UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 56

CAPÍTULO 56 – NEGOCIACIONES

 

Tanto el duque de Bucking como el conde de Armagnac pasaron la noche en el calabozo, igual que el resto de sus ayudantes y séquito. En un principio se les pensó llevar a la bastilla, pero yo exigí que al menos al inglés y a Jaime se les custodiase en las dependencias de palacio. No había mucho espacio en las mazmorras, pero al menos conseguimos acomodarlos en dos habitaciones separadas. Si el duque de Bucking pensaba que se le iba a retener con todo lujo de comodidades, estaba muy equivocado. Mi padre y mi abuelo me habían inculcado la idea de que a los presos de importancia se les acomodaba como a invitados, pero yo no estaba dispuesta a dejarles disfrutar de unas vacaciones a costa del presupuesto de palacio. A Jaime se le trató como a un traidor y al inglés como a un enemigo público.

Antonello vino a verme a mis dependencias aquella tarde para informarme de que se estaban redactando los acuerdos de paz que todos los invitados exigían, que las negociaciones avanzaban y que aunque había algunos puntos en desacuerdo, todos parecían colaborativos. Solo faltaba hacer reflexionar unas noches al inglés en el calabozo para presentarle aquellos papeles.

Me encontró a la hora de la cenar, y dejé el caldo a un lado para mirarle con atención. Pareció avergonzado por interrumpirme pero le pedí que me pusiese al día. Cuando lo hizo, antes de marchar, me sonrió con algo de astucia.

—Tened cuidado, que habéis encerrado a un hombre vengativo. Cuando se encierra a un gato, uno no puede esperar que al soltarlo, no se le lance a uno a los ojos. —Mi mirada fue gélida—. Porque pensáis soltarlo… ¿no?

—No lo sé. Las condiciones en las mazmorras son duras, y un hombre tan mayor, con tantas dolencias…

—No lo estáis diciendo en serio. —Atinó a decir con un tono de reprensión.

—Encargaos de los acuerdos, que vuestro joven ayudante os busque en la biblioteca toda la información que necesitéis. Y procurad que las cosas no empeoren con los invitados. —Suspiré—. Yo me ocuparé de lo que me concierne.

—¿Hace mucho que no os confesáis? —Preguntó, airado.

—Cuando la conciencia me apriete lo haré.

—Recordad que otra conciencia crece en vos, y debéis mirar por ambas…

 

Dos días después, el miércoles de aquella semana, el duque de Bucking exigió reunirse con el conde de Armagnac y su embajador para proponer un acuerdo. Me apreció un gran avance en las negociaciones, por lo menos habíamos conseguido romper las barreras de su cerrazón, y accedimos a reunirlos a los tres, bajo estrecha vigilancia, en una de las habitaciones de palacio.

Para ello usamos la habitación del consejo que ya habían terminado de restaurar y allí los dejamos dentro, con cuatro guardias en la entrada y una bandeja con vino, fruta y pasteles. Y papeles, y plumas para que escribieran sus condiciones. Ricardo hizo las veces de secretario de ambos, buscando la mejor manera de aunar en el papel todas aquellas palabras y condiciones que se estaban inventado.

Pero unos cuantos pares de ojos estaban puestos sobre ellos, los nuestros. Juan, François, el rey y yo estábamos al otro lado de la celosía de madera tallada que daba a los pasadizos. Nos habíamos sentado allí y observábamos en silencio mortal. Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que éramos estatuas de mármol, con los ojos fijos en algún punto detrás de aquellas tallas y los labios sellados. Con la respiración silenciosa y el cuerpo inmóvil. Presenciamos la creación de una trampa, un par de arañas que tejen una fina seda para embaucarnos.

La conversación se inició a causa de los acuerdos que nosotros le habíamos proporcionado, y que se habían redactado un día antes. El inglés vociferaba, y se desgañitaba, paseando con su perpetua cojera alrededor de la mesa. Estaba algo desaliñado a causa de haber pasado dos noches en el calabozo, y aunque Jaime le había acompañado, había hecho un esfuerzo por que no se le notara, ajustándose las ropas y atusándose el cabello. Al inglés eso le traía sin cuidado. Toda su mente estaba puesta en una posible escapatoria que le alejase de París.

—¿Cómo que os ha encerrado? —Preguntó Jaime mientras revolvía entre los papeles—. No pueden encerraros, sois un emisario del rey Jacobo.

—Si cuatro hombres te atan de pies y manos y te lanzan dentro de una celda. ¿Qué se supone que puedo hacer? —Le preguntó, exasperado—. No me han dejado ni si quiera enviar un mensaje al rey.

—Ni os dejarán. –Aseguró Ricardo—. Lo mejor es que finiquitemos estos acuerdos de una vez. Ya no sirve de nada prolongar esto. Los barcos se han ido, y ahora el bloqueo es inútil. Jaime, ya no sacáis nada de esto.

Aquellas palabras tan sensatas nos llenaos a todos de una esperanza cálida y agradable. Parecía que al fin alguien comenzaba a intentar mover los engranajes de aquel reloj estropeado. Pero Jaime, aunque sorprendido por aquella declaración, parecía mantenerse aún fiel al inglés y desestimó darlo por terminado. Aún coleteaba, aunque llevaba semanas fuera del agua.

—¿Y qué pretendéis que haga? No pienso colaborar con esa española que ha venido aquí a quitarle el gobierno al rey…

—¿Qué gobierno? —Preguntó el duque de Bucking —. ¿El que vos mismo queríais? A vos será a quien os lo ha quitado. Sois un inútil. Os habéis dejado comer la tostada por esa mocosa.

—No es una mocosa. —Dijo Jaime, con aire de pasmo—. Y me sorprende que seáis vos quien lo diga, os ha atrapado aquí, y vos habéis venido por vuestra propia cuenta. Solito os habéis metido en este problema.

—Ella me llamó. –Dijo él, dejando que Jaime negara con el rostro, casi abatido.

—Ya no saco nada del bloqueo, pero aun podemos encontrar alguna otra forma. Cuando los barcos ingleses regresen, volveré a sacar los barcos al mar, y todo estará como hasta ahora…

El duque de Bucking lo miró, cargado de sorpresa.

—¡Sois un ingenuo! Ni vos ni yo saldremos de aquí si no nos comprometemos con sus pactos de paz. Ha reunido aquí a toda la monarquía europea para que sean testigos de que cumplimos nuestra palabra. Desobedecerla será como declararle la guerra a medio continente. Si estáis tan ciego como para creer que dando falsas esperanzas saldremos de aquí, y todo continuará igual, es que realmente os habéis merecido que os arrebaten vuestro lugar en el consejo…

—Los acuerdos son bastante benevolentes, mi señor, teniendo en cuenta la situación en la que nos encontramos. —Dijo Ricardo extendiéndole los papeles—. Los he estado revisando toda la mañana, son muy similares a los primeros acuerdos de paz que se intentaron pactar. Dado que la guerra, aunque se ha prologando, no ha evolucionado demasiado, son justos, y creo que el rey Jacobo comprenderá que los halláis aceptado.

—¿Qué me importa el rey? —Preguntó el duque de Bucking.

—Mi señor. —Murmuró Ricardo—. El rey también está harto de esta guerra. Hay otras muchas cosas que requieren la atención del rey.

—¿Acaso no piensa en todo lo que podemos sacar de ella?

—Ha corrido la noticia de que la reina ha rescatado ingleses de las prisiones y los ha sumado a la causa. El subcomandante general de los ejércitos es un inglés. Un gran soldado, Lord Jonathan Lee, nos dio la victoria en los primeros meses de guerra. Las mejores incursiones las dirigió él, y se dice que ha liberado a otros tantos, sin pedir nada a cambio.

—¿Qué le ha ofrecido a ese inglés para que se pase de bando? —Preguntó el duque, sorprendido.

—Nada, mi señor. Nada más que un sueldo, como se supone que debe ser.

—¿Cómo?

—Por varios meses se han enviado cartas a Inglaterra exigiendo un rescate por él, pero hasta la suma más ínfima fue rechazada, así que el comandante no necesitó mucho para elegir pasarse al bando francés.

—Mientras, —apuntó Jaime—, la reina ha estado pagando con su dote parte de los rescates de nuestros hombres.

Aquello hizo que François a mi lado se revolviese en su lugar. Ver a su padre poco a poco más consciente y sincero le ponía feliz. Incluso el duque de Bucking se volvió sorprendido y algo preocupado.

—No os dejéis llevar por sus buenas acciones. Parece una samaritana, pero os aseguro que es un ser despiadado. –Murmuró, y tomando aliento se sentó en la mesa y leyó los acuerdos—. ¿Están abiertos a negociar? ¿O simplemente van a imponer sus condiciones?

—Negociarán si creen que sus correcciones son justas.

—Eso y nada es lo mismo.

Tras leer los acuerdos y hablar durante al menos una hora sobre ellos, y cuando el ánimo parecía más decaído, el duque de Bucking saltó en su asiento y señaló a Jaime con un dedo acusador.

—Bien, te diré que vamos a hacer.

A los cuatro que estábamos allí escondidos se nos aceleró el pulso.

—Les diremos que hay que cambiar un par de puntos, le daremos esperanzas a la reina para creer que estamos dispuestos a firmar este pacto de paz. Pero antes de eso, nos tendrá que sacar de las mazmorras. Habla tú con ella, invéntate alguna excusa. Dile que no es digno firmar unos acuerdos desde una celda, que no estaría bien visto, pues parecería que estoy firmando bajo coacción.

—Y luego, ¿qué?

—Cuando hayas conseguido ponerme en una habitación del palacio, pide que te dejen hablar con tu hijo. Es el general de las tropas, ¿no? Los guardias le dejaran pasar y le dejarán salir sin preguntar. ¿No?

—Supongo que sí…

Evité mirar a François, que estaba a mi lado, por si mi mirada le parecía suficiente presión como para hacerle perder el silencio. Pero lo notaba tenso e incómodo.

—Habla con él. Planearemos mi fuga. —Fruncí los labios, gesto que no pasó desapercibido entre ninguno de mis acompañantes. Juan sonrió, y el rey miró al general, con ojos más suplicantes que sorprendidos.

—¿Vuestra fuga? ¿Y cómo pretendéis que lo hagamos?

—Como os estoy explicando. Cuando salgamos de aquí, Ricardo, decidle a la reina que necesitamos una noche para meditar, que pensaremos en los puntos del acuerdo. Y que nos deje reflexionar. Pero aseguradle que como muestra de buena fe, me pongan en alguna de las habitaciones de palacio. Aseguraos de que es alguna desde la que se pueda salir de palacio sin llamar mucho la atención. Una cerca de las caballerizas, si es posible. Mientras, vos, Jaime, haced llamar a vuestro hijo con la excusa de… ¡yo qué sé! Pedirle perdón, confesar la traición, o simplemente fingid que os encontráis convaleciente y deseáis verlo y hablar con él, puede que por última vez. Lo que se os ocurra. Decídele que prepare un carruaje o un par de caballos para la madrugada, y que cuando todo el palacio duerma, venga hasta mi habitación, asegurando a los guardias que la reina me reclama, y le lleve con él, fuera de palacio.

—No sé si mi hijo vaya a colaborar conmigo en esto… —Murmuró Jaime algo asustado. Si la traición no era suficiente incentivo como para temer por su cabeza, aquello podría suponerle una lenta y dolorosa tortura en alguno de los instrumentos de la inquisición.

—¿Acaso no es vuestro hijo? ¿No sois acaso consejero del rey? Decidle que es voluntad del rey y punto.

Estuve a punto de reírme, y Juan se tapó la boca con una mano, intentando contener una carcajada. Era una situación realmente hilarante. Pero al rey no le hacia la menor gracia aquello que presenciaba, y François por el contrario estaba lívido y algo consternado. Los últimos meses su mente se había visto dividida entre la lealtad al rey y a la reina, y a su padre. Pero en aquel momento, si alguna vez dudó de si estaba en el lado correcto, acababa de confirmársele. Y aquella era una verdad que no muchos estaban dispuestos a enfrentar. Darse cuenta de que el padre de uno es su propio enemigo, la razón de sus dolores… puede que en aquel momento nadie le hubiese comprendido tanto como yo, y al mismo tiempo, me sentí distanciada por su dolor.

Ricardo llegó al gabinete del rey, y se sorprendió al encontrarnos a los cuatro que habíamos estado escuchando la reunión allí. Esperaba encontrarse con el rey a solas, puede que asegurándose una presa más manejable, pero por el contrario, se quedó petrificado al vernos allí y yo le indiqué que pasase, que no se contuviese y viniese a exponernos todo lo que habían hablado en la reunión.

El rey estaba sentado en su escritorio, con François de pie a su lado, y Juan sentado conmigo en una mesita con un par de copas de licor vacías. Yo me hallaba un poco recostada en una butaca, con un cojín en los riñones. Haber estado escondido por al menos dos horas me había dado dolor de espalda.

—Mi señor, las negociaciones tienen muy buenos augurios. —Dijo, sonriendo con gracia y alegría. Pero todos sabíamos que estaba confabulado, que sus ojos temblorosos no eran de emoción sino de miedo. Juan parecía excitado mirándole, observando cómo se desarrollaría aquella conversación.

—¿De veras? —Preguntó el rey—. Eso es maravilloso. Contadnos entonces. ¿Qué opinión tiene el duque de Bucking de este acuerdo?

—Lo ha encontrado muy justo. Incluso si no era lo que esperaba. Considera que la situación en la que se encuentra, junto con el nulo avance en la guerra…

—¿Firmará? —Preguntó el rey, menos paciente que el resto, que estábamos dispuesto a escuchar todas aquellas excusas.

—Tiene varios puntos que desea revisar. —Dijo, y extendió una copia del pacto de paz, con las modificaciones añadidas—. Pero también desea una concesión.

Y entonces me miró, como si fuese yo quien debiese conceder aquel favor.

—¿Y bien? —Preguntó Enrique.

—Desea que se le traslade a una habitación de palacio. No cree adecuado firmar nada desde una celda, puede dar una imagen de coacción que no es muy…

—Comprendo. —Dije yo, aliviando un poco la tensión que el hombre traía consigo. Me hacía gracia oírle repetir las palabras que su señor le había transmitido, como un crío.

—No tiene que ser una estancia demasiado lujosa. Con una mera habitación, con un escritorio y un vestidor… desearía asearse, y cambiarse las ropas. Comprenda, señora, que si le devolviese la dignidad él estará muy agradecido.

—Tal vez devolviéndole la dignidad, le devuelva el orgullo, y con ello su férrea convicción de prologar la guerra…

—No, mi señora. —Dijo— Le garantizo que estará más dispuesto a colaborar.

—Bien. —Asentí—. En ese caso, que se le lleve a una habitación, la que el duque desee, de todo este palacio.

Los ojos del inglés brillaron y yo sonreí a su expresión de pasmo y agradecimiento. Miré a Juan con candor.

—Por favor, asegúrate de que el duque se instale en la habitación que desee, y que no le falte de nada. Pon un par de guardias a su puerta, desde luego, pero que le tengan bien alimentado. Y llévale una tinaja con agua, para que se asee.

—¡Hace lo correcto, mi señora! —Exclamó el inglés, inclinándose en una agradecida reverencia.

—Bien, si no tienes nada más que comunicarnos… —Aventajó el rey mientras Juan se ponía en pie y se dirigía a la puerta, pero Ricardo se contuvo unos segundos.

—Solo desearía hablar a solas con el general, mi señor, por orden de su padre. Nada importante, solo un par de cuestiones de índole personal.

El rey miró a François y este le devolvió un asentimiento y una reverencia.

—Bien, llévatelo pues. Hablad lo que tengáis que hablar. —El general se apartó del rey y se disponía a salir del gabinete acompañado por Juan cuando el rey exclamó—. Si deseáis hablar con vuestro padre, podéis hacerlo.

—Muy bien, alteza.

Se marcharon y el rey y yo nos quedamos a solas en su gabinete. Ya comenzaba a oscurecer. Sería una noche larga, sin duda, y estaba segura de que sería un buen punto y final para toda esta guerra que nos había estado quitando el sueño desde hacía meses.

El rey se levantó de su escritorio y se condujo hasta mi lado. Se sentó en la silla que había abandonado Juan y se sirvió un poco de licor en mi copa, que se llevó a los labios. Yo sonreí y él me devolvió una mirada jovial.

—A veces me pregunto, ¿en qué reside la confianza que tenéis para hacer esto?

—¿Dónde está mi confianza? —Repetí, sorprendida por su pregunta—. Supongo que en la confianza que otros tengan en mí, por supuesto. No puedes confiar en alguien que no confía en ti. Es un suicidio.

—Hum… —Murmuró, meditabundo—. Lo tendré en cuenta. 

 


 



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