UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 10
CAPÍTULO 10 – EL VIAJE
Ya comenzábamos a ver las montañas al final del horizonte cuando el carruaje se adentró en una densa arboleda. María Manuela se entristeció porque le encantaba atisbar por la ventanilla del carro mientras viajábamos, y aunque admiraba con entusiasmo los paisajes forrados de árboles, había estado deseando ver las montañas nevadas desde que salimos del alcázar. Ella misma procedía de una región donde el frío era la tónica general la mayor parte del año, y aunque eran más frecuentes las lluvias que las nieves, un paisaje escarpado siempre le recordaba a su tierra, y en la capital, lo máximo que podía aspirar a encontrar eran las cumbres que formaban los palacios y las iglesias.
—Ha sido un invierno de pocas nieves. —Dije, casi leyendo su pensamiento a lo que ella volvió su rostro hacia el interior del coche y soltó la cortinilla, con lo que la ventana volvió a cubrirse, manteniéndonos a la sombra.
—Así es, Princesa. Ya se nota la primavera, resurgiendo desde lo más profundo de la tierra.
Yo sonreí y me asomé al exterior. Tenía razón, el aroma que impregnaba aquellos árboles era de un frescor y una naturaleza dulce y ácida a la par. Era el nacimiento de la nueva estación, haciendo presencia con sus gamas de colores verdosos y los olores tan húmedos. En las ramas más inertes comenzaban a brotar nuevos tallos, y de estos, surgían pequeños capullitos verdes que un día serían hermosas hojas. En los campos ya se atisbaban las pequeñas hierbas alzándose hacia el cielo y en alguna ocasión nos cruzamos con alguna pequeña flor amarillenta, haciendo presencia ante los primeros rallos de cálido sol primaveral.
—Es la mejor estación para los nuevos comienzos. —Murmuré, con una especie de influjo de ánimo, para ambas.
La arboleda salvaje dio paso a unos jardines, que aunque descuidados, eran densos y hermosos, y se notaba la disposición premeditada de los árboles, de hoja perenne, que rodeaban una casona en medio de aquella flora. El coche se detuvo, detrás de uno que habíamos estado siguiendo y detrás de nosotros, también paró el coche que nos precedía. Estuve tentada de bajar y estirar las piernas, pero no estaba segura de qué debía hacer.
Mi dama se me adelantó y miró a través de la ventana, con intención de atisbar el exterior. El condestable de castilla ya se había bajado del carro que nos había conducido hasta allí –me relataba ella—, y había llegado hasta la puerta del conde de Villahermosa para ser recibido. Le atendió el secretario de este, Rodrigo, y ambos entraron dentro. Mientras se produjo el encuentro, varios sirvientes del conde se dedicaron a sacar de la casona baúles y arcones con las pertenencias de este y acomodarlas en los remolques de los carros, junto con mis propias pertenecías y las de mis damas.
Pasada una media hora comenzaba a hacerse evidente mi malestar. Me mostré inquieta y algo incómoda, moviendo la pierna arriba y abajo y jugueteando con el encaje de mis muñecas. Como dos niñas pequeñas que se van a una larga excursión habíamos llenado el interior de la carroza con unos cuantos libros, una caja de dulces, una botellita de vino y algunos juegos de mesa, pequeños, de viaje. Pero a pesar de la insistencia de María Manuela para disputarnos un pastelillo como premio en una victoria a las damas, yo me negué, tenía la mente en otro lugar.
Unos golpes sobre la puerta del coche nos hicieron dar un respingo y salir de nuestro tedio y letargo. María Manuela se inclinó y retiró la cortinilla para descubrir el rostro de Rodrigo, el secretario de don Juan, con una radiante sonrisa. Nos regaló una reverencia a cada una y nos indicó que el conde ultimaba los detalles para poder incorporarse a la caravana.
—Están terminando de preparar su carruaje y el servicio ha terminado de subir sus enseres.
—¿Se están alargando las advertencias que el condestable le está reiterando al conde?
—Eso me temo, alteza. El condestable Pedro no está escatimando en recalcarle los detalles de su acuerdo con la corona. —Soltó una risilla mal disimulada, de quien sabe que otro está recibiendo una densa reprimenda—. Está haciendo de padre, para advertirle que se porte bien en la fiesta.
—No ha podido venir mi propio padre, sino, habría sido él quien le llamase al orden. —Rodrigo miró por encima de su hombro, atento por el sonido que se producía en la puerta de la casona, pero solo era uno de los sirvientes, sacando unas cajas—. ¿Vuestras cosas ya están dispuestas?
—Sí, ya está todo en su sitio. —El joven, que no tendría cinco años más que yo, era un muchacho que había estado al servicio del conde desde hacía más de una década, antes de sus sucesivos destierros. Era lozano y sonrosado, con el cabello castaño cortado por los hombros y de espalda estrecha. Su voz era cautivadora, poseía una de esas voces de narrador, de poeta, que recita sus propios versos en la soledad de una estancia por el propio placer de oírse declamar. Pero no era poeta, solo un secretario.
—Pensé que os quedaríais en la casona, al servicio de Margarita. —La hermana Juan —. Pero me alegró saber que acompañaríais al conde.
—Margarita se queda a buen recaudo, nos os preocupéis por ella. El conde me necesita mucho más. Me temo que no sabría remendarse un botón si se le soltase. Al cabo de un mes estaría hecho unos zorros…
—Sí, eso me temo. —Miré por encima de su hombro para ver aparecer al condestable y al conde por la puerta. El secretario se cuadró delante de mi puerta pero no parecía que la conversación entre los dos hombres hubiese terminado, solo se trasladaron al exterior como una muestra de que partíamos de inmediato, sin ser verdad.
—¿Deseáis que el conde vaya con vos, alteza, en el carruaje?
—Desde luego. –Musité a las palabras del secretario, que esbozó una sonrisilla traviesa, y me miró por el rabillo del ojo, como un muchacho a punto de realizar una travesura.
—El condestable se lo ha prohibido, me temo. Nos ha ordenado que vayamos en el último de los coches, lejos de vos, y de vuestras damas.
—En media hora, la fatiga que la princesa ha acumulado durante el viaje nos hará detenernos a tomar el aire. —Dijo mi dama, adelantándose a mí. Para entonces el condestable ya habrá emprendido el regreso a la capital.
—Como la princesa desee. —Murmuró el secretario y se despidió de mí con una ligera reverencia de su cabeza para acudir a la vera de su señor.
El condestable, al ver todo dispuesto y a la princesa esperando para retomar el camino, se dio prisa en apurar las últimas palabras. El conde parecía más atento de lo que esperaba, haciendo lo posible por dar una última buena cara. Pero cuando volvió el rostro y me vio a lo lejos, atisbando a través de la cortinilla, no pudo evitar mostrar una media sonrisa coqueta. Se inclinó, mostro una subyugada reverencia y le regaló al condestable una apurada despedida.
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Cuando el sol comenzó su descenso, los carros pararon al lado de un abrevadero. Un pequeño riachuelo donde poder dar de beber a los caballos y que las damas pudiesen estirar las piernas. Apenas nos detuvimos unos veinte minutos cuando reanudamos la marcha, pero antes de que mi coche arrancase, el conde de Villahermosa llamó la puerta con galantería pero la abrió con impaciencia, subiéndose al carro con premura y apremiando al cochero para que emprendiese la marcha.
Se sentó al lado de María Manuela, dejándola a su izquierda. Nos saludó elegantemente y se recostó en su rincón, con un cuadernillo sobre sus piernas y los brazos cruzados sobre su rodilla.
—¿No habéis salido a tomar el aire?
—No, querido. Moverse con este armazón ya es bastante complacido como para hacer cabriolas subiendo y bajando del carruaje.
—Podéis quitároslo, ninguno aquí se escarmentara por ello. –Dijo con una sonrisa de fauno pero al mirar a mi dama a su lado, buscando su complicidad, ella le fulminó con sus ojos claros. Por un momento la tensión se dibujó en el aire. Ambos se odiaban, era algo sabido. Puede que incluso antes de que el conde delatase frente a la corona la traición del padre de María Manuela. Ella odiaba la altanería con que el conde se manejaba y él no perdonaba que yo mantuviese a mi servicio a una mujer que él habría querido expulsar de la corte.
—El viaje será divertido. —Murmuré riéndome de ambos, y estos me devolvieron una expresión de sorpresa. Sabían que debían aprender a convivir ahora que los tres nos trasladábamos juntos a París, pero no esperaron que me satisficiese aquella trinidad de traiciones, deudas y lealtad.
—Disfrutáis con esto, ¿verdad? —Murmuró el conde, levantando el mentón en mi dirección. Mi dama volvió a su mutismo hierático.
—Más de lo que podáis imaginar.
—Ahora que estáis lejos del halo de vuestro padre, ¿desataréis vuestros cabellos, y os dejaréis llevar por todas esas fantasías que añora vuestra mente ver cumplidas?
—Ya he comenzado. —Murmuré—. Yo le pedí al condestable que nos acompañase, y te recordase todos y cada uno de los puntos de nuestro acuerdo, y no te dejase abandonar la casona hasta haberse asegurado de que no se te olvidaría ninguno de ellos. –Me mordí el labio viendo como la sonrisa se desvanecía de su rostro, como un velo que se cae poco a poco—. Espero que la instrucción os haya parecido tan satisfactoria como a mí.
Mi dama soltó una risa mal disimulada que remató mi chanza. El conde nos miró a cada una al principio con sorpresa y después su expresión mudó a una de orgullo herido, con una mueca de condescendencia, como un padre miraría a sus dos hijas más traviesas.
—Me parece que ya es tarde para arrepentirse, conde. —Murmuré.
—Aun puede saltar por la ventana, señor. —Sugirió mi dama. Y ambas estallamos en carcajadas.
El conde hizo un gran esfuerzo por ignorarnos y lo consiguió durante un rato en que ella y yo nos entretuvimos con unos librillos. El camino comenzaba a ser algo tortuoso pero soplaba una brisa agradable. A ratos lo único que se oía era el sonido de la pluma del conde, rasgando el papel del cuadernillo que había traído consigo.
—¿Escribís un poema?
—Así es princesa.
—¿Un poema de amor, o una de esas sátiras que os han costado los destierros?
—Un poema de amor, querida. —Murmuró y pareció iluminado, porque escribió un par de líneas más, en completo trance creativo. Después con un largo suspiro levantó la mirada para encontrar mis ojos fijos en su cuaderno.
—¿Veis algo que os haya inspirado a tal asunto?
—¿Acaso lo dudáis? —Preguntó, con las mejillas encendidas, pero tras desviar su mirada a mi dama, rozó con el extremo de la pluma la tela interior que sobresalía de una de las cuchilladas de su brazo. Ella levantó la mirada hasta la pluma y me miró pidiendo auxilio. Yo sonreí.
—Venid querida, sentaos a mi vera. —Le extendí las manos para que ella las alcanzase y se sentase conmigo. Rodeé su brazo con el mío y alcancé la cajita de ébano que guardaba las fichas de nácar—. Juguemos a las damas. El viaje será largo y el conde está inspirado. No lo distraigamos.
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Desperté con un sobresalto y un golpe en mi pecho. Solo había sido un mal sueño, que me devolvía a la realidad con un empujón sobre mi corazón. O tal vez fuese un bache en el camino que me había traído de regreso con un crujido del carro. Lo que fuese me encontró tendida sobre el hombro de mi dama, recostada sobre sus ropas abultadas. Ella yacía con la cabeza apoyada en el extremo del asiento. Había hecho de su chal un almohadón improvisado. La noche era intensa y profunda, pero por suerte a ratos la luna casi llena se colaba por entre las cortinas y pude distinguir los contornos del entorno que nos rodeaba.
Me encontré respirando con dificultad, presa aún del sobresalto, pero estaba tan incómoda y entumecida que me costó encontrar el valor para moverme. Sostenía un libro de oraciones con mis manos, o más bien descansaba sobre me regazo, amenazando con caer a los pies del coche. Mis ropas estaban hechas un desastre, arrugadas y descolocadas. Mi cabello también. Pero no pude hacer nada por ello más que conformarme con volver a coger le sueño cuanto antes.
Cuando levanté la mirada y el entorno se aclaró un poco, encontré al conde al otro lado del coche, mirándome con ojos brillantes y fijos. Aquello me consoló, saber que alguien guardaba mi sueño a pesar de mi cansancio. Intenté esbozar una media sonrisa pero solo conseguí fruncir los labios. Pareció ser suficiente porque asintió.
Al incorporarme el libro cayó de mi regazo pero no lo recogí. El cuello me dolía horrores y las piernas me parecían dos sacos inútiles. La cabeza me daba vueltas a causa del traqueteo incesante, pero el frescor que se colaba era reconfortante. Miré afuera, no parecía que estuviese a punto de amanecer, por lo que aún quedarían varias horas de oscuridad.
—Venid, alteza. —Murmuró el conde, extendiendo su mano hacia mí, y yo apenas me lo pensé. Desperté a mi dama para pedirle que se tumbase a lo largo del asiento, como buenamente pudiese, y descansase, para que tuviese un sueño más reparador que el mío. Yo me senté a la vera del conde y él rodeó mis hombros con su brazo. Con su mano, firme y tenaz, me sujetó el hombro con fuerza, pero al rato su toque se fue suavizando, hasta proporcionarme una caricia reconfortante.
Ambos mirábamos sin mirar a María Manuela, que al poco de abandonarla ya volvía a estar sumida en los brazos de Morfeo.
—¿Habéis dormido? —Murmuré en un susurro.
—No, alteza. Descansé antes de emprender el viaje para acompañaros despierto durante el camino.
—¿Supusisteis que yo no dormiría?
—Eso me era irrelevante. —Sentenció y con su mano libre alcanzó una de las mías. Sus manos estaban frías, o tal vez las mías habían cogió temperatura a causa del sueño—. ¿Habéis tenido un mal sueño?
—Si lo he tenido, ya no lo recuerdo.
—¿Estáis ansiosa?
—Francamente, no. Creo que me he estado engañado pensando que esto no es más que una excusión, o un retiro de verano.
—Tenéis tiempo para asimilarlo. —Dijo, con media sonrisa.
—Una vida entera, me temo. Y creo que no será suficiente.
—Manuela y yo estaremos a vuestro servicio, siempre. De por vida. –Soltó, con determinación—. Os ayudaremos en lo que necesitéis.
—Lo sé. –Afuera se oyó el graznar de un cuervo, o algo parecido. Aferré su mano con fuerza y él me devolvió el apretón con todo su cuerpo. Estaba rígido, seguro que extremadamente incómodo, como todos.
—He hablado con París. —Dijo—. Mis contactos de la capital me han estado poniendo al corriente de la situación para que no nos topemos con ninguna sorpresa al llegar.
Yo alcé la mirada por encima de su hombro para verle directamente al rostro. O al perfil que se desdibujaba a causa de las sombras.
—¿Cómo está el ambiente político?
—Un poco tenso. Una de las facciones no han visto con buenos ojos el enlace, apostaban por la hija del rey inglés. Ambos países se están disputando unos territorios del mar del norte, claves geopolíticamente. Y hubieran deseado que el enlace supusiese la retirada de tropas inglesas de esos terrenos, como parte del acuerdo.
—¿Y la otra facción?
—La otra facción está satisfecha, pero tiene serias dudas de vuestra valía. Una parte de ellos espera que hagáis el papel de buena esposa, como lo fue en su momento María, y dejéis al rey hacer de las suyas, mientras el gobierno lo maneja la reina viuda. La otra parte espera que intervengáis, en nombre de vuestro padre y no solo representéis la paz con España, también que colaboréis con la influencia que tengáis aquí.
—¿Y el pueblo? ¿Qué espera de mí el pueblo?
—El pueblo está tan dividido como la propia nobleza. La mayoría añoran a la reina María y no ven con buenos ojos vuestra llegada. Pero hay muchos que recuerdan a vuestra madre, hermana de la reina viuda, y tienen esperanzas de que seáis una reina ejemplar.
—Qué dicen de mí…
—Todo lo que en nuestra capital no se atreven. —Murmuró—. Están preocupados por que vuestra virginidad sea una fabula. O que vuestro luto sea un signo de fanatismo religioso. O puede que de una piedad desmedida. O aún peor, de una locura latente. Con todos los brotes de puritanismo y calvinismo que han surgido en el país, una muestra de religiosidad católica tan desmedida puede encender unas brasas peligrosas.
—Comprendo.
Ante mi asentimiento el conde soltó mi mano y la dirigió al pequeño guardapelo que colgaba de mi cuello. Se lo quedó mirando a la luz de la luna y lo abrió, mostrando el camafeo del perfil de Christian de Borgol. Sus dedos se quedaron inertes mientras reconocía el retrato y tras varios segundos de silencio sepulcral, lo volvió a cerrar para depositarlo de nuevo sobre mi pecho. Ya no sostuvo más mi mano.
—Esto no es lo más adecuado, princesa, si me permitís la sugerencia. —Yo no dije nada—. No es de buen recibo que lleguéis a manos del rey de Francia con el corazón custodiado por el recuerdo de otro hombre. El luto es muestra de respeto más que suficiente.
—Lo tendré en cuenta. —Suspiré y entonces él volvió a acercar sus dedos a los míos y juguetear con ellos, inquieto.
—Hay algo más de lo que debo advertiros, querida.
—¿Qué es?
—El rey Enrique tiene una amante. —Aquello me dejó destemplada. No supe qué decir, y se produjo un incómodo silencio.
—¿Os lo han dicho vuestros confidentes?
—Lo sabe toda la corte. No es un secreto para nadie. En Francia es algo usual, que el rey tome amantes entre las damas de su reina.
—Una cosa es que el rey se encame con las damas de su reina y otra que las tome como amantes oficiales. —Suspiré y él aferró mi mano con fuerza.
—Su nombre es Joseline de Armagnac. Su padre es consejero del rey, y esta es su amante. Todo muy conveniente como podéis observar. Y el rey ha decidido que sea vuestra camarera mayor. Trabajará para vos como compañera de Manuela. —Alzó la mirada para contemplarla—. No creo que se lleven bien.
—Hablemos de esto mañana, querido. —Murmuré y apoyé el rostro sobre su hombro. Él pareció conmovido por mi tono lastimero y me rodeo con más premura en un abrazo. Se recostó y dejó que yo me acomodase sobre su cuerpo—. Dejadme que me haga la idea. Son muchas cosas en las que debo pensar.
—Lo comprendo.
—Recitadme uno de vuestros poemas, os lo ruego…
Sin dilación y con las mejillas arreboladas, declamó:
El que fuere dichoso será amado;
Y yo en amor no quiero ser dichoso,
Teniendo, de mi mal propio envidioso,
A dicha de ser por vos tan desdichado
Cerca está de grosero el venturoso;
Seguir el bien a todos es forzoso,
Yo sólo sigo el mal sin ser forzado.
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*Poema: Soneto amoroso nº 193 de “Poesía impresa completa” (1990) Conde de Villamdiana, pag 269 [Completo] Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Catedra, Letras hispanas.
[Para ver el resto de poemas: Anexo: Poemas]
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Personajes nuevos:
RODRIGO: Secretario y ayudante del Juan de Tais, conde de Villahermosa.
JOSELINE DE ARMAGNAC: Amante del Rey Enrique III, e hija de Jaime de Armagnac, conde y consejero del rey de Francia.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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