UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 58
CAPÍTULO 58 – ACUERDOS DE PAZ
Antes de medio día del día siguiente los acuerdos estaban firmados. Un alivio general se instaló en el ánimo de la mayoría de nosotros. Aunque era innegable que nos rodeaba una atmosfera tensa y poco complaciente. No todos habían estado de acuerdo en mi forma de convencer al duque de Bucking para que firmase, y otros veían en la estrategia de los barcos españoles una mala señal, pues una alianza franco española pondría en jaque a muchos países del entorno. Pero aquello no era nada que les tomase por sorpresa, al fin y al cabo, yo era española, y me había casado con el rey francés, y se esperaba de mí que suavizase las relaciones entre ambos países, de una manera u otra.
Nada más firmaron los acuerdos, el inglés pidió volver a su reclusión hasta que se le pusiese en libertad, y el resto nos quedamos en el gabinete del rey, regodeándonos en nuestra victoria. Pero era una victoria solo en parte. Aún quedaban muchos conflictos que solucionar, por eso estaban todos aquellos aliados allí.
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Los cardenales fueron los más severos conmigo. Habían venido buscando una explicación a las acusaciones de guerra santa y se habían encontrado con una compleja historia de acusaciones y muertes. Aún no se conformarían hasta ver unas declaraciones escritas del propio Jacobo por los crímenes cometidos. Y al mismo tiempo reprendieron a la reina madre por su actuación de unos años antes contra los protestantes de la capital. Yo por mi lado, les aseguré que intentaría mantener la paz religiosa en aquel país, cosa que fue de su agrado oír. Sin embrago Antonello, en un aparte, me dijo:
—Las acusaciones de guerra santa son una cosa muy seria, no son para que una niña pilla ayuda a gritos.
—El Papa anda últimamente muy a lo suyo. —Advertí, cosa que no le gustó—. Lavándose las manos con todo, poniendo a todo el mundo buena cara, incluso si le afean o le traicionan. Sois su consejero, tal vez sea culpa vuestra su desánimo por meterse en faena. Con vuestra prudencia, os están comiendo la tostada.
Cuando marcharon, les entregué varios manuscritos medievales, de principios del siglo once. Algunos beatos y unas memorias del abuelo de mi esposo. Paulo los recibió como un regalo inesperado y sonrió con agradecimiento.
—Daremos buena cuenta de ellos.
—Espero que sirvan para ilustrar a toda una nueva generación de religiosos. Aquí en esta biblioteca apenas hacen otra cosa que coger polvo.
Mi tío Fernando, el hermano del emperador, fue el último en desaparecer de la escena. Dada su larga caminata hasta París, y lo apresurado de su viaje, le pedí que se instalase en palacio el tiempo que desease. No se quedó mucho pero lo suficiente como para pasar un poco de tiempo juntos. Buscaba mi compañía e incluso me animó a viajar, cuando hubiese tiempo, a su país, para conocer a esa parte de mi familia que tan solo conozco en retratos. Le aseguré que lo haría, pero nunca llegaría a cumplirlo. Antes de marchar le aseguré que en menos de un mes, cuando hubiéramos conseguido recobrar el control de nuestros territorios, le enviaría los mercenarios españoles con un mes de pago por adelantado, para que pudiesen luchar contra el turco. Le aseguré que algún día podría recuperar su tierra y su trono, pero él no estaba tan seguro como yo y al mismo tiempo parecía felizmente liberado de una responsabilidad.
—Nunca me ha gustado la idea de reinar. –Sonrió, mirando a lo lejos como si pudiese ver su país desde aquella distancia—. Mi hermano me puso ahí, y yo lo perdí. Nadie me quitará mi decepción, pero al mismo tiempo creo que yo no sirvo para eso. Me hubiera conformado con nacer en una familia humilde, de cazadores o embajadores. Ir de un lado a otro…
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Ginebra se fue al día siguiente de la ratificación de los acuerdos. La acompañé hasta su carruaje y se despidió de mí con un efusivo abrazo. En ese momento comprendí que si alguna vez la había visto como una posible suegra, aquello no habría acabado bien. Tenía la suficiente presencia como para no compartirla conmigo, y habría tardado años en entregarme su completa confianza. Y yo a ella.
—Os devolveré a los mercenarios de Fontana. En un mes, con un pago mensual por adelantado.
—Os quedaréis sin dote, alteza. —Dijo, más como un aviso que como una amenaza. Yo suspiré.
—Para eso está. Dios santo, y pensar que me la he gastado toda en terminar esta absurda guerra.
—Vuestro marido estará orgullo de vos. Habéis sabido maniobrar con astucia. Dios quera que el destino no nos enfrente. No tendré piedad, y sabiendo cómo obráis, estaré preparada. —Me señaló con un dedo acusador, y yo sonreí, alagada—. Sé que no podré pediros ayuda contra Nápoles, vuestro padre está demasiado implicado con ellos, pero… pero… —Sonrió—. Si alguna vez hallo el tiempo, me encantaría regresar a veros. Escribidme, y yo os responderé de vuelta. Enviaré saludos a mi hijo de vuestra parte, aunque le escuezan.
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La despedida de Leonor y Anna fue mucho más dolorosa de lo que me hubiera imaginado. Sentí que las enviaba lejos, a su suerte, sin haberles proporcionado ayuda o consuelo. Se llevaban un buen pacto con el inglés, pero dentro de mí aún me desgarraba la idea de la muerte de su padre. Y nació en mí una culpabilidad que antes no estaba, con la que intenté lidiar durante días sin conseguirlo. Y ahora que estaban desalojando el palacio de verano, creí que me sentiría mucho más aliviada pero renació en mí el desconsuelo.
Me hubiera gustado confesarme con ellas, contarles la verdad. Si Leonor no lo entendía, puede que Anna me consolase. Pero no solo no pude, sino que tampoco estaba en mi deber provocarles aquel daño. Ojalá a mi no me lo hubiesen revelado.
—Cuando hayamos expulsado a los ingleses, espero vuestra ayuda. —Dijo Leonor mientras me fulminaba con una mirada gélida, pero comprometida. Su esposo ayudaba a Anna a subir al carruaje. Yo sonreí—. Debéis hallar la manera de ayudarnos con los rebeldes, el inglés se ha comprometido a desarmar a las bandas de sublevados, pero necesitamos intervención política.
—Me pondré con ello de inmediato. Y me comprometo a presentarme allí si es necesario para calmar los ánimos.
—Os tomo la palabra, alteza. —Dijo ella, y se inclinó frente a mí con una reverencia muy dulce. No sentí que lo hiciese por ser la reina de Francia, sino que había sido mi herencia española lo que le había llevado a realizar aquel gesto.
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El condestable, por el contrario, cuando le insinué que prepararía un carruaje para su vuelta a España, entró el cólera asegurando que no se marcharía hasta ver confirmado los acuerdos que se habían llevado a cabo, tanto los firmados con el inglés, como el matrimonio entre Juan y Manuela. A mi dama parecía no molestarle, pero Juan contuvo su frustración hasta que nos quedamos los tres a solas y la emprendió contra Manuela.
—¡Si tu le dijeses que se marchara, lo haría!
—¿Qué te hace pensar que yo tengo más potestad que la reina? —Me señaló mientras yo me sentaba en una mesita, dándoles la espalda.
Tampoco a mí me hacia especial ilusión que el condestable se quedase allí por más tiempo, sintiendo que tenía un guardián y yo seguía siendo una niña, pero era un hombre perverso, y seguramente el rey le hubiese advertido que debía quedarse hasta que el matrimonio se hubiese efectuado, viendo la tardanza del enlace. Pensé que si Enrique le obligaba a marchar a España, no le quedaría más remedio, dado que mi palabra siempre le había parecido algo superfluo. Pero aquello podría desencadenar un conflicto político. Otro más, santo Dios.
—Casémonos ya. —Atajó Manuela, cosa que me hizo dar un respingo y volverme en mi asiento. Juan palideció y se le quitó el enfado de un plumazo. Yo casi me parto de risa.
—¿Cómo?
—¿Qué más da? Nos casaremos igual en primavera, ¿no? ¿Qué importa si lo adelantamos? Si vamos a seguir haciendo vida separados…
—¿No lo diréis en serio?
—¿Qué tenéis en contra? ¿Acaso voy a coartaros la libertad una vez estemos casados? Solo por que el condestable se marche… Tampoco es santo de mi devoción.
Tras un tenso silencio que se produjo, ambos volvieron el rostro en mi dirección, buscando mi opinión, pero yo volví a darles la espalda y me serví un poco de vino en una copa. Oí los pasos de Manuela acercarse hasta donde yo estaba, y me arrebató la copa de la mano, a medio camino de mis labios.
—¿Qué opináis, alteza?
—No tengo mucho dinero para vuestra dote aun. Si pensé en casaros en primavera fue para tener tiempo de obtener algo más de dinero.
—Ya me daréis la dote cuando os venga bien. No os pediré nada, si acaso un vestido. Será lo único que os pida.
—Un vestido. –Dije y ella me miró con sorpresa inusitada.
—Sí, un vestido.
—Yo sí os pediré algo. —Dijo el conde, mientras se acerba a nosotras pero con clara intención de abandonar la estancia, más pronto que tarde—. Que os deshagáis del condestable. Que le mandéis a casa. Hablad con vuestro padre, pedidle que traiga sus barcos aquí y se lo lleven a la rastra si es necesario. No sé que hace aún aquí.
—No cree que os vayáis a casar. —Dije, como si fuera la cosa más evidente y él alzó una ceja.
—¿Y acaso os sorprende que no os crea de fiar? Ni a vos, ni a ninguno de nosotros. La reina del engaño intenta casar al confabulador con la traidora.
Manuela le fulminó con la mirada pero él no se atemorizó. Hablaba con el idioma de la verdad. Yo me hice con una segunda copa para llenarla de licor.
—¿Y si no os casase? —Pregunté, lo que los llenó de esperanza—. Mi padre os mandaría buscar, por deslealtad. Y a mí me pondríais en una situación muy comprometida.
—Por eso mismo lo digo. —Atajó Manuela—. Desposadnos. Ya. Solo es firmar un papel. ¿No?
—Las cosas no son tan sencillas. Hay que hacer una boda, y un banquete y después, las noches de…. —Dijo con aire seductor pero yo dejé la copa de vino de golpe sobre la mesa, haciéndole dar un respingo.
Suspiré y ambos me miraron.
—Aunque me cueste admitirlo, Juan tiene razón. Si no queremos que piensen que es un matrimonio arreglado, solo de cara a la galería, hay que hacer las cosas bien. No creo que el condestable se contentase si le llevo un papel firmado, así sin más, corroborando vuestro matrimonio. Se revolvería en su bilis.
Juan rió imaginándose la escena y Manuela me miró con ojos suplicantes.
—Habéis encerrado al inglés, y le habéis hecho firmar unos papeles que no significan nada. ¿Acaso ahora no podéis hacer lo mismo?
—Los papeles son solo eso, papeles…
—¿Acaso al condestable le habéis prometido algo más?
Aquello me dejó pensativa. Juan pareció algo menos tenso y Manuela un poco más esperanzada. Tener al condestable alrededor era como ceñirse un corpiño hasta la asfixia. Sentir la mirada de mi padre alrededor, como un ente supremo. No nos dejaría obrar con libertad, incluso si no íbamos a pecar. Pero nos sentíamos como niños bajo una estricta vigilancia paterna.
—Pensadlo. —Dije—. Y si os parece bien a ambos, hablaré con el rey y él os desposará.
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Al día siguiente ambos acudieron a mí con una repuesta afirmativa. No sé cómo había conseguido convencer a Juan para acceder. Puede que la presencia del condestable fuera más pesada para él de lo que imaginaba, pero ante su petición, hablé con el rey y le expliqué la situación.
—No haría falta una gran boda. Yo seré la testigo de Manuela y Rodrigo el de Juan. Y convenceréis al sacerdote para que se salte todos los trámites pertinentes. Tenéis potestad para ello. Y solo será para firmar los documentos.
—¿Y la dote?
—Le entregaré una parte ahora, y la otra dentro de seis meses. Espero haber conseguido para entonces la propiedad de alguna finca donde puedan establecerse, si lo deseasen.
—¿Se irán fuera de palacio?
—De momento no. Él es mi consejero y ella mi dama.
Él asintió. Estaba sentado en su escritorio, lo había interrumpido mientras leía unas cartas pero ahora parecía tener toda su atención sobre mí. Yo fruncí el ceño por ese silencio que había prologando.
—¿Qué?
—¿Por qué los casáis?
—Fue el acuerdo al que llegué con el condestable para poder traerme a Juan conmigo a Francia.
—Quiero decir… ¿Por qué con vuestra dama?
—Para tenerlo cerca.
No debí haber dicho aquello. El alzó una ceja y sonrió pero yo frunció el ceño.
—Es un hombre de confianza, igual que ella. ¿Acaso no es lo ideal?
—No se soportan.
No, es cierto. Pero se parecen más de lo que creen, y harán buenas migas una vez…
—¿Harán vida juntos?
—Sí. –Mentí.
Él sabía que mentía.
—¿Por qué no queréis al condestable aquí?
—Es como tener a mi padre subido a la chepa. —Eso le hizo reír y asintió, comprensivo.
—Bien. Cuando digáis, oficiaremos la ceremonia.
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Al día siguiente, el domingo de aquella terrible y ajetreada semana, nos reunimos el rey, un sacerdote, Juan, Manuela, Rodrigo y yo en la capilla del palacio. Habíamos desalojado el lugar de visitantes y viudas y nos afincamos allí. La ceremonia duró menos de media hora. El rey leyó algunos versos, el sacerdote dio las directrices pertinentes, yo di mi consentimiento acompañado de algunas buenas palabras y tras un breve intercambio de arras, como suele hacerse en España, se dieron un beso y firmaron los papeles. El rey firmó su consentimiento y Ricardo y yo como testigos.
—Juan va a estar irritable varios días. —Dijo Ricardo en un momento en que estuvo a mi lado. Lo dijo por lo bajo y mirándome discretamente. Yo sonreí y al mismo tiempo lo sentí por él.
—Llevadlo por ahí. —Dije—. De caza o de mancebías. Lo que le plazca.
—¿Paga la reina?
—Pues como siempre…
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Cuando salimos de allí, Juan desapareció por los pasillos de palacio y el rey regresó a sus habitaciones. Manuela por el contrario me acompañó a mi gaviete y cuando llegamos le sonreí con ternura.
—Ya está hecho. Habéis tenido valor.
Ella me fulminó con la mirada.
—Si el conde se atreve a entrar en estas estancias durante la noche… —Me señaló con un dedo acusador—. Le mandaré a vuestra alcoba. Estará más que complacido.
Yo asentí, conteniendo la risa.
—Bien. Pero si os encuentra en mi cama, solo Dios puede protegernos.
Ella se espantó y ruborizada me apartó la mirada.
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A media tarde me presenté en el gabinete del condestable. Estaba reunido, pero ante mi presencia, se despidieron del condestable y se marcharon.
—¿Estabais ocupado?
—Unos antiguos conocidos han venido a verme. —Dijo con una sonrisa, pero haciéndose el interesante rodeó la estancia y se puso tras su escritorio—. Dime, muchacha. ¿Has venido a pedirme que me marche, que tienen un carruaje listo para llevarme de vuelta a…?
Le extendí los papeles del enlace. Él los miró por encima y después me fulminó con una mirada de rencor.
—No es cierto. ¿Los habéis casado?
—Sí. Es lo que prometí. Se han casado esta mañana. El rey ha presenciado la ceremonia.
—¿Por qué no me habéis invitado?
—¿Yo? El deber de las invitaciones recae en los contrayentes. Si ellos no os han avisado, ¿a mí qué me contáis?
—Esto es un papel. —Dijo él, arrojándolo lejos, de vuelta a mis manos. Yo los doblé, y me los volví a guardar.
—Enviaré una copia a mi padre, si no queréis aceptar esta. Pero ya están casados. El trato queda cumplido.
—Solo es un papel. ¿Me tomáis por tonto? No es un enlace real.
—El inglés se ha vuelto a su tierra con menos.
Alzó la mirada, y yo suspiré.
—Conformaos. No os daré nada más. —Me di la vuelta y una vez en la puerta me volví en su dirección—. Os doy una semana para que pongáis las cosas en orden y podáis regresar. Ya no hacéis nada aquí.
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