UNA REINA ANÓNIMA - Epílogo (FIN)
EPÍLOGO (FIN)
He escrito estas palabras ya a una avanzada edad en la que lo que me sobra es tiempo, a pesar de que a mí se me agota. Los años han pasado mucho más lentos de lo que yo habría deseado y he tenido espacio para pensar y rememorar aquel funesto año de mi existencia. Hace muchos años que la culpabilidad ha dado paso a la resignación y el duelo a la añoranza. Extraño a mi querida Manuela que murió hace tres años, y aún recuerdo ciertos ademanes y expresiones que Juan solía usar. Y los recuerdo con cariño, y con culpa. Dos fieles amigos que me siguieron hasta los infiernos, como Dante a Virgilio, pero donde no hubo un regreso de aquellos círculos de fuego y hielo.
Para cuando el sol salió, París entero ya sabía que su rey había muerto. Me recluyeron en mi dormitorio, con soldados de palacio custodiando mi puerta. Quisieron hacerme creer que era por mi seguridad, por si François regresaba, pero el recelo de sus miradas me indicaba que era por tenerme a mí cautiva, temerosos de que yo también me fugase.
Para cuando la reina madre se presentó en mi dormitorio ya lo sabía todo. La vi entrar por el espejo de mi tocador y no me volví para saludarla. Era como una figura trémula y enlutada que aparecía allí como un espectro. Me miró a través del reflejo, yo aún tenía la sangre de su hijo en las manos y eso pareció convencerla de todos sus temores. Sabía lo del asesinato de Juan, y de todas mis andanzas durante aquellas últimas noches. Sabía que habíamos matado al cochero, y a las tres prostitutas en el palacio de verano. Sabía que la explosión de la taberna era causa nuestra. Y aún buscaban a dos soldados de la guardia que habían desapareció con la excusa de un falos traslado. No pude evitar recordar la primera audiencia que tuve con ella a solas. Su frialdad y su quietud. Ahora era todo un manojo de nervios que intentaba contener detrás de una regia expresión de duelo.
—Has matado a mi hijo. —Murmuró, con los dientes apretados. Yo la fulminé con la mirada pero ella estaba cubierta con un velo. Yo aún temblaba por lo sucedido.
—No he sido yo. —Intenté corregirla, pero ella estalló.
—¡Tus maquinaciones! ¡Tus manipulaciones! Eso lo han matado.
Como a eso no tuve valor de contestar, bajé el rostro y me escondí de su mirada. Sentía como me ardían los ojos y la cabeza me estallaría. Estaba acabada, y ella venía a encargarse de que lo supiera.
—Ya hemos mandado aviso a España. Aquí no pintas nada. —Contuve un gemido—. Volverás en una semana. Mientras tanto, te quedarás aquí encerrada. Por tu seguridad, y por la de todos los demás.
Palidecí, pero sabía que era la única opción. De quedarme, sería mi muerte.
Una semana después, con todos los enseres que me correspondían en arcones y baúles, y ataviada con un hipócrita traje de luto, salíamos de los jardines de palacio yo y mis damas, junto con Rodrigo, mi capellán y el resto de mis ayudantes que vinieron conmigo un año atrás, en los mismos carruajes que nos trajeron. Me despedí del palacio con un breve pensamiento mientras se alejaba a través de la ventanilla del carro. Sentí una punzada de dolor a darme cuenta de que allí dentro no quedaba nada que me correspondiera ni que fuera a echar en falta. Detrás de mí dejaba un marido muerto, un hijo abortado, un trono desocupado, y probablemente una guerra dinástica por el poder. Intenté consolarme pensando que tal vez sin mi presencia, Dios hubiera dispuesto el mismo resultado, pero aquello era demediado egoísta, incluso para mí.
El viaje de regreso fue silencioso y terriblemente denso. Tenía la cabeza embotada, por todos los últimos acontecimientos y aunque mis damas siguieron siendo serviciales y atentas, todas estaban temerosas por el futuro que nos esperaba de regreso en España. Yo intentaba animarlas con cordiales palabras pero sabían que no estaba de mi mano nuestro destino. Cuando cruzamos la frontera y la guardia francesa nos puso en manos de la española, el recibimiento no pudo ser más frío. El condestable de castilla estaba allí para recibirme con crueles reproches, pero al contrario de lo que imaginaba, se pasó el resto del camino en silencio sepulcral. Aquello fue incluso peor, porque comprendía que su decepción conmigo alzaban límites incluso fuera de su sentido. Quería preguntarle por la reacción de mi padre, para ir prevenida, pero me contuve, aferrada a mi orgullo, creyendo que nada de lo que mi padre pudiera decirme podía hacer justicia con lo que yo misma sentía.
Cuando llegamos al alcázar mi madrastra Anna me recogió en sus brazos, en un arranque de compasión y consuelo, dándome su pésame por la muerte de mi esposo. Yo me mordí el interior de los carrillos, conteniéndome. No sabía si llorar o apartarla de mí.
Subí hasta el despacho de mi padre. Manuela se quedó fuera, aguardando mi regreso y yo entré, acompañada de un ayuda de cámara que me presentó. Le mandé afuera con una mirada y mi padre alzó el rostro cuando el ayuda de cámara se hubo marchado. Confronté a mi padre con todo el valor que me quedaba y advertí que su decepción no era tanta como su enfado o su intranquilidad.
—¿Se puede saber qué ha ocurrido? —Preguntó, de forma retórica, porque no tenía intención de oír ninguna clase de explicación. Ya habría recibido las noticias suficientes como para hacerse una idea—. ¿Es qué has perdido los papeles?
—Yo no he matado al rey. —Dije, pero eso pareció darle igual.
—¿Crees que soy tonto? —Golpeó la mesa con su palma abierta, intentando derribar todas mis barreas—. Que su general haya perdido los papeles y lo hay apuñalado puedo creérmelo, pero que no supieseis que iba a ocurrir, o incluso que no le halláis instigado a ello… eso no puedo creérmelo.
—Creed lo que creáis. Era un hombre débil, tenía a todo su alrededor en contra. No creáis que no intenté advertírselo…
—No puedo creerme que a estas alturas aún estéis intentando justificar lo que ha ocurrido, hija mía. —Negó, abatido—. Acusaba al rey de haber mandando envenenar a su hermana. Pero no fue el rey, ¿verdad que no?
Yo alcé los ojos y le enfrenté. Era inútil negarlo. Él habría hecho lo mismo que yo hice. No tenía autoridad para reprochármelo.
—Se te ha ido de las manos. —Negó de nuevo—. Te ha venido grande el puesto.
—¿El de reina? He conseguido terminar en meses una guerra de años…
—El de esposa.
Aquello me hizo enmudecer. Me mordí el labio inferior conteniendo las ganas de darme media vuelta y marcharme.
—Esto es una gran mancha para nuestro país, y para nuestra familia. Sabedlo, hija, y haceos cargo de las consecuencias. Yo no te he mandado allí para que mataras al rey, sino para que ayudases a su familia a perdurar en la historia con sangre nuestra.
—Me has mandado para mucho más que eso.
—Tal vez he puesto demasiado sobre tus hombros. —Dijo, en tono culpable, casi razonable.
—¿No me digáis que ahora os arrepentís de haber mandado matar al duque de Borgol? —Aquello le hizo levantar la mirada y con tono de sorpresa sonrió, como si le hubiesen pillado infraganti. Suspiré, y miré hacia la puerta donde Manuela me esperaba—. Bien, pues ya estoy de vuelta. La cosa no ha salido como esperabais, pero al menos tenéis la paz en el norte y el inglés se ha quedado un tiempo fuera de juego. Decidme, ¿qué planes habéis hecho ahora para mí? Seguro que os ha dado tiempo a pensar en otro posible candidato para mí…
Me sorprendió su risa. Se echó a reír y se relajó en su asiento. Me miró con expresión incrédula.
—¿De verdad crees que alguien estaría tan loco como para desposarse contigo, después de todo?
Intenté emular su sonrisa, pero solo llegué a formar una extraña mueca con mis labios.
—No me hagáis creer que ya no soy una pieza valiosa en vuestro ajedrez…
—Habéis matado al rey. La partida se acabó. Estás acabada.
—Está bien. —Asentí y suspiré—. Entonces las cosas vuelven a ser como antes. ¿Supongo? Me quedaré contigo, sustituyéndoos en el gobierno cuando…
—Ha pasado un año muy largo desde entonces. —Volvió a interrumpirme, con aire calmo y sincero—. Anna ha progresado en las labores de regente, y vuestro hermano pequeño ya tiene un instructor que le está enseñando las obligaciones de un buen monarca.
Aquello sí me dejó helada. Me estaba abandonado a mi suerte. No me quería en su juego y tampoco a su lado. Me consideraba menos que una loca, en la que no se podía confiar y para la que no había esperanza.
Uní mis manos al frente y comencé a arañarme las yemas de los dedos en un brote de ansiedad mal disimulada.
—¿Qué estáis tratando de decirme? ¿Ya no contareis conmigo en el gobierno…?
—Eso es exactamente lo que vengo a decirte. Hija mía, —cambió su tono, a uno un poco más dulce—, ya has cumplido con tu cometido, ya está bien. No te pediré nada más.
—Pero… pero yo quiero seguir en el gobierno. Sabéis que tengo la mente fría, que os puedo servir como negociadora. Mandadme a alguna de las colonias como embajadora o gobernadora, yo…
Negó con el rostro, solemne. Mi súplica se detuvo. Ya era suficiente. Enmudecí y me solté las manos.
—¿Entonces? ¿Qué disponéis para mí?
De entre el montón de papeles en que se hallaba sepultado extrajo una carta. Me la extendió. Era la aceptación para una plaza en el convento de las descalzas, a las afueras de la capital. No necesité leer más que el encabezado para advertir sus intenciones y yo temblé por unos segundos, pero sus palabras me reconfortaron.
—Vivirás allí. Tendrás unos lujos moderados, pero no tendrás que vestir el hábito si no quieres, aunque te obligarán a permanecer de luto por tres años, asistir a misa todos los días y solo podrás ayudarte de una dama de compañía. No podrás salir. Y solo una visita cada tres meses.
Arrugué el papel en mi mano y sentí como se quebraba bajo mi agarre. Contuve las lágrimas porque otros destinos peores podrían haberme deparado, aunque en ese momento no se me ocurriera ninguno.
Asentí, aceptando aquello.
—Podéis trasladaros cuando deseéis. A vuestra madre le encantaría que os quedarais al menos unos días, para disfrutar de vuestra compañía. Eso lo dejo a vuestra elección. Pero estaréis estrictamente vigilada.
—Si quisiera… —Murmuré, pero no terminé aquella amenaza de fuga. Él bien sabía que si lo deseaba, podía escapar, pero permanecer en el exilio era mucho más complicado.
Me dirigí a la puerta y antes de cruzarla, me volví, esperando hallar en su mirada algo de desconsuelo o arrepentimiento, pero estaba de nuevo enfrascado en sus papeles.
—Vestiré luto, el resto de mi vida.
—¿Por vuestro esposo? —Preguntó él, alzando la mirada casi con sorpresa, pero al encontrar mis ojos, se llenó de decepción—. Es lo único que saco bueno de todo esto. Ese infame hombre ha encontrado lo que ha buscado toda la vida. Es un alivio no tenerlo de regreso.
Ante aquello, y por no mostrarle mi dolor, salí de su despacho y me reuní con Manuela en el pasillo. Ella me siguió unos pasos hasta que nos detuvimos y sacié su curiosidad, extendiéndole la carta con la que mi padre me anunciaba mi destino. Ella la leyó y esbozó media sonrisa de consuelo.
—Peor podría ser, alteza. Al menos disfrutaréis de los suficientes lujos como para tener una vida confortable.
Yo agarré su muñeca y ella se sobresaltó. Enfrentó mis ojos con ardor.
—Os libero. De esta miserable misión que ha sido acompañarme durante años. Aún dispongo de la autoridad suficiente como para concederos un buen dinero y unas rentas donde deseéis. No tenéis que seguir padeciendo los sustos y desvelos con los que yo cargo.
—Es muy noble por vuestra parte, mi señora. —Meneó el papel en su mano—. Pero aquí dice que necesitaréis una dama de compañía, y no quisiera perderme como sacáis de quicio a la madre superiora de las descalzas. Dicen que es una puritana. Habréis de ponerla a prueba.
Me abrecé a ella con fuerza. Sentir su apoyo era una luz en medio de una oscuridad perpetua. Un respiro en pleno ahogo. Ella me devolvió el abrazo, tan sorprendida que se le escapaba la risa por entre los labios. Su olor, la suavidad de su cabello. Su tacto en mi espalda. La culpabilidad de volverla a arrastrar conmigo al infierno.
—Si alguna vez os arrepentís, siempre sois libre de decírmelo y partir.
♛
Durante aquella semana que permanecí en palacio pasé el tiempo que pude con mis hermanos y mi madrastra. No recibí de ellos ningún tipo de reproches o quejas. Se portaron con consideración, creyendo que mis años en el convento eran castigo suficiente. Mi hermana se moría por saber todas las curiosidades posibles de Francia, y mi hermano presumía constantemente de todo lo que su mentor le había enseñado. Mi madrastra me ayudó a trasladarme, ella misma había elegido el convento, y la madre superiora era conocida suya. Por ese convento ya habían pasado la hermana mayor de mi padre, antes de fallecer, y una tía de él, cuando quedó viuda. Yo llegaba allí como un alma al que redimir. Y solo Dios sabe si alguna vez me retracté o arrepentí de mis actos.
Incluso enclaustrada, los primeros meses seguía llegándome correspondencia, hasta que pude cerrar todos los asuntos que me habían quedado pendientes en Francia.
Lo primero que recibí fue una carta del nuevo Comandante General de los ejércitos, avisándome de que se había dado con François intentando cruzar la frontera a Italia. Aquello me llenó de tristeza durante días. Apenas comí y por primera vez sentí que alguien necesitaba una confesión. Le escribí, sabiendo que aún pasarían semanas hasta que el juicio se llevase a término. Le habían condenado a pena capital, y no podía dejar de culparme por ello.
Querido amigo, os escribo llena de pesar por
la noticia que acabo de saber.
Recuerdo con viveza el día que os conocí. Atisbé
a un individuo enmascarado al fondo de una mesa y desde entonces no he
conseguido quitarme vuestro recuerdo de mi mente. La poca esperanza que teníais
puesta sobre mí, vuestro gran pesar por vuestro padre, y el gran valor que le
habéis echado a esta dura guerra. Pero para mí queda vuestra entrega y vuestra
confianza. Y todo lo que habéis hecho por mí, casi a ciegas. Y es que os he
conducido como a un muchacho por un laberinto de rosas. Y al final del
laberinto os habéis encontrado con una fiera a la que habéis derrotado. Pero no
era ninguna fiera. Yo era el hado que os ha llevado a la perdición.
Debo confesarme, porque mi conciencia me
obliga, y porque tal vez mis palabras puedan daros una escapatoria, o puede que
un consuelo. Si alguien es culpable de la muerte de vuestra hermana, únicamente
yo soy la responsable. Quisiera justificarme en mi posición para no permitir
que otra mujer diese a luz a un hijo del rey, y mucho menos antes que yo, quitándole
la posición de primogénito a mi hijo, pero también hubo miedo y envidia. Mandé envenenarla.
Los intermediaros y los recursos supongo que no habréis de echarle imaginación
para advertir quiénes y cómo han sido. Pero eso ya carece de importancia.
Sentí la muerte de vuestra hermana
únicamente porque era ser querido de vos, y nada más. No fue buena conmigo, y
vos sabíais que estaba en la posición que se encontraba como medio de darle a vuestro
padre un lugar más cerca del trono de lo que hubiera conseguido con buenos
actos y justicia.
Pero creedme si os digo que Dios mismo ya
tomó parte en ello, haciéndome perder a mi hijo de la misma forma, y casi me
lleva consigo, pero en un último momento me dejó de nuevo en la tierra para que
cargase con el peso de mi conciencia de por vida.
Habéis sido un buen amigo, y no hallo
palabras ni de consuelo ni de súplica para que podáis perdonarme, así que no lo
hagáis. Me dolería más creer que tenéis un sincero perdón para mí que vuestra
eterna enemistad. Eso significaría que tenis un corazón mucho más bondadoso del
que yo jamás habría sospechado.
Rezo por vos cada día desde que os vi por última
vez. Y ahora, rezaré cada día a partir de hoy porque os liberen, o al menos para
que vuestra alma la contenga Dios con candor y alivio.
Vuestra amiga, doña Isabel de H.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando dos semanas después llegó una respuesta. La superiora me la entregó con amarga expresión en el rostro, desmereciendo mi correspondencia.
Amiga mía, si aún consideráis que me puedo
tomar esta libertad.
Incluso compartiendo destino y encierro,
singo sin sentirme digno de poderos considerar una amiga. Puede que aún me dure
aquel primer resentimiento y desconfianza del primer momento que tan dulcemente
me habéis hecho rememorar con vuestra misiva. Vos no lo sabéis, pero incluso
lleno de orgullo y recelo, me moría por suplicaros que pusierais fin a la guerra,
me hubiera arrodillado, si me hubierais prometido que daríais la vida por
defendernos. Y lo cumplisteis, incluso con mi reticencia. Incluso con mi
familia en contra. Incluso con un rey desinteresado y una reina madre ausente.
Supe que vos habíais matado a mi hermana. Lo
sospeché desde el primer momento, por eso acusé
a vuestro esposo, confiando en que me lo confesaseis, o que al menos
defendieses a capa y a espada a vuestro rey, pero os mantuvisteis casi
aliviada, de saber que mis sospechas no se acercaban a vos. Lo supe, porque
¿qué otra persona hubiera tenido motivos para hacerlo? El rey se habría sentido
por lo menos confiado, teniendo en la recámara a un sustituto, en caso de que
vos no le hubierais podido dar herederos. Pero creedme si os digo que no os
guardo rencor por ello. Os lo guardé por un tiempo, pero ya no. He tenido
tiempo suficiente como para asumirlo y saber que mi hermana estaba en una
posición delicada. Perdonároslo, no puedo. Pero tampoco puedo guardarnos
rencor.
Si maté al rey fue porque él no hizo nada
por proteger a mi hermana, ni mientras estuvo bajo su cuidado, ni cuando la
despreció de su lado. Fue porque dejó a mi padre hacer y deshacer, mientras
destrozaba el país. Fue porque lo he odiado por cómo era, por lo que era.
Porque jamás me tuvo por amigo, solo por un mero espía de mi padre, por un
hombre más de su entorno que se aprovechaba de él. Por como os trató a vos, y
por todas sus muecas de desinterés cuando le suplicaba que tomase castas en el
asunto de la guerra, porque morían mis hombres, y porque moría yo con ellos.
Lo maté porque cuando regresé hace tres años
de la batalla de **, embozado en vendas, con mi piel arrancada de mi rostro y
mi alma destrozada por las pérdidas, tuvo el coraje de nombrarme capitán
general y devolverme a ese infierno siempre que le venía en gana, para
presenciar una y otra vez lo horrores que hay en el frente. Lo maté, porque ojalá
él hubiera vivido un solo día en la guerra. Solo un día. Si se vertía la sangre
de Francia, su sangre debía correr también.
Así que os libero de todo remordimiento. No
tenéis nada que ver en la muerte del rey, y tampoco creáis que ocupáis una parte
en mis malos pensamientos. Tengo sufrientes como para que vos no tengáis
espacio ahí.
Cuando me encontraron estaba punto de cruzar
la frontera, pero incluso yo me sorprendo, cuando os confieso que siento cierto
alivio. No me emocionaba la idea de huir toda la vida y vivir en perpetua
angustia. Es muy liberador confesar, alteza, tanto como saber que en unos días
hallaré la muerte. Ya la ansiaba, desde hacía mucho tiempo. Me quitaré la máscara,
y miraré al pueblo de París, al que he entregado mi vida, mi cuerpo y mi alma,
y les pediré perdón.
Tengo la esperanza de que vengan mejores
hombres, más capaces y menos ambiciosos, aunque, ¿cuándo ha habido hombres así?
A esos se los manda a la guerra, se los cubre con una sotana o se les encierra
en conventos. ¿No es cierto? Estas son mis últimas palabras para usted, alteza.
Mi reina. Sabed que muero en paz. Rezad por mí, y recordadme de vez en cuando,
pero no de mi orgullo y mi recelo. Sino en mi devoción, y en mi consuelo. Dios
sabe que para vos solo tengo buenos pensamientos.
Si mis soldados hubieran tenido la mitad de
vuestra inteligencia, y un cuarto de vuestro valor, los ingleses no habrían
pisado una sola legua de tierra francesa.
Hasta siempre, alteza. Un amigo os espera en
cielo para cuando tengáis a bien dejar este mundo, que espero sea dentro de
muchos, muchos años.
François de Armagnac, Ex comandante General
de los ejércitos Franceses.
Dos semanas después, recibí una segunda y última carta del nuevo Capital General contándome los hechos, más para ponerme al día y cerrar este episodio de mi vida que a modo de remover mi conciencia: el domingo siguiente a que me escribiese esa carta fue jugado, ahorcado y enterrado su cuerpo en un panteón familiar. Mientras que la reina madre había querido que se le desmembrase y se le decapitase, como se debía hacer a un magnicida, el nuevo capitán general, así como varios subcomandantes y generales testificaron a su favor y pidieron misericordia por todos sus años como comandante en la guerra contra los ingleses. Muchos otros nobles, amigos de él, se sumaron a esa súplica, y al final los jueces cedieron a favor de ellos. La muerte fue rápida y misericordiosa. Y su cuerpo no fue mutilado y expuesto a posteriori, sino enterrado con los honores que se merecía como participante de la guerra. Al contrario de lo que el redactor de esta misiva pensaba, se sorprendió al contemplar como el pueblo de París estaba dividido en cuanto a la actuación que presentaban. Algunos alababan al condenado, otros lo insultaban por su actuación. Confesaba estar también dividido. Pero habían servido bajos las órdenes de François, y afirmaba hallarse conmovido por su muerte, mucho más que por la del rey.
Esa fue la única correspondencia que recibí los primeros meses de mi encierro, pero pasado un año, llegó a mí una carta que al parecer había llegado al alcázar pero que mi padre había retenido, más por curiosidad que por deber. Y cuando llegó a mis manos, estaba abierta, y alguien había manipulado el contenido. Me figuré en un primer momento que habría sido la madre abadesa, pero cuando advertí el contenido, estaba segura de que habría sido mi padre, temeroso de que las palabras allí escritas aumentasen de alguna forma mi condena.
El nuevo duque de Gasconia me escribía, más a título personal que como investigador en la muerte de su padre.
Doña Isabel de H.
Estaba a punto de mandaros toda una remesa
de nuevas pistas para la búsqueda de los asesinos de mi hermanastro cuando me
llegó la noticia de la muerte de su alteza el rey Enrique. Debería mostrarme
con las condolencias adecuadas para tal ocasión, pero vos ya no sois mi reina
al tiempo en que escribo esta carta y me temo mucho que estáis muy lejos de
merecer ningún tipo de trato noble.
Sin embrago me inclino a escribiros para
haceros saber que aunque detendré por un tiempo mis investigaciones, respetando
el duelo y temiendo los tiempos que se avecinan en este reino, no cejaré en la
búsqueda de la verdad. Hay rumores que hablan de que uno de los miembros de mi
familia optará al trono, pues somos la rama más cercana a la V*. Dios sabe que
no tengo ningún tipo de aspiraciones, pero parece que el destino tiene
preparado para mi familia grandes empresas. Solo espero que no me toque a mí
esta labor, no tengo el carácter como para lidiar con intrigas y guerras. Mucho
menos con ingleses.
Se ha establecido un gobierno provisional,
en lo que encuentran un sustituto que tome el control del reino. Os
entristecerá saber que la reina madre ha vuelto a su desgastado puesto de
regente, y ha devuelto a su lugar como consejero al restituido conde de Armagnac,
el padre de vuestro amigo François. La guerra con los ingleses, dada vuestra
ausencia y la debilidad que el gobierno enfrenta, es cosa sabida. No respetarán
los pactos, no habrá nadie que los haga respetar. Es cuestión de tiempo que
ante la ineptitud de estos nuevos gobernantes la guerra se restituya, o aún peor, decidan entregar parte del territorio francés
a los ingleses para aplacar sus ansias de venganza. ¿Habrá servido para algo
todo este año de desvelos y pérdidas? El dinero… la sangre… ¿Habrá servido para
algo todo vuestro esfuerzo? Solo Dios lo sabe. Tal vez vos nunca hubierais
debido salir de vuestra tierra, y este país está condenado a agachar la cabeza
durante unos cuantos años más.
Como dudo que la reina madre tenga a bien
atender mis peticiones de audiencia, tendré que buscar el medio de hacerle
llegar las conclusiones de mis investigaciones, aunque imagino que ya da igual.
¿Verdad? Pero si vos me lo pedís, y en vuestra situación se os permite, os enviaré
todos mis informes conforme me los vayáis reclamando.
Un cordial saludo
Louis de V*-S*. Duque de Gasconia.
No pude evitar esbozar una sonrisa ante aquellas palabras. Atisbé a ver a un joven demandando atención incluso fuera de su país, allá donde se recluye a una traidora a la que empiezan a olvidar. Me apresuré a escribir una constatación en cuanto tuve pluma y papel a mano.
Querido duque de Gasconia:
No sabéis la ilusión que me ha hecho recibir
una carta vuestra, y mirad que es extraño. Cuando siempre intenté evitar
vuestra presencia en palacio, ahora unas palabras incluso si son vuestras, son
todo un consuelo. A veces puedo llegar a pensar que en Francia ya nadie
recuerda mi nombre, y por lo que veo, el nuevo gobierno procurará sepultarlo
hasta que me convierta en una reina anónima.
Me entristecen vuestras noticias, pero a
veces ni si quiera la voluntad de una reina es capaz de cambiar el destino que
Dios nos ha asignado. Unos hombrees caen y otros se levantan, pero espero que
todos hayamos aprendido una gran lección de todo esto, sea cual sea.
No deseo leer vuestros informes, aunque me
apena que hayas invertido tanto tiempo y esfuerzo en una caza tan estéril. Os
seré sincera, ahora que ya nada puede sucederme: os doy mi palabra de princesa
de España de que los tres hombres que mataron a vuestro hermano, ya están
muertos. Uno de ellos murió en mis brazos, los otros dos, por mi causa. Así que
os garantizo que vuestra venganza se ha cumplido, y la deuda ha sido saldada. Pero
también os prometo que yo no deseaba la muerte de vuestro hermano, aunque muy a
mi pesar, puede que haya perdido toda credibilidad. Aún así tenéis que saberlo,
lamento mucho vuestra pérdida.
Pero si deseáis continuar con vuestra labor,
y deseáis acusarme formalmente de asesinato, no os detendré. No hay nada que os
lo impida. Pero tened piedad, ya me encuentro en el peor de los castigos.
Espero que esta carta os llegue sin
dificultad y a tiempo. Yo ya no tengo correspondencia privada y tampoco un servicio
de correo urgente.
Un cordial saludo. Doña Isabel de H, princesa
de España.
En menos de un mes, obtuve su respuesta.
Doña, Isabel de H:
Parece que ha pasado una eternidad desde que
os escribí, y recibir vuestra respuesta me ha puesto de muy buen humor. Y es
que las cosas por aquí se han complicado bastante. El gobierno provisional anda
como pez fuera del agua, y el pueblo de París ha salido a las calles ya en dos
ocasiones, formando terribles altercados cerca del palacio a casusa de vuestra
partida. Desde que el conde de Armagnac ha regresado al gobierno han dejado de
llegar las ayudas económicas a las familias que pidieron un subsidio, y los
soldados que han regresado del frente este último mes no lo han cobrado aun. La
gota que ha colmado la paciencia del pueblo ha sido el anuncio de que se
reanudaban las obras del ala oeste del palacio, tal como la reina madre deseaba
desde hace años.
He pasado estos dos últimos meses en la
corte, a la espera de que la reina madre quiera darme audiencia, y he vivido de
cerca todo esto, con el corazón encogido y el vello erizado. Y ahora puedo
decir que os comprendo un poco más que antes. Haber conseguido enderezar las
vergas de este barco que amenaza con zozobrar hasta volverse del revés, es toda
una proeza. Yo también habría enloquecido.
Mi investigación…
Acudiré ahora a ver a la Reina madre, acaban
de concederme audiencia con ella.
[…]
Si piensan que me voy a quedar aquí para participar
de que este navío se hunda, es que son unos ingenuos. He redactado todo el papeleo
para rechazar mi título como duque, y se lo he entregado a la reina madre. Como
no ha tenido tiempo de pensarlo demasiado tiempo, ya ha sido trasladado a un
primo de mi padre, un humilde hidalgo que se estaba medio muriendo de hambre en
sus pobres territorios del este. Será un buen títere para que hagan de él el
perfecto pelele. Creo que han aceptado tan rápido mi negativa, porque no tenían
ganas de lidiar conmigo, sabiendo que no me conformo con excusas baratas.
Volveré a la administración, aunque no
planeo ejercer muchos años más. He encontrado a una joven agraciada con la que
quiero casarme y formar una familia. Tal vez nos mudemos a Flandes, dicen que
allí los comerciantes están haciendo buenas ganancias y tengo ganas de viajar y
de conocer mundo. Tal vez si las cosas salen bien y dentro de muchos años me
paso por España, pueda ir a veros, incluso si estáis recluida. No creo que a nadie
le haga mal reencontrarse con un viejo conocido.
Os escribo estas últimas palabras desde mi
casa en Gasconia. No hace falta que me contestéis, y mucho menos que os sintáis
obligada a hacerlo. Siento que mis
palabras vayan a ser tan desalentadoras, y mis noticias tan tristes, pero creo
que era justo que supierais cómo ha quedado todo después de vuestra partida.
Tal vez haya sido lo mejor, este sitio os hubiera consumido, como les está
consumiendo a todos. Nuevos tiempos vendrán, alteza, cuando toda esta rancia
casta se muera, y nuevos hombres gobiernen. Quiera Dios que mejores. No se
sabe.
Me casaré a finales de verano. Mi prometida
os envía buenos deseos. Y yo también.
Hasta siempre, Isabel.
Loui de V.S.
Al contrario de lo que él deseaba, nunca volvimos a vernos. Nunca supe por qué. Imagino que su vida fue tan atareada y divertida que no tuvo tiempo para pasarse a visitar a una antigua reina que se moría oculta en un convento del campo de Madrid. Pero algunas veces imaginaba que se había presentado en la capital y que ni mi padre ni la abadesa le habían dejado acceder, lo que me entristecía hasta extremos que no creía posible remover de nuevo.
♛
La última noticia política que tuve del exterior llegó en una carta, previamente abierta y revisada, del conde de Bucking, que me había escrito a título personal. A sabiendas de que el asunto lo había tratado deliberadamente con mi padre, no podía evitar escribirme un par de líneas, burlándose de mi estado, y maldiciéndome, por todas mis actuaciones.
Doña Isabel, es un gusto ya no volver a llamaros
alteza.
Me engatusasteis bien, lo reconozco. A mí y
a mi rey. ¿Barcos españoles? Malditos seáis vos y vuestra sangre, que de españoles
no había uno solo en aquellos barcos. No os imagináis nuestra sorpresa cuando
atracamos en las cosas de nuestra isla para descubrir que un grupo de piratas
han robado tres barcos españoles y se han hecho a la mar hasta llegar a esas cosas
a matar, robar y conquistar. Nadie se dio cuenta del engaño hasta que los pocos
supervivientes de sus masacres informaron, ya demasiado tarde, de que esos
barcos no estaban tripulados por españoles, sino por piratas otomanos.
Es solo cuestión de tiempo que volvamos a
reunir los apoyos y el capital para contraatacar contra Francia, y con vuestra
ausencia, el gobierno trabajará a nuestro favor hasta que nos devuelvan todo el
terreno conquistado. Nuestro pacto se trabó en base a amenazas y coacciones y desde
hoy lo damos por anulado.
Habéis jugado bien, pero habéis perdido. Os
ha perdido vuestra imprudencia, nada más. Si os hubierais mantenido un tiempo
más en ese traje de mojigata devota, tal vez nos hubieras terminado por
convencer a todos.
Aunque tal vez hayáis hecho justo lo que
vuestro padre esperaba de vos. Con Francia en crisis, con los Países de los Lagos
de nuevo bajo su control y con una dinastía entera decapitada, habéis ayudado a
vuestro padre a asentarse aún más en su trono. ¿Lo habéis pensado? Seguro que
sí, pero asumirlo es demasiado, ¿verdad?
Dios nos pone a cada uno en su lugar,
recordarlo alteza. Tal vez os halláis ceñido demasiado el disfraz de santurrona
y ahora habéis acabado en un convento. ¡Cómo es la vida!
Pobre española, que se ha quedado abandonada
en un convento, sin nadie que la pueda visitar.
Cuando masacremos a los franceses, os
recordaré, Isabel.
Más que enfurecerme, sus palabras me resultaron entretenidas. Para entonces ya había abandonada las ganas de seguir pensando en Francia y en todo lo que allí quedaba. Su odio alentó mi risa, y nada más.
Aunque al contrario de lo que él suponía, sí venían a visitarme. Con frecuencia, con toda la que me estaba permitida, sobre todo mi hermana y mi hermano. Y mi madrastra a veces. Me traían regalos que solía despreciar, como joyas o cuadros. Pero sí aceptaba las botellitas de licor, los juegos de mesa o los pastelitos que con los que me obsequiaban, incluso a veces a costa de tener que dar parte de ello a la madre superiora. Sus visitas eran breves pero muy dulces, y las practicaban como una obligación más, igual que ir a misa, o acudir al médico, con devoción y responsabilidad. Lo que a veces me desconsolaba. Porque yo acudía a ellas con la misma fuerza y desgana.
Mis antiguas damas, Ana, Marisa y Amanda seguían sirviendo en palacio pero en sus días libres se escapaban y acudían a verme a través de las rejas que rodeaban parte del huerto del convento. Lo tenían prohibido y a veces la madre superiora me reprendía durante horas, pero yo no podía dejar de asistir a su encuentro. Nos abrazábamos a través de los barrotes y me entregaban cartas donde me contaban todo lo que no les daba tiempo a relatarme. Me besan las manos, me traían libros y flores. Cuánto las extrañaba. Sus visitas, como las de los demás, se fueron prolongando en el tiempo hasta que desaparecieron. Unas se casaron, otras se trasladaron, y todos tenían obligaciones que cumplir, antes que atender las penas de una olvidada reina.
El primero que comenzó a faltar a mis vistas fue mi hermano, que atendiendo a sus labores de heredero, ocupaba todo su día en palacio, a la vera de mi padre. El único que no vino a verme en todo ese tiempo, fue mi padre. Pero también fue el primero en morir.
Quince años después de mi encierro falleció. Y esa fue la primera y última vez que pude salir del convento. Acudimos Manuela y yo enlutadas al monasterio del Escorial donde se celebró su funeral. Mi hermana se había casado, y ya no habitaba en España, pero vino al entierro de mi padre. Mi hermano había crecido una barbaridad, ahora era un jovencito capaz, el nuevo rey de España. Había familiares y viejos amigos, y aunque yo era una paria, no pude evitar sentir que la mayoría de miradas recaían en mí a menudo, como un ente al que se prefería no haber invitado. El condestable de castilla no me dirigió la palabra más que para un escueto pésame, y el nuevo valido, el consejero de mi hermano, no me quitó la mirada de encima, mostrándose como una amenaza frente a mi autoridad sobre el nuevo rey. Pero no le sostuve el enfrentamiento. Si deseaba hacerse con el control del reino a costa de manipular a mi hermano, yo no intervendría. No tenía fuerza ni ganas.
Cuando terminaron las misas por mi padre yo me dirigí por entre los pasillos en busca de la salida trasera que me procurase el camino más discreto para volver al convento, cuando un hombre me sorprendió corriendo a mi encuentro. Me llamó, pero no reconocí su voz hasta que no lo tuve rodeándome en un cálido abrazo. Era Rodrigo. Me abracé a él con fuerza y cuando nos separamos lo vi irreconocible. Seguía teniendo una edad cercana a la mía, pero yo también habría envejecido.
—Mi reina, alteza… Isabel… —Tartamudeó mientras me sostenía con sus manos. Yo sonreí, y al verle, se me agolparon todos los recuerdos de su señor. De todo el tiempo que habíamos pasado juntos.
—¿Por qué no habéis podido venir a verme…?
—Me han expulsado de la corte, cumplo condena de aislamiento en la casa de mi señora, la condesa de Villahermosa. Ha tenido a bien, por la memoria de su hermano, acogerme en su casa todo este tiempo. Soy su sirviente, y su secretario.
—Es una buena señora a la que servir. —Advertí a lo que él asintió.
—Ella intercedió por mí delante del rey para que no me condenasen a muerte, o a galeras.
Esa fue la última vez que lo vi, al pobre. A veces recibía correspondencia de su hermana donde ella colaba misivas de Rodrigo para hacérmelas llegar.
Desde que mi padre muriera me alejé de todos los temas políticos del país, y de todo el resto del mundo. Con mi padre vivo parecía que algo me conectaba aún con el exterior, pero cuando él falleció, nada había fuera que me interesase y todo pasaba de manos. Nuevos hombres habían venido a gobernar, era mejor dejarles hacer.
Algunos días de verano, sobre todo cuando ese aroma a flores y calor entraba a media noche por las ventanas de nuestro dormitorio, Manuela me preguntaba si no deseaba a veces escaparme. Aún éramos fuertes y rápidas. Teníamos la energía para saltar el muro del jardín y correr durante leguas hasta que nos alcanzasen. Pero… ¿y después? Sin ayuda externa, sin nadie que nos prestase unos caballos, algo de ropa y una posada donde dormir, no tendríamos ninguna oportunidad.
—Si Juan estuviera aún vivo, podría habernos sacado de aquí el primer mes… —Dije yo, pensando en él como tantas veces solía hacer—. Sin decírselo, un día se presentaría con un par de caballos, una muda nueva y nos llevaría a Holanda, o a Austria.
—A Italia. —Dijo ella—. Le gustaba Italia.
—No nos alcanzarían. No volverían a encontrarnos…
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Manuela no heredó nada a la muerte de Juan, el contrato matrimonial no lo contempló. Además, ella era considerada una traidora a la patria cumpliendo un servicio de penitencia al trabajar para mí, así que cualquier bien que hubiera caído en sus manos, habría pasado directamente a la corona. Yo también perdí la mayor parte de mis posesiones. Mis joyas, mis obras de arte, toda mi fortuna personal, un par de palacetes que tenía en Madrid, varios conventos que había fundado en Toledo y Ávila… mi hermana recibió parte al ingresar en el convento, pero al casarse, pasaron a su marido. Pagué con joyas a las damas que me sirvieron fielmente en París, para costear sus dotes, regalé mis libros a mi hermano, que estoy segura que jamás ojeó. Mis vestidos para mi hermana y mi madrastra, mis cuadros, para mi padre, quien me había inculcado su amor por el arte. Ahora adornaban los pasillos y habitaciones del Escorial y el Alcázar.
Viví más de lo que hubiera deseado, lo reconozco. Los años se me han hecho largos y tediosos. Ya han pasado por el convento tres madres superioras desde que ingresé. De mi hermano, que apenas gobernó un par de décadas, el trono pasó a su hijo, otro Felipe más para la historia. No asistí a su coronación, y jamás le he podido poner un rostro, pero tendría los labios inconfundibles de mi padre, y la vacía mirada de su última esposa. Hace años que no me llegan noticias políticas ni nada de lo que ocurre fuera, por mucho que yo pregunte. La clausura no solo debe ser física, también mental. Y ha llegado un punto en que hemos creado nuestra propia vida aquí dentro, alejadas de los cambios que se producen en el exterior.
Manuela me ha dejado hace tres años. Su salud había emporado desde que hubo cumplido los sesenta, y aunque le insistí en varias ocasiones para que viviese sus últimos años en libertad, ella ya no veía fuera de estos muros nada que fuese a recibirla. No había nadie al otro lado para nosotras, también yo lo contemplaba así. Falleció en invierto, tras una fiebres de las que no se recuperó. A pesar de que me agradeció haberle concedido un lugar a mi lado donde resguardarse de la justicia, yo no pude evitar sentirme culpable por todo el tiempo que la tuve bajo mi mando. Tal vez hubiera podido hacer algo más por ella, tal vez liberarla antes, buscarle un camino seguro para el exilio. Pero a estas alturas ya no importa.
Escribo estas últimas líneas con la mano temblorosa y a oscuras, iluminándome con una temblorosa vela que siempre amenaza con apagarse. No estoy enferma, pero sé que no me quedan muchos años de vida, con el paso de los años uno se da cuenta cuando el ocaso se aproxima. Y aún si viviese diez años más, para mí ya no hay nada más que desee experimentar, o aprender. Dios ha sido misericordioso conmigo y me ha concedido el tiempo que necesitaba para reflexionar y poder dejar por escrito toda esta memoria.
Como advertí al inicio, solo el altísimo sabe quiénes son aquellos a los que he hecho mención. Solo Dios sabe en qué países he gobernado y cuál es mi verdadero nombre. Porque aunque todas las personas que han aparecido en este texto ya están muertas a día de hoy, no quiero ensuciar la memoria de sus hijos y sus nietos, y mucho menos tentar a la suerte cuando vuelva a verlos en el cielo. Tal vez en unas décadas nadie recuerde mi nombre, y puede que cuando alguien consiga este manuscrito y se pregunte a quién perteneció, no halle registros en ningún lado, porque la historia ha decidido borrarme de sus textos.
Para ti, que lees mis últimas palabras escritas en vida, deseo que hayas podido aprender algo de mis vivencias, y que hayas podido sentir el amor y el dolor que yo misma padecí. Ten piedad de aquellos que se han mostrado tan irreverentes y crueles, pero sobre todo de mí, que pudiendo gobernar sobre la tierra y los mares, me creí por encima de Dios y la realidad me golpeó con dureza, enfrentándome a mis propios defectos y errores.
Es por todo esto que, aún habiéndome presentado como Isabel, firmaré este relato como…
Una reina anónima.
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