UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 69
CAPÍTULO 69 – SEXO Y ARENA
En el carro se iba calentito, les habían proporcionado incluso una manta para las tres. Afuera el frío y el viento golean los lomos del carro y estremece a las tres muchachas que se aferran a la manta y se ríen entre ellas, dándose ánimos para la noche que les avecina. El joven que las ha contratado está sentado delante de ellas, con los ojos oscuros, el cabello rizado y los dientes mellados, sonriéndolas con cierta picardía. Una maldad propia de los muchachos que han pasado más tiempo en la calle que en sus hogares. Cuando la luna se cuela a través de las rendijas de las ventanas sus pecas sobresalen por encima de sus rasgos y la mirada se torna más felina. Ellas se ríen de él, cuchichean y se dan pequeños toques con las manos debajo de las mantas, burlándose de él. Son mayores que él, y saben que él no les ha pagado para sí mismo, sino para su señor. Pero el joven parece terriblemente complacido solo con verlas allí, por lo que eso las hace reír, destapándose y volviéndose a cubrir con la manta.
—Tal vez en un par de años, si tu señor te da un par de moneditas, podamos divertirnos juntos…
Esas palabras no surten efecto en el joven, sin embrago ante las risas que ellas sueltan, él esboza una sonrisa amplia de dientes afilados.
—¿Queda mucho? Ya es muy tarde… —Pregunta una de ellas, inclinándose hacia la ventana y descorriendo levemente la cortina que cubre el paisaje. Un bosque denso y oscuro. El cochero las está llevando por un camino desierto y frío pero a ellas nos les importa. A peores lugares y por peores señores han sido contratadas. O eso piensan. Cuando vuelve a correr la cortina se une de nuevo al juego de risas y miradas.
—Me gusta este chico. —Dice una de ellas, suficientemente alto como para que el joven delante de ellas, lo haya oído.
—¿En qué piensas…?
Entonces estallan de nuevo las risas. Puede que estén un poco borrachas.
—¿Quién es tu señor? ¿Es un hombre atractivo? —Pregunta una de ellas. Su cliente es nuevo, y no saben nada de él, pero el muchacho es conocido de la señora que lleva el prostíbulo, y ellas se han dejado llevar. Le ha pagado a la alcahueta una buena suma por las muchachas. Más de lo que valen sus vidas.
—Lo es. —Dice él, asintiendo, y desviando la mirada como si pensase en algo—. Muy atractivo.
—¿Es joven?
—Mediana edad. —Advierte él y ellas asienten, y se miran entre ellas, aún más divertidas.
—¿A qué se dedica? ¿Trabaja para el rey?
—Sí, trabaja en palacio. Es ministro.
—¡Oh! –Exclaman todas a la vez, y se miran, entusiasmadas.
—Vive en palacio, pero tiene una casa a las afueras, por la discreción y esas cosas.
—¡Ah! –Vuelven a repetir.
Una de ellas es una preciosura, de cabello pelirrojo, con perlas en el recogido. Tiene los ojos verdosos y la nariz respingona, pero es mayor, demasiado mayor para considerarse una aprendiz. Las otras dos son morenas, más rellenitas. Con pechos turgentes y que se asoman de vez en cuando por encima de las telas del corpiño. Sus manos van cubiertas de anillos y sus labios rojos y el falso rubor de sus mejillas brillan con ardor bajo la luz lunar.
—Dinos… —Advierte la mayor—. Dinos, muchacho, ¿qué le gusta a tu señor? Ponnos sobre aviso. O danos consejos…
El muchacho parece pensativo, pero se limita a decidir si les dará alguna clase de respuesta o las dejará con la duda, para pinzar aún más sus nervios. Decide sonreírse de nuevo y mirarlas con desprecio. Ellas fruncen el ceño en su dirección y acaban por desistir. No parece un chico hablador, y tampoco parece que le hayan sentado muy bien las bromas a su costa, así que se lo han ganado.
El carruaje desacelera, y una de ellas se asoma a la ventanilla para atisbar el lugar a donde el camino las ha llevado. Es un palacete, muy bien puesto. Elegante y gigantesco. Varias luces en algunas de las ventanas advierten de la presencia de personas en el interior, lo que las deja más tranquilas. El muchacho salta del coche y ayuda a las mujeres a bajar. El sonido del carro ha puesto en aviso a los habitantes y el mayordomo, o quien sea, abre la puerta principal, de la que se extiende una estela de luz sobre las escaleras de entrada.
El mozo del carro las ha acompañado hasta la parte baja de las escaleras pero luego se da media vuelta y se mete en el carro de nuevo. Ellas centran su atención en el muchacho que las invita a pasar. Mayor que el anterior, mayor que ellas, con el cabello castaño y suelto, cayéndole por los hombros. Un bonito traje de noble las sorprende, y pasan a su lado con grandes conteneos que parecen no afectarle lo más mínimo.
—Pasen, señoritas. Mi señor las espera en su gabinete.
—El carro se va… —Advierte una de ellas, la última en entrar.
—Mi señor os proporcionará un carruaje a primera hora de la mañana. –Dice el caballero, mientras con un gesto las invita seguirle.
Lo poco que pueden ver del palacete les agrada. Altos techos, cuadros bonitos, muebles muy elegantes y bien cuidados, aunque se evidencia que el dueño apenas vive ahí. La mayoría de las habitaciones están vacías y a oscuras. Se huele el polvo y la humedad. Atraviesan pasillos y habitaciones hasta que las deja en un extraño gabinete. No hay muebles, y tampoco hay cuadros. Han retirado la mayoría de los objetos que alguna vez hubiera ahí, incluso los tapices y las alfombras. Encuentran tres arcones y un par de mesas vacías. Como las de alguna taberna. Eso les da escalofríos, y se miran entre ellas con el pulso acelerado. Pero les han dicho que se queden ahí, y como no tiene a dónde ir o cómo volver a casa, no se mueven. Varios candelabros y lámparas de aceite están distribuidos por las paredes y las dos mesas, que prácticamente existen ahí para eso.
La puerta por la que ha salido en muchacho vuelve a abrirse, y el sonido de las bisagras las hace dar un respingo. Con paso firme entra un caballero, vestido de negro, con un gran sombrero calado hasta al frente y una larga espada colgando del cinto. La punta de esta rebota en los talones de las botas y emite un tintineo perturbador. Ellas se miran y después miran al hombre que ha entrado. Se sonríen y la mayor tiene intención de tomar la voz cantante en ese intercambio, pero el hombre alza la mirada y las palabras que hubiera podido decir, mueren en su boca.
Está a punto de mirar a sus compañeras para que alguna de ellas tome la voz cantante, pero cuando posa los ojos en la más joven de ellas, se estremece. La muchacha tiene los ojos abiertos como platos, y una expresión de horror en la faz. Está lívida, y temblorosa. Y con una mano se agarra a la camisa de ella, apretando con fuerza, intentando interponerla entre el desconocido y ella. No sabe cómo, pero encuentra el valor para alzar uno de sus dedos y señalar al caballero, a quien parece reconocer.
—¡El conde! ¡El conde de Villahermosa! Esta vivo….
Las tres dan un paso atrás y esas palabras calan tan hondo en ellas que consiguen estremecerse. Tiemblan y se agarran las unas a las otras, en un intento de protegerse, o de esconderse detrás de las demás. Las otras dos ahora pueden reconocerle también. Conocen su traje, las insignias de los botones dorados. Su gorguera de color marfil y el sombrero a la española. En algún momento las tres le han desvestido y son capaces de reconocer las costuras y los bordados. Pero ahora ha regresado, para vengar su muerte.
—¡Perdónanos! —Exclama la más joven, sinceramente arrepentida. Y aún agarrada del brazo de su compañera, se arrodilla y pide misericordia—. Nos dieron mucho dinero. Esa noche os vimos, llevando a un compañero a esa posada. ¡Dios sabe que no teníamos idea de que fuera la reina! ¡Oh, señor, no nos haga nada malo!
—¡Cállate! —Le espeta la pelirroja, tirando de su manga para hacerla callar. Pero la muchacha llora, llena de espanto. La tercera está rígida como un poste—. El conde está muerto. ¡Nos lo dijeron! Estaba muerto. Ayer fue su entierro… ¿Es que no ves que es un disfraz?
Entonces las tres alzan la mirada con ojos renovados y buscan indicios de lo que la mayor dice. El caballero no demora más el juego. Se quita el sombrero y descubre su rostro a la luz de las velas. El horror entonces vuelve, redoblado. Es la reina.
—¡Alteza! —Exclama la mayor. La joven ni si quiera se molesta ya en suplicar. Llora ocultando el rostro en las palmas de su mano, aún arrodillada, y la segunda comienza a sudar, mirando a todas partes con ojos desorbitados—. Alteza… vos no mataríais a tres pobres mujeres…
La mayor intenta negociar, pero se encuentra con un rostro hierático.
—Se os quiere mucho en París, y en toda Francia. Se os conoce por vuestra bondad, y vuestra entrega. Tened misericordia de tres pobres mujeres que solo quieren ganarse la vida, como buenamente pueden…
—Entregadnos a la policía. —Sugiere la muchacha que no ha abierto la boca desde que entraron en el gabinete—. Ellos nos harán escarmentar.
—Ni la picota sería suficiente castigo. —Dice la reina, con voz dulce pero seria. Ellas palidecen, aun más si es posible. En sus ojos se puede apreciar como desaparece la esperanza. Si no van a ser denunciadas…
—Mi señora… os lo suplico. No nos castiguéis por esto. No pensamos que fueran a…
—Era un buen cliente, nunca habríamos…
—¿Esto era una trampa? ¿No hay ningún señor…?
—El muchacho de la entrada… —Advierte una—. ¿No era Rodrigo, el ayudante del conde?
—¡Déjenos marchar! —Pide la mayor—. Ya hemos aprendido la lección.
—Os mataría yo misma, pero eso sería demasiado rápido y misericordioso. —Murmura la reina, llevándose una mano al pomo de la espada, apoyando el peso del brazo en él. Después suspira—. Y lamento mucho no poder disfrutar de ello, pero sabré que os habéis arrepentido de verdad, aunque sea al final.
Con la punta de la vaina de la espada, da dos golpes secos contra el suelo y una puerta al otro lado del gabinete se abre, dejando pasar al comandante general de los ejércitos, con su característica máscara dorada, acompañado de seis hombres, vestidos con sus trajes militares y sus armas en las manos. Son hombres grandes, fuertes, gordos o fornidos. Envueltos en sus botas y sus jubones. Con los ojos desorbitados, llenos de gozo y algarabía. Después de entrar, el capitán cierra la puerta con llave y se acerca a la reina, poniéndose a su lado, a su misma altura, y ambos miraran a las muchachas, con ojos encendidos. Ellas se arremolinan unas contra otras, atemorizadas y horrorizadas. No son ingenuas, saben lo que les esperaba.
—Los peores de entre los peores que he podido encontrar. —Dice el general a la reina, con tono conformista.
—Eso espero. —Murmura ella. Y después, dirigiéndose a los soldados, les anima con el tono de un comandante que alienta a sus tropas a morir en una guerra gloriosa—. Estos últimos tiempos han sido duros, y la guerra os ha dejado amargos recuerdos. Pero peores que los enemigos en el campo de batalla, son los hombres y mujeres que traicionan a los suyos en sus propias casas. La reina os entrega este presente. —Señala a las muchachas con el mentón—. En esos arcones hay cuerdas, mazas, palos, cadenas y cuchillos. Disponed de ellas como gustéis. Si alguna queda viva al amanecer, todos pagareis las consecuencias.
Con aquellas palabras comenzaron los gritos y las súplicas. A la reina no le da tiempo a salir de la estancia para evitar ver como los hombres se abalanzan hacia ellas. Cerraron la puerta con llave. Pero los alaridos y los golpes se escuchan durante toda la noche. Risas y gemidos agónicos. Cualquiera que hubiera estado presente, se habría estremecido hasta el tuétano. Pero la reina no se quedó hasta el amanecer. Tenía un caballo ensillado y Rodrigo ya le esperaba fuera.
—Cuando terminen, ofréceles una bebida. Ana te la preparará. Estará contaminada con adelfa. Se quedarán dormidos como marmotas después del esfuerzo, y ya no se despertarán.
Con esas últimas palabras, la reina monta en el caballo y desaparece de la entrada del palacio, dejando detrás de sí, el escándalo de una agónica tortura.
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Había estado lloviendo todo el día, prácticamente el sol había pasado inadvertido. Grandes nubarrones se habían instalado en el cielo de París, privando de luz a todos los habitantes de la ciudad. La lluvia había sido intermitente, a ratos a penas una neblina, pero hacía unas horas, la lluvia se había convertido en un chubasco, de esos que calan a cualquiera que pase dos minutos en la calle. Los ciudadanos se habían instalado en sus casas, en palacio todo estaba recogido y en silencio. Las chimeneas humeantes, la mayoría de los residentes dormidos. El sonido de la lluvia golpea los cristales y estremece hasta al más valiente, porque los relámpagos se dejan oír a través de los visillos.
—A vayas horas se pone a llover así. —Dice uno de los soldados de palacio, que asoma tímidamente la cabeza por las puertas de las caballerizas. El comandante general ríe, en un tono ligeramente apenado.
—Sí, que mala suerte. Ha sido muy oportuno. —Los dos soldados de palacio giran el rostro hacia él y le devuelven la sonrisa. Apenas se distinguen allí dentro, entre el parpadeo de las antorchas y los animales que sacan de los establos, pero hay un ambiente agradable, a pesar de la mala suerte de que la lluvia es partícipe.
—¿No podemos quedarnos hasta mañana? –Pregunta uno de ellos, el más bajo, de cabello castaño y ojos pequeños. Mira a su general con una expresión de súplica, pero el comandante se limita a encogerse de hombros.
—El rey ha dado ya la orden. Mañana a primera hora debéis estar en vuestros nuevos puestos. Es lo mejor. Cuanto antes os trasladéis, antes estaréis a salvo. —Los dos soldados de palacio cruzan una mirada llena de temor, y al mismo tiempo, insuflándose valentía, le devuelve la mirada al general, que los espera ya sujetando las riendas de su propia montura—. La reina ha comenzado una investigación para averiguar quiénes han sido los que han matado a su consejero. —Susurra—. El rey solo desea poneros a salvo cuanto antes.
Los hombres han metido en sus petates sus uniformes, su documentación, algo de dinero que tienen ahorrado, sus cuatro enseres personales y algo de pan y queso. Se alistan cuanto antes, vistiendo de paisano para intentar camuflarse. Cubren sus cabezas con grandes sombreros y con densas capas tapan sus cuerpos. Se ajustan las botas y suben a sus caballos.
—Os acompañaré hasta el cruce que va al río, y después continuaréis solos. —Dice el general, calándose el sombrero cuando siente las primeras gotas de lluvia caer sobre él, al salir de las caballerizas.
Los soldados están agradecidos de la atenta disposición de su superior, y mucho más con la decisión del rey de ser trasladados a otra ciudad. Son hombres soleteros y jóvenes que no tienen nada que perder y no dejan nada atrás. Su general les ha dado, como compensación, veinte ralaes de oro a cada uno para que puedan vivir cómodamente el primer mes después del traslado. Les han dicho que se irán a una ciudad costera del sur del país, con bonitas playas y mujeres muy hermosas. Pero ninguno de los dos era tan ingenuo como para creérselo a pies juntillas. Eso decían de todos los países y ciudades a los que no se había ido nunca. Buena comida, buen clima… pero lo cierto es que ante aquella noche de tormenta, cualquier cosa era mejor que cruzar el país a caballo de madrugada.
Cuando ya se han internado en el bosque, fuera de la capital, y siguen un oscuro sendero de tierra húmeda, el silencio y la monotonía comienzan a hacerles hablar. El ruido de la lluvia es intermitente, y para acallar el frío y la humedad, los dos soldados hablan entre ellos, animadamente.
—Tenemos un rey muy generoso. Su madre nos habría dejado en palacio. ¡O peor aun! Nos habría delatado y nos había mandado a la orca. —Dice el alto, sin importarle que el general les estuviera oyendo. Lo cierto es que parecía de buen ánimo y no creían que estuviese en desacuerdo con ellos, así que se confían.
—¿De verdad crees que la reina se hubiera vengado? ¿Nos habría denunciado?
—¡Catalina es una desequilibrada! ¿No viste lo que nos mandó hacer con los protestantes hace unos años? Nadie se fía de su palabra…
—No la madre, idiota. La española, la esposa del rey.
—¡Ah! —Después de aquella expresión, viene una reflexión llena de silencio y al cabo de unos segundos, el alto ríe—. Creo que sí. Nos habría mandado al cadalso, seguro. Ya has visto lo que ha dicho el general. Ha emprendido una investigación.
—Pues claro que lo ha hecho. —Dice el más bajo, mirando a su compañero con expresión incrédula—. No esperarás que maten a su consejero y se quede de brazos cruzados ¿No? Incluso si sabe quiénes han sido, o por órdenes de quien… Ya me entiendes… —Hay otro silencio sepulcral, pero después continúa—. Era su amigo, y compatriota, si no encuentra unos culpables a quienes acusar, tal vez se genere un conflicto internacional…
—Era un libertino. Y ella una puta. —Sentencia el otro—. Se acostaron juntos, se lo tiene merecido.
—¿Y tú que sabes? —Pregunta el más bajo, en tono enfadado—. ¿Acaso los viste? ¿Estuviste allí?
—El rey tiene sus medios para entrarse de las cosas. Los vieron entrar en una posada a los dos juntos.
—Yo no sería tan incrédulo.
—Con esa forma de pensar no llegarás muy lejos. —Le advierte, señalándole con un dedo acusador, impartiendo una dura lección de moral—. A buenas horas vienes a cuestionar nada.
—Yo soy fiel al rey. Y si me dan una orden, la acato. Para eso soy un soldado. Pero no está de más preguntarse si el que da las órdenes lo hace movido por la verdad o por otros intereses…
—¿Y qué razón tendría el rey de matar al consejero de la reina, y de tacharla de fulana?
—¿Para desacreditada? Tal vez se haya visto un pelele a su lado después de que ella haya gestionado toda la paz con Inglaterra…
—La verdad es que sí que es un pelele. —Apunta el otro, en tono abatido.
—Tampoco es culpa suya. Fue su hermano a quien educaron para reinar. Aunque la madre tampoco le habría dejado hacerlo de todas maneras.
Ambos alzan la mirada, mirando a su general que iba unos pasos por delante, pero que parece satisfecho con la conversación que escucha, o por lo menos, finge ignorarla.
—¿Crees que ha sido idea del rey o de su madre?
—¿La de matar al conde? —Medita el más alto, haciendo ruiditos mientras piensa—. Si te soy sincero no me importa. Al fin y al cabo, tanto uno como otro podrían…
Queda en silencio ante algo que ha escuchado. Se queda estático en el caballo, pensando que sus oídos le fallan o el sonido de la lluvia le está jugando una mala pasada. Pero cuando su capitán detiene al caballo y saca su espada del cinto los otros dos se ponen en guardia.
—¿Habéis oído eso, capitán? —Pregunta el alto, mirando al frente, observando cómo su capitán alza el mentón y aguza el oído, inquieto. Los soldados también comienzan a mostrarse algo desazonados.
De repente, de entre las sombras de los altos árboles, salta al camino un muchacho. De cabellos ensortijados, caoba, de ojos ocursos y piel pálida. Tiene la ropa empapada y las manos llenas de barro y lodo hasta el codo. Igual que las botas. Cuando el muchacho fija la mirada en los tres hombres a caballo parece tremendamente aliviado y corre hasta ellos, presa de un ataque de histeria.
—¡Señores! ¡Necesito auxilio! Mi hermana pequeña se ha caído en un foso. ¡Rápido, ayúdenme a sacarla de ahí!
El muchacho llega hasta el caballo del capitán y comienza a tirar de las riendas. Sus ojos están bañados en lágrimas y sus labios tiemblan, por el frío o por el llanto. El capitán le tira de las riendas, para que no asuste al animal, pero relaja el brazo de su espada, algo sorprendido.
—¿Cómo has dicho?
—Mi hermana pequeña. Mi familia y yo vivimos en una casa media milla al norte. —Señaló con su mano embarrada un punto indeterminado del paisaje frondoso—. Y mi hermana pequeña había salido a media tarde a recoger castañas, pero cuando empezó a llover no regresó. Mis familia y yo hemos salido a buscarla, y la hemos encontrado en un foso, una oquedad del terreno a unos metros, por ahí. —Esta vez coge el bocado del animal para intentar moverlo, pero el general se deshace del agarre—. Hemos intentado sacarla, pero no podemos. El terreno está húmedo y ella se resbala, es muy pequeña. Por favor, ayúdenos. ¿Tienen cuerdas? Da igual, con un par de manos más será suficiente…
Ante aquello, el general suelta un suspiro y salta de su montura, haciendo que un charco que había en suelo chapotee.
—Vamos, muéstrame donde ha sido… —Dice el general, poniendo una mano sobre el hombro del joven, que se muestra radiante ante la ayuda tan inesperada. Pero uno de los soldados se alarma.
—¡General! No vaya. ¡Es un truco! —Y mirando a su compañero, le alienta a prevenir a su capitán.
—¡Señor, son gitanos! Seguro que detrás de esos árboles hay una decena de hombres armados dispuestos a saquearnos y matarnos.
—¡No soy un gitano! —Exclama el muchacho, ofendido—. Somos labradores. Gente humilde. Y si mi hermana se ahoga en ese agujero esta noche juro… juro… —Pero al muchacho se le quiebra la voz y se agarra del brazo del capital, que aún está de pie a su lado.
—Es un truco, capitán. —Continúa uno de los hombres aún a caballo—. No valla, o se encontrará desplumado en menos de un minuto.
—No llevo dinero ni joyas encima. —Dice.
—Entonces le quitarán la máscara, señor.
—En ese caso que Dios les perdone la vida, porque yo no lo haré —Dice el general y da dos o tres pasos en dirección a la arboleda, pero después se vuelve lleno de rabia—. ¿Esta es la imagen que vais a dar de la guardia de palacio? Como soldados, vais a dejar que vuestro capitán acuda solo a al peligro. ¿Y si es verdad, y una niña necesita ayuda? Cargaréis vosotros en vuestras conciencias con una muerte más…
Mirándose entre ellos, los dos soldados acaban cediendo, más por el orgullo herido que realmente confiados de que aquello no fuera una artimaña de un grupo de salteadores. Se internan en el bosque, y el muchacho toma ventaja en el camino. El general se queda al lado de los soldados y camina a la par que ellos, con la espada desenvainada. Los otros dos no tienen armas, las habían empaquetado con el resto de sus cosas y no las han sacado de su petate.
—Justo nos tiene que pasar esto a nosotros. —Murmura uno de ellos, aquejado de frío.
Cuando llegaron a un claro, tras caminar unos diez minutos, descubren a una mujer arrodillada al lado de un hoyo en el suelo. La mujer está cubierta con un velo gris, y llora amargamente mientras habla con la niña que hay allí dentro. Alza la vista para atisbar al joven que regresa con los soldados y una mirada de esperanza y consuelo la embarga. Se cubre con un pañuelo los ojos y descarga amargas lágrimas. Su marido está a su lado, enfundado en un traje negro, con un gran sombrero sobre la cabeza, desde el que gotea la lluvia que se va acumulando. Apoya una mano sobre el hombro de su esposa, que se convulsionaba a causa del llano y esta extiende la mano hacia la oquedad del terreno, sin poder aferrase a nada.
—Va a ser verdad… —Murmura el más bajo, levantándose el ala del sombrero para ver mejor a aquellos dos que se han quedado allí, cuidando de su hija.
—¡Vamos! ¡Vamos! Aún podemos sacarla. ¡Mamá! —Grita el mozo, llamando a su madre con un aspaviento de sus brazos. Ella aún llora.
—Espero que no hayamos llegado tarde. —Dice el más alto.
—Corred, sacarla de ahí cuanto antes. —Les anima el general, y ambos dos hombres aceleran el paso para adelantarle.
El joven los conduce a través del claro hasta el borde del agujero y cuando llegan allí buscan en la profundidad de aquella densa oscuridad el cuerpo de una muchacha, de una niña herida o empapada. Pero no hallan nada. Solo oscuridad y tierra. Se les hiela la sangre, y aún esperanzados siguen mirando a esa oquedad en busca de algo, algo que les hubiera justificado la carrera y la valentía.
El general se sitúa detrás de ellos, y espada en mano, describe una línea en el aire. Un arco desde el suelo. Corta las pantorrillas de quienes tiene delante y los dos soldados caen, presa del dolor y el miedo hacia las profundidades de ese agujero. Cuando caen, son esclavos del horror. Uno se ha roto la muñeca en un intento de no hundir el rostro en el barro y el otro se tuerce un tobillo, al caer de pie sin fuerza. Comienzan los lamentos, unos gritos y unas voces de pura desesperación. Les cuesta entender lo que sucede hasta que alzan la vista y encuentran el rostro de la reina enmarcado en un sombrero de ala ancha, ataviada con las topas de quienes mataron unas noches antes. Les mira con ojos fríos y oscuros, como un ángel vengativo, la sombra de la muerte que viene a buscarles. Al reconocerla, comprenden lo sucedido y se lamentan y suplican misericordia. Al principio piensan que puede ser un mero escarmiento, pero después sienten la sangre correr por sus tobillos y se espantan. No logran ponerse en pie y por mucho que sus manos arañen la tierra, apenas levantan el cuerpo del suelo.
—¡No podéis matarnos! ¡El rey sabe dónde estamos!
—El rey no sabe nada. —Dice el general, asomándose al borde del abismo. Ellos palidecen, están tan sumamente confusos que aún tiemblan y se debaten en ese agujero de barro y sangre.
—¡Sáquenos, le prometemos que no volveremos…!
—¡Cállate! —Le grita uno a otro—. ¡Va a matarnos! La muy furcia. ¡Te dije que era una puta!
Por un instante el rostro de la reina desaparece del borde del precipicio. Ellos sienten un inmenso alivio pues ha sido como si el rostro de Dios se desvaneciese, y con él la culpa y el miedo. Solo queda el cielo negro que derrama sobre ellos una lluvia de lágrimas. Se miran uno a otro y se plantean qué hacer, cómo salir o a quién suplicar. Para cuando intentan ponerse de nuevo en pie, la reina vuelve a aparece sobre ellos, sujetando una ballesta cargada. Quedan paralizados, completamente petrificados ante la imagen de una flecha que les apunta. El disparo es certero y se clava en el muslo de uno de ellos. El grito resuena por todo el agujero. Ha dado en el hueso, lo siente en cómo el dolor le penetra hasta el nervio más oculto de su mente. El segundo clic de la ballesta al ser nuevamente cargada hace que ambos levanten la vista. De nuevo les apunta y gritan antes de poder sentir aún el dolor. La flecha atraviesa esta vez el hombro del otro soldado.
El primero aun se debate con el dolor, pero el que ha sido atravesado en el hombro es capaz de discernir entre el sufrimiento y el pánico, y alza la mirada para encarar a la reina con ojos llenos de lágrimas. Pero es racional, y comprende en dónde se encuentra. No los matará a flechazos, y tampoco se arriesgará a dejarlos ahogar. No se irán hasta verlos muertos pero no será rápido. Los van a enterrar vivos. Las flechas han sido solo para inutilizarlos. Para aumentar el dolor y la agonía. Para desear que los mate, sin que llegue a suceder nunca.
—¡Perra! ¡Eres una perra! —Grita el primero, y su compañero se espanta.
Suena metal, y suena a madera. Arriba alguien se mueve. Están removiendo arena. La primera palada los sorprende a ambos, llenándoles los ojos y la boca de arena. Se pregunta cuánto tardarán en ahogarse, y si aún hay esperanza de que la reina los perdone. La segunda palada los deja aturdidos. Los pies les desaparecen lo primero, y antes de que se den cuenta, están cubiertos hasta la cintura. Cuando sienten el peso de toda la tierra inmovilizándoles el tronco es cuando ralamente comienza el pánico. Un miedo que jamás han sentido. La impotencia junto con la inmovilidad y el conocimiento que van a morir, de la peor de las maneras. Se remueven, se debaten, pero cuanto más arena hay, más peso sobre ellos y menos consiguen moverse. La arena está húmeda y pastosa, y sienten como el barro se les cuela por la ropa, el frío les cala hasta los huesos. Mastican tierra, lloran barro.
—Cubridlos. —Le dice la reina al mozo que hunde la pala en la arena y al general, que suelta una palada más.
—¡Lo matamos nosotros! —Dice uno de esos que aún está con la cabeza fuera del barro. Lo grita a pleno pulmón, como si se confesase contra Dios. Pero la reina no hace el amago de asomarse. Una confesión no era lo que necesitaba—. Se retorció como una lagartija. Lloró como una muchacha.
La reina alza la mano para detener a quienes lanzan paladas de arena y escucha con atención. Ese respiro parece dar aire y aliento a uno de esos soldados que se retuercen bajo la tierra.
—Era un sodomita, y un putero. ¡Y vos sois una zorra! Arderéis en el infierno como todos los de vuestra calaña.
La reina está tentada de volver a empuñar la ballesta pero eso era lo que el hombre deseaba. Una muerte rápida, una flecha en la frente. Ella se contiene y le deja gritar hasta que su voz se vuelve ronca y las palabras le salen a trompicones. Cuando el hombre solloza, vuelven las paladas de arena. Boquean, buscan aire entre los granos de tierra, pero solo hallan barro y lodo que les llena los pulmones. Se ahogan en ese puñado de tierra húmeda y fría.
Cuando los gritos se apagan y la arena deja de moverse, cubren por completo el hoyo y aplanan la superficie. Nadie habría sabido que bajo aquella arena se hallaban dos hombres que habían encontrado la muerte de una forma tan horrible. Hay unos momentos de silencio, de aquellas cuatro figuras mirando la tierra compactada casi con aire de sepultura.
—¿Unas palabras? —Dice el mozo, mirando a la reina con ojos chispeantes—. ¿O preferís un poema?
La reina le mira con ojos divertidos.
—Guardaos los poemas para otro momento. Me conformo con vuestro silencio.
—Soy una tumba. —Dice el muchacho, llevándose una mano a los labios
La reina sonríe, mientras pasa por encima de aquella tumba con paso firme, dando por acabado aquel suplicio.
Volvieron al camino cuando estaba a punto de clarear el cielo. La reina se montó en un caballo, su dama en de compañía en otro, y el general en el tercero. El mozo los acompañó a pie hasta la capital y allí se despidieron.
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