UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 57
CAPÍTULO 57 – UNA FUGA FRUSTRADA
A la una de la madrugada François apareció en mi gabinete. Venía de hablar con su padre, y por la expresión en su rostro advertí que había sido una conversación larga, fatigosa y puede que accidentada. María le ofreció un poco de vino pero lo rechazó con una mueca y se excusó, diciendo que tenía el estómago del revés. No pude evitar sentirme culpable, estaba en aquella situación porque yo le había obligado a ello, yo misma le había puesto ahí. El caballo debía moverse, y comerse la torre que me llevaba estorbando toda la partida, con sus innumerables enroques.
Se le ofreció otra cosa para llenar el estómago, sabía que no había tomado nada desde el almuerzo de medio día peor él lo rechazó todo y me pidió que mis damas abandonasen la estancia. Ni estaba cómodo con ellas ni tampoco se fiaba ya de nadie. Su inseguridad era razonable, pero Manuela se enfadó por tener que dejarme a solas con quien parecía alguien inestable. Yo la persuadí.
—¿Qué os ha dicho vuestro padre? Parecéis alterado.
—Estoy alterado. —Dijo, y desembarazándose de su pose perpetua de soldado, se dejó caer en una silla delante de mí y puso sus brazos sobre la mesa que compartíamos.
—¿Seguro que no necesitáis nada para los nervios?
—No mi señora, solo necesito calmarme un poco. Eso es todo.
—¿Qué os ha dicho?
—Lo que esperábamos. Me ha llamado para pedirme que organice un plan de fuga para el conde. ¡Dios santo! Todavía tenía la esperanza de que no me lo pidiese.
—Lo siento de veras. —Murmuré, posando mi mano sobre la suya, que no andaba muy lejos de la mía. Eso le hizo volver a la realidad y se irguió, alejándose de mí, aunque levemente ruborizado.
—Me ha pedido que mande preparar un carruaje, para mí y para un amigo, y que de madrugada cuando sepa que todos duermen, vaya a buscar al duque, y deshaciéndome de los guardias, lo saque de allí, por las caballerizas.
—¿Acaso tu padre no se ha dado cuenta de que, mañana cuando el duque haya desaparecido, todos sabremos que vos lo habéis liberado? A no ser que matéis a los guardias que lo custodian. Incuso entonces. Vuestra ausencia en palacio se hará notar.
Al parecer di en el clavo, aquel había sido el punto de conflicto en que ellos habían discutido. Me miró suplicante, pidiéndome que acabase con aquel dolor de una vez. Suspiró y bajó la mirada abatido.
—¿Y qué le habéis contestado?
—Le he prometido que lo haría, pero hemos discutido largo y tendido. No pretendía hacerme el sorprendido ante su petición, pero sin duda me ha dejado perplejo que tenga el… la… desfachatez…
Como me quedé en silencio, él continuó.
—Estaba asustado. Pero esperanzado. Creyendo que si conseguía sacar al inglés del palacio, después él podría devolver el favor y conseguir su liberación, asegurándome que esto que estaba haciendo, no era tanto por el inglés, sino para salvarle a él. Ha intentado convencerme de que libertando al inglés, lo liberaría a él, y ningún hijo quiere ver a su padre en prisión por un crimen que no ha cometido.
Asentí.
—Le he preguntado, sin rodeos, si realmente ha estado confabulado con el inglés, y no sé si por miedo a vos o por no querer ponerme en su contra, lo ha negado incluso por nuestra hermana, y mi madre. Me ha dicho que nada tiene que ver con los ingleses más que su función como mediador entre él y el rey en este conflicto.
—Pero es un secreto a voces.
—Sí, y estoy seguro de que no es tan ingenuo como para no pensar que yo lo sé. Pero ¿qué va a decir? Está atrapado, y le ha prometido al inglés que lo liberaría. Diría cualquier cosa con tal de mantenerme a su lado.
—Comprendo. —Dije, y asentí, pero él negó con el rostro.
—Acabad con esto cuanto antes, os lo ruego. No puedo soportarlo más tiempo.
Yo asentí y me levanté, dispuesta a remediarlo. Él se levantó conmigo y me sonrió, con agradecimiento.
—No sé qué haré para compensaros por todo lo que habéis hecho por mí, —murmuré—, una vez que todo esto termine.
—No me debéis nada. —Dijo él, mientas se pasaba los dedos por la máscara, como si quisiese colocársela, o retirarse alguna lagrima oculta que resbalase por su interior—. No quiero nada de vos, ni de nadie. Si la guerra termina, será suficiente regalo para mí.
—Algo habrá que pueda complaceros…
Pensó, y se volvió a mí, derrotado.
—Misericordia.
♛
A Jaime lo trajeron a la sala del consejo. Yo le estaba esperando, sentada. Me habían traído una copa de vino y un poco de agua fresca. Un par de candelabros alumbraban la estancia oscura y a lo lejos se podía escuchar el viento del exterior. Juan estaba al otro lado de la celosía, escondido, por si hacía falta su presencia inmediata. Pero aquello me ponía nerviosa, como si estuviese representando una actuación de teatro para un público privilegiado.
Cuando el consejero del rey entró en la sala, acompañado de dos guardias, se quedó algo pasmado. Estaba confuso, desorientado y con una mueca de cansancio. Pero al posar los ojos en los míos, su expresión se volvió aterrorizada, como quien entra en la cueva del diablo. Su sombra, alargada y oscura, se movía por las paredes, y los tapices que decoraban la estancia, a causa de la tenue luz de las velas, parecían monstruosas representaciones del peor de los infiernos de Dante. En la mesa, un zurrón de cuero repleto de papeles y misivas.
Tragué saliva, y él hizo lo mismo.
—Alteza… —Dijo, y jamás le oí pronunciarlo con tanto desconsuelo. Cuando lo dejaron a solas conmigo, cerrando detrás de él, volvió a sentirse orgullo y algo airado. Pero se le pasó en un instante.
—¿Sabes por qué te he hecho llamar?
—Para hablar de los acuerdos. —Afirmó pero yo chasqueé la lengua. Estaba preocupado. Me imaginaba que se estaba imaginando a su hijo llevándose al duque inglés lejos, pero conmigo aún despierta, aquello podría echarse a perder.
—No. –Dije. Eso le hizo fruncir el ceño y fingió pensar. Bebí un poco de vino para darle tiempo y me llevé la mano al pomo de la espada que sobresalía de mi cadera. Eso le hizo erguirse y yo sonreí—. ¿No se le ocurre nada, conde?
—Para hablar de mi encierro, supongo…
—Supone bien. Por no solo eso. Deberíais darme las gracias. Aún lo estoy esperando.
—¿Las gracias por qué?
—Con los barcos españoles en las islas inglesas, os he alejado al enemigo del estrecho. Ahora vuestro bloqueo ya no hará falta, podéis respirar tranquilo. La guerra se terminará dentro de poco.
—Ya… —Murmuró, sin saber muy bien qué decir.
—No parecéis muy feliz de ello.
—Me habéis acusado de alta traición.
—Ah. Sí, es cierto. —Saqué el contenido del zurrón sobre la mesa y se lo mostré. El no tardó en reconocer parte de aquel papeleo y retiro la vista como si le hubiesen pinchado en el trasero—. Supongo que no hará falta que os explique qué es todo esto. La mayoría de estos papeles estaban en vuestras dependencias privadas. ¿No es así?
—¿Cómo los habéis conseguido?
—¿Cómo pensáis que lo he hecho?
—Habéis mandado a vuestro perro faldero a mi casa, y habéis saqueado mis escritorios… —Murmuró, reconcomido por la rabia. Agucé el oído por si oía alguna risilla proveniente del escondite. Pero nada.
Sonreí. A lo que él pareció aún más seguro de su afirmación.
—Tenéis al traidor en vuestra propia casa, señor. Y esta misma noche habéis acabado por volverle contra vos.
Sus ojos se abrieron de par en par y su boca se entreabrió, con sorpresa. Dudó unos segundos, y parecía que en su mente se desataba una batalla.
—Si pensáis que ahora mismo vuestro hijo se está llevando al duque lejos… —Reí—. Estáis muy equivocado. El inglés permanecerá aquí hasta que a mí me venga en gana, y vos… vos habéis firmado vuestra sentencia de muerte.
Saqué una carta, ya abierta, con el sello del subcomandante general de los ejércitos. Se la extendí pero él no hizo el amago de leerla, aunque hubiera debido hacerlo, considerando la situación en la que estaba.
—Esta mañana partió un jinete con esta carta, que me ha llegado hace unas horas. Vuestro hermano ha sido detenido en el puerto de R* cuando sus barcos tocaban tierra. Lo están trayendo a la prisión. Mañana puede que os haga compañía, o puede que su labor como traidor le lleve directamente al cadalso. Ya veremos qué se me ocurre…
Aquello pareció decidirlo todo. El hombre se mostró hundido y abatido frente a mí. Recapacitaba por momentos y sentí como las fuerzas le abandonaban. Si alguna vez había sido un gran hombre poderoso y orgulloso, ahora solo era su exoesqueleto, abandonado de hálito y alma. Recordé el día que nos conocidos, en la frontera con Francia. Era un hombre más gallardo y autoritario. Me mangoneó todo el tiempo que me tuvo bajo su influencia. Pero ahora se debatía en si mirarme o lagrimear.
Un extraño sentimiento me embargaba, una euforia que no había conocido antes. Todos mis planes habían confluido en un hombre, en una decisión, y ahora este ser se veía presa de mis fauces. Y él lo sabía, ahí residía el éxtasis. Él se veía perdido. Y yo había ganado.
Suspiré y tamborileé con los dedos sobre la mesa.
—Desde hoy se le retiran todo los títulos y poderes. Ha dejado de ser el consejero del rey. Ya buscaremos a otro menos ambicioso que le sustituya. Tal vez su hijo quiera ocupar ese puesto.
Asintió, derrotado.
—Este es un gran escándalo. ¿Lo comprende, cierto?
—Lo comprendo.
—Pero el mismo que le ha condenado me ha pedido misericordia. —Le extendí un fajo de papeles. Unos planos y un título.
—¿Qué es eso?
—Una pequeña finca, al este del país. Cerca de la frontera con el imperio. El clima es muy bueno, el aire es puro y tendréis terrenos donde podréis dedicaros libremente a la caza.
—¿Qué queréis decir? —Preguntó, temiendo que le estuviese gastando una broma.
—Sois ya anciano, tenéis una buena vida, una buena hija y una esposa encantadora. Disfrutad de vuestro tiempo, y de vuestra familia mientras podías. Estoy siendo gentil, porque estimo a vuestro hijo y él me lo ha pedido, pero no me costaría nada llevaros a la prisión y mandaros encerrar de por vida por vuestra actuación. O algo mucho peor. Por vuestro hermano no puedo hacer nada, aunque seguía órdenes, se ha llevado todo el dinero que ha podido y más a costa de la vida de nuestros soldados. Sus manos están igual de manchadas que las vuestras. Pero alguien debe pagar por esto. —Suspiré—. Será juzgado por traición a la corona y lo ejecutarán el lunes, junto con doce de sus almirantes.
él me miró con pena, pero al mismo tiempo con alivio inusitado.
—La traición se paga.
—¿Debo creeros?
—No tenéis nada que perder. —Me levanté para despedirlo—. El carro que vuestro hijo os ha preparado os llevará a vuestra casa. Recoged vuestras cosas y marchaos de la capital. Os advierto que os tendré profundamente vigilado y que no hay un solo rincón de este país que se me escape de las manos. Si osáis obrar de nuevo en mi contra, o en la del rey, el destino que os espera no entiende de justicia ni de razón.
Tras unas breves palabras de despedida, el conde se marchó acompañado de dos soldados de palacio. Respiré aliviada cuando se hubo ido pero al mismo tiempo me sentí profundamente culpable por dejarlo marchar sin que hubiese recaído el peso de la justicia sobre él.
Juan se coló por el pasadizo y se acercó a mí, algo abatido, como yo. Sabia de mis intenciones desde hacía días, y aunque al principio no le había hecho gracia que lo dejase ir, sin más, comprendía mi actuación. Su hijo estaba ya bastante herido como para mantenerlo a mi lado con aquel nuevo rencor sobre mí.
Sentándose a mi lado alcanzó la copa de vino y bebió un largo trago de ella. Yo lo miré en busca de unas palabras de consuelo, pero no las encontré.
—Si me lo encuentro por ahí, juro que lo ensarto en mi espada.
—Yo también. —Dije—. Y lo dejaré medio muerto para que vos lo rematéis.
—¡Oh! Que honor me brindaríais.
—Tal vez muera de pena… —Murmuré, mientras bebía de su misma copa.
—Este no es de esa clase de hombres que mueren de pena. Se quitan los restos de la pena de encima como si les hubiesen caído un par de migas y siguen con su vida como si nada, sobreviviendo como sanguijuelas o animales carroñeros.
—¿Y vos? ¿Moriríais vos de pena?
—Tal vez. —Dijo—. Pero qué pena tan profunda debiera ser esa…
♛
Ya de madrugada, cuando se habían llevado a Jaime de palacio y todo el mundo parecía dormir, Juan me acompañó hasta la habitación donde habíamos retenido al duque de Bucking. Dos guardias esperaban en la entrada, custodiando la habitación, y al vernos llegar, se apartaron. Juan entró primero, con la espada al cinto bien sujeta y yo le precedí. Una tenue luz en una chimenea parpadeaba con titubeantes sombras por toda la estancia. Ante nuestra intromisión, el duque de Bucking se levantó de la silla donde se había estado removiendo impaciente a nuestra llegada y nos encaró con recelo.
—¿Por qué has tardado tanto… mucha…? —Enmudeció al reconocer a Juan entre los haces de luz y cuando me encontró a su espalda, volvió a sentarse y nos dirigió una sonrisa cauta.
—¿Estabais esperando a alguien? —Preguntó Juan, cerrando detrás de mí y acercándose al duque poco a poco, con aire juguetón. Parecía un gato, merodeando a un ratón sobre el que va a saltar. El inglés lo sabía muy bien, y ajustándose a su papel, se escondió aún más en su asiento, algo atemorizado. Intentó mantener la compostura, pero Dios sabe que se olía el miedo que el pobre desprendía. Yo sonreí.
—Sí, al camarero. He pedido hace unas horas algo de cena, y aún no me traen… nada… —Dudó y pasó la mirada de Juan a mí, curioso—. ¿No es tarde? ¿No debería estar acostada, alteza? En vuestro estado son muy importantes las horas de sueño.
—Nunca he dormido demasiado. –Dije, y aquello pareció compadecerle. Asintió, y atisbé algo de comprensión.
—Aun así, no deberíais estar rondando el palacio a estas horas. —Miró a Juan, buscando algo de apoyo—. Decídselo vos. Seguro que a vos os hace más caso que a mí.
Pero Juan rió.
—¿Eso creéis?
—No… ya veo que sois vos el que obedece y ella la que manda.
Juan volvió a reír ante ese comentario y se sentó, apoyándose sobre la mesa en la que el duque aguardaba. Cruzó las piernas y volvió el rostro diabólico hacia el inglés. La espada refulgía con el fuego de la chimenea.
—¿Y bien? ¿Qué se le ofrece, alteza? Si habéis venido a hacerme compañía, os advierto que no estoy de humor.
—Hum… —Murmuré mientras entrelazaba las manos a la espalda—. Con lo que estimo vuestra presencia…
El inglés me miró desafiante y acabó por suspirar, derrotado.
—El soldadito está de vuestro lado, ¿me equivoco? —Miró a Juan con desdén—. Le habéis embaucado, como a este putero. —Me lanzó una mirada afilada como un aguijón—. Como a habéis hecho conmigo…
—¿No es acaso inteligente rodearse de personas nobles y fieles?
—Fieles a vos, y a nadie más. Eso no se llama lealtad, sino tomar partido por alguien.
—¿No se llama lealtad?
—¿Acaso el muchacho ha sido leal a su padre? ¿O este bribón lo ha sido a su país?
—Son leales a mí. Y eso basta.
—¡Ah! —Exclamó y sonrió—. Más vale que los tengáis atados en corto. A veces los perros se vuelven contra sus amos.
—¿Tenéis vos atado en corto al rey Jacobo?
—Vos me habéis hecho alargar la correa. —Dijo y miró alrededor.
—Os habéis quedado solo, Richard. —Alzó la mirada con desdén—. El conde de Armagnac ha huido.
Juan y yo cruzamos una mirada cómplice y el inglés tembló de pies a cabeza. Se imaginó lo peor, y le dejé en aquel error. Sonreí y él tragó saliva. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa unos instantes.
—Debéis dejarme que hable con Jacobo. Pedid un rescate por mí, él os lo concederá, y después podremos continuar las negociaciones como es debido. Pero no voy a firmar nada en esta situación.
—No os dejaré hablar con el rey inglés.
—Si no sabe nada de mí en algunos días, se pondrá en alerta y enviará emisarios.
—Retendremos a los emisarios aquí con vos.
—En ese caso se os declarará la guerra.
—Ya estamos en guerra. ¿Acaso no lo recordáis? Y bien puedo tomaros como rehén, si me place, pero no tengo intención de dejaros marchan, ni por todo el oro inglés.
—Si en unos meses no estoy de nuevo en Londres, el rey tomará represalias.
—¿De verdad creéis que duraréis más de una semana aquí? —Preguntó Juan, con una sonrisa pérfida—. A la reina no le gustan las vistas que se prologan, y abusan de su presencia.
—Mañana se os volverán a traer los acuerdos de paz. Si os place, firmadlos. Si no, tal vez prefiráis reflexionar en las mazmorras de la prisión. Tal vez el frío y el hambre os abran la mente.
—¿Qué legalidad tienen unos acuerdos de paz firmados bajo coacción? —Preguntó y yo me encogí de hombros.
—La misma que unos firmados sin coacción. Y con tantos implicados como es el caso, negarse a cumplirlos puede desembocar en terribles consecuencias.
Él me miró como si fuese una lunática, pero yo me encogí de hombros.
—Solo son unos papeles, tenéis razón. Ni si quiera Dios podría obligar a vuestro rey a cumplirlos. Pero vos sois más inteligente que eso. —Me acerqué a él, a lo que Juan se separó de su lado y me cedió el espacio—. La guerra se acabó, Richard. Ya no tiene sentido prolongarla. Vuestros tejemanejes con el conde de Armagnac se acabaron, han salido a la luz y el lunes se ajusticiará en el patíbulo al hermano del conde, el capital de la armada, y a doce de sus almirantes. Los barcos se han retirado del estrecho y el bloqueo ya no existe. Además, vuestros soldados se han quedado tirados en el continente. Los Países de los Lagos están presionando para expulsarlos hacia la costa igual que nosotros y dentro de unos días, cuando no tengan suministros, ¿qué pasará? No serían los primeros ingleses que se cambian de bando a causa del abandonado de su rey. El cual ahora mismo está inmerso en recuperar unas cuantas islas que ha perdido a manos de los españoles. ¿Acaso el rey le echará en falta, Cecil? ¿Qué creerá que le diría si le sugiere continuar con la guerra en el continente?
—El rey hará lo que yo diga.
Suspiré.
—Desde aquí no creo que le oiga. —Murmuro Juan. Para entonces, el inglés había comenzado a ignorarlo.
—No sea injusto con su pueblo, ni con usted mismo, Richard. —Le advertí, en tono conciliador—. Sus soldados se merecen la verdad, saber que la contienda no tiene más razón de ser. No creo que a ninguno le guste permanecer más tiempo aquí. Todos desean volver a sus casas, con sus familias. Como todos anhelamos.
—¿Incluso vos?
—Incluso yo.
—Si yo accediese… —Suspiró y aquello me llenó de paz y gozo. Sentí el alivio recorriendo cada parte de mi cuerpo—. Sabed que no será definitivo. Sabed que estaré esperando a volver aquí, y hacer justicia. –Se levantó, con aire orgulloso y Juan se puso a mi lado. Pero aquel hombre no representaba realmente una amenaza. No físicamente.
—Lo sé. Estaré preparada entonces.
—Bien, nos volveremos a ver las caras, alteza.
Yo sonreí, casi con alegría, a lo que él se derrumbó en la silla donde antes había permanecido y me lanzó una mirada llena de rencor. Pero al verme sonreír, casi se ablandó.
—Tal vez me pase por España y le diga a vuestro padre que ha criado a una hija digna de su apellido. La sierpe de la bestia…
Juan rió y yo me encogí de hombros, y a punto de darme la vuelta sugirió…
—Y para preguntarle qué se le ha pasado por la cabeza para invadir territorio Inglés.
Yo sonreí.
—Tal vez cuando lleguéis a vuestra tierra os encontréis una triste sorpresa.
El inglés me miró y su rostro se contorsionó en un rictus de pasmo y susto.
—Mañana nos reuniremos. Firmareis los acuerdos, y cada mochuelo a su olivo.
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