UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 59

CAPÍTULO 59 – AL PATÍBULO

 

Era la segunda vez desde que me había instalado en París que presenciaba un ajusticiamiento público. La plaza estaba llena hasta los topes, mucho más que el día en que murieron los supuestos asesinos del duque de Gasconia. El comandante de la armada era un personaje conocido allí y se le conocía por sus buenas obras y su trabajo defendiendo los mares de piratas o invasiones. También por ser el hermano del conde de Armagnac, consejero del rey. Eran una familia más que admirada por muchos, pero tras descubrirle al pueblo todas las pruebas de su delito, se mostró mucho más cauto con su apego.

Para curarme en salud, mandé hacer copias de las cartas que se habían escrito el conde y su hermano y las repartí por la capital. Pocos eran los letrados que sabían leerlas, pero las leyeron en los bares y tabernas, en las escuelas y las universidades. Había escépticos que seguían creyendo que aquellas cartas habían sido escritas de mi puño y letra, como mínimo, para culpar al conde y a su familia, pero muchos otros abrieron los ojos. Sobre todo cuando se anunció que se había llegado a un acuerdo de paz con el inglés. Un acuerdo que pasaría a llamarse “El acuerdo de París”, o “el acuerdo de la prisión”, como otros muchos se referirían a él, por las condiciones en que se había llevado a cabo.

Cuando se anunció que terminaba la guerra y que los maridos y los hijos volverían del frente, el pueblo respiró aliviado, y complacido, se avinieron a creer que aquel infértil bloqueo había estado haciendo las delicias del conde y de su hermano, prologando la guerra para llevarse cada día unos cuantos de cuartos al bolsillo.

Así que cuando el hermano del conde, junto con sus almirantes, subieron al patíbulo, el pueblo gritaba encolerizado. El día antes se le había hecho firmar una confesión. No había hecho falta la tortura, nada más me presenté en la prisión, él asumió la culpa de sus actos, y agradeció que le hubiésemos parado. Su hermano le había tenido amenazado, cosa que yo ya sabía, y los últimos tiempos no había hecho más que obedecer órdenes. Pero eso me pareció una disculpa vana y mediocre. A cambio de no demorar el interrogatorio me pidió que liberase a sus almirantes, que no tenían culpa de nada. Pero muchas de las cartas y documentos que habíamos sacado del despacho de Jaime decían lo contrario. Estaban implicados hasta la médula, llevándose sobornos a cambio de facilitar la entrada al continente de barcos ingleses. Le dije que no era posible salvarlos del castigo. Así que abatido, me pidió que cuidase de su esposa, y de sus tres hijas. Que les procurase una huida discreta y un refugio permanente.

Le aseguré que un convento era una buena opción, cosa que le revolvió por dentro, pero amenazándole con que le acompañasen en el cadalso, acabó accediendo.

Primero se colgaron a los almirantes. Por último al capital de la armada. Se le cortó la cabeza, y después los cuatro miembros. Se exhibió su cabeza durante una semana en la entrada de la ciudad con un breve mensaje. “Traidor al rey y a la patria”.

Presenciarlo siempre resulta desagradable, pero una parte de mí sintió satisfacción, al sentir como se cerraba una página de esta historia. Un alivio después de un intenso dolor. Pero el alivio era agridulce, debería haber sido el conde de Armagnac quien estuviera allí, partido en trozos como un cochino. Aquel hombre al fin y al cabo había actuado como una cabeza de turco, pero eso calmaría la situación y mostraría a todos los que se atreviesen a cuestionar la legitimidad del poder real que la deslealtad se paga.

Pero hubo una persona a la que eché en falta en aquel ajusticiamiento. François no se había presentado. Me envió un correo avisando de que estaba ayudando a su familia con la mudanza, y que volvería cuando estuvieran instalados, lo que le llevaría al menos un par de semanas. Advertí que no deseaba ver como se mataba a su tío y lo comprendí. Pero no fui la única que extrañó su presencia. El rey aseguró que hubiera sido necesario que él se hubiese presentado, para no mostrar debilidad o culpabilidad. Le di la razón, pero al mismo tiempo no pude evitar sentir pena por el comandante.

Sin embrago el recuerdo que me llevo de aquel día es mucho más dulce. Cuando el rey y yo volvíamos a palacio enclaustrados en nuestra carroza, el pueblo se aglomeró en las calles y las avenidas. Persiguieron el carro con hurras y vítores. Los primeros soldados ya habían regresado y aquellos a los que habían sido llamados a filas, se les denegó el llamado. Todos estaban contentos y agradecidos, y una lluvia de crisantemos y dalias desmenuzadas y coloridas comenzó a caer sobre nuestro carro. A nuestro paso y sobre nosotros. Lanzaban a puñados de pétalos de aquellas flores hacia las ventanas de nuestra carroza. Mi falda se cubrió con un manto amarillo y naranja. Los pétalos cayeron sobre nuestros cabellos, se engancharon en las cortinas y su olor perfumó nuestro entorno con un ácido perfume a victoria. El rey sonrió incrédulo y yo no salía de mi pasmo. Ese era el recibimiento que había esperado el día que arribé en París, pero a los franceses, igual que a los españoles, hay que ganárselos.   

Esperé a que el palacio estuviera dormido para evitar un revuelo innecesario y alcancé la habitación del duque de Bucking, donde ya se había alistado y hablaba en tono tenso con su embajador. Me acompañaban Juan, dos soldados de la confianza de François, que él mismo había recomendado para la misión, y el anciano secretario del rey.

Cuando entré ambos se separaron con un evidente enfado y me encararon, el duque hastiado y el embajador con una sonrisa satisfecha. Recibió de las manos del secretario del rey toda la documentación que llevarían a Inglaterra. Las copias de los acuerdos, y unos cuantos papeles más.

—Os he echado de menos el lunes, en la plaza. —Dije mientras el duque se ponía un chal sobre los hombros, a duras penas a causa de su brazo dañado. Me miró con sorpresa y al mismo tiempo con algo de escepticismo.

—¡Ah! ¿Y se puede saber dónde me habéis echado en falta, a vuestro lado o sobre el patíbulo?

Juan se rió, pero tras ver una leve sonrisa en mis labios, el duque también soltó una risilla, y después un suspiro, quitándole hierro al asunto.

—Lamento que me mandéis de vuelta tan pronto. Me hubiera gustado conversar con vos un poco más.

—No soy una gran oradora. —Murmuré, algo alagada.

—Yo tampoco.

—Estos hombres os acompañarán. —Comentó Juan, señalando a los guardias—. Un carro os espera abajo. A las afueras de París os espera nuestro subcomandante general, que os llevará hasta la costa y os enviará en un barco comercial de nuevo a Inglaterra.

—Bien. —Dijo—. Nunca había extrañado tanto mi casa como ahora.

Ricardo sostuvo los papeles y los metió dentro de una funda de tela. Los llevó consigo y terminó de alistarse bajo la atenta mirada de su señor. Yo los miraba a ambos, sintiendo como había despertado a una bestia dormida. Cuando Cecil cruzó la mirada conmigo me sonrió, adivinando mi pensamiento y yo sonreí.

—Tengo vuestras palabras grabadas a fuego en mi mente. —Dijo mientras el embajador iba por delante, saliendo de la habitación.

Nuestros caminos vuelven a encontrarse, y a pesar de nuestras diferencias deseo que me mostréis cuál es la verdadera situación de esta guerra. […] Mostrarme vuestras cartas y yo os mostrare las mías, si ambos deseamos el fin de la guerra no somos enemigos y aunque siempre habéis sentido un profundo odio hacia mí, y hacia mi familia, yo no os guardo ningún tipo de rencor.

Recitó, de memoria.

—No me mostrasteis vuestras cartas. —Le dije, adelantándome a su recriminación y él sonrió—. Pero algo es cierto, no os odio. A pesar de que vos me odies a mí.

Terminó de alistarse y pasó por mi lado, acompañado de los dos guardias, pero se detuvo a mi altura y me miró con ojos ávidos de venganza.

—Odio miraros. Tenéis la vacía mirada de vuestro padre.

Cuando hubo desaparecido dejó tras de sí un silencio mortal. Juan puso una mano sobre mi nuca y con suaves palmaditas hizo un vano intento por reconfortarme.

—No contéis con tener una amistosa relación con el inglés, no al menos durante vuestro mandato.

—No contaba con ello.

Nos condujimos a mi gabinete, y desde las ventanas vimos partir el carruaje. Iba precedido de un segundo, solo con soldados y guardias de palacio. Si ese hombre conseguía escapar, me haría quemar el país entero para sacarlo de su escondrijo.

—Brindemos, con un poco de licor. —Exclamó Juan, cuando el carro desapareció de nuestra visita. Yo me sentí desazonada. No estaba segura de si el inglés lograría llegar a Inglaterra. O por el contrario, si llegaba, qué me aguardaría después.

—Su majestad no debería tomar licores fuertes. —Advirtió Manuela mientras se cruzaba de brazos.

—¡Haz caso, maldita sea, y sirve un par de copas de licor!

—Tres. —Dije, mientras ella arrugaba el ceño—. Brindemos también por vuestro enlace.

Juan formó un mohín en sus labios. Manuela se deslizó hasta las botellas y cogió una de licor de moras. Alcanzó también tres pequeñas copas de plata y vertió un poco de licor en cada una. Nos la ofreció, y galante, Juan la aceptó y la levantó para brindar. Los tres entrechocamos las copas.

—Por el fin de la guerra. —Dije yo.

—Por nuestro enlace. —Dijo Manuela y yo sonreí, a pesar de que ella no lo hizo.

Pero Juan sonrió con pérfida expresión maquiavélica.

—Una cosa más, alteza. Hay una tercera cosa que celebrar.

—¿Qué? —Pregunté, pero no dijo nada más. Sonrió hasta que su expresión se transformó en una mueca diabólica y se llevó la copa a los labios. Manuela le imitó pero yo me quedé a medio camino. El sonido de unos pasos me contuvo y un hombre entró precipitadamente al gabinete.

François.

Palidecí. Intenté pronunciar su nombre, pero no atiné. No encentré el aliento. Juan vació la copa y la dejó sobre la mesa. Manuela se separó la copa de los labios y se retiró, algo sorprendida. Yo apreté la copa con la mano hasta que las decoraciones rebujadas se me clavaron en los dedos.

—Alteza... —Murmuró, con tono consternado y faltándole el aliento.

—Déjanos… —Murmuré a Manuela y esta desapareció por la puerta pero Juan se mantuvo a mi lado, más alerta que sorprendido.

—Mi señora…

—¿Qué ha ocurrido, François? Pensé que estaríais…

—Mi señora… —El tampoco atinaba a hablar.

—Márchate, Juan. —Le dije, temiendo que su presencia pudiese estar influyendo en el general, y muy a regañadientes se inclinó con una reverencia y siguió a Manuela al exterior.

Mientras dejaba la copa sobre la mesa el general deambuló por la estancia. Se apoyó en el respaldo de uno de los sofás y lo rodeó, dejándose caer sobre él. Parecía exhausto, como si hubiese regresado de una larga carrera, pero estaba confundida. Sus hombros temblaban y su respiración era entrecortada. Estaba aguantando el llanto. Luchaba por no desmoronarse, y su ansiedad crecía por momentos. Se inclinó hacia delante y apoyó el rostro en sus manos, cuyos codos había hincado en sus rodillas. Tomó aire profundamente, con grandes bocanadas que debían dolerle en la garganta.

Serví un poco de agua en una copa y la puse sobre una mesita su lado pero la ignoró, y me ignoró a mí. Parecía absorto en su propia angustia. El silencio me puso nerviosa, y todo alrededor parecía avejentarse. El aire se había tensado y contuve el aliento a la espera de que pudiera hablarme. En aquel silencio se podía oír su respiración amortiguada por la máscara. Aquello parecía ahogarle aún más y me contuve para no desatar los cordeles que se hundían en su cabello. Apoyé mi mano en su hombro, y él pareció volver en sí. Alzó la mirada y su ojo azul como el lapislázuli me sorprendió, haciéndome retirar la mano.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien vuestro padre?

—No ha sido mi padre, señora. Mi hermana… Joseline…

No pensé que aquello me fuera a doler tanto. Sabía lo que venía a decirme, sabía que era momento de enfrentarlo, y creí que estaba preparada. Que un frío hielo cubría mi espíritu, y que mi alma se había protegido con sendas corazas de hierro. Pero me hirió profundamente con su mirada suplicante. Le aparté el rostro y me dirigí a la mesa. Acabé el contenido de mi copa y él se volvió hacia mí, apoyándose en el respaldo del sofá.

—Ha fallecido, mi señora.

Puse una mano sobre mis labios, conteniendo un gemido. Apreté mis mejillas. Contuve las lágrimas, o el espasmo de un susto. Su voz era lastimera y suplicante. Pero ya no le servirían de nada las súplicas. Tampoco le serviría mi consuelo. Intenté buscar el valor de volverme y enfrentarlo, pero no lo halle. Oía su voz detrás de mí y juro que una parte de mí, y por un momento, se arrepintió de lo que había ordenado hacer. Dios no me perdonaría aquello.

—No ha superado la noche. Ha estado enferma unos días, y hemos hecho llamar a un curandero, pero no ha sabido encontrarle la dolencia.

—Esto… Esto es una pena… François. Mandaré que la entierren como es debido… y… y haré que den misas por su alma, todas las que su padre y vos queráis que…

—Mi señora. —Me sacó de ese trance de pena en que me estaba sumergiendo—. Mi señora…

—François. —Murmuré, encarándole. Él se levantó del sofá y acudió a mi lado. Con sus manos aferró mis muñecas y aunque pretendía ser un gesto gentil y lleno de ternura, su fuerza me sorprendió. También su voz. Había perdido la pena y ahora se mostraba más seria y acalorada.

—Siento decíroslos, mi señora. He mantenido este secreto mucho tiempo pero ya no importa. Y si no os enteráis por mí, otro os lo contará y sé que perderéis la confianza que alguna vez me habéis depositado.

Yo no dije nada. Bajé la mirada y él me apretó aún más las muñecas. Me estaba poniendo en una situación extremadamente incómoda. Y agradecí que Juan se hubiese marchado, porque de lo contrario, ya lo habría confrontado.

—Mi hermana, estaba en estado, desde hacía meses. –Alcé los ojos. Me miró con compasión. ¡A mí! Eso me enfureció y retiré mis manos de las suyas.

—¿Del rey? —Pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Sí, mi señora. Ella…

—Ya sé lo que ella hacía. Sé a lo que ella se dedicaba aquí en palacio.

Comencé a sudar y me pasé la mano por la frente. Él se acercó a mí y volvió a sostener mi antebrazo con una mano firme y fuerte.

—El médico nos ha dicho que su embarazo se complicó, que alguna infección se ha metido en su sangre, y después de abortar, falleció.

Asentí, apretando la mandíbula.

—Comprendo…

Decir aquello no le resultó nada fácil, y volvió a inclinar le rostro, conteniendo el llanto. Me pregunté si debajo de su máscara habría un mar de lágrimas, ahí comprimido. Me hubiera gustado poder ver su expresión completa, rota por el dolor, como fuente de martirio. Con mi mano libre acaricié su oreja, y los cabellos que crecían alrededor, rizados y rebeldes, húmedos por el sudor. Se dejó acunar por esa caricia.

—Lo siento de veras…

—Era una buena mujer… —Murmuró—. Hizo todo lo que se esperaba que hiciera…

—Estoy de acuerdo.

—No se merecía morir. Ahora que mi padre estaba libre de la prisión, que podríamos empezar en otra parte…

—Es un duro golpe, lo comprendo.

No hallaba las palabras de consuelo que necesitase. Tampoco creo que las hubiera. Preferí no decir nada más, y permitir que me tomase de la muñeca y llorase bajo su máscara mientras le acariciaba el cabello. Pero unos minutos después el llano cesó, y cuando alzó la mirada para fulminarme con ella, me hizo temblar.

—Ha sido el rey.

—¿Cómo? —Pregunté mientras intentaba, en vano, deshacerme de su agarre.

—El rey la ha mandado matar, estoy seguro de ello. El médico no se explica su muerte, pero yo sé que ha sido el rey. La ha envenenado. Estoy seguro.

Empecé a sudar copiosamente, sintiendo como un frío febril me cubría las axilas y la espalda. Intenté sonreír, para quitarle importancia a lo que había dicho, pero solo pude temblar.

—Lo que estáis diciendo… es una acusación muy grave, François.

Aquello pareció devolverle a la realidad pero no completamente. Bufó, se revolvió, me soltó y se alejó, pero rondó alrededor como una bestia enjaulada. Me llevé la mano al vientre y palidecí.

—Enrique sabía que estaba en cina. Ella se lo dijo, y después me lo contó a mí, cuando la expulsó de palacio. —Me señaló—. Habría complicado vuestra descendencia. Ha sido por eso. Por eso, y porque no podría tener un hijo de una mujer, cuyo padre es un traidor a la patria.

Tragué en seco, y estuve a punto de gritar para que Juan volviese a la habitación, pero el general se llevó una mano a la frente y después resopló, ruidosamente. Cuando volvió su mirada hacia mí, sintió compasión de nuevo y negó con el rostro, buscando en su interior el modo de apaciguarse.

—Perdonadme, no son más que… sospechas. No pretendo culpar a nadie.

—Son acusaciones muy graves

—Y sin pruebas, lo sé. —Dijo—. Pero a alguien tengo que achacarle la muerte de mi hermana. Dios es injusto, lo sé, y los embarazos son complicados, no me cabe duda. Pero siento… una rabia y una impotencia que no me abandonan…

—Debéis rezar. —Dije, y sé que estuvo a punto de reírse de mí, pero me mantuve seria—. No sé qué otra cosa sugeriros. Si no halláis consuelo en la razón o en las explicaciones del médico, tal vez lo halléis en el rezo y en Dios.

—¿Servirá de algo?

—No lo sé. Pero ponerle voluntad es allanar la mitad del camino.

—No tengo voluntad. —Dijo—. Vos me la habéis arrebatado toda.

—Tengo que pediros que os marchéis. —Dije, agrupando las migajas de valor que me quedaban dentro. Puse una mano sobre mi vientre y me apoyé en la mesa. Estaba exhausta y atemorizada. Era un hombre inestable, con ideas violentas. Y se sentía subyugado.

Al verme en aquel estado se dominó y asintió, arrepentido. Se acercó a mí y levantándose ligeramente la máscara descubrió sus labios para besar el dorso de mi mano. Sus labios estaban empapados en lágrimas saladas.

—Perdonadme, no pretendía incomodaros. Creía que podría hallar consuelo hablando con vos. Pero no estoy en mis cabales…

Sin decir nada más salió de la estancia y al cerrar tras de sí, me dejé caer sobre una de las sillas. Aún con la mano sobre el vientre, y con las piernas temblorosas. Manuela y Juan no tardaron en regresar, cuando vieron marcharse a François, y venían con aire jovial, pretendiendo continuar con la celebración que nos había reunido, pero yo estaba como atontada. Manuela no tardó en llevarme a la cama, y Juan se quedó con ella en el gabinete hablando largo y tendido. Podía oír sus voces a través de las paredes, por entre las rendijas de las puertas. El sudor frío no me abandonaba, y tampoco la amarga sensación de desavenimiento. Pero oír sus voces me reconforto en aquel delirio febril.


 


⬅ Capítulo 58                                           Capítulo 60 ➡

⬅ Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares