UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 13
CAPÍTULO 13 – UN RETRATO DEL PASADO
Nada más entrar en el palacio, Jaime, el conde de Armagnac, acercó a una muchacha que acabaría de despuntar los diecinueve años, la cual mostró una cortés y distinguida genuflexión en mi dirección. Era una jovencita más enjuta y rubicunda que yo. Con el cabello dorado y los ojos azul cielo. Al sonreír, con candidez, mostró una sonrisa de dientes extraños, levente torcidos pero con un aire encantador y singular. No necesité una segunda mirada para comprender por qué el rey se había enamoriscado de ella, pues era su amante.
—Alteza, le presento a mi hija, Joseline de Armagnac.
Ella me miraba con esa expresión pícara pero dulcificada de alguien que sabe un secreto y está esperando el momento adecuado para soltarlo. Con una mirada felina y una sonrisa demasiado melosa. Sin embrago la mirada que dirigí a su padre, cargada de intensidad y templanza, la hizo estremecer. Ya sabía que yo estaba al tanto de la situación. Su padre sin embrago era el que estaba más incómodo de los tres al presentarla a mí como mi dama mayor.
—Será todo un placer para mí servirla y cuidarla.
—No creo que tengamos ningún problema, ambas sabremos cumplir bien nuestro papel. —Y al decir eso volví mi rostro en dirección a Manuela, que se había adelantado y aguardaba a mi lado—. Sin embargo mi dama María Manuela es bastante indómita, con ella tendrás que tener algo de paciencia.
Ambas cruzaron una mirada, y a ninguna de las dos se nos escapó esa expresión de superioridad moral que desveló en su expresión la putita del rey, al mirar a mi dama de arriba abajo. Seguro que estaba enterada de todo lo referente a su historia. Igual que a mí me habían informado de ella. Pero yo aún contenía parte de misterio para Joseline y eso la mantuvo en guardia bastante tiempo.
Nos guió hasta mis aposentos. La distribución estaba separada dependiendo la utilidad de las estancias, pero todas se comunicaban consecutivamente. Primero accedimos a lo que ella definió como “Sala de la reina” un gabinete destinada a recibir invitados, amigos y pasar el tiempo leyendo o jugando. Dentro de esta misma se habría una puerta hasta un tocador, con todo el mobiliario necesario, grandes arcones, y un tocador con espejo redondeado. Consecutivamente se accede al dormitorio de mis dos damas mayores, con dos camastros varios arcones y unas mesitas. Por último estaban mi dormitorio, con una gran cama con altos doseles y densos cortinajes de terciopelo. Varios tapices se extendían por las paredes y alfombras por el suelo. Adoraba a las alfombras, ya ansiaba descalzarme para sentir el tejido debajo de mis pies. Un biombo de estilo oriental escondía un retrete y una palangana con agua y un pequeño espejo.
Por mucho que me lo hubiera imaginado, nunca me habría esperado la amplitud de aquellas salas, la extensión de los pasillos y la exquisita ornamentación que decoraba cada rincón de aquel palacio. Nunca llegué a conocer hasta el último rincón de aquel palacio, pues mi estancia allí no fue demasiado larga, pero reconozco que todo aquel despliegue de salas y habitaciones solo para mi uso y disfrute me pareció excesivo. Yo estaba acostumbrada a tanto, es más, ni si quiera mi padre en sus palacios disfrutaba de tanto espacio privado.
Mis dos damas me miraron desde el umbral de la puerta del dormitorio, y mientras que Manuela no podía detener la vista en un solo punto, atraída por todo lo brillante y colorido, Joseline clavó la mirada en el lecho nupcial y me pregunté, en qué demonios estaría pensando.
—Ayudad a los sirvientes, quiero mis cosas cuanto antes en su lugar. –Les ordené, y ambas salieron del dormitorio.
Yo sabía que tardarían días en llegar todas mis pertenencias, así como los cuadros, tapices y libros que yo había traído conmigo como dote. Pero mis pertenencias más personales habían llegado conmigo y deseaba instalarme cuanto antes. Aunque lo que en verdad deseaba era tener a mis damas ocupadas mientras yo me hacía al nuevo palacio, a los nuevos olores y colores. Aunque me transmitiese una extraña sensación de abandono, no pude quitar mis ojos del lecho, el que sería el lecho donde el rey y yo yaciésemos el resto de nuestras vidas. Las sábanas que nos abrazarían, el colchón que nos acogería.
Toda la estancia había sido perfumada con inciensos y aceites esenciales y me percaté de ello nada más entrar en ella, pero al rato comencé a preguntarme, si no serían los olores que hubiese dejado la anterior reina, María, estancados en el tiempo estos últimos tres años, desde su muerte. Quería pensar que tal vez la hubiesen adecentado y perfumado para mí, y al mismo tiempo me aterraba la idea de que aquellas siguiesen siendo las sábanas donde ella dio a luz a un niño moribundo, y donde ella falleció.
Presa de aquellas ideas me volví hacia los ventanales que iluminaban la estancia y abrí las pesadas hojas para dejar entrar el aire. La pesadez del incienso me estaba produciendo un irritable dolor de cabeza. El aire fuera era fresco y perfumado. El balcón era estrecho pero las vistas estaban dirigidas a la puerta de entrada, y por consiguiente a los jardines. Mi dormitorio y todas mis estancias estaban en el ala derecha del palacio.
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Cuando estaba comenzando a decaer el sol la mayor parte de mis pertenencias ya estaban en sus arcones, en el tocador, o en la antecámara. Pero yo había estado sola durante todo aquel tiempo, inusitadamente sola. Mis damas, incluso Amanda, Ana y Marisa, iban de un lado a otro yendo y viendo con bandejas y cajas, con vestidos y sábanas. Movían las cosas de un lado a otro y discutían con otras cuatro muchachas que el rey había dispuesto para que fueran mis damas de cámara. Durante la hora de la comida me habían traído la comida al salón de la reina y cuando pregunté si no comería con el rey, me dijeron que se había ido de viaje y volvería por la noche. Quise pedir más explicaciones pero estaba segura de que no averiguaría nada. El camarero estaba más preocupado en marcharse cuanto antes para cumplir el resto de sus quehaceres.
Comí en el más austero silencio y en cierto modo lo agradecí. Me hubiera puesto muy mal cuerpo ser el centro de atención de curiosos que quisiesen visitarme. Pero al mismo tiempo me pareció frío el recibimiento. Supongo que no hubiera estado conforme con nada.
Durante la hora de la siesta, cuando yo intentaba ponerme de acuerdo con mis damas para reordenar los muebles que había en la antecámara, llegó Juan, cargado con su normal vitalidad. Mis damas desaparecieron pensando que debían dejarnos a solas, como si fuese una reunión privada. Yo no las saqué del error. Manuela y Joseline se quedaron y procuraron atender al conde, que veía algo sofocado. Nos sirvieron un poco de vino en una jarra y nos sentamos en el gabinete. Él miró alrededor, como un padre miraría la nueva casa de su hija, procurando que estuviese a la altura de lo que ella se merecía.
—Tenéis unos sofás muy hermosos, y las alfombras y los tapices son increíblemente maravillosos.
—Las vistas son aún más hermosas. Puedo estar al tanto de quien entra y quién sale del palacio.
—Siempre tan práctica. —Dijo, mirando a Joseline a modo de disculpa—. No sabe disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
Ella esbozó una sonrisa cortés y se retiró para seguir con sus labores. Manuela la siguió. Bien le advertí que no la perdiese de vista.
—¿Y bien? ¿Te has instalado ya?
—Tardaré meses en sentir que esta es mi casa. —Reconocí y al mismo tiempo me mordí el labio, aguantando otras tantas tonterías similares. No las contuve demasiado tiempo—. Aunque aún me siento bastante desorientada. Mareada por este último trayecto, agotada por todo el viaje. Esta semana antes de la boda me la pasaré durmiendo, o por lo menos, sino durmiendo, vagando por los pasillos del palacio como un sonámbulo.
—No estaría mal eso, así os conoceréis todos los rincones del palacio antes de vuestra boda.
—Es inmenso. –Reconocí, aunque no debía ser mucho más grande que el alcázar al que había estado acostumbrada.
—Solo os lo parece porque aún no lo conocéis a fondo. Cuando hayáis estado en todas las salas, y conozcáis todos los escondrijos del palacio, os parecerá como todos los demás. Más ostentoso, tal vez, que vuestro austero alcázar, pero todo es acostumbrarse.
—Ya habíais estado aquí, ¿verdad? Por donde debería empezar.
—Vaya pregunta. —Dijo él, y soltó una risilla traviesa—. Las dependencias de vuestras damas tienen ricos cortinajes, y las del servicio femeninito, posee camastros muy cómodos.
Se rió de su propia ocurrencia como si fuese un chiquillo soltando una maldición y yo rodé la mirada.
—¿Y la de los pajes? ¿Son sus camas también cómodas?
Él cortó su risa en seco y abrió las aletas de su nariz con aire ofendido. Miró a través de la ventana y se llevó la copa de vino a los labios. Por una vez deseaba que se marchase, si su conversación iba a ser tan banal. No quería hablar conmigo pero seguro que le habrían echado de alguna estancia o estaba haciendo tiempo para encontrarse con alguien. Después de haberse asegurado de que yo estaba bien, solo estaba matando el tiempo con chanzas de mozalbete. Aunque si soy sincera, durante el tiempo que duró ese silencio entre los dos fantaseé con la idea de llevármelo a él y a Manuela conmigo a la cama y dormir plácidamente entre los brazos de ambos. Después de varias noches alternando los brazos de uno y otro para dormir, se me haría muy extraño no tener a nadie a mi lado en una gran cama fría y solitaria.
Si de normal el sueño me era esquivo, esta noche me daría la madrugada hasta poder conciliar el sueño, a pesar incluso del cansancio. Era más la ansiedad de saberme al fin en mi destino.
Manuela y Joseline aparecieron al llamado de unos mozos que traían un par de lienzos de mi propiedad, para colgarlos en los lugares que habían quedado libres por el dormitorio. Las dos muchachas supervisaron el trabajo de los dos mozos que colgaron un estupendo calvario de un conocidísimo pintor italiano en la pared contraria a la que nosotros estábamos sentados, al abrigo de las ventanas.
—Asustareis a vuestro prometido con estas imágenes tan sacras. –Murmuró Juan llevándose la copa de vino a los labios, como si su murmullo no hubiese sido escuchado por todos los presentes.
La imagen era ciertamente intimidante, con un Cristo trémulo y agonizante, más macilento que vivo. San Juan se había dejado caer a los pies de la cruz en pose orante, casi suplicante, por la salvación no solo de su maestro, también por la de toda la humanidad, a quienes estaban rendimiento. María se había desmayado, y yacía con el rostro pegado a los pies de la cruz, desvanecida y ausente, con una mueca del dolor que ha dejado de existir y solo permanece en la palidez y las lágrimas.
Cuando la primera pintura estuvo colgada, recogieron del suelo la segunda, y con un colorido y divertido Jardín de las delicias, se condujeron al dormitorio. Miró la pintura de reojo y después esbozó una tierna sonrisa, como de quien ha comprendido un mal chiste.
—Sois muy poco sutil. —Dijo él, y estalló en carcajadas.
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Cuando estaba a punto de caer la noche me trajeron la cena. Manuela se había sentado al otro lado de la estancia y remendaba unas medias. Ella había cenado mucho antes que yo y me observaba desde lo lejos. Pero yo había perdido el apetito. Mi cuerpo pedía más reposo que alimento. Así que me pasé por la estancia con un poco más de libertad, ahora que Joseline había desapareció momentáneamente por requerimiento de su padre. Respiré profundamente cuando desapareció, porque tenerla cerca me hacía sentir una especie de correa al cuello. Manuela se sentía exactamente igual y cuando la muchacha fue llamada me miró con los labios apretados y rodando los ojos, como quien al fin se libra de un peso muerto. Casi me hace reír.
Mientras la cena se enfriaba en los platos comencé a indagar en todos aquellos muebles y objetos que habían dejado en aquella estancia, abandonados a la espera de que se los llevasen consigo. Cuando llegamos ya había varios objetos en sábanas, a la espera de desaparecer. Unos cuantos eran cuadros, que se habían quedado abandonados a la intemperie del tiempo, bajo finas telas de lino blanco. No pude contenerme a curiosear debajo de ellos. El primero era un lienzo cuadrado, de una anunciación muy a la italiana, con los angelotes alados con plumas doradas y la virgen con rostro aniñado y en posición orante.
El que había posado justo delante era un retrato. Cuando descorrí la tela miré directamente a los ojos de una muchacha dulce y pálida, como la virgen que había en el cuadro anterior. Sus ojos eran azules, y su cabello castaño claro casi rubio. Pajizo. Tenía los pómulos poco pronunciados y las mejillas, llenas y a pesar de ello daba un evidente aspecto de decrepitud. Como el de una niña que se alimenta bien pero sigue siendo de complexión delgada. Su vestido era de color granate y su escote estaba cubierto con finas sedas que no mostraban realmente nada, pero era sin duda un retrato que el monarca recibiera para enamóralo. Pues era evidente que estaba ante el retrato de María, su anterior esposa.
—Alteza. —Murmuró Manuela, y aunque en un principio pensé que estaba hablándome a mí, su tono regio y tenso me hizo dar un respingo, y al volverme divisé al rey en la entrada de la estancia.
Estaba plantado allí con los brazos en la espalda y la mirada clavada en mí. Su jubón negro le hacía parecer mucho más estilizado de lo que realmente era, pues cuando avanzó un par de pasos hasta ponerse a mi altura, apenas me superaba medio palmo. Él mismo notó aquello y al llegar hasta mí dejó de mirarme a los ojos. Desvió la mirada hasta Manuela y con un gesto de su barbilla, mi dama realizó una reverencia y se marchó, dejándonos a solas. Yo había soltado la tela para que cubriese de nuevo el retrato, porque una parte de mí estaba segura que no deseaba que hurgase en aquella cosas, pero por otra parte sabía que me había pillado con las manos en la masa y en parte, eso había deseado él. No pude evitar pensar que ese cuadro estaba justamente ahí, para eso. Para que yo lo observase y pudiese mirar a los ojos a aquella a quien pretendía reemplazar.
—¿Os habéis instalado bien, mi señora? —Preguntó y su forma de dirigirse a mí me dejó un instante muda. Intenté buscar algo de chanza en sus palabras o en su mirada, pero nada me decía que aquello no hubiese sido sincero. O por lo menos, protocolario.
—Creo que es pronto para decirlo. —Tercié y él asintió, comprendiendo lo que quería transmitirle. Miramos un instante alrededor, y su mirada se detuvo en dos puntos concretos, el cuadro del calvario y la cena fría sobre la mesa.
—¿No os ha gustado el menú?
—Con la comida me he llenado lo suficiente, suelo cenar de forma frugal. A demás, con el viaje y la nueva residencia, mi estómago no está por la labor de hacer su función.
—Lo comprendo. —Dijo, no muy convencido—. Espero que no seáis una mártir, o una monja que se mate a comer mendrugos de pan o se contente con un poco de caldo de huesos al día. Si pretendéis llevar una prole dentro de vos, debéis alimentaros bien.
Aquello me dejó más preocupada de lo que aparenté. Pero fingí no entender que algo más se escondía detrás de ese miedo y simplemente asentí, complaciéndole.
Volvió a mirar alrededor y después posó su murada en mí, como un objeto más al que contemplar. Pero su mirada era terriblemente profunda y su expresión escondía cualquier cosa que pensase o sintiese, y eso provocaba que sus ojos resultasen mucho más misteriosos y siniestros.
—¿Cómo ha ido vuestro viaje, alteza?
—Bien. ¿Os han dicho donde he estado?
—No, mi señor. No han querido decirme dónde estabais. A pesar de que he preguntado por vos.
—He estado en P* una ciudad al norte, a media hora con caballos veloces. Hemos ido los arquitectos de palacio y yo a concretar los precios de unos materiales de construcción y comprobar la calidad de estos. Mi madre lleva dos años inmersa en una reforma del palacio, en el ala oeste estamos adecuando unas estancias que estaban en muy malas condiciones y ampliando la planta del palacio. Hasta la muerte de mi padre vivíamos en una ciudad al norte del país, en C* pero los conflictos sociales y las guerras que estamos librando en estos momentos nos han obligado a trasladarnos todos a la capital. Y cuando llegamos aquí nos dimos cuenta de que no era suficiente para albergar a toda una corte. Me temo que es por eso el atraso con vuestras instalaciones. Debían haber estado listas para la semana pasada, pero se nos ha echado el tiempo encima.
—¿No tenéis a nadie que se encargue de este tipo de viajes? ¿Vuestros constructores no son lo suficientemente capaces?
—Hemos tenido algunos problemas con los pagos. Creedme, si hubiera podido evitar el viaje, lo habría hecho, pero han necesitado la presencia del rey para que se les bajasen los humos. —Aplicó entonces un tono tajante, queriendo terminar con aquella conversación.
—No os preocupéis por mis estancias. El dormitorio está prácticamente listo y solo queda deshacerse de unos cuantos… —Dije y me arrepentí al instante. Él desvió la mirada al cuadro que había detrás de mí, que aunque permanecía oculto por la sábana, ambos sabíamos lo que se ocultaba debajo. Me esquivó y se acercó a él, hasta sujetar una esquina de la tela y descorrerla, mostrando el rostro y parte del busto de la muchacha. Ambos lo miramos durante unos segundos, con aire ceremonial.
Entonces no me había dado cuenta pero era más bella de lo que me había parecido en un primer vistazo. Su boca era pequeña y rosada, como gustaban entonces, y su frente despejada. Tenía los ojos almendrados y profundos, y una de sus manos que asomaba por entre el las mangas de un curioso traje a la italiana, sostenía un collar de perlas con abalorios rojos, como rubíes. Una mano pequeña y estilizada.
—¿Era muy joven cuando falleció? —Pregunté, aunque conocía la respuesta, sin embrago el rostro de la imagen me parecía demasiado infantil como para imaginármela muerta.
—16 años. –Murmuró, con aplomo.
Su padre, el anterior rey, falleció en un torneo cuando Enrique tenía 18 años, y dos meses después, su hermano mayor, quien hubiera sido heredero, contrajo una enfermedad pulmonar que le mantuvo en cama dos meses más antes de fallecer. Le coronaron y le casaron con la hija del duque de Orleans, que fue consejero de su padre. Yacieron en cuanto a ella le bajó la primera sangre y quedó embarazada al año de la boda.
—Muy joven. —Suspiré, sin poder evitar un ligero tono de compasión—. Muy joven para dar a luz, y recuperarse plenamente después.
El rey volvió su rostro hacia mí y con una mirada que alternaba la sorpresa y la incredulidad soltó:
—La quise, aunque no me creáis.
—Os creo. —Murmuré y regresé la mirada hacia el cuadro. Ahora dos miradas se clavaban en mí, haciéndome enrojecer las mejillas, la mirada del rey, y la de una reina que no lo era ya, pero que siempre sería una reina.
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