UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 68

CAPÍTULO 68 – FUEGO Y CORREAS

 

La noche era fría, y el sonido del viento se cuela con un espeluznante murmullo a través de los resquicios de las ventanas y por debajo de las puertas de aquella silenciosa taberna. Una lluvia intermitente hacía que de vez en cuando las gotas golpeasen contra los cristales y el tejado, llenando la estancia de un rumor agradable. Era ya de madrugada y parís dormía. Las mesas estaban vacías y limpias, y las sillas se habían dado la vuelta y descansaban sobre sus propias mesas. Alguien pretendía limpiar el suelo, pero se había quedado a medias. Aún había barro, serrín y algún licor vertido cerca de la barra. Las botellas descansaban en una quietud anormal sobre la barra y los estantes de madera.

Unos pasos se acercan, y llegan hasta la puerta, donde se detienen, algo titubeantes. Se oye cómo se limpian los bajos de las botas en la entrada, unos murmullos y unos escalofríos.

—Brrr… Vaya lluvia más asquerosa. —Murmura una de las voces. Es masculina y ronca. Y está molesta, algo irritada, por la lluvia o porque lo han tenido que sacar de la cama.

—Con suerte la tabernera está despierta —Anima el segundo caballero que precede al anterior, en tono conciliador—. Y nos pondrá algo de beber… —Pero sus palabras se quedan en el aire al comprobar la oscuridad y la quietud del interior de la taberna.

Han entrado en el momento justo para no percibir una sombra negra escabullirse por la puerta trasera del local. La oscuridad es tal, y el silencio es tan evidente, que apenas pueden creerse a dónde han ido a parar.

—¿Seguro que era esta noche? —Pregunta el hombre de la voz ronca, echando mano a la espalda que le cuelga del cinto de su uniforme de soldado de palacio. Mira a su compañero y este tiene la certeza escrita en el rostro. Asiente mientras mira alrededor, completamente conforme.

—Claro que sí.

—¿Y en este sitio?

—Que sí. Aquí era.

Les sigue un silencio sepulcral, solo roto por el sonido de la lluvia cayendo con fuerza contra los cristales y el ulular del viento. Por suerte hay una luna casi llena que les permite distinguir el entorno con relativa facilidad. El más joven se quita el sombrero y lo deja colgado de la pata de una de las sillas que penden de las mesas. Suelta un suspiro y se pasa las manos enguantadas por el uniforme, deshaciéndose de las gotas de lluvia. Su compañero, de voz rasgada, posa sus manos en las caderas, y mira alrededor, disgustado.

—Tal vez no haya llegado aún. —Dice el hombre que se había deshecho de lo sombrero, intentando influir a su compañero algo de ánimo y paciencia.

—Tal vez…

—El general Armagnac parecía ocupado, tal vez se le haya echado el tiempo encima. Aguardemos unos minutos.

—¿Qué te dijo exactamente?

—Que el rey deseaba recompensarnos por nuestra información sobre la puta de la reina, y que quedábamos aquí para darnos unos cuantos ducados de oro.

—¿Por qué no nos los ha dado en palacio?

—¡¿Y si alguno de los servidores de la reina lo viera?! ¿Es que no piensas en las cosas, compañero?

Como única respuesta recibe un gruñido y el mayor, aún con las manos en los costados, se da la vuelta para mirar hacia la puerta. El joven parece dispuesto a ponerse cómodo así que vuelve del derecho una de las sillas y rodea la barra, en busca de alguna botella de vino.

—Deja eso, muchacho. Si los dueños bajan y te ven con las manos en la masa, se nos caerá el pelo.

—Los dueños también están en el ajo. ¿O acaso no sabes que aquí fue donde se vio por primera vez a la reina con su amante?

Entonces el otro mira alrededor con ojos renovados y da una vuelta sobre si mismo, pasando los ojos por donde la luz de la luna le permite apreciar los detalles. Con un nuevo tono, señala al muchacho una de las jarras que hay sobre la barra.

—Tráela aquí, muchacho. Venga, bebamos un poco. Así mataremos el tiempo.

Ambos se sientan en una mesa y sirven vino en dos vasos de madera. Beben en silencio unos segundos y cuando están a punto de apurar el vaso, el joven se vuelve en su asiento y señala una de las mesas que está al final del salón.

—Allí fue donde se sentaron.

—¿Crees que es la primera vez que la reina se escapa con su amante por ahí?

—Seguramente no. —Dice él—. Pero los pillamos, ¿eh? Seguro que si no nos hubiéramos cruzado con ellos, aún podría seguir fornicando...

—¿Por qué no lo hacían en palacio?

—Seguro que también lo hacían en palacio… pero decidieron tener una noche de aventura…

—Pues vaya… yo que…—De repente se queda mudo. Su compañero se inclina sobre la mesa, en busca de llamar la atención a su compañero, pero ha quedado petrificado.

—Yo que…. ¿qué? ¿Qué ibas a…?

—Shhh —Chista el mayor, poniendo un dedo sobre sus propios labios a modo de que el joven le permita seguir en ese silencio. Como no parece hallar en él aquello que buscaba, mira al joven con susto—. ¿No has oído eso?

—Oír… ¿El qué?

—Como un… un… —En busca de volver a oírlo, no continúa con la descripción, y sin embargo encuentra la palabra adecuada—. Un gemido.

—¡Oh vamos! Serán los dueños, que se están divirtiendo arriba…

El joven vacía la copa y se levanta de la silla, pensando en abandonar la taberna, ante la paranoia de su compañero, pero al recoger su sombrero, él entonces lo oye. Un murmullo, un gemido. Un grito ahogado. Se miran entre ellos y entonces descubren en el otro la confirmación de que aquello no son fantasías.

—No viene de arriba. —Dice el primero y ambos vuelven a mirarse con recelo. Ya no son uno solo, eran varios los murmullos, los gemidos. De varias personas.

—Viene de la bodega. —Advierte el joven y ambos se dirigen allí, espada en mano para apoyar las orejas sobre la puerta de madera que da al sótano.

Varios gemidos salen de allí, no gemidos placenteros o divertidos. Parecen llamadas de auxilio.

—¡Guardia real! ¿Hay alguien ahí?

Entonces los gemidos y murmullos aumentan su tono, y su entusiasmo.

Los compañeros se miran, aterrorizados, y el mayor de ellos abre la puerta, tras lo cual, un clic apenas perceptible los sobrecoge a ambos. Un clic como el de un mechero, pues una chispa se crea en medio de aquella oscuridad que desciende por unas escaleras hacia la negrura. La chispa prende una soga, una cuerda embardunada en pez o aceite negro como el carbón.

Y la chispa se convirtió en llama, una llama que lame la cuerda y avanzaba hacia donde la soga se dirige: escaleras abajo, donde tres personas se hallan maniatadas. La luz comienza a iluminarles primero los rostros, después los cuerpos, las piernas encogidas, los rostros desfigurados de terror. Las bocas amordazadas. La tabernera y su esposo, y una vieja, desfigurada por las luces, hasta convertirla en una figura espeluznante.

Los dos soldados descubren a los individuos, y el miedo los sobrecoge, preguntándose qué clase de rateros los habría amordazado ahí dentro. Pero a medida que las llamas descienden escaleras abajo, el horror se convierte en pánico en los rostros de los posaderos. Pero el recorrido de la llama es hipnótico y convierte en luz la oscuridad de la bodega, revelando dos barriles de pólvora abiertos y desde los que prende el final de la soga embadurnada. Para cuando el fuego llega a ellos, los soldados aún no se han alejado de la puerta.

La detonación resonó en todo París. El brillo de la explosión llenó de luz la barriada y todos salieron a las ventanas de sus casas para presenciar el horrible espectáculo. Rápido se llamó al cuerpo de bomberos para que apagasen el incendio y se hicieron cadenas humanas para llevar agua y que el fuego no se extendiese a las casas aledañas.

Pero antes de que el primero de los parisinos despertase de su profundo sueño, un hombre embozado bajaba el cañón de su arcabuz, que apuntaba directamente a la puerta de la taberna, por si a alguien se le ocurría escapar antes de tiempo. Su rostro estaba cubierto en sombras por un ancho sombrero y su ropa enlutada le mantuvo completamente oculto, bajo la sombra de un edificio que cubría la luz de la luna. Echó mano a las riendas de su caballo que le sostenía su compañero y se montó sobre él, de un salto, colgándose el arcabuz a la espalda.

—No ha salido nadie. —Dijo, con voz grave, hacia el otro caballero, que sostenía una ballesta cargada en su costado, y una espada colgando de su cinto.

—Bien. —Asintió, con voz dulce. Descargó la ballesta y se la colgó al hombro, cubriéndola con su capa—. Volvamos, antes de que aparezca nadie.

El primero alzó la mirada a su compañero, una mirada de ojos pálidos, y asintió, dando la vuelta a su caballo y lanzándose al galope. Su compañero se quedó un segundo más, observando cómo las llamas devoraban a lo lejos aquella taberna, hasta los cimientos. El tejado se desmoronaría en unos minutos y con suerte solo hallarían cuerpos calcinados en el interior. Su mano se alzó casi instintivamente a su pecho, donde el jubón negro había sido remendado y una cicatriz de hilo cruzaba el pecho.

—Ata los caballos al carro, harás el primer viaje ahora.

—¿A esta hora de la noche? —Pregunta un cochero que estaba sentado al lado del fuego, cortando un trozo de queso con la navaja. Varios de los mozos de cuadra estaban alrededor, entrando y saliendo de las cocinas, hablando con las cocineras o robando mendrugos de pan untados en vino. El cochero alza la mirada con expresión de ofensa, y al recaer en la gravedad del soldado, no puede sino asentir.

—Ya han cargado el equipaje en el carro, antes de las doce estarás de vuelta si sales ahora.

—No entiendo la prisa de la reina de llevar sus cosas al palacio de verano. ¿Qué va a hacer ahí?

—Dicen que va a pasar las fiestas de navidad allí con el rey.

—Ya pueden llenar el palacio de estufas, porque en invierno debe ser peor que el último de los infiernos.

—El médico ya le ha dicho que puede quedarse nuevamente en cinta, supongo que aprovecharán las fiestas para alejarse de la capital.

—Y de la madre, Dios sabe que es una entrometida. —Murmuró el cochero, mientras se limpiaba las migas de la barba y de la pechera del traje.

—Anda, date prisa. Solo tienes que enganchar los caballos. Los arcones ya están listos en el carro.

—Bien, habrá allí alguien que los descargue, ¿No? Tengo la espalda destrozada… —Como respuesta recibe un golpe en el lumbago, con la vaina de la espada del soldado.

—Menos remilgos, te quejas tanto como una mujer. ¡Vamos!

—Ya va… ya va…

El cochero sale al exterior por una de las puertas de las cocinas. El gélido aire le corta la respiración y las mejillas las siente arder por unos segundos. Se lamenta, pues había conseguido entrar en calor estando al lado del fuego, pero ahora mete las manos dentro del jubón y se abraza a sí mismo, intentando conservar en lo posible, el poco calor que puede albergar en él. Ya es noche cerrada, y se da cuenta de que el soldado le ha mentido, por mucha prisa que se dé, es imposible que esté de vuelta en el palacio antes de las dos de la mañana. Pero las órdenes son las órdenes. Incluso si no le gustan.

Cuando ha rodeado el palacio llega a las caballerizas y allí divisa el carro con tres arcones y varios cuadros cubiertos con gruesas lonas acomodados como un puzle. Agradeciendo tener que haber participado de eso, cargar peso a su edad ya no es lo que era, y prefiere pasar las horas muertas sujetando las riendas de los caballos que hacer las labores de los mozos. Uno de ellos ya está sacando uno de los caballos del interior de las cuadras y lo engancha, con todo el amasijo de coreas y riendas correspondientes. Él saca el segundo animal y lo conduce hasta estar paralelo a su compañero. El mozo le echa una mano con las cuerdas y cuando ha terminado su labor, vuelve al interior de las caballerizas.

De un salto se sube al carro, y agarrando las riendas con fuerza, las azuza y los animales comienzan su camino. Los caminos de noche siempre le han parecido diferentes a cuando son de día. Es una idea que le surgió cuando era muy pequeño, siempre había conseguido reorientarse la mar de bien, pero a veces los mismos caminos que recorría de día, de noche le parecían otros muy diferentes, como los caminos de otro país, u otra región, incluso si la arboleda era exactamente la misa. Pero la luz de la luna conseguía desfigurar las sombras y los colores, y se descubría a veces preguntándose si no se habría equivocado de ruta.

Pero aquella noche no se perdería, está seguro del recorrido, pues se conocía de sobra los caminos que llevaban al palacio de verano e incluso a esas horas de la noche, todo estaba muy bien señalizado. Llegó sin problemas pasadas las once y media de la noche. El frío había comenzado a azotarle las mejillas y se había cubierto parte del rostro con la capa. Igual que sus manos, aún sujetas a las riendas, pero siembre bajo las telas de la capa. Incluso a través de la tela, el vaho salía de su rostro, llenándole las pestañas de pequeñas gotas de rocío.

Llega al palacio de verano. Ve la luz de algunas de sus ventanas desde lejos y se siente agradecido y reconfortado. Ya solo le queda la mitad del recorrido. Una vez en la puerta, llama efusivamente, impaciente por comenzar el camino de regreso, y le recibe una de las damitas de la reina. La rubia, de ojos azules y bucles de muñeca. Toda su impaciencia desaparece como por arte de magia. Ella le sonríe y él le devuelve una sonrisa avergonzada.

—Buenas noches, señorita Ana, he traído… —Mira a su espalda, hacia el carro que hay ahí detenido delante de la puerta—. …bueno, lo que me han pedido. Tres arcones y dos cuadros. ¿No es eso?

—Exactamente, George. —Dice ella, recordando su nombre, a lo que él da un respingo, casi abochornado.

Ella desaparece en el interior de la casona y cuando sale, lo hace acompañada de dos mozos que van directos a descargar los arcones y las pinturas. Lo hacen con sumo cuidado, y todo lo van dejando dentro del recibidor, a la espera de poder llevarlos más tarde a las habitaciones.

—¿Hace mucho frío, señor? —Pregunta la muchacha, a lo que el cochero, con el sombrero sobre el pecho a modo de respeto, asiente y se inclina.

—Sí, señorita. Hace frío esta noche. Estoy deseando volver a palacio y tomarme un caldo caliente que me quite el frío de los huesos.

Ambos miran como dos mozos meten uno de los cuadros.

—En unas semanas la reina y el rey vendrán a instalarse para pasar el invierno. Siento que le hayan hecho salir de palacio a estas horas, pero el tiempo se nos ha echado encima.

—No os disculpéis, mujer… —Dice él, quitándole importancia. Los mozos vuelven al carro y sacan otro arcón. Están a punto de tropezar con el primer escalón de la entrada, pero se corrigen a tiempo.

El cochero mira a la muchacha, y halla en su porte y su quietud una elegancia impropia de alguien tan joven. Tiene los ojos fijos en la oscuridad del bosque y cuando los mozos pasan por su lado, ella se detiene en cada gesto, y cada movimiento, observando con cautela todo lo que sucede. Casi como un comandante. Cuando le dirige los ojos a él, no puede evitar estremecerse, y le aparta la mirada.

—¿Qué contienen? —Pregunta el cochero, abusando de su confianza, en dirección a los arcones.

—Ropa de cama, esencialmente…

—Ah… —Suelta, con aire de decepción.

—Hay que ir preparando todo. Le daremos al palacio una limpieza a fondo.

—Bueno, ya es tarde, y los mozos han terminado. —Se apresura a decir, cuando los jóvenes han metido el último de los baúles dentro del palacete. Ella sonríe y asiente, y le despide con un gesto de la mano.

—Tened cuidado, estos bosques son de lo más peligroso. Yo no me atrevería a ir sola por ahí.

—Usted es una muchacha. —Dijo él, presa del candor y la inocencia que transmitían la joven—. Pero yo soy ya un hombre viejo y curtido. No va a pasarme nada. Si acaso se me congelen los dedos, pero nada más.

Ella ríe, y su risa le acompaña los primeros minutos del viaje de vuelta.

Pero cuando ha pasado media hora, el silencio es un mal amigo, lleno de injurias y quebrantos de cabeza. Acaba por tatarear una canción para no quedarse dormido, y de vez en cuando se sopla sobre las manos para calentar sus dedos. El ruido de las ruedas por la tierra húmeda es desagradable pero acaba por volverse rítmico e hipnótico, hasta el punto en que acaba por entrecerrar los ojos de vez en cuando, dejándose llevar por un dulce sopor.

Hasta que en una de estas abre los ojos para distinguir el camino y ve la figura de un caballo y su jinete, recortado por las sombras del bosque. La luna cae sobre los perfiles de esa figura embozada, de ancho sombrero y talle esbelto. El caballo es tan negro como la misma oscuridad y la capa que cae a plomo sobre el costado del caballo deja entrever una ballesta. Como un acto reflejo, el cochero frena a los caballos y todo su cuerpo le aúlla por saltar del carro y huir de vuelta al palacio de verano, porque hacer maniobras con dos caballos y un carro es más que imposible. Pero al erguirse y mirar hacia su espalda, otros dos caballos bloquean el camino de regreso. Dos figuras iguales que la primera, una de cabellos castaños que caen sobre sus hombros y la segunda con rizos rubios que se escapan de las ataduras del embozo, pero estos dos no van armados, como el primero. Se sujetan a sus riendas con aire pesado y tenso.

—No llevo nada de valor. —Dice, casi murmura, en dirección a quien le ha cortado primero el paso y levanta las manos, mostrando sus dedos desnudos, que sujetan únicamente las riendas. Después señala el carro vacío—. No llevo nada, de veras. Regreso al palacio real.

El hombre que se yergue delante de él alza el mentón, y aunque su rostro aún está en la oscuridad, sus ojos brillan bajo el destello de la luna y los alcanzan con una mirada penetrante. Solo un instante. Después las manos del desconocido alcanzan la ballesta, lentamente, y con gesto pausado saca una flecha de un carcaj que descansa en el otro lado del caballo y carga el arma con metódica precisión. Cuando alza el arma, le apunta directamente al pecho, pero aún tembloroso y asustado, el cochero no se inmuta. O se ha quedado paralizado o confía en que solo sea una vaga amenaza. Así que espera el disparo que nunca llega. Los jinetes de la parte de atrás se acercan poco a poco, y oye a uno de ellos descender del caballo. Pero no consigue encontrar el valor para darse la vuelta, así que se limita a levantar las manos en actitud de inocencia.

—Baja de ahí. —Dice la voz del jinete armado. Es una voz dulce pero seca. Él mira los pasos del carro, y baja a trompicones, hasta que uno de los jinetes, el de rubios rizos, le coge de la nuca y tira de su jubón, arrastrándolo hasta el suelo. Camina mezclando los gemidos con los tropiezos hasta que le sitúan a dos pasos de la ballesta cargada. No es capaz de alzar la mirada, y tampoco se defiende. Son tres contra uno, sería idiota si se atreviese siquiera a golpear a uno de ellos. Incluso al de la ballesta. Lo derrumbarían al instante.

—No… no llevo nada encima… Un cuarto de real. —Dice, desesperado, hurgándose en los bolsillos y dentro de la faltriquera. Pone las monedas sobre la palma de la mano y la extiende en busca de que alguien se las arrebate, pero ninguno de los hombres se fija si quiera en ellas—. Tampoco hay nada en el carro… lo juro. Vengo de dejar un encargo en el palacio de verano y…

—¡Cállate! —Le grita el moreno, que ha acabado descendiendo también de su montura, y se dirige, martillo en mano, hacia el carro.

El rubio se ha hecho también con una maza y ambos dos se reúnen en uno de los laterales del carro y arremeten a martillazos contra una de las ruedas, hasta quebrarle varios de los radios. Por su propio peso, la rueda acaba colapsando y el carro se inclina y se hunde en barro. Los animales rebuznan y se encabritan, pero el más alto de los dos, el de cabellos rubios, se acerca a los animales y tirando suavemente de sus correas, consigue calmarlos y devolverles la serenidad.

El cochero presencia todo aquello con más confusión que miedo y no es capaz de adivinar lo que está sucediendo. Lo están dejado ahí varado, como no han encontrado nada de valor, le dejarán sin carro y perdido en el bosque, piensa, pero su pensamiento es equivocado. Cuando se da la vuelta y advierte el brillo de una punta de flecha a unos centímetros de él, todo su cuerpo sufre un escalofrío y alza los ojos en busca de la piedad de quien el está amenazando con una ballesta. Pero los ojos con los que se cruza los reconoce y ante la confusión creciente en el cochero, el jinete se quieta el embozo y descubre el rostro.

El cochero cae al suelo de rodillas, como si un rallo le hubiese fulminado, y se convulsiona y tiembla de terror. Junta sus manos, en una súplica infantil.

—¡Alteza! Señora… ¡Mi señora! Su majestad…

Los dos hombres, martillos en mano, se vuelven ante aquellos ruegos y el jinete aún con la ballesta, se mantiene firme en su posición.

—Lo siento… perdonadme. Perdonadme la vida…

—¿Lo sabíais? —Pregunta ella, en un tono frío y ajeno. Él se desalienta y enmudece. Eso parecer ser suficiente respuesta pero después alza la mirada y asiente.

—Sí… sí, lo sabía. ¡Sabía lo que pasaría! Pero yo no tuve nada que ver. Yo solo le llevé a donde me dijeron que debía dejarle. Me obligaron, solo cumplía órdenes.

—Pudisteis evitarlo. —Dice la reina, en tono más emotivo—. Pudisteis haberos negado.

—Al rey no se le puede decir que no.

Aquello terminó la conversación, para la reina no había nada más que discutir. Volvió a cubrir su rostro con las telas oscuras y se untó con las sombras de la noche todos sus rasgos.

Saca la flecha del arma, para sorpresa del cochero, y guarda la flecha nuevamente en el carcaj. La ballesta la deja colgando del cinto y agarra las riendas con fuerza. Cuando se vuelve, por precaución a los dos hombres que le habían destrozado el carro, los encuentra aún con las mazas en las manos y en actitud amenazante.

Se vuelve justo para ver el brillo de la luna en el pomo de una espada, cayendo con fuerza y velocidad hacia su cabeza. Cae al suelo, aturdido y con un fuerte dolor en la coronilla, que se extiende por la nuca hacia adentro del cráneo. Le martilleaba la mente y un pitido se instala en sus oídos, que le provoca un intenso mareo. Como una fuerte resaca de un mal vino. La tierra está húmeda y se pega a su mejilla como una papilla de barro. Tarda bastante en darse cuenta de que tiene tierra en la boca y la nariz. Pero la sensación se vuelve asfixiante cuando una bota se clava en su cabeza y hunde por entero toda su cara en el barro. Cuando alza la cabeza atisba a ver, aún con las imágenes distorsionadas, a los dos hombres soltando las riendas y las correas de los caballos del carro. Los ve como en un delirio, sin entender muy bien la relación de lo que están haciendo con su propia persona.

—Atadlo. –Dice una voz, sería y autoritaria.

Antes de darse cuenta, sus tobillos están enredados con las correas de los animales. De un momento a otro, desbocarían a los animales para que se lo llevasen, camino a través, hasta que los animales desfalleciesen o él mismo se consiguiese soltar de las cuerdas. Pero las habían enredado bien, y si lo conseguía, no sería ileso. Ya estaba revolviéndose allí en el suelo cuando las tres figuras se detienen a su alrededor. Son tres esbeltas figuras negras y embozadas, como tres espíritus de muerte que vienen a cobrarse su vida.

—Yo no tuve nada que ver… —Vuelve a repetir, esperando encender la piedad de su reina. Pero es una reina inmisericorde—. Yo no quería que le pasase nada malo, yo no sabía lo que le harían, solo pensé que le darían un escarmiento. ¡Lo prometo! Yo no me manché las manos. No es justo… No es justo…

—No podemos permitirnos que salga con vida. —Dice ella mirándolo directamente como a un intento que debe ser exterminado. Aquello termina por congelarle la sangre en las venas y se pone rígido bajo la presión de las correas. Ella alza la mirada y la cruza con sus dos compañeros. Es el mayor el que se dirige de nuevo hacía uno de los martillos que ha quedado olvidado mientras los otros dos aún le perforan con la mirada.

—¿Queréis hacer los honres, alteza? —Pregunta el rubio pero ella niega con el rostro.

—Me conformo con verlo arrastrado, como a Héctor*. Espero que los perros se lo coman antes de que alguien lo encuentre.

Qué últimas palabras para oír en una vida. El rubio alza el martillo y él comienza a soltar una parrafada de súplicas sin sentido hasta que el martillo cae sobre su cabeza, al menos dos o tres veces. Todas las que necesitan para robarle el sentido.

Cuando se han asegurado de que nadie con esos daños puede sobrevivir, se alejan y azuzan a los caballos, que salen desbocados campo a través. El cuerpo, inerte, rebota y se revuelca por el suelo, llenando el camino de polvo y de salpicones de barro. No es hasta que no pierden a los caballos de vista que no vuelven a sus propias monturas y se alejan, dejando detrás de ellos un carro volcado, unos rastros de barro, y unas manchas de sangre oscura y densa.



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*Héctor: Es un personaje principal de La Ilíada, una obra época de Homero. Es el príncipe troyano y el principal guerrero de Troya, antagonista del griego Aquiles, y su trágica muerte a manos de este héroe marca un punto crucial en la guerra. Es a la muerte de este personaje, y a su posterior profanación, a la que la protagonista hace referencia: Aquiles ata el cuerpo de Héctor a su carro y lo arrastra alrededor de Troya, mostrando su victoria. 

Aquiles arrastrando el cuerpo de Héctor alrededor de las murallas de Troya (entre 1716 y1730) Donato Creti




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