser sincero.

—Así lo creo yo también, conde.

—No estoy seguro de que el color sea el más adecuado para la ocasión, pero no dudo de que el rey se quedará embelesado por vuestra presencia.

—Os agradezco el detalle de proporcionarme un vestido para la ocasión, —atajé—, pero me gustaría recordarles, a usted y al rey, que visto luto por mi antiguo prometido, y juré hacerlo hasta desposarme.

—Todos comprendemos su postura, alteza, es honorable. Pero el rey y yo creímos que le gustaría presentarse por primera vez ante él con un vestido llamativo, que sea la envidia de todas las mujeres de su corte.

—¿También la de su hija? —Pregunté, y él enmudeció como si Dios le hubiese robado las cuerdas vocales. Aunque lo intentó no pudo articular palabra. Balbuceó, se avergonzó, y el resto del camino lo pasamos en mortal silencio.

Aunque por dentro me devoraban los nervios y el estómago lo tenía hecho un nudo, no permití que mi rostro reflejase nada de eso, mucho menos delante del consejero del rey. Ya vi de qué palo iba, comprendí cuál era su postura respecto a mi presencia en el palacio, con tan solo unas horas en silencio, frente a frente. No conocía a su hija pero el tono de su voz enmarcaba ese tono paternal que acostumbra a complacer el ego de una señorita con unos cuantos halagos y unos vestidos despampanantes. Me arrepentí de mostrar tan pronto mis cartas, pero no deseaba dármelas de inocente con él, ni con nadie.

Sin embargo sus palabras planearon sobre mi mente durante los últimos minutos de trayecto y realmente llegué a pensar que mi obcecada necesidad de control me habría obligado a portar unas ropas que no eran, desde luego, adecuadas. Pero ya era tarde para arrepentirse, y el camino estaba llegando a su fin.

Atravesamos la capital, antes del medio día. Para mi sorpresa el tumulto era mayúsculo, todos los convecinos se habían reunido en las calles y asomado a las ventanas para recibirme con vítores y música. Comenzaron a temblarme las manos y aunque no podía verlos, sentía el tumulto como una losa sobre mi pecho. El paso de las carrozas se ralentizó por la cantidad de personas que anegaban las calles. Pero también para darles a los ciudadanos la satisfacción de observar la caravana de carrozas que se estaban desplazando. Sin poder contenerme más, deslicé la cortina que ocultaba el interior de la carroza y me asomé al exterior con cierto disimulo. Pero se me dibujó una sonrisa en el rostro al contemplar todas aquellas personas aglomeradas en las estrechas y sucias calles.

Una punzada de nostalgia me invadió, aquello podría haber sido perfectamente Madrid, con sus casas bajas, encaladas y sucias, con los suelos embarrados por las lluvias y el contenido de los orinales. Y las gentes campechanas, alegres y divertidas, entusiasmadas por conocer una nueva cara. Movían sus pañuelos, saludaban con sus manos, lanzaban pétalos de flores y margaritas. Algunos rostros estaban ensimismados, otros aturdidos. Los más pequeños, aunque no entendían lo que sucedía, estaban embriagados de la emoción general, y algunos ancianos me miraban con ojos suspicaces, prometiéndome que obtendría sus alabanzas después de demostrar mi valía.

Aquello apenas duró unos instantes. El conde me suplicó que no me dejase ver, y corriese de nuevo la cortina.

—Quien sabe qué desalmado puede abalanzarse contra el carro o algo peor… —Dijo y yo asentí, asustada por aquella advertencia.

Toda mi vida recordaré el último tramo de aquel recorrido. Un silencio sepulcral nos condujo a través de unos hermosos y extensos jardines. El entusiasmo general dio paso a una quietud siniestra, como si hubiese atravesado el purgatorio antes de conducirme a los infiernos. El conde pareció tomar aire y engrandecer su pecho, hinchándose como una paloma en celo. Ahora estarás en mi territorio, pareció decirme con una mirada de condescendencia.

De nuevo unas voces surgieron a lo lejos, pero en realidad no estaban lejos, solo estaban murmurando. El carro se detuvo de repente y los susurros se silenciaron como por arte de magia. Habíamos llegado. Contuve un suspiro y me mordí el interior del carrillo. Hubiera deseado estrechar la mano de Manuela pero ella, siempre muy correcta, sabía que no era el momento de mostrar tales gestos de dependencia. Levanté el mentón, contuve el aliento, y durante unos instantes, los más largos de mi vida, me di cuenta de aquella escena no representaba nada. No significaba absolutamente nada. No había nada que yo pudiera hacer en aquel momento que decidiese nada. El matrimonio estaba pactado, los enemigos estaban esperándome, también mis aliados. Conocería al rey, y hasta desposarnos aún tendríamos varios días para intimar. Esta primera impresión no valdría nada. Pero cuando el paje abrió la puerta del carro, todo mi estoicismo desapareció. El conde bajó y me tenido la mano para que le siguiese.

Que satisfacción sentí, al descender del carro y posar la mirada en aquellos que me esperaban a las puertas del palacio. Otro más de entre aquellos que esperaban mi encuentro vestía un riguroso negro, mi prometido el rey.

Lo distinguí nada más posar la mirada en él, era inconfundible en su porte y su aspecto. Su mirada se posó en mí igual de fulminante que fue la mía. Una mirada de ébano fío y profundo. Su expresión hierática contrastaba con las dulces y amables sonrisas de los nobles que le rodeaban. Hombres y mujeres con pomposos y almidonados trajes mirándome y después mirándose entre ellos con dulces expresiones de bienvenida y concordia. También pude escuchar alguna risilla desdeñosa, y alguna que otra mueca de decepción. Pero el rey no se pronunció, se limitó a permanecer con las manos unidas detrás de la espada y una ligera inclinación del mentón. Observándome como una nueva adquisición para sus inmuebles.

—¡La princesa española, Isabel de H*! —Me presentó el conde de Armagnac mi dama Manuela no tardó en bajar del carro ayudada por la mano del conde de Villahermosa y ambos se pusieron a mi vera.

Los recuerdos se vuelven un poco confusos a continuación. Sentí que me pitaban los oídos y la cabeza se me embotaba. No soy propicia a los desmayos pero mi cuerpo se había congelado en el sitio y no pude avanzar o retroceder. Los ojos del rey me miraban como a través de una máscara de porcelana. Nadie me aguantaba la mirada desde hacía años pero él lo estaba logrando, procurándome un súbito terror. Realicé una reverencia, no solo a él, sino a toda la corte que le acompañaba, y mis acompañantes me imitaron.

Para cuando levanté el cuerpo, todos estaban devolviéndome la reverencia menos el rey, que bajó los escalones de la entrada que nos separaban y se acercó a mí con movimientos calculados. De cerca no se desvanecía esa extraña mueca artificial, y tampoco disminuía la profundidad de sus ojos. Su boca estaba contraída en una línea, con los labios apretados en gesto pensativo. O tal vez estuviese incomodo, tanto como yo. Ninguno de los dos éramos ya unos niños pero yo al menos me sentí como tal, representando una pantomima con mis primos en la corte como solíamos hacer en la infancia, esperando que llegasen los aplausos.

—Sed bienvenida. —Musitó con un tono tan ensayado y regio que consiguió intimidarme. Yo repetí la reverencia, y en medio de mi balbuceo de agradecimiento, alcanzó la mano que sujetaba mi falda y se la llevó a los labios. Su tacto era suave y gentil, pero tenía la mano helada y algo insegura. Creo que él pensó exactamente lo mismo de la mía. Sus labios apenas los sentí, si es que llegó a posarlos sobre mi piel, y al finalizar el gesto, se dio la vuelta y desapareció escaleras arriba, entre los súbditos que deseaban darme la bienvenida.

Al verle desaparecer, me di cuenta de mi error inicial. Otra persona más había vestida de negro, su madre, la reina Catalina, que me observaba desde la parte más alejada del tumulto, desapercibida pero presente.

 


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*Fontainebleau: Es una ciudad de área metropolitana de París (Francia). Se encuentra a 55,5 km al sursureste del centro de París, en el departamento de Sena y Marne (Región de la Isla de Francia). Del siglo XVI al XVIII varios reyes, desde Francisco I hasta Luis XV, llevaron a cabo importantes trabajos constructivos en Fontainebleau: demoliciones, reedificaciones, ampliaciones, embellecimiento... De ahí el carácter un poco «heterogéneo», pero no obstante armonioso, de la arquitectura del castillo.

Palacio Real de Fontainebleau


*Palacio Real: El palacio real donde vivían los reyes de Francia estará inspirado en el Palacio del Louvre, que fue la sede real del poder en Francia hasta que Luis XIV se trasladó a Versalles en 1682.

El Louvre en el siglo XV, miniatura de “Las muy ricas horas del Duque de Berry”

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Personajes nuevos:

CATALINA DE M: Madre del rey Enrique III de Francia, regente durante la menoría de edad del rey, y miembro del consejo. [Inspirada en el personaje homónimo Catalina de Médici (1519-1589), esposa de Enrique II de Francia y gobernante después de la muerte de su marido y durante la regencia de sus hijos]


[Para saber más: Anexo: Personajes] 

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