UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 70
CAPÍTULO 70 – SANGRE Y LÁGRIMAS
Llegamos a las caballerizas empapados a causa de la lluvia y embarrados hasta las rodillas. François incluso tenía arena y barro hasta los codos, por haber estado vertiendo parte de la arena en el foso. Al contrario de lo que esperaba sentía las mejillas ardiendo y las manos sudorosas, en contraposición del frío cortante que soplaba a aquellas horas. Manuela por el contrario temblaba y se bajó del caballo aterida de frío. Todo el bajo de su falda estaba sucio y húmedo, igual que sus hombros y sus mangas. Sostuve las riendas de su caballo y señalé con el mentón la puerta oculta de las caballerizas. Despedimos al mozo que se había levantado al oírnos entrar y mandé arriba a Manuela.
—Adelántate tú. Ve encendiendo el fuego y preparándome el baño y la ropa de dormir. Cámbiate tú también, estas helada de frío.
Con un asentimiento desapareció por el pasadizo y François y yo encerramos a los caballos después de quitarles las sillas y de limpiarles un poco el barro que les había salpicado las patas. Era de madrugada, muy entrada aún la noche, pero me sentía frenética y nerviosa. No podría dormir en días después de lo que había pasado, pero una parte de mí se sintió en paz y en calma. Sinceramente temía que la venganza no me satisficiera, o que me dejase en un pozo aún más hondo del que me encontraba, pero una parte de mí se apaciguó, es cierto. Y eso me supo bien. Temía una profunda culpabilidad, pero no había sido así, no del todo. Sabía que no había forma de eliminar a todos los culpables, pero aquello era más que suficiente.
François también se mostraba de mejor ánimo, puede que por verme a mí algo más sosegada. También él había disfrutado cortando de raíz los tentáculos que el rey usaba en la capital para obrar a placer. Sentía una profunda pena por él, por haberle arrastrado conmigo a esa venganza. Pero lo habría hecho igual, sin él.
Cuando nos colamos por el pasadizo me sentí mucho más en calma. Aquellos laberintos eran un refugio que nos inspiraba paz y seguridad. Nos guiamos con una pequeña lamparita que habíamos dejado preparada y entre el frío y la humedad nos deslizamos un par de pisos arriba hasta mi gabinete.
—Os acompaño adentro. —Dijo François, mientras subíamos el último tramo de escaleras. Iba detrás de mí, haciendo un sutil ruido al caminar por culpa de la funda de su espada. Había pequeños charcos que se habían formado por la humedad y chapoteábamos al pisar sobre ellos, la luz de la lamparita rebotaba en todos ellos, conduciéndonos hasta el interior del palacio.
Cuando alcancé el tirador de la puerta de mi gabinete lo abrí con sigilo. Manuela había dejado el tapiz suelto para que resbalase al entrar yo, pero descubrirla a ella, aún sin cambiar, de pie en medio del gabinete, mirando en mi dirección con una expresión de espanto, me hizo congelarme en el acto. Su mirada era de horror y susto, no por mí, sino en forma de aviso. Estaba lívida y rígida como un muerto, y su mano estaba cerca del bolsillo de su falda, donde yo sabía que escondía un puñal.
François no necesitó más que ver mi expresión para echar mano al pomo de su espada, y me habría apartado y había cruzado el umbral primero si yo no me hubiese adelantado.
—Mi señora. —Murmuró Manuela, a modo de aviso. Aquello era un tono frío, pero conmovedor. Casi de súplica.
Al abrir por completo la puerta y apartar el tapiz, descubrí al rey, allí de pie, plantado, mirando a Manuela. Me daba la espalda, pero por un sutil ademan de su rostro advertí que nos había oído y no necesitaba volverse para conocernos. Su figura allí quieta, en medio de aquella oscuridad me hizo estremecer. Si hubiera aparecido la misma muerte, no me había aterrorizado más. Incluso la presencia de mi padre podría haberme supuesto un gran alivio en comparación. Temblé de pies a cabeza, y luché conmigo misma para que aquello no se reflejase en mi faz, pero seguramente fue imposible. Crucé el umbral y me adentré en el dormitorio. François me siguió, y eso fue seguramente lo que más sorprendió al rey, que se volvió completamente en nuestra dirección al descubrirlo a él.
—Manuela, ve dentro del dormitorio… —Inquirí, con voz seria, pero ella no se movió un solo ápice. Estaba al fondo del gabinete, detrás de un sofá. Parecía aterrorizada, como si el rey la hubiera increpado, pero se mantuvo más firme y serena de lo que yo habría estado en su situación. El rey la había sorprendido al cruzar ella el pasadizo. Nos había estado esperando. Eso era lo verdaderamente aterrador.
Al principio pensé en dirigirle palabras dulces, pues podía haber estado preocupado por nuestra ausencia. Pero ese no fue nada más que un breve pensamiento. Viendo el estado de Manuela y la forma en que me atravesaba con sus ojos negros, supe que no se merecía buenas palabras.
—¿Qué haces aquí? —Pregunté, aunque eso también podía preguntarlo él, viendo nuestro estado—. No se te ha perdido nada en mi gabinete, y menos a estas horas de la noche.
—¿Es un mal momento? —Preguntó. Entrelazó sus manos detrás de su espalda, mostrando una actitud desentendida y nos miró a los tres. Un general no habría pasado revista con tanta animadversión—. Parece que habéis estado muy ocupada. No parece una mala hora sin embrago para salir de caza.
Advertí que François aún cargaba sobre su hombro la ballesta y el carcaj. Yo tragué en seco, pero el general no se movió un ápice. Parecía congelado a mi lado.
—Algunos animales son más nocturnos que otros. —Dije, a lo que él esbozó una sonrisa sincera.
—Igual que vos.
Intenté destensar mis músculos paseando y en un acto de mostrarme natural, me quité el cinto junto con la espada y la apoyé sobre una mesa. Él me siguió atentamente con la mirada, sin perderme de vista. El silencio era atronador, pero temía más a sus palabras que a su quietud.
—¿Veníais buscándome? —Pregunté, mientras volvía el rostro hacia ninguna parte—. Manuela, enciende el fuego. Hace frío.
Pero ella no se movió. No le quitó los ojos de encima al rey.
—Sí, venía a veros. ¿No estoy en mi derecho?
—Por supuesto. Y aquí me tenéis. —Miré a Manuela—. Enciende el fuego. Maldita sea. —Como ella no reaccionara, miré al rey con el ceño fruncido—. ¿Se puede saber que le habéis dicho a mi doncella, que le habéis robado el alma?
El rey rió y François a unos pasos de él se tensó y me miró, con ojos temblorosos.
—Solo le he preguntado por vos. —Ambos miramos a Manuela, y después volvimos a encontrarnos en una expresión de incredulidad—. He venido a veros, como no estabais, me he preocupado.
—Dejad el cuento. —Murmuré, con los dientes apretados—. Me irrita oíros jugar a ese juego. No lo soporto. —Solté la lamparita sobre la misma mesa en que había apoyado la espada y me dirigí a él, que se mantuvo allí erguido, a contra luz de la ventana, de la que emanaba una oscuridad tremenda.
—He venido para ahorraros el trabajo de mi búsqueda.
—¿Qué? –Pregunté, frunciendo el ceño.
—¿Acaso no soy yo el siguiente? —Su sonrisa, y su expresión de completa confianza me desarmaron—. Sé lo que habéis estado haciendo. No os habéis molestado demasiado en ocultar vuestros pasos. Puede que frente al pueblo o a vuestros seguidores os mostréis como una reina doliente, pero os habéis estado escapando para acabar con los que tuvieron algo que ver con la muerte de vuestro querido consejero.
No contesté. En ningún momento pretendí ocultárselo, pero sí negárselo si me lo preguntaba. Pero que me encarase me dejó helada.
—¿Me estáis dejando para el final?
Aquello me sacó media sonrisa, esbocé una mueca con la comisura del labio y le di la espalda.
—No seáis cínico. No voy a mataros. —Aquello no era ninguna sorpresa.
De sobra sabría que yo no me atrevería a matar a un rey, por nada del mundo. No estaba tan demente como para comenzar una guerra a esa escala. Y lo sabía, sino, no se habría atrevido a aparecer en mi gabinete, aparentemente solo y desarmado. No era un suicida.
—Sois el rey, y prometí ante Dios ser vuestra esposa, y cuidar de este país lo mejor que pudiese. Incluso si sé lo que habéis hecho, y desearía veros muerto… —Me mordí la lengua—. No lo haría.
—Lo sabéis. —Dijo, el, mirando al suelo unos instantes. Pero cuando recobró el ánimo, su mirada era gélida—. Me habéis traicionado, y habéis dejado vuestra imagen en entredicho.
—Tenéis un alma fría. —Murmuré—. No es mi imagen la que os preocupa, sino la vuestra.
—No lo dudéis. —Afirmó—. En verdad me habéis tenido engañado. Todo ese jueguecito del poema, el camafeo, vuestro pudor y vuestra devoción religiosa. Os habéis construido una verdadera máscara, mejor que la de aquí nuestro amigo. —Señalo a François—. Y os confieso que hasta llegué a creérmela, por un momento.
—Todos tenemos un verdadero rostro que ocultamos. —Dije, frunciendo el ceño—. Vos mismo, os habéis hecho pasar por el niño de mamá que prefiere no meterse en asuntos de estado, pero sois igual de frío y calculador que vuestra madre. Si verdaderamente le hubierais puesto interés a gobernar, podríais haber sido rival de mi país.
—De donde no deberíais haber salido. —Espetó, apretando los dientes. Verdaderamente me hizo reír aquello y eso le hizo enfurecer—. Las cosas habrían ido mejor.
—No os creáis esa falacia. El conde de Armagnac os habría arruinado, y vuestra madre se habría hundido con vos en este palacio. —Me mordí los labios y después suspiré—. Y tampoco os creáis esa mentira de que os he estado ocultando mi verdadero rostro. Jamás lo he pretendido. Es más, desde el primer momento he querido se vuestra compañera, vuestra igual. Os he aconsejado siempre que lo habéis necesitado, pero vos habéis estado tan sumido en vuestra propia inmovilidad que no veíais mis consejos más que como ínfulas de poder. He hecho lo que he podido, siempre, incluso a expensas de vuestros errores.
—¿Y vos nos habéis cometido errores?
—Claro que sí. —Advertí, pero él sonrió, transmitiéndome en qué error concreto que estaba pensando. Yo le aparté la mirada, temiendo ruborizarme, pero después, arrepentida, le volví a enfrentar. No tenía derecho a exigirme nada. Mucho menos fidelidad. Había matado a todos los que habían tenido algo que ver con la muerte de conde, y quise que supiera que estaba dispuesta a matarlo a él, si la cosa se ponía ralamente fea. Él me devolvió la mirada con ira y recelo, igual que un gato a punto de atacar. Yo fruncí los labios. Dios santo, si me mandaba apresar…
Meneé la cabeza y me deshice de esas ideas.
—Sois una puta. —Dijo, en su punto más incontrolable—. Este jueguecito con el que os habéis estado entreteniendo estos días lo doy por terminado, antes de que se monte un escándalo nacional. —Y señalándome con un dedo me miró, fulminándome con ojos de pura maldad—. A partir de ahora vas a regirte a lo que eres, una esposa. La guerra ha terminado y del resto ya nos encargaremos los demás. Te quedarás aquí, en tus estancias, por el bien de todos, sobre todo por el tuyo.
Aquello me heló la sangre, tenía potestad para hacerlo pero yo me erguí todo lo alta que era y le miré con recelo. Chasqué la lengua.
—Que te lo has creído. Ni tú ni tu madre tenéis potestad para decirme lo que hacer. Mucho menos para encerrarme. —Dando por zanjada la conversación me volví hacia Manuela, que se interponía entre nosotros y los dormitorios y comencé a desabrocharme el jubón—. Haz el favor de calentar agua y prepararme un baño, Manuela.
Avancé hacia ella, que no perdía de vista al rey. Y cuando alcé la mirada ella gritó. Gritó con un grito corto y lleno de susto. Se cubrió la boca con ambas manos y dio tal respingo que me estremeció. Sus ojos se desorbitaron y palideció hasta el extremo.
Al volverme yo también palidecí. François y el rey se habían acercado. Estaban pegados. El brazo del general rodeaba el torso del rey y este se aferraba con una mano temblorosa a la manga del jubón del rubio. Entre ambos, brillaba el pomo del un puñal. El general lo empuñaba, con unos guantes de cuero oscuros que comenzaron a brillar con reflejos rojizos. Se me iba el alma al contemplarlo. Yo misma quise gritar pero no me salió la voz del susto. Estaba paralizada, con los pies pegados al suelo como si llevase zapatos de plomo.
La máscara dorada brillaba con fulgor, y sus ojos vacíos miraban al rey, que palidecía por momentos. La lividez comenzaba a devorar su rostro y la expresión de susto daba paso a la de dolor y pánico. Se estremeció y se contrajo, mirando el pomo dorado de aquel puñal que le atravesaba. Su aliento se escapaba y cuando François quiso alejarse, el agarre del rey se lo impidió por un momento. Pero retorcer el cuchillo fue suficiente para que Enrique se soltase y el general diese un paso atrás, sacando el puñal del su vientre, con la hoja cubierta de sangre. De la herida manó un líquido rojizo con más abundancia de la que me hubiera imaginado. Y ante el susto, el rey llevó allí sus dos manos, apretándose como si pudiese hacer algo por refrenar la velocidad a la que la muerte se lo estaba llevando. Se desplomó sobre el suelo cuando las fuerzas le abandonaron
Avancé con pasos trémulos y vacilantes, pero un impulso me llevó a su lado antes de poder pensar en nada más. Apliqué mis manos sobre las suyas allí donde se había producido la herida y sentí su respiración entrecortada y su temblor. Mis manos quedaron cubiertas de sangre en unos segundos, pero el puñal aún estaba ahí, suspendido en el aire, aferrado a la mano de François. Le miré con súplica en los ojos, con un grito naciendo en mi boca.
—¡Pero qué has hecho! —Dije, con los dientes apretados y las manos sobre las de Enrique.
Aquello le despertó de su rabia, y de su celo. Advertí como en su mirada se desvanecía la rabia y el pánico comenzaba a invadirle. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho soltó el puñal como si se le resbalase de las manos y retrocedió un par de pasos. La herida era mortal y el rey no tardaría en morir.
—Yo… yo… —Murmuró al principio, saliendo del susto—. Lo he hecho por mi hermana…
—Oh, Dios santo. —Murmuré, apartándole la mirada y ocultando mi rostro de él. Al rey se le agolpaba la sangre en la boca y su ceño se fruncía por la rabia y el dolor. Por el miedo. Tanto era que me agarró las manos con fuerza, temiendo perder más el sentido que la sangre.
Cuando reuní el valor de enfrentarlo, me dirigí a François, en el tono más apremiante que pude.
—¡Vete! Vete… fuera. ¡Huye! —Señalé el pasadizo con el mentón—. ¡Si te das prisa, no te darán alcance!
Lo que más temía es que su orgullo no le permitirse huir de aquello. Me lo imaginaba enfrentando lo sucedido, conduciéndose voluntariamente al cadalso. Dios santo, no soportaría aquello. Pero reaccionó como esperaba y cuando le apremié, despertó del pasmo. Recogió el puñal, y volvió a guardárselo. También se llevó consigo la ballesta y el carcaj y rodeando el cuerpo caído, se condujo al pasadizo. Sé que se le agolpaban las palabras y que hubiera deseado decir algo antes de marchar. Pero su última mirada me lo dijo todo. Me miró, con un la mano en la puerta. Se volvió, y con un último suspiro, desapareció por aquella oscuridad.
—Aguanta. —Murmuré hacia el rey, que me miraba con ojos espantados—. ¡Manuela, ve a pedir ayuda, corre!
Ella salió corriendo por la puerta pidiendo auxilio y sus voces se oyeron por todo el palacio.
Temblé tanto como él, y apreté con toda mi fuerza sus manos sobre su vientre. Las lágrimas se me salaron solas y el pánico comenzó a inundarme a mí también.
—Esto no era lo que yo quería… —Murmuraba, más que para calmarle, por justificarme, por redimirme—. Ha sido culpa mía… lo siento… yo…
—Shh… —Chistó, con gran esfuerzo y su mano se dirigió por mi antebrazo hasta mi codo y me acercó a él con las pocas fuerzas que le quedaron.
Palidecía por momentos y la vida le abandonaba. Mis dedos se entrelazaron con los suyos y apoyé su cabeza en mi regazo para erguirle y que no se atragantase con su sangre. No importaba. Hacia grandes esfuerzo por no convulsionar. Pero al final, todo quedó en calma. La sangre que le abandonaba era más lenta y su cuerpo comenzó a enfriarse. La quietud me sorprendió y cuando ya no estuvo, di rienda suelta a las lágrimas. Dios sabe que lloré por ambos, por su muerte y por mi vida, la que me esperaría sin él. Lloré por Juan, que al fin había obtenido justicia completa. Y lloré por mi padre, al que había deshonrado con tamaña empresa.
Su sangre aun estaba caliente en mis manos cuando llegaron a auxiliarnos. Pero ya no había ayuda posible. Todos lo supieron al entrar. Estábamos bañados en un lago de sangre oscura y densa, con mis lágrimas resbalado por las mejillas del rey.
Al ver la puerta del pasadizo abierta, muchos de los guardias intuyeron que por ahí había escapado el asesino y una docena se adentraron allí para perseguirlo. Manuela no fue misericordiosa, confesó quién había sido el magnicida y todo el palacio despertó por el escándalo. Las campanas sonaron en toda las iglesias de parís. Moría un rey, y moría su dinastía completa, en mis manos y por mi culpa.
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