UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 60

CAPÍTULO 60 – JUSTICIA MERECIDA


Los dolores comenzaron dos días después, a eso del medio día. Había estado sufriendo contracciones y punzantes dolores desde hacía meses pero no como aquellos. Oleadas de quemazón me subían desde el vientre hasta las muelas más recónditas. A ratos el aire no entraba en mis pulmones y una opresión comenzaba a cerrar mi estómago. Me dolía respirar, y hablar, incluso mantener la mirada en algún punto durante un buen rato resultaba imposible. Intentaba arquear la espalda, buscando una postura adecuada que calmase los dolores, pero resultó imposible.

A medida que pasaban las horas mi rostro comenzó a reflejar mi estado, y Manuela hizo lo posible por traerme paños fríos para la frente y caldos calientes para calmar el estómago, pero nada surtía efecto. Deseaba moverme, postrarme en la cama era lo más incómodo y mientras caminaba por el gabinete, ella me perseguía con súplicas para volver al lecho.

Yo a ratos me enfada y a otros deliraba, pidiéndole que no me siguiese, que no hablase. El sonido de su voz me incomodaba aún más. Sabía que aquellos dolores no eran buena señal y todo lo que pudiera decime, no me importaba. Dios estaba recompensándome con la misma moneda con que yo había pagado.

A media tarde los dolores parecieron aminorar y me senté en el sofá del gabinete, abanicándome con un pañuelo para que el sudor de mi frente se enfriase y bajase mi ardor. Pasadas las ocho Juan apareció por el gabinete. Había mandado a Manuela no avisar a nadie de lo que sucedía, aún entonces tenía la esperanza de que todo pasase, como había ocurrido en otras ocasiones. Y para cuando Juan llegó, yo ya me encontraba de mejor ánimo.

—Trae vino, Manuela. —Le dije, a lo que ella pareció dubitativa. Insistí, mientras Juan se sentaba a un lado, dejándose caer en una butaca con un quejido divertido—. Trae vino, Manuela.

—Vuestra dama es muy desobediente. —Dijo él, puede que olvidando que era su esposa—. Es castellana, de eso no cabe la menor duda. Tiene carácter español. Pero tal vez haríais mejor en acoger a una damita francesa. Son más obedientes. Pérfidas, pero obedientes.

—No digas tonterías. —Murmuré. Alcancé la copa que traía Manuela y bebí la mitad de su contenido. El licor me calentó las mejillas y mejoró mi carácter, pero el estómago aún lo tenía constreñido.

—Y si el rey se encapricha de ellas, bueno, pues ya sabemos cómo deshacernos del fruto de sus excesos.

Le miré con pasmo. Me avergonzaba de él cuando se mostraba tan cruel, pero yo le había dado alas para que lo fuera. Y necesitaba que fuese así. Qué cruz.

—No podéis tener piedad. Ha muerto una muchacha.

—¿Piedad? —Preguntó, algo sorprendido. Pareció contrariado pero cuando me miró, se ablandó—. No tengo piedad, pero contendré mi lengua, si es lo que deseáis. ¿No me digáis acaso que os sentís culpable?

—Bajad la voz. —Murmuré, mirando a todas partes. De nuevo volvía a sentir los escalofríos y el febril desvanecimiento. Me llevé la mano a la frente y cerré los ojos—. Tened piedad, pero de mí. Os lo ruego.

—¿Rogando, vos? En verdad estáis rara últimamente. —Se encogió de hombros y alcanzó la copa de vino que Manuela había depositado en la mesa. Se la tomó de golpe, con una gran bocanada y después suspiró y se relamió—. Si os soy sincero, no echo de menos el vino español. Estos tienen más sutileza en el paladar.

Agarré con fuerza la tela de mi vestido. El dolor volvía a arremeter en mi vientre. Me incliné hacia delante y suspiré. No les pasó desapercibido aquello y Juan cruzó una mirada con Manuela, que menos alarmada, se revolvió por la estancia buscando algún paño frío que ponerme en la frente. Cuando se acercó a mí, de un manotazo, la aparte y derramé mi copa de vino. Se esparció por la mesa, y por la alfombra. Quise replicar, pero el aire ya no me entraba dentro. El dolor me retorció todas las entrañas. Y al ponerme en pie, hube de apoyarme en el reposabrazos del sofá. Caminé, a ciegas y como sonámbula por toda la estancia. Mis pasos me llevaron a ninguna parte, pero caminar parecía aliviar la constricción. Levemente. Hasta que el dolor me hacia detener porque las piernas dejaban de sostenerme. Las sombras que las velas proyectaban por la habitación eran espeluznantes, recuerdo sentirme como un condenado a través de algunos de los círculos del infierno, condenada a una existencia miserable y a un castigo terrible.

—Sentaos. —Oía de fondo, de una voz como desdibujada en el espacio. Los escalofríos fueron cada vez más frecuentes y la inconsciencia amenazaba con llevarme consigo. Y lo habría deseado, para aliviar el dolor que me rodeaba. La paciencia de mis compañeros se colmó cuando terminé apoyada en la balaustrada de la chimenea, a punto de desvanecerme y emitiendo un grito sordo, a causa del dolor que me había dejado sin aire.

—Llamaré al médico. —Dijo Manuela, saliendo de la habitación a prisa.

Juan estaba a mi lado, sosteniéndome por los hombros. Su presencia me hacía sentir irascible y quería golpearle, hasta mantenerlo a varios metros de mí, y al mismo tiempo sentía que lo necesitaría, porque si me fallaban las piernas, no tendría fuerza para frenar la caída.

—El médico está de camino. —Murmuró, en tono reconfortante—. No desfallezcáis. Decidme, ¿qué es lo que os duele?

—El vientre. —Dije, y su rostro no mostró sorpresa.

—Vamos… vayamos a la cama. Os llevo al lecho, para que reposéis y os podáis…

Agarrada a su jubón encontré el aire para gritar. Fue un grito más de miedo que de dolor. Cuando pude retroceder un paso, hallé el suelo cubierto de un charco de sangre que resbalaba por mis piernas. Él se quedó pálido, tanto como yo al verlo. Antes de que me fallaran las piernas pudo alzarme del suelo en sus brazos y llevarme a la cama. Para entonces comenzaba el delirio. Recuerdo vagamente todo aquello entre el dolor y la angustia.

Fueron horas terribles. Juan se mantuvo a mi lado hasta que vino Manuela con el médico. Tras ver el charco de sangre que se había formado en el gabinete, y el que comenzaba a empapar las sábanas de la cama, todos parecían conformes con lo que estaba sucediendo. Las contracciones comenzaron, el médico me habló claro.

—El bebé ya viene. Es prematuro. —Su tono intentaba ser calmo, pero estaba lleno de temor. Era el heredero del rey—. Pero veremos lo que podemos hacer.

Manuela me ayudó a desvestirme, hasta dejarme en camisón. Y entonces intentó deshacerse de la presencia de Juan en la estancia. Dos parteras vinieron a tiempo cuando ella y Juan aún discutían en la habitación. Llegaron a las manos, lo recuerdo. Estaban enzarzados en gritos y reproches, pero cuando llegó el rey, ambos tomaron distancia y le miraron con temor.

—No puede estar aquí, alteza. La reina está dando a luz. —Le advirtió el médico, pero Enrique llegó a mi vera y me sujetó una mano manchada de sangre. Yo respiraba con dificultad para entonces y la consciencia iba y venía.

—Sed fuerte, y dadme un hijo sano.

—La reina se muere, so estúpido. —Murmuró Juan, aún en la puerta del dormitorio. Enrique se levantó de mi lado y miró alrededor con estupor.

—Manuela, llévatelos.

Mis palabras no llegaron a ninguna parte. El tono de la sangre había tomado la atención de todos, y el movimiento de las parteras y del médico parecían llenar la estancia con una excitación maligna. Yo me moría, lo sabía. Estaba haciendo equilibrio en una fina cuerda de seda y no estaba segura de poder tener el control de mi propia vida. Oía al médico dándome consejos, que pasaron a ser órdenes cuando comprendió que no estaba por la labor de hacerle caso. Manuela se avino a mi lado y me agarró la mano con fuerza, entrelazando mi rosario entre mis dedos. Las pequeñas cuentas me hicieron daño en las falanges y sentí cierto alivio, al comprender que ella no me abandonaría. Había dejado de lado la discusión que Juan y el rey mantenían para atenderme. Apreté su mano con fuerza.

 

—No os preocupéis por nada, alteza. —Murmuraba mientras intentaba que mantuviese la atención en ella—. Escuchad al médico, él sabe lo que se hace…

Juan comenzaba a moverse de un lado a otro, como un animal enjaulado, y el rey se había quedado apoyado en el quicio de la puerta, mirando en mi dirección. Cuando llegaron el resto de mis damas, con los utensilios que les habían mandado traer se escandalizaron al ver allí al rey y a mi consejero. Entraron en histeria y acabaron por sacarlos del dormitorio. Se dejaron hacer, pues comprendieron que su presencia allí podría resultar más nociva que reconfortante.

Los dolores se concentraron en mi bajo vientre. El médico me hizo tomar varios bebedizos para calmar los dolores y propiciar el parto, pero el nacimiento del bebé ya estaba malogrado. Parí con dolor un niño muerto. Llevaba muerto mucho tiempo dentro de mí y me había contaminado hasta el borde de la muerte. Yo lo sabía. Mi cuerpo había acabado por rechazar aquel intruso en mí y cuando lo expulsé fuera, sentí un alivio tremendo. Los dolores cesaron y me quedó una incómoda molestia en mis entrañas. La sangre se había vertido por todas partes. El médico tenía sangre por todo el cuerpo, las matronas se habían embadurnado con ella. Yo misma nadaba en un lago de podredumbre sangrienta. Manuela rezaba plegarias con una quietud monástica. Yo fantaseaba en medio de un delirio semiincosnciente. Atiné a sonreí en su dirección y ella me devolvió una mueca de esperanza.

—Conservad las fuerzas, mi señora.

—¿Es un niño?

Mi pregunta pareció helar el ambiente. Todos quedaron en silencio y el médico se volvió hacia Manuela, con una mirada cargada de temor. Ella chaqueó la lengua y se inclinó hacia mi rostro.

—Mi señora, no estaba terminado de formar... Creemos que sí pero…

—Comprendo. –Dije, mientras ella asentía, conforme de no tener que dar más explicaciones.

—A veces pasa, alteza. —Apuntó el médico, en un tono profesional—. Los primeros embarazos son muy complicados. Las primerizas a veces sufren abortos.

—Lo comprendo… —Murmuré—. ¿Pero lo comprenderá el rey?

—El rey lo comprende. —Dijo el médico—. Su primera esposa pasó por lo mismo. Pero vos estáis más sana, os recuperaréis de esto.

Aunque sus palabras no eran del todo seguras, me dieron la esperanza de poder seguir con vida. El sangrado se había detenido una hora después del parto y todo el mundo ya estaba limpiando y ordenando la estancia cuando Juan comenzó a llamar con insistencia a la puerta. Podía oír como discutía con algún ayuda de carama que le estaba impidiendo entrar. Me pasé una mano por la frente sudorosa y le pedí a Manuela que le obligase a marchar. Pero antes de que ella se levantase, apareció por la puerta, con ojillos temblorosos y la mirada perdida.

—Ya ha pasado una hora. ¿Es que no van a decirnos nada?

—La reina necesita descanso. —Atajó Manuela, pero él me miró desde la puerta, esperando una respuesta de mi parte. Al menos una mirada de complicidad. Yo sonreí, y eso le animó.

—¿Cómo se encuentra? —Preguntó, y palideció al ver marchar a las damas y las matronas con las mantas y las gasas ensangrentadas.

—Débil, ha perdido mucha sangre. Pero el médico cree que está fuera de peligro.

—Yo no he dicho eso. —Advirtió el médico, lo que le hizo recibir una fulminante mirada de Manuela. Juan se enfrentó a ella con un carácter que pocas veces descubría. La sostuvo de los antebrazos y la encaró con seriedad.

—No juegues conmigo, querida. O juro que te mato aquí delante de todos.

—Quítame las manos de encima. —Se revolvió ella.

El médico pidió silencio y calma por la paciente pero yo me limité a suspirar. Maldije el día en que prometí casarlos.

—¡Si no sabe mantener las formas, caballero, es mejor que se marche y deje a la paciente descansar!

—¡Cállese, matasanos, carnicero!

—¡Juan! —Exclamó Manuela, empujándole hacia la puerta, pero al hacerlo, su espalda topó con el rey. Ambos se apartaron para dejarle pasar y cuando miró hacia el interior, buscó con la mirada al infante. Cerré los ojos y me hubiera gustado morirme en aquel momento, pero busqué el valor para enfrentar aquella situación, y ser yo quien le diera la noticia. Pero buscó las palabras del médico, en vez de las mías.

—Lo siento mucho alteza, era un varón, pero ha fallecido. Se ha malogrado hace semanas y ha muerto en su vientre.

Vi como sus ojos se llenaban de decepción y después de impotencia. Su expresión palideció con aquellas explicaciones pero adiviné que aquella noticia trastocaba todos nuestros planes. Por segunda vez revivía aquella experiencia, y desde su situación no podía hacer nada más que mirar como una esposa se iba tras otra, con su hijo muerto en brazos. Me puse en su lugar, y una parte de mí sintió pena. Pero al mismo tiempo le hubiera retado a ponerse en mi posición, y ver como tu vida se iba a través de tu vientre. Cruzamos una mirada, y después de aquel gesto se dio la vuelta y desapareció del dormitorio. Casi lo agradecí. No tenía fuerza de enfrentarle.

—Descansad. —Me aconsejó el médico, recogiendo los bártulos—. Las matronas os cambiarán las compresas en un rato. Os traerán un bebedizo, y hare que os preparen hígado de ternera para que os repongáis cuanto antes de la pérdida de sangre. Con suerte y la gracia de Dios, saldréis de esta.

—Tened por seguro que no deseo otra cosa.

—Bien, en ese caso todo saldrá como es debido. —Y mirando a mis compañeros, les espetó—. La reina necesita reposo, y lo último que requiere su estado es una discusión.

—Bien. —Dijeron ambos, como dos niños a los que se les reprende. Pero advertí que Juan le lanzaba al médico una mirada cargada de rencor.

Las damas me trajeron un bebedizo. Medio incorporada atiné a tomármelo bajo la atenta mirada de Juan en el quicio de la puerta. Manuela me cubrió con mantas y fue a buscar algunas yescas de la chimenea para calentar la cama. Volvía la fiebre, y me sentía algo mareada. Cansada y adormilada. Tal vez fuerza el bebedizo.

—¿Vas a quedarte ahí, como el guardián de una tumba? —Le pregunté a Juan, que no se había movido de allí en largos minutos.

—No pienso irme de aquí. —Masculló, apretando los dientes. Yo sonreí con ternura.

En la habitación solo quedaba Manuela, que llenaba un pequeño calentador de cama con carbón.

—Ven a mi lado, idiota.

Acudió como un cachorro, y se dejó caer de rodillas en el suelo, con el torso sobre el colchón y los brazos rodeándome la cintura. Hundió su cabeza en las mantas de mi pecho. Su respiración era tranquila y consiguió reconfortarme. Puse una mano en su espalda, y noté como subía y bajaba con su aliento. Manuela me miró desde la distancia y sonrió, al notar como el rubor volvía a mis mejillas.

—¿Crees que es culpa mía?

—No digáis tonterías. —Se adelantó Manuela, con tono de reproche. Parecía sorprendida de que pudiera decir algo así. Yo me mordí los labios—. A muchas mujeres les sucede. Los partos son cosas complicadas.

—Es un castigo de Dios. —Murmuré, en dirección a Juan, pero no se movió. Su agarre, sin embargo, se hizo más intenso.

Había anochecido, podía verlo a través de la tenue luz que entraba por las ventanas. Era noche intensa, profunda y oscura. Manuela se había acurrucado en una mecedora que había traído desde el vestidor y aunque había empezado a bordar algo, había caído rápido de sus manos y había quedado sobre su regazo. Estaba adormida. Aunque era un duermevela intermitente, porque de vez en cuando la veía con los ojillos abiertos. También yo dormitaba de vez en cuando. Juan lloraba a ratos. Aún sujeto a mis mantas y con el rostro oculto. No dormía pero pensaba, y se lamentaba a veces. Podía oírlo murmurar maldiciones, o algunos versos que se le venían a la mente.

No sé qué habían hecho con el bebé. O con aquello que hubiera salido de mí. Se lo habían llevado. Le darían bautizo y sepultura. Ni si quiera se me había ocurrido un nombre con el que llamarlo, pero de seguro habría sido Enrique, si hubiera salido con vida. O Felipe, aunque eso no le hubiera gustado a nadie.

En aquel estado febril en que me mantuve toda la noche quise levantarme. Tenía sed, dolor en las articulaciones. Todo mi cuerpo se llenó de una energía lunática. Me hubiera levantado y hubiera recorrido todos los pasillos del palacio en aquel camisón ensangrentado si no hubiera sido por el peso de Juan sobre mi cuerpo, que me retuvo entre las mantas. Y juro que durante todo aquel tiempo que permanecí acostada, delirando y soñando, me arrepentí de todos mis actos. Hubo un momento en que tuve la certeza de que me iba, de que mi alma se desvanecía y se elevaba sobre mi cuerpo. Y sentí paz. Estaba conforme conmigo misma, con mi vida y mis actos. Ya no había vuelta atrás, por lo que tampoco había arrepentimiento. Mis ojos fijos sobre el jardín de las delicias me condujeron a unas pesadillas de súcubos e íncubos, de demonios y ángeles, llenos de frutas silvestres y parajes en llamas. Con almas abandonadas de la mano de Dios, y el diablo presente en cada rincón lleno de oscuridad.



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