UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 9

CAPÍTULO 9 – EL ACUERDO


Mi padre me llamó a la sala del consejo. Había reunido a los más allegados familiares, a mis hermanos y su esposa. También a los condestables* y duques más implicados en la política del país. Mis damas me acompañaron hasta la puerta pero María Manuela continuó conmigo hacia el interior. Todos estaban ya reunidos, pero me tomé la licencia de llegar la última, pues era mi acuerdo nupcial lo que se iba a comunicar, y no deseaba tener que esperar a nadie para ello.

Mi dama me había aconsejado vestirme con algo más de elegancia, pero le recordé que aún seguía de luto, y lo único que había de de color en mi vestuario, era la gorguera blanquecina. Pero María Manuela me recordó que estarían presentes un embajador francés y el gobernador, enviados del rey para asegurarse de que las dos partes estuviesen de acuerdo con el acuerdo nupcial y devolverle a este una copia del documento. Se llevarían también mi retrato. Y el recuerdo de mi imagen.

Permití a María que me colocase unos cuantos anillos en los dedos, un rosario a la cintura y un collar de perlas oscuras alrededor del cuello.

—Las palabras de estos mensajeros serán más de utilidad al rey Enrique que el retrato que se lleven.

—¿Qué importan las palabras de los mensajeros? Son las del acuerdo, las que deben convencerle, no mi presencia de ánimo ni mi vestimenta.

—Solo os preocupáis por el rey. Pero detrás de la majestad, existe un hombre. Y vos sois una mujer, alteza. Y en algún momento, estas dos entidades habrán de encontrarse. Espero que sepáis diferenciar al hombre del rey, cuando llegue el momento.

—Me preocupa más que él no alcance a ver a la reina, detrás de la mujer.

La sala estaba abarrotada, más de lo que había imaginado. Y cuando entré por la puerta todos los rostros se volvieron hacia mí. La mayoría de ellos se levantaron e inclinaron su torso, menos mi padre y mi madrastra que me lanzaron una mirada llena de candor pero impacientada. Mi hermano también inclinó su cabeza, gesto que no le estaba obligado y yo bajé el mentón, a modo de saludo. Hice una reverencia delante de mi padre y me quedé de pie a su vera, al lado contrario en que mi madrastra se había colocado. Mi hermana y el infante se habían quedado de pie detrás de nosotros. El resto de hombres se distribuían entre los asientos y el espacio entre las sillas.


 

El Condestable de castilla, el hombre que había hecho de intermediario entre los dos países en respecto al acuerdo, se acomodó delante de mi padre y extendía los papeles, con un dominio de sí mismo que siempre había admirado de él. Era un hombre mayor, casi de la edad de mi padre, pero tenía la mirada mucho más lúcida, y el carácter más hecho para la diplomacia. Su bigote negro, enroscado en las puntas, y sus ojos oscuros y cansados, me miraron desde el otro extremo de la mesa y con apenas una mirada llena de brillo, pude adivinar que el acuerdo se había llevado a buen término.

El resto de los asientos lo ocupaban grandes duques y condes, reunidos por la obligación de sus apellidos, o bien por la presencia que habían tenido durante el gobierno de mi padre los últimos años. El obispo de Alcalá de H*, amigo y confesor de mi padre estaba sentado a su vera. Un hombre anciano como matusalén, con cejas pobladas y el cabello blanco y ralo, se había hecho un ovillo en el asiento, con mueca ausente, como si aquel tramite no fuese con él. En otro de los asientos, el recaudador de impuestos y tesorero de la hacienda del reino, un hombre de rostro fino y anguloso, de talle fino como una mujer y ademanes de tabernero. Una extraña mezcla, que siempre me había hecho pensar que fingía alguno de los dos seres. Se había cuidado de ofrecer una cantidad justa para mi dote sin arruinar las arcas del reino.

Al otro lado, el duque de A* familiar lejano de mi padre que había hecho las veces de gobernador en parte de nuestras colonias de alta mar. Y a su lado el conde de O*. A su vera, dos desconocidos, que por sus finas y coloridas ropas, y sus extraños ademanes deduje que serian el gobernador y el embajador franceses. Uno de ellos era joven y rubicundo. De ojos almendrados y los labios finos y rosáceos. Apenas tendría más años que yo. El otro era un anciano de pelo corto y cano, pero con complexión atlética par su edad. Parecía un antiguo caballero o soldado. Los primeros minutos de la reunión me divertí adivinando cual de los dos sería el gobernador, y cual el embajador. Supuse que el joven sería este último. El cargo de gobernador se da por experiencia, el de embajador por presteza.

—Bien, si a vuestra majestad le place, puesto que estamos presentes todos los…

Mi padre hizo un gesto con la mano al condestable de castilla para que diese inicio a la reunión. Este se puso en pie y se hizo con unos documentos que tenía frente a él.

—Estamos aquí para ratificar el acuerdo prenupcial del rey francés Enrique, de la casa V*, tercero de su nombre, con la infanta Isabel Clara Eugenia, de la casa de H*.

Vi como el joven embajador asentía, y mi hermano pequeño se revolvía en los brazos de mi hermana, inquieto. Mi madrastra me lanzó una mirada inquisitiva. La misma que cuando me regalan un vestido nuevo y ella siente una mezcla de orgullo y envidia.

Tras largas formulas de introducción y densos preámbulos, el condestable llegó a lo importante pasados cinco minutos de espesa narración.

—La dote de la Infanta, Doña Isabel, se acuerda en 2.000.000 coronas a pagar en un año. El primer millón viajará con la infanta, bien en metálico o en mercancía, a elegir por la corona española. Seis meses después se procede a pagar medio millón más por el mismo sistema. Y en un semestre más tarde se entrega el resto.

El tesorero de mi padre cruzó una mirada con él, una llena de orgullo por haber conseguido reunir aquel dinero, pero me imaginaba que la mayoría de la dote se cambiaría por tapices, espejos o mobiliario. O a juzgar por el gusto de mi padre, acabaría por viajar con retablos, lienzos y trípticos.

—En caso de ruptura matrimonial, la infanta será devuelta a España, con todos sus enseres y objetos personajes, a excepción de la dote ya pagada en el momento del regreso.

—Esperemos que no tenga que regresar. —Murmuró el embajador, con un acento casi indescifrable y una risa bobalicona al final de la broma que no hizo reír a nadie. Recayeron sobre él todas las miradas y su acompañante le propinó un codazo sobre el brazo que lo hizo palidecer. El condestable hizo oídos sordos y continuó.

—Este es un punto importante señores: Se le reservan a la Infanta doña Isabel todos los derechos dinásticos en caso de que nuestro rey Felipe de la casa H* muera y su heredero el Infante don Felipe no sobreviviera, o bien no procure a su vez descendencia. Si ambos faltasen, la Infanta doña Isabel sería reina de España y todas sus colonias, y Enrique III de V* su rey consorte.

Hubo un murmullo general. Muchos de los presentes, yo Incluida, desconocían esa cláusula, por otra parte natural. El revuelo fue aumentando con los segundos y ni el condestable ni mi padre hicieron nada por detener el murmullo. Deseaban saber las opiniones de los presentes, incluso si el acuerdo estaba más que pactado.

—Esperemos no tener que llegar a eso. —Murmuró el duque de A*, con una mueca de desagrado. Pero suavizó el tono—. Nadie desea que al infante le suceda nada malo.

—Nadie desea semejante cosa. —Suspiró el gobernador francés—. Pero hay que estar preparado para cualquier imprevisto.

—Estáis encantados, —Gruñó el conde de O*—. Oportunidades como estas no se presentan todos los días por los valles de vuestra Francia.

—La clausula la ha añadido el su alteza el rey de España, —Se dirigió a mi padre el gobernador francés—. Excelencia, es una clausula más que lógica. Pero nadie desea tanto como nosotros que vuestro infante os preceda y llegue a la edad adulta, para seguir vuestro ejemplo como rey.

Los ánimos se calmaron ante las palabras del anciano, y el condestable continuó con los menesteres del traslado, las fechas y los tiempos. Mi traslado estaba previsto para cuando las nieves se derritiesen en las cordilleras del note, posiblemente para el mes de abril. Y mi boda debía realizarse en el mes próximo a mi llegada.

Mi madre y mi hermana habían redactado la lista con el ajuar y todas las pertenencias que me llevaría. A los duques españoles les pareció demasiado despliegue de pertenencias materiales, mientras que los franceses parecieron decepcionados.

—La Infanta se llevará con ella dos caballos árabes de las cuadras de palacio, a parte de los necesarios para el traslado. Cuarenta y cinco tomos de la biblioteca personal del rey, así como treinta y seis pinturas de la colección privada del rey, cuyo valor se ha hecho tasar y restado al de la dote.

—En Francia tenemos pinturas maravillosas. —Musitó el gobernador.

—No lo dudo. Pero espero ampliar y engrandecer vuestras colecciones con parte de las mías. –Murmuré. Era la primera vez que me oía hablar y no pudo evitar enrojecer levemente y asentir, con una reverencia. Volvió al mutismo.

—Sus acompañantes serán: su confesor, Fray José, franciscano que lleva al servicio de la corte desde hace más de cuarenta años…

—¿Y dónde se ha metido? —Preguntó el duque de A* mirando a todas partes, incluso por encima del respaldo de su silla, en donde no encontraría a nadie.

—Fray José tiene labores que atender. —Murmuró mi madrastra—. Ya se le ha comunicado el traslado y no necesita saber los pormenores del acuerdo. Es un hombre ocupado.

—Todos somos hombres ocupados. —Suspiró el conde de O*

—Continuemos, Don Manuel. —Le dijo el rey al Condestable.

—Sus damas María Manuela como dama mayor, Ana, Amanda y Marisa como damas de cámara. El rey Enrique se ha comprometido a abastecerla del resto de damas de cámara que necesite.

Pude atisbar como María Manuela esbozaba una media mueca, que intentaba ser una disimulada sonrisa, pero solo pude verla por el rabillo del ojo. No sabía si se reía por la situación, pues la incomodidad que se respiraba en el ambiente en parte era por la presencia de ella, la hija de un hombre que había hecho la vida imposible al duque de A* y al conde de O*, o también por la propia decisión de llevarla conmigo. O puede que su sonrisa se debiese a lo que estaba a punto de ocurrir.

—Como consejero y mediador, por sus fluidez con el lenguaje y sus… —el condestable carraspeó—, demostradas habilidades en la corte… —El condestable levantó sutilmente la mirada en mi dirección y yo levanté el mentón, con gesto autoritario—. Le acompañará Don Juan de Tais, conde de Villahermosa…

—¡Ese rufián! —Exclamó el duque de A*, y tras ello, el tumulto fue mayúsculo. Mi padre me miró a través del rabillo del ojo con una clara intención de culparme por el revuelo pero yo mantuve mi mentón en alto. Aquello debía afrontarlo yo.

—¡El maldito bastardo de Villahermosa! —Exclamó el conde de O*.

El tesorero de mi padre se puso en pie del susto, como si la noticia hubiese sido un monstruo que sale de debajo de la mesa. El duque de A* y el conde de U* se levantaron también y se revolvieron entre los presentes. Testigos y nobles se miraron unos a otros llenos de confusión y orgullo herido. Estaba segura que ninguno de ellos deseaba estar en la posición del conde de Villahermosa. Acompañar a la infanta en sus años de matrimonio era una tarea hercúlea, pero nadie de aquí pensaba que fuese un honor que el conde mereciese.

—¿Pero no estaba expulsado de la capital?

—No tiene que entrar necesariamente en la capital para acompañarme a Francia. —Dije y todos se quedaron mudos con mis palabras. Ese había sido el trato que había hecho con mi padre, un trato terriblemente malo.

—Infanta, su alteza… querida… —Murmuró el confesor de mi padre, con sus manos temblorosas mientras hacia el esfuerzo por volverse hacia mí con el cuerpo compungido y destemplado—. Tal vez no conozcáis al conde como lo concomemos nosotros, los más mayores. Es un hombre que obra según sus instintos más bajos, es un ser dominado por la lujuria y el pecado. —Se santiguó, tras aquellas palabras—. No merece estar ante vuestra presencia ni un solo segundo, mucho menos haceros de consejero en un país extranjero, lejos de la protección de quienes os quieren bien.

—Es un despreciable ser. —Murmuró el duque de A*, con algo más de templanza. Pero aún de pie y lleno de orgullo herido—. Vais enlutada, mostrando una regia procesión a un decoro y una decencia que os engrandecen. Pero la presencia de ese hombre a vuestro lado, ¿no cree vuestra majestad —dijo dirigiéndose a mi padre— que desacreditará a vuestra hija y a su fe?

Mi padre no dijo nada, estaba mudo. Yo también. Aquel silencio debía ser suficiente como para hacerles entender que la decisión estaba tomada. Más me preocupaba la impresión que los dos franceses se llevasen de nosotros, por tamaña discusión.

—No estoy de acuerdo con esto. —Dijo mi hermana, por lo bajo, acercándose a mí con sigilo pero sin conseguir que sus palabras me llegasen solo a mi—. No sabes lo que dicen las mujeres de la corte sobre ese hombre, hermana. Dicen cosas…

—Sé lo que dicen de él. —Le dije, volviendo el rostro en su dirección—. Y también conozco a las mujeres que nos rodean en la corte. Hay pecados, hermana, que se necesita el consentimiento de dos para realizarlos.

Ella abrió con amplitud los ojos y bajó la cabeza, dándose por vencida y regresando con mi hermano.

—Si ese hombre os acompaña, estaremos poniendo en peligro todo por lo que hemos luchado. –Murmuró el duque de A*—. No solo se verá afectada nuestra credibilidad, sino nuestra propia supervivencia. Su lealtad es tan inexistente como… —miró a mi dama y yo levanté una ceja—. Como la de ella. De menuda compañía se hace rodear la infanta.

—¿El conde ha aceptado acompañaros, infanta? –Preguntó uno de los acompañantes del conde de O*.

—Así es. —Asentí, pero entonces las sospechas que temía, surgieron igual que se propaga un incendio. El murmullo fue apenas audible pero las miradas volaron de un lado a otro de la mesa.

—¿Y por qué ha accedido a eso? —Se preguntó uno.

—¡Vaya pregunta! Enclaustrado en su casa de campo, cualquier salida le parecerá la liberación.

—Pero… ¿Incluso a Francia?

—¿Y con la Infanta?

Todas las miradas se volvieron hacia mí y yo no pude evitar morderme el interior del carrillo.

—Conozco su fama, y los enredos en los que se ha visto envuelto. Soy consciente de la imagen que puedo llegar a proporcionar, pero es un hombre con grandes cualidades. Conoce la corte francesa como nadie aquí la conoce, sus años de exilio le han permitido conocer de primera mano al rey, pero aún más a su madre, la reina viuda, Catalina de M*. Pero no solo son de admirar sus cualidades sociales. Es un gran estratega y participó con gran acierto en las batallas que se dieron en nuestros territorios de Nápoles y Lombardía. ¿No compartisteis el campo de batalla con él, Duque de A*?

El hombretón, de patillas canosas y barriga prominente, alzó la mirada con susto y hubo de fruncir los labios para poder asentir, sin verse envuelto por su propio resentimiento.

—¿Acaso no le nombraron, por su valor y sus hazañas, “maestre de campo”, tras lograr la paz tan ansiada en esos territorios?

—Así es, princesa. —Murmuró el buen duque, y se sentó, algo más sumiso al trato, pero aún revuelto en sus interiores.

—También ha proporcionado un gran servicio a la corte, los años que fue consejero de mi padre, delatando traidores, —miré de reojo a mi dama, la cual se mantuvo estática como una efigie—, y destapando tramas…

—Más bien creándolas. —Murmuró el conde de O*.

—Princesa, —Musitó el confesor de mi padre, volviéndose en su asiento para darme la cara—, hay actos, malvadas acciones, que no pueden borrarse por cometer unas cuantas buenas proezas. Ha sido fiel a vuestro padre, pero también a sus propios intereses. Y cuando ha llegado el momento, incluso a vuestro padre el rey ha engañado.

—¿De qué se acusa realmente al conde de Villahermosa? Según las actas de sus dos destierros, el primero se justificó por una apuesta en una partida ilegal de naipes, donde se agenció 30.000 ducados. Y su segundo destierro, esta vez de la capital y la corte, por la venta de unos títulos.

—Todos saben por qué ha sido exiliado. —Gruñó el duque de A*, en un tono calmo y prudente.

El embajador y el gobernador franceses miraban a uno y otro interlocutor a medida que se desarrollaba la discusión, con ojillos atentos y expresiones curiosas. Me preocupaban más ellos, que nuestros propios nobles. Me enfurecía que no fueran capaz de entender que estaban dando una penosa imagen, contradiciendo a su rey y a su hija, pero al mismo tiempo me preocupaba que fueran plenamente conscientes de este efecto y les trajese sin cuidado, o peor aún, que fuese más intencional que descuidado.

—Sé qué es lo que os preocupa, señores. —Suspiré, intentado que mi tono sonase conciliador, después de todo—. Y es por eso que no quiero que piensen que Don Juan de Tais hará honor a su nombre, viviendo una vida de libertinaje en Francia, y mucho menos a mi costa y bajo mi responsabilidad. La decisión se ha tomado bajo ciertas consideraciones y el propio conde va a tener que someterse a unas condiciones, a cambio del honor de ser mi consejero.

Los condes volvieron a sus asientos tras este pequeño preámbulo y algo más calmados, escucharon con atención.

—Considerando que lo que más preocupa a la corona son sus vicios y su mala vida, hemos acordado que en menos del pazo de un año desde mi casamiento, yo misma buscaré una esposa para el conde. Una esposa que le quite esos vicios tan insanos por los que se deja conducir.

—Pobre criatura, la afortunada. —Murmuró alguien a lo lejos, entre los testigos o secretarios de los duques. Mi dama esbozó media sonrisa. 

—También hemos acordado que no podrá salir de la capital, a menos que yo misma redacte un permiso expreso para la ocasión. En caso de que yo misma me trasladase y él debiera acompañarme, sea a donde fuere si así lo requiero. Y permanecerá donde yo pueda contactarlo. Evitamos con esto cualquier intento de fuga o…

—Eso no le retendrá. –Murmuró el confesor de mi padre—. Los vicios no se solventan con una esposa, o con un encierro en una ciudad… —Negaba con vehemencia mientras decía estas palabras—.

—¿Qué sugerís, viejo? —Preguntó el duque de A*—. ¿Un exorcismo?

Entre ambos, hubo un cruce de miradas. Yo estaba segura de que el confesor estaba imaginando algo mucho más drástico, con sogas y llamaradas. Pero en sus ojillos vidriosos, aunque conservaba la fuerza del alma, su espíritu cansado le prohibió ser tan tajante como para mencionarlo. Al conde se le acusaban de muchos otros pecados que las apuestas o la venta de títulos. Y si sus condenas habían sido tan laxas había sido por la influencia de mis padres al principio, y después de mi propio poder.

Siempre había sido un hombre amable con nosotros. Mi madre lo adoraba como una mujer puede adorar a un caballero. Pero yo lo entendía, como un diablillo comprende a otro. Comprendía sus vicios y su carácter, aunque no lo compartiese, y admiraba que temiese tan poco a la muerte y al castigo como para arriesgarlo todo por unas líneas en un poema. Lo admiraba, y temía que esa admiración pudiese estar cegándome.

No había sido hasta ese instante, frente a toda aquella negativa a mi empresa, que no me había cuestionado seriamente si mi decisión había sido la adecuada. Surgieron ante mí ciertas dudas, más imaginadas que reales. Algunos temores ocultos, aparecieron ante mí imágenes de un futuro desastroso, donde yo era víctima de una de sus trampas, de sus engaños más viles. Me costaba imaginarlo forzándome para buscar mi cuerpo, pero me asustaba aún más vero con una media sonrisa de triunfo en medio de mi desgracia.

Cuando quise regresar al presente, me encontré de nuevo con ese cruce de miradas, y la tirantez en la estancia.

—Os prometo, y esto también forma parte de las condiciones impuestas al conde, que a la mínima sospecha que atisbe en su comportamiento de algo reprobable, yo misma lo mandaré de vuelta, para que podáis disponer de él como deseéis. En el calabozo, o en el patíbulo.

Aquello levantó un muro de silencio que tardó en desaparecer. La tensión generada se disolvía pero no todos estaban completamente satisfechos. El que menos, mi padre, que con su buen talante y acierto, apuntó:

—Ya está decidido. Yo respondo por esto. Y ante la más mínima sospecha de traición, he mandado que se le ahorque.

Todos parecieron un poco más tranquilos, pero era como poner a hombres aterrorizados frente a un león enjaulado. Todos se sentían seguros, pero no a salvo.

Cuando la reunión finalizó, el condestable me abordó antes de marchar. Nos apartó a un lado de la estancia cerca de una de las ventanas. Su bigote parecía estar repeinado y en la barbilla aparecía un infantil hoyuelo. Sonreía, complaciente.

—Nadie ha quedado demasiado conforme con el resultado, a excepción de los franceses y usted, princesa.

—¿Qué os han comentado al respecto?

—Están algo preocupados por la corriente contraria a los intereses de vuestros grandes señores que habéis decidido tomar. Pero no saben si estar aliviados al respecto. Piensan que tal vez seáis difícil de gobernar pero que os pueden contentar con don Juanes y amigas traviesas con las que divertiros.

—Eso les encantaría. ¿Verdad?

—Eso les facilitaría las cosas. —Dijo y se sonrió—. No se lo digáis a vuestro padre, me destituiría si lo supiese, pero creo que habéis elegido a buenos compañeros de viaje. Sois capaz de domarlos a todos, y sacar lo mejor de cada uno de ellos. Lleváis a una mujer dominante que os debe lealtad, a un hombre inteligente que os profesa devoción, y a un sacerdote que solo toma órdenes de Dios.

—Llevo a la hija de un traidor, a un sedicioso y a un viejo que no se remienda el sallo desde hace tres décadas. —El condestable rió a carcajada limpia. Yo sonreí pero miré por encima del hombro a mi dama, que lo estaba escuchando todo—. Esas son sus mejores virtudes. No voy a esconderlas.

—El gobernador me ha dicho que sois muy bella. La pintura que realizó Anguissola no os hace justicia. Y me ha asegurado que seréis del gusto del rey.

—Tal vez me haya equivocado en mi decisión, vos seríais mucho mejor consejero que cualquiera. Las mentiras se os notan a la legua.

—¿En qué os he mentido, princesa? —Preguntó, emocionado por mi suspicacia.

—En todo. Desde que me habéis abordado.

 


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*Condestable: En la Edad Media, hombre que ejercía la primera dignidad de la milicia.

*Acuerdo matrimonial: Este acuerdo, en cuanto a las cifras y los tiempos, está inspirado en la oferta de alianza matrimonial de Catalina Enriqueta de Portugal (1638-1705), hija de Juan IV de Portugal en su enlace con Carlos II de Inglaterra (1630-1685) en el año 1662.

[BIBLIOGRAFÍA: Valladares, Rafael. La rebelión de Portugal: Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica (1640-1680). Córdoba: Junta de Castilla y León. Consejería de Educación y Cultura, 1998.]

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Personajes nuevos:

PEDRO (apellido desconocido): Condestable de castilla. Buen amigo de la familia real y quien a lo largo de la novela hará de intermediario entre la protagonista Isabel y su padre el rey.


[Para saber más: Anexo: Personajes] 

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