AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 27

 CAPÍTULO 27


Yoongi POV:

15/Marzo/2018

Viernes


La tele está encendida, como no. La televisión se ha convertido en mi mejor amiga, en la única complaciente y fiel esclava que se pasa horas encendida tan solo para satisfacer mis necesidades afectivas. La compañía de una persona de carne y hueso se me hace demasiado insulta frente a la constante conversación de la televisión. Como si por ejerciese un extraño efecto opiáceo, me he quedado durante al menos dos horas frente a ella hasta el punto en que he perdido noción del tiempo. O al menos, esa ha sido mi primera intención. Tras salir de una larga ducha, larga a posta, me he sentado aquí aun con el cabello mojado y el pijama ligeramente pegado a mi cuerpo por no haberme secado bien.

Con la cabeza apoya en el respaldo del sofá creo que he empapado parte de él por mi cabello. Pero no tengo frío, no tengo calor. No siento absolutamente más que el tedio colándose a través de mi torrente sanguíneo, entrando desde mis órganos visuales hasta mi cerebro. Me he quedado aquí tanto tiempo que mi cuerpo se ha hecho ya a estar reclinado de esta forma y con la pernera del pantalón levantada y mi gemelo al descubierto, rozo con la yema de dos de mis dedos la herida cicatrizada. Se ha convertido en un desagradable hábito, rozarlo como si al asegurarme de que está ahí, al cerciorarme de que ha sido real, toda mi realidad se estancase en un punto y dejase de dar vueltas alrededor de un sistema constituido por mí, y por Jungkook.

En la televisión se reproduce un programa de telebasura de esos que tanto he criticado, de esos asquerosos canales que ganan grandes fortunas de dinero por el vacío cerebro de la población que cree entretenido un experimento científico de escoria de la sociedad encerrados en una casa, o esos concursos discriminatorios para la mujer, humillantes para el hombre y que ningún niño debería ver por no creer que la realidad se basa en una cuestión de selección con el único objetivo del físico más hermoso. Y sin embargo, pese a mis críticas, llevo horas delante del televisor casi disfrutando de la simplicidad de estos programas. A mi cerebro, anestesiado de ansiolíticos, le encanta sentirse ínfimamente excitando antes una simplicidad que en este estado me resulta tan compleja de entender. Ha llegado un punto en que he perdido el hilo del programa y simplemente disfruto de cortos periodos de tiempo. Un chiste, la mueca de algún personaje, en momentos de discusión, es mucho más fácil desconcertar. Tantos gritos y aspavientos me hacen sentir espectador de una pelea de gallos.

Miro el reloj del salón. Está sin pilas. Se acabaron hace semanas pero no me he dignado a cambiarlas. Ver una hora determinada durante mucho tiempo he comprendido que acabará enloqueciéndome, pero no me importa. La idea de que aun faltan tres o cuatro horas para poder ir a ver a Jeon, cuando en realidad, en este instante, yo debería estar allí, me hace sentir algo extraño en el estómago. Como si yo fuese dios, y pudiera controlar el espacio tiempo. Como si tuviese la capacidad de teletransportarme sin esfuerzo, pero rápido caigo en que esta es una sensación por el exceso de valium* y acabo recostándome en el sofá. Es una gran mentira que me hace sentir con fuerza, pero estoy mucho más impotente de lo que me gustaría aceptar. No puedo apenas moverme del sofá sino es para hacerme con el bote de pastillas, como para poder siquiera ir a ningún lado. ¿Y acaso no ha sido esta la meta? Anestesiarme con ansiolíticos con el único objetivo de dejarme invalidado para no sucumbir ante la idea de ir a verle. Alguien podría pensar que este comportamiento es autodestructivo, pero he sopesado que en realidad es la solución, dado que la verdadera autodestrucción sería ir a verle a él. Eso sí que es doloroso.

En la mesa delante de mí, entre la televisión y yo veo, con la cabeza apoyada en el reposabrazos, el bote de ansiolíticos caído, con la tapa a medio metro de él y un par de pastillas fuera de él. No se me han caído, las he dejado así porque de esta forma el acceso a ellas es mucho más fácil. Al lado, uno de los libros de Jungkook. “La Revolución Francesa”. El libro no tiene la mayor importancia, el libro no es más que un mero acompañante en este largo letargo de autocompasión. Lo he sacado de la caja, en algún momento del que ahora no me acuerdo, y seguro que lo he hecho con la inocente idea de leerlo. Como si yo pudiera si quiera enfrentarme a la pedantería de algún escritorzuelo que ha tocado un tema tan banal como la Revolución Francesa. No en mi estado. No con este ánimo.

Si me paro a pensarlo, no puedo llegar a asumir que estoy en depresión. He tratado pacientes de depresión, y no quiero creer que estoy en una. Tampoco tengo periodos de cambios de ánimo y ni siquiera logro ver más allá de la racionalidad que supone una mera obsesión infantil. Eso es lo que tengo. Obsesión infantil. Pero ¿con qué se cura la obsesión? No logro alcanzar a ver una solución que me asegure una rápida e indolora recuperación. Tampoco logro entender cómo he acabado en este estado. Me siento doblemente víctima. Víctima de Jungkook y de mí mismo. Por encapricharme, por obsesionarme, por recordarme todas y cada una de sus manías, de sus caprichos. Por desvelarme en plena noche recordando sus besos, por enloquecer a causa de sus deseos.

Sin darme cuenta dan las once de la noche. Me que quedado dormido varias veces, me he sumido en profundas cavilaciones y sin darme cuenta el sol ha ido avanzando a través del suelo, como un millón de soldados con antorchas, recorriendo los azulejos del suelo hasta que se han ido apagando, desapareciendo hasta el día siguiente. La casa está helada. Yo estoy helado. La tele se ha apagado dado que tras un periodo de tiempo sin accionarla, se apaga. La mesa delante de mí es lo único que parece estar en su sitio. No se ha movido una sola pastilla de su sitio. Aún algo atontado, adormilado, me levanto meditabundo del sofá y soy consciente de que no he cenado, y no recuerdo haber comido. Tampoco tengo nada de apetito así que decido simplemente dar por finalizado el día. Suficiente por hoy, me digo, demasiada autocompasión.

Con un gesto mecánico meto las pastillas en el bote pero no termino por cerrarlo. Lo dejo tal como está. Las pastillas no van a salirse. El libro tampoco lo muevo, no me digno más que a cerrar la ventana, correr las cortinas y apagar la luz del salón para arrastrarme hasta el dormitorio y caer sobre la cama, con una expresión de incomodidad, y meterme en el interior de las sábanas. Están frías, heladas, casi humedecidas por la humedad del ambiente. En el dormitorio tampoco hay luz. Está todo a oscuras y casi he tenido que venir tocando las paredes para guiarme. Me quedo mirando hacia la oscuridad en donde deben hallarse las ventanas. No se ve nada. La oscuridad es en cierto sentido protectora, me hace sentir más cómodo si no veo sombras o reflejos. Hace días que esta habitación no se ilumina con luz natural, y me gustaría pensar que he creado una hermosa guarida infranqueable.

Entre cavilaciones y reflexiones que me llevan al sopor caigo rendido alrededor de la una y media de la mañana. Estos últimos días no he llorado antes de dormir. Siento que es un avance, pero también es cierto que he aumentado el consumo de ansiolíticos. Es una pena que tenga que pagar por no sufrir, es una pena que tenga que anestesiar mi organismo para que mi cerebro se quede en un largo letargo de inconsciencia. A lo lejos, muy a lo lejos, como si mi subconsciente pudiese adjuntar sonidos del exterior de mi cuerpo a mi sueño, oigo el traqueteo de algún carro, o alguna maleta, que se oye por la acera. Mucho más lejos que eso, el coche de un policía. Tal vez alguna ambulancia. O los bomberos. Nunca he conseguido distinguir las sirenas de estos tres tipos. Muy lejos, y se marcha. El sonido ha viajado hacia mí como una honda, arrastrada por el efecto Doppler*. Cuando se ha marchado parece que sigo oyéndolo. Me siento aturdido hasta que un golpe me despierta de sopetón. No me muevo, no hago nada.

Ha sido un golpe seco y una sucesión de pequeñas repercusiones de este mismo. Ha sido cercano, casi como si hubiera sido en la mesilla de noche de mi lado. Pero yo no puedo ver nada y el sonido me ha producido un tremendo choque de adrenalina. Mi corazón se desboca, siento que puedo agarrarlo a través de mi camiseta. Me sujeto el pecho con cuidado pero no me muevo más. No tengo el valor de mover un solo ápice de mi cuerpo. No encuentro la forma ni el valor de incorporarme. Como si mi cerebro hubiera borrado todo conocimiento útil de mi inconsciente me mantengo por al menos quince eternos y tortuosos minutos en una posición fetal con la mano en el pecho. Mi ritmo cardiaco no disminuye. No me noto más relajado aunque haya pasado el tiempo, pero esta no es una sensación desconocida. Ya me ha sucedido otras veces, sobre todo los días posteriores a lo sucedido en casa de Jungkook, pero hacía más de dos semanas que no me desvelaba en plena noche por un ficticio ruido que solo está en mi mente. Solo está ahí. Me repito.

Pasados veinte minutos me decido a sacar una mano de entre las sábanas y conducirla muy despacio hasta la mesilla de noche. Enciendo la lamparita con el corazón en la mano. Tengo el presentimiento de que al iluminar la habitación, un cuerpo aparecerá de entre las sombras, vestido de negro, encapuchado, cuchillo en mano, para saltar sobre mí en cuanto le descubra. Mi mano tiembla ante esa idea y cuando logro accionar el interruptor, todo el cuerpo se me tensa, mis músculos se endurecen dispuestos a atacar. Pero no hay nada. Me sorprende la realidad más absoluta, estoy solo en el cuarto. Por entre la puerta puedo ver que hay un resquicio de oscuridad que quiere adentrarse hacia la habitación como un torrente de agua. Me quedo estático, mirando la puerta entrecerrada del cuarto. De nuevo la sugestión de que el cuerpo de un desconocido entra a horcajadas en el cuarto. Más que el de un desconocido, me preocupa conocer la identidad debajo de la oscuridad que camufla su rostro.

Repentinamente recuerdo que no aseguré los cerrojos. Me recuerdo que salí a por algo de comida a primera hora de la mañana y que cuando regresé, no corrí los cerrojos. El estado de somnolencia era tal antes de irme a dormir, que solo había cerrado la puerta sin más. Este pensamiento me hace sudar. Comienzo a sudar por la espalda, por las axilas. Un sudor frío que me torna febril. Me quito las sábanas de encima, bajo los pies lo más silencioso que puedo y busco entre los cajones de la mesilla algo con lo que defenderme. No hallo nada de utilidad hasta que doy con un pequeño abrecartas que me regaló mi padre y que tenía por ahí perdido. El filo no está afilado y la hoja no es más grande que la palma de mi mano, pero entre la semioscuridad puede parecer un arma mortal. Cuando lo tengo en mi mano tengo una falsa sensación de seguridad que me anima a acercarme a la puerta que comunica con el salón y no abro de golpe. Cuelo mi mano a través de la apertura y enciendo la luz del salón. Una vez todo iluminado me asomo al exterior, cuchillo por delante, para inspeccionar la zona.

Todo parece tranquilo, todo parece seguro, salvo porque pueden sorprenderme en cualquier momento. Lo primero que hago es quedarme al menos cinco minutos observando en completo silencio toda la habitación. Si alguien va a sorprenderme, le aburriré esperando. Si alguien está escondido, le daré tiempo para que haga un leve ruido, un pequeño quejido, para delatarse. Nada. No oigo nada en absoluto pero no consigo calmar mi estado de nervios. Podría estar escondido en la cocina, o en el cuarto de baño. La idea se me hace aterradora y una vez estoy en medio del salón me asomo a la cocina, pero en el camino piso algo que me hace dar un sobresalto. Algo que se vence por mi peso. Una pastilla. Blanca, redonda, perfectamente aplastada bajo mi pie. Miro alrededor y hay otras similares. El bote, volcado sobre la mesa ha dejado caer las pastillas de su interior. Este ha sido el sonido, pero no se ha podido caer por las buenas. La mesa está levemente desplazada, si me fijo bien. No está en paralelo con el sofá. Alguien ha tropezado con ella. Esa evidencia me sume en una desesperación aterradora. En ella encuentro el valor de abalanzarme a la cocina y posteriormente al baño sin encontrar a nadie, sin más evidencias. Suficiente para mí para correr hacia la puerta y cerrar casi desesperado, temblando por el pánico, todos los cerrojos. Me asfixio en mi propio pánico y me asomo a la mirilla. No hay nada, ni siquiera luz en el portal. Nada. Con sumo cuidado me desplazo a la ventana y me asomo al exterior. No veo a nadie, no hay nadie en la calle.

Me siento violado, me siento tan terriblemente acobardado que caigo en el sofá, abrecartas en mano, mientras observo las pastillas caídas por el suelo. Ha estado aquí. Puedo sentirlo. Es incoherente y del todo incierto, pero yo lo sé. Ha estado aquí. Aun puedo sentir ese miedo de su presencia pululando por todo el salón. ¿Qué alternativas me quedan? Llamar a la policía sería inútil. No tengo más que unas pastillas por el suelo para refutar mi idea, pero ante la sospecha de que estoy sobre medicado y dado que se me puede achacar un estrés post traumático, no me tomarían en serio. Me tomarían declaración, archivarían la causa y no iría a más. Sin embargo la idea de que la policía esté en mi casa por un tiempo me haría sentir mucho más seguro. Repentinamente caigo en la posibilidad de que todo haya sido una alucinación. Tal vez yo mismo tropecé con la mesilla antes de irme a dormir, y el sonido se repitiese en mi inconsciente hasta despertarme de madrugada. Son las cinco menos veinte de la mañana. Ya no pienso dormir. No quiero dormir por más tiempo en mi vida.

 

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*El diazepam es un fármaco derivado de la 1,4—benzodiazepina que actúa como modulador alostérico positivo de los receptores GABAA con propiedades ansiolíticas, miorrelajantes, anticonvulsivantes y sedantes. El diazepam se utiliza para tratar estados de ansiedad y está considerada como la benzodiazepina más efectiva para el tratamiento de espasmos musculares. Es una de las benzodiazepinas más frecuentemente administradas tanto a pacientes ambulatorios como ingresados. A este fármaco también se le conoce con el nombre de Valium.

*El efecto Doppler, llamado así por el físico austriaco Christian Andreas Doppler, es el cambio de frecuencia aparente de una onda producido por el movimiento relativo de la fuente respecto a su observador.

 


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