UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 11
CAPÍTULO 11 – EN LA FRONTERA
Llegamos a la frontera francesa pasados los dos días y medio de viaje. A pesar de haber pasado una noche en una posada y de los descansos que nos habíamos tomado durante todo el trayecto hasta allí, cuando nos detuvimos pasada la frontera, sentí que todo mi cuerpo estaba acartonado. Me pesaban las extremidades y mientras que una parte de mí ansiaba salir de aquel coche, descalzarme y pasear por el campo, otra parte temía el dolor del agarrotamiento. Las articulaciones clamaban por desentumecerse con agónicos pinchazos y el mal sueño sumado a mis normales desvelos, me habían embotado la mente. El traqueteo del viaje y el calor me daban nauseas, por no hablar del olor que todos desprendíamos, después de horas encerrados allí dentro.
Las últimas horas fueron una tortura, sabiendo que la frontera se aproximaba no veíamos el momento de bajarnos del carro. Hubiéramos deseado subirnos a un caballo con tal de que nos diese el aire y nuestro cuerpo se desentumeciese. Agradecí sinceramente no dedicarme a ser correo, o condestable, o gobernador, y pasarme la vida de un lado a otro, viendo pasar las horas a lo largo de los paisajes.
Cuando llegamos a Francia, nuestra comitiva se detuvo en un claro donde el consejero del rey, parte de sus más allegados y otros tantos ayudantes se habían apostado para el recibimiento. Ver toda aquella comitiva a través de la ventanilla del carruaje me hizo sentir el primer golpe de realidad. Toda aquella gente desconocida había cruzado el país para recibirme, no como mensajera o embajadora, sino como su reina. La presión cayó repentinamente sobre mí, como un jarro de agua fría. Me pregunté, qué esperarían encontrar, o qué era lo que yo debía hacer. Qué clase de interacción se esperaba de este trámite. O a quién conocería. Llegué a preguntarme, como una cría enamorada, si el rey habría venido en persona a recibirme, pero yo sabía que no era así.
Mi dama fue la primera que atisbó en mi faz la duda y el remordimiento. Sentada a mi lado como estaba alcanzó mi mano y la apretó con toda la fuerza que tenía. Nos miramos y ella esbozó una escueta sonrisa, para darme el ánimo suficiente como para devolverme el valor.
Cuando el coche se detuvo, antes de darnos cuenta estábamos rodeados de una docena de personajes, ataviados con coloridas ropas, con armas y lanzas los soldados, con plumajes los correos. Esperamos en el interior hasta que uno de nuestros cocheros abrió la puerta y el conde descendió el primero. Vi la sombra de un hombre acercarse, y cruzar escuetas palabras de cortesía con el conde. Yo me removí en el asiento esperando a que llegase el momento pero mi dama me detuvo posando su mano sobre mis piernas. Debía quedarme quieta, a la espera, con actitud paciente y decorosa. Tenía la garganta seca y los labios mordidos. Ansiaba un poco de vino, el suficiente para reencontrarme con el coraje.
—Princesa. —Musitó el conde, volviéndose hacia el interior del coche y extendiendo la mano para ayudarme a bajar.
Mi dama me ayudó a incorporarme y recolocarme las capas de tela sobre el verdugado* del vestido. Procuré no darme con la cabeza en el techo de la carroza y no trastabillar con los pies sobre los escalones. Cuando descendí, y sentí el frescor de la hierba en mis zapatos, alcé la mirada para encontrar un escueto séquito de nobles y ayudantes que me miraban expectantes. Con curiosidad. Desde pequeña me había acostumbrado a ser en ocasiones el centro de atención, y ya de adulta, a lidiar con situaciones en las que debía llevar la voz cantante. Pero aquello fue completamente diferente. Todas aquellas personas no me conocían, sabían de mí, pero me miraban como una bailarina exótica, como una enana en una fiesta. El divertimento del día. Sus ojos, llenos de curiosidad y sus muecas, con medias sonrisas, puede que de satisfacción o puede que de chanza. Era el elemento sorpresa de una actuación en la que no me sabía el papel.
—Princesa Isabel. —Musitó don Juan, aún con su mano sujeta en la mía. Me ayudó a dar los primeros pasos sobre el suelo de aquella explanada. Y me acercó con cortesía hacia el hombre con el que había estado departiendo. Un hombre mayor, de una edad cercana a la de mi padre, con el rostro cubierto de una rojiza barba y unos ojos marrones y brillantes. Era alto, tanto como Juan o puede que algo más. Era espigado, pero de hombros anchos y frete limpia. Aquel hombre me miraba con el mismo divertimento con que me estaban mirando todos. Con esa curiosidad infantil al descubrir un regalo escondido—. Os presento al Conde de Armagnac, consejero del rey Enrique III de Francia.
Yo ya estaba advertida, pero no pude evitar sentir cierto vértigo ante la presencia de aquel hombre. Era no solo el consejero de rey, también su camarero mayor e incluso en alguna ocasión había hecho las veces de tesorero. Era un hombre inteligente, poderoso y ambicioso. Solo había que mirarle a los ojos para descubrir que brillaban con la emoción de redescubrir una nueva ficha en el tablero de ajedrez, que hasta entonces había pasado desapercibida. Conocía esa mirada, la había visto en malos hombres, pero también en algunos muy buenos. Tenía el talante para gobernar en la sombra, y la paciencia para hacerlo lentamente y durante años, involucrando a sus hijos si era necesario. Ni más ni menos, su hija era la que calentaba la cama del rey cada noche.
—Alteza… —Musitó él y extendió su mano para asir la mía, y en plena reverencia besó mis nudillos. Su español era algo brusco pero correcto.
—Estoy encantada de conoceros al fin, conde. —Dije, y el tono fue lo más neutro que pude. No deseaba que albergase ningún tipo de satisfacción por verme titubear en su presencia—. Me han hablado de sus grandes labores al frente del gobierno de este país y de vuestra lealtad al rey. Dos virtudes que no siempre se encuentran juntas en un consejero.
Aquellas palabras lo dejaron un tanto pensativo pero como no deseaba crear un incomodo silencio apenas habernos conocido soltó una risa galante y volvió a mostrar una reverencia como medio de despedida.
—Mis hombres se preparan de inmediato para partir rumbo a la capital. Encabezaremos la caravana. Haremos noche en Conqués para que descanséis y desde allí partiremos hacia París. Tardaremos tres días en total.
—Muy bien, estoy ansiosa por llegar. —Dije, a lo que él pareció complacido.
—Muy bien, princesa. Tómese un descanso, pasee si lo desea, tardaremos aún media hora en reanudar el viaje.
Y dicho esto posó su mano sobre el hombro de Juan y se lo llevó consigo, hablado por lo bajo en un francés que me costó alcanzar a entender. Mi dama había bajado ya de la carroza y me miró con una sonrisa complaciente. Amanda, Ana y Marisa se reunieron conmigo en cuanto pudieron y les pedí que sacasen algo de comer y de beber, para poder almorzar antes de reanudar el camino.
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Cuando retomamos el viaje el conde se quedó en su calesa con su secretario y el consejero del rey, el conde de Armagnac. Emprendimos el camino hacia el norte, alejándonos de la frontera hasta que alcanzásemos el pueblo de Conqués. A mí me acompañaron en mi carro María manuela, Amanda y Marisa. Al principio el trayecto me pareció agradable, la compañía femenina siempre es animad y entretenida, pero a medida que pasaban las horas el desespero comenzaba a invadirme. Los minutos comenzaron a ralentizarse y la comitiva nunca acababa de llegar a su destino.
No pude concentrarme a las damas, y la lectura se me hacía insoportable hasta el punto en que durante dos hora son pasé de pagina. Manuela hizo lo posible por distraer mi mente y mis damas no paraban de cacarear acerca de uno de los soldados que habían visto entre el séquito del consejero del rey. Se preguntaban si tendría esposa, o si conocerían a más soldados apuestos como él. Para intentar involucrarme en la conversación me avasallaron a sugestiones acerca de mi esposo. ¿Cómo sería su rostro o su altura? Si sería dulce en el trato o apasionado en el lecho. Aquello era incluso peor que el silencio. Pero lo que verdaderamente me estaba torturado era no saber qué estarían Juan y el conde de Armagnac hablando en su carro.
Me los imaginaba confabulando, o hablando de mí a las espaldas. Tantas noches de mal sueño a causa del trayecto me habían puesto los nervios a flor de piel y solo deseaba arrojarme por la puerta del carro y desaparecer en medio de la espesura del bosque. Manuela era capaz de adivinar lo que se pasaba por mi mente, sobre todo cuando me dedicaba a mirar como en trance el paisaje que pasaba de largo a través de la ventana. Estrechó mi mano con fuerza para infundirme una paciencia que yo había comenzado a perder. Y al mirarla, me sonrió con candor.
—¿De qué estarán hablando?
—De vos. —Murmuró ella mirando con una sonrisa hacia el exterior a través de la ventana que estaba a mi lado. Aquello no me tranquilizó—. De lo hermosa que sois y de lo mucho que vais a agradar al rey.
—¿Esperas que me crea eso? —Le pregunté con una ceja en alto, a lo que ella soltó una risa y negó con el rostro.
—Princesa, al rey seguro que le encantáis. —Murmuró Marisa, dejando a Amanda con la palabra en la boca—. Y si no, ¿qué importa? Seréis la reina. ¿No es así? Tendréis unas joyas estupendas, y unos vestidos increíbles.
—¡Y todos los caballeros de la corte se enamorarán de vos! Ya veréis, en el próximo torneo que se celebre, muchos de los competidores alabarán vuestra belleza.
—En eso tiene razón. —Dijo Manuela—. Estoy segura de que levantaréis pasiones entre los caballeros de la corte, queráis o no. Sois alta, de talle fino, con el rostro de una madona, como dicen los italianos.
Supe que solo intentaba distraer mi mente, aunque fuera a costa de cambiar el elemento de tortura.
—Arrojadme del carro, ahora que estamos a tiempo. —Le dije a ella—. Maldita sea, debí haber lanzado al conde cuando salimos de la provincia, y arrojarme yo después.
—Os habría seguido, señora. —Murmuró Manuela, sujetando con fuerza mi mano.
—No. —Sonreí, pérfidamente—. Antes de saltar se habría hecho cambiar nuestras ropas, y solita os habría mandado a Francia, para desposaros vos con el rey. ¡Vaya historia! Esa sí que habría sido una buena idea.
—¡Vaya barbaridad! —Exclamó Manuela con la mirada asustada—. ¿Acaso creéis que no se darían cuenta?
—Nah, no lo creo. —Dije, a lo que me quedé pensando—. Solo por ver la cara del rey al saber que su prometida ha saltado del carro, creo que lo intentaría.
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Cuando llegamos a Conqués era ya muy entrada la noche. La luna por suerte era grande abultada, pero eso no bastaba. Las calles estaban en completo silencio y lamenté no tener una buena imagen de aquel pequeño pueblo, por lo menos para deleitarme en el paisaje. He de reconocer que si me hubieran dicho que nos encontrábamos en algún pueblo de la sierra cantábrica, me lo habría creído porque las casas eran muy similares a esas zonas lluviosas, con los tejados de pizarra, inclinados al estilo español y con las calles estrechas, inclinadas y llenas de baches.
Al entrar en el pueblo el ritmo de nuestra caravana se ralentizó y a pesar de ello no podíamos evitar formar cierto revuelo, el suficiente como para que despertásemos a los durmientes y se asomasen a las ventanas, llenos de asombro y expectativa. Seguro que estaban avisados de nuestra llegada, pero a pesar de ello, nos recibieron con un silencio respetuoso, sobre todo de aquellos que el traqueteo de nuestros carros no hubiese conseguido despertar.
El carro se detuvo frente a la puerta de la abadía de Santa Fe, donde haríamos noche. Primero bajaron mis damas y después me ayudaron con los escalones. La abadía era un inmenso edificio del siglo XI que había servido como parte fundamental del camino de Santiago francés, por sus reliquias y por su situación geográfica. Pero ahora, en plena noche parecía más un edificio abandonado que una verdadera abadía.
Comenzaron a encenderse antorchas y lámparas. Las personas descendieron de las carrozas, y mientras todos tomaban posiciones yo esperaba a que alguien me diese algún tipo de indicación observando la fachada de aquel magnifico templo. Era del todo atípica, con varios contrafuertes en cada recodo, con un pequeño rosetón en la parte delantera, y una curiosa torrecilla en el centro. Su altura era pareja a su anchura y los techos de pizarra daban una sensación de casa de juguete, en contraste con la pared de piedras color crema del resto de las paredes.
El conde acudió a mi lado en cuanto pudo y me sujetó del brazo para que no me tropezase con el empedrado del suelo. Estaba húmedo, todo resplandecía ante las llamaradas de las antorchas. Al coger aire, me golpeó la humedad que emanaba de todas partes. No solo la que había descendido desde los cielos, sino la que bajaba por la montaña a lo lejos, en forma de niebla. El relente estaba por todas partes. Sentí como se me colaba por cada fibra de mi piel y me encogí en mi misma. Tantas horas echa un ovillo en el coche me hicieron temblar con el aire exterior.
—La abadía de Santa Fe, mi señora. —Canturreó el conde de Armagnac cuando me alcanzó. Uno de sus hombres se adelantó hasta la puerta para avisar de nuestra llegada, aunque con el estruendo que habíamos montado, creo que no hubiera hecho falta—. Aquí haremos noche, y mañana con el alba partiremos de nuevo.
—Muy bien. —Asentí y él se sintió satisfecho con mi conformidad.
—Admirad bien este precioso… —Comenzó a relatar una serie de historias y eventos, un despliegue de conocimientos de arte y arquitectura a los que yo hice oídos sordos. Estaba más preocupada de todo lo que ese hombre callaba que de lo que decía. Estaba más interesado en ocupar con palabrería el silencio que esperar a mi lado a que nos recibiesen.
Yo de vez en cuando dejé escapar de mi garganta un “hum” o un “oh” pero no logro recordar exactamente de qué estaba hablándome. El conde me tenía bien sujeta por el brazo y yo apreté con mi mano su jubón, intentando pedirle algo de compasión. Pero ni si quiera él se atrevió a cortar al conde de Armagnac. Suspiré.
—Conde, sus clases de historia son muy interesantes pero creo que debemos dejar la lección para horas más propicias. Si no le importa, el camino me tiene algo atontada y no puedo prestar la atención que requeriría.
Él se volvió hacia mí y con una sonrisa bobalicona y comprensiva asintió, conforme.
—Tenéis toda la razón, alteza. ¡Ah! Mirad, ahí viene el abad.
Un hombre, más bien joven, con el hábito sobre el cuerpo y una vela en la mano, nos abrió la puerta y tras un breve intercambio de pareceres, nos dejó entrar. Los cocheros dirigieron a los animales y a los carros fuera de la calle, en busca de las cuadras, y el resto del comité nos adentramos en el interior. Estábamos accediendo por una de las puertas laterales de la nave central y mientras que los pajes y los soldados se dispusieron para organizarse, el consejero del rey me presentó al abad.
—Buenas noches, señor, disculpen las horas. Habíamos prometido llegar antes de las doce pero el camino está embarrado y no hemos podido llegar antes.
—Lo importante es que habéis llegado, y sin ningún percance, espero. –Dijo el hombre. Era de mi altura, puede que incluso menos. Iba encorvado como quien ha pasado la vida entre textos y legajos. Los ojos grandes, con una tonsura que le abarcaba la mayor parte de la cabeza, dejándole un halo de cabello a modo de corona. Hablaba un francés con marcado acento occitano.
—Ningún percance. Pero la princesa española está cansada y desea acostarse cuanto antes.
—No hay ningún problema. Ya están las habitaciones dispuestas. –Señaló a uno de los monjes que esperaban de pie en algún punto de la nave—. Fray Pierre os acompañará a vuestros dormitorios, alteza, junto a vuestras damas.
—Sois un buen hombre por darnos cobijo esta noche en vuestra abadía.
—No es mía, señora, es de Dios, y de Francia, y está a vuestro servicio. –Dijo y de nuevo me mandó con su compañero con un gesto de su mano. Nos despedimos y partí con el joven.
A mis damas y a mí nos condujeron a un ala de dormitorios donde ocuparíamos dos de ellos. Manuela y yo teníamos preparadas dos estrechas camas en una pequeña celda que daba al claustro. Al poco nos trajeron uno de los arcones donde teníamos algunas de nuestras pertenencias. Cuando nos hicimos con un par de velas para alumbrarnos en la oscuridad y un poco de agua y comida, nos dejaron allí.
Yo me senté en el borde de la cama mientras mi dama ordenaba y distribuía las cosas. Bebió copiosamente y se zampó en unos minutos un poco de patata hervida con pimentón y un caldo caliente. Yo era incapaz de meter nada al estómago y estuve a punto de pedir una copa de vino, pero me contuve. Tampoco podía moverme del borde de la cama. Estaba tan entumecida que no me sentía con fuerza de acostarme, pero tampoco deseaba ir a ninguna parte. Quería quedarme allí, así, aún vestida y peinada hasta que amaneciese y pudiéramos retomar el viaje.
—Debéis cenar algo, alteza.
—Lo que tengo son nauseas, del traqueteo del coche. —Suspiré, pero ella me acercó una copa de agua fresca. Bebí y sentí como caía a plomo en mi estómago vacío—. Esperemos un rato a que se haga el silencio, quiero ir a rezar.
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Cuando todos estaban ya en sus dormitorios y solo se oía la noche, con sus insectos y sus brisas, salimos de la celda hasta la capilla y buscamos un par de bancos donde sentarnos. Ella se sentó detrás de mí y yo delante de ella, arrodillada en el banco con las manos cruzadas bajo mi barbilla. Recé en silencio, acompañada del chasquido del fuego en las velas y el eco de algunos sonidos por entre los pilares. Respiré le aroma de los inciensos y el del barniz de la madera. Olía a yeso y polvo también. Pero sobre todo a fuego.
Recé por mis hermanos, allá en España, donde los había dejado. También por el alma inquieta de mi padre, y por la de mis damas. Recé por un prospero futuro y por el ánimo que necesitaba mi espíritu. También por algo de calma. Llegó un punto en que no sabía si rezaba o deseaba que el sueño me venciera. Y por unos instantes me dejé acunar por el abrazo de terciopelo que es la entrada al sueño.
—Vuestra dama se ha dormido. —Dijo el abad, sorprendiéndome con su voz. Di tal respingo que él mismo se asustó y se llevó la mano al pecho, conteniendo una risa avergonzada—. Tiene que perdonadme alteza. Pensé que me había oído acercarme a vuestra Majestad…
—Perdóneme, estaba inmersa en mis pensamientos. —Dije, levantándome y sentándome de nuevo en el banco—. ¿Qué era lo que me ha…?
—Vuestra dama, señora. Vuestra compañera se ha dormido.
Yo volví el cuerpo en su dirección y encontré a la pobre Manuela con el codo en el respaldo del banco y la mano en la mejilla, sujetándose el peso de la cabeza. Boqueaba, en pleno sueño.
—Soy una mujer de hábitos inmisericordes. —Murmuré, a lo que el abad volvió a sonreír.
—Puedo verlo. Habla bien nuestro idioma, si me permite la osadía del alago.
—Lo aprendí de pequeña, señor, mi madre era francesa.
—Lo sé. —Asintió y señaló el banco donde me había sentado, pidiéndome permiso para acompañarme. Le hice sitio y se sentó con un suspiro de cansancio—. No me esperaba encontrar a nadie. Iba a comprobar que todo estuviera en orden antes de acostarme.
—Eso estaba haciendo yo, señor. Comprobar que todo en mi alama estuviese en orden. O no podría dormir.
—¿Y habéis puesto en orden todo?
—Eso creo. —Asentí y él me miró con aire divertido. Sus ojos eran grandes y azules, casi demasiado saltones. Pero divertidos, animados y juveniles—. Estoy sorprendida, hay tantas habitaciones vacías. ¿Cómo es eso?
—Esto antes era una colegiata. Yo mismo cursé mis años de estudios aquí. Pero hace una década fue presa de los hugonotes. Le prendieron fuego y se llevaron parte de las reliquias. Hoy está reconstruida a medias, como puede comprobar, pero no sirve aún como lugar de enseñanzas.
—Siento oír eso, las guerras de religiones siempre son muy penosas. Cuando se lucha por territorios es una cosa, pero las guerras de religión no respetan las cosas más sagradas. Quemar una iglesia, saquearla, eso es despreciable.
—Todas las guerras son despreciables, señora, si me permite decirle. Todas son penosas y horribles. En todas se profanan cosas aún más sagradas que las iglesias, la propia vida de las personas. No hay nada peor que arrebatar la vida de otro, y todas las guerras pecan de ello. Las guerras de religión son igual que todas las guerras, siempre hay intereses mayores que una cruz o una estrella, siempre está el dinero y la política de por medio. Guerras santas, las han venido a llamar. Qué forma tan cínica de justificar la muerte.
—Ver arder los muros de la infancia duele, por lo que veo.
—No lo sabe bien, alteza. Permítame decírselo. No lo sabe bien. —Miró alrededor, como buscando entre aquellas paredes los recuerdos del pasado. Yo miré también, pero no vi más que lo que tenía delante.
—Hay un tipo de guerra aún más estéril, me temo. La historia lo confirma. Las guerras por amor.
—¡Guerras por amor! ¿No estará usted pensando en Troya?
—En esa misma. —Sonreí—. Tantos hombres y mujeres muertos por el capricho de una joven.
—No me asustéis, princesa. —Dijo, mirándome por el rabillo del ojo y media sonrisa—. No quisiera pensar que acojo entre mis paredes a una Helena de Troya.
—En absoluto. —Dije riendo, a lo que él volvió a mirar en derredor—. Vengo a evitar guerras, en la medida de lo posible, no a crearlas.
—Eso es justo lo que deseaba oír, mi señora. Pero no estoy seguro de que todos piensen como usted. —Dijo y yo volví el rostro en su dirección, con el ceño fruncido—. Algunos esperan que os limitéis a no crear más problemas, con eso se conformarán. Otros, sin embrago, esperan que intervengáis. Y ganéis.
Yo asentí, y no dije nada más. Miré a mi espalda y me quedé mirando a Manuela, que cabeceaba en el banco trasero. El tonsurado comprendió y se levantó del banco. Me levanté tras él y me pidió permiso para marchar.
—¿Algún consejo, abad, para mi vida futura? ¿Algún deseo que pueda complaceros?
—Vivid bajo los designios de Dios, y Dios os ayudará. —Yo desperté a Manuela, que se frotó los ojos, avergonzada—. Me recordáis a Salomón. Un rostro de humildad y justicia, espero que no sea una máscara que encierre malas compañías y una curiosidad desmedida.
El abad inclinó la cabeza y se marchó. Yo sujeté a Manuela por la cintura y nos condujimos hasta las celdas. Cuando llegamos a la nuestra nos desvestimos mutuamente y juntamos las camas. La humedad hizo que el frío se nos colase hasta los huesos. Nos acostamos juntas y dormimos abrazas durante toda la noche.
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*Verdugado: Prenda interior femenina, una armazón que se utilizaba debajo de las faldas para darles forma y volumen, especialmente en los siglos XV y XVI.
*Conqués: Inspirado en el pueblo francés homónimo: Caonques (en occitano Concas) era una comuna francesa situada en el departamento de Aveyron, de la región de Occitania. Conques se encuentra en el valle del río Dourdou de Conques, en el sudoeste del país y es uno de los centros de peregrinación más importantes de Francia gracias a la abadía de Sainte-Foy (Santa Fe). Este importante edificio románico, construido entre los siglos XI y XII, fue una popular parada para los peregrinos en el Camino de Santiago de la via Podiensis en su camino hacia Santiago de Compostela. El principal motivo de los peregrinos medievales en Conques era venerar las reliquias de la mártir del siglo IV, Santa Fe, una joven martirizada en el siglo IV.
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JAIME DE ARMAGNAC: Conde y consejero del rey de Francia. Padre de la amante oficial del rey, Joseline de Armagnac.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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