UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 55
CAPÍTULO 55 – LAS CORTES
No soy una escritora de novelas, ni tampoco una dramaturga. No pretendo emular Shakespeare, o a Dante. Tampoco este es un relato cualquiera. No es un testamento o una confesión. Si tuviera que confesarme, lo haría solo con Dios, el único que puede otorgarme algo de misericordia. No es una declaración jurídica, ni un diario personal. Es el relato de lo que aconteció, visto desde mis ojos y con mi corazón. Si fuera una ilustrada de la pluma, podría transmitir mejor todo lo que aquel día ocurrió, y podría transmitir, con fidelidad, la emoción y la excitación que corría por mi cuerpo desde primera hora de la mañana. Todo lo que había estado orquestando los últimos meses, iba a verse reflejado en aquella escena, en aquella reunión. No soy Shakespeare, pero me tomé la licencia de componer una oda a la venganza, a la justicia, y mis actores comenzaron a prepararse desde la noche anterior. Los trajes, el maquillaje, la utilería y el attrezzo. Todo, para crear una escena de susto y terror. Dios sabe que me esforcé por darle al inglés una sorpresa, y fui recompensada con una sorpresa también.
A primera hora de la mañana el rey y yo estábamos desayunando juntos, poniéndonos al día y ultimando detalles cuando uno de los ayudantes de cámara llegó a toda prisa precedido de uno de los mozos de cuadra. Sonreía el mozo, con el pelo revuelto y ojos brillantes de emoción. El ayuda de cámara, se inclinó sobre la mesa y con un susurro dijo:
—Señora, ha llegado un carro a palacio. Tiene la insignia del emperador.
Me levanté de un salto. En ese momento pude notar como comenzaba el desenlace de un gran acontecimiento. Cómo todo lo que se ha cosido y trenzado, va resistiendo el tiempo. Noté que yo ya no tenía voluntad de nada de lo que estaba a punto de suceder y solo me quedaba dejarme llevar por la corriente que nos arrastraría inevitablemente hasta el final.
—¿Se ha despertado el inglés? —Pregunté al ayuda de cámara mientras me acompañaba abajo y él negó. Creí percibir una leve sonrisa cómplice. Todos estaban ya más o menos enterados de lo que acontecería. De una manera u otra.
—No mi señora, aún duerme.
—Bien.
En las caballerizas vi a un hombre al lado de un carro. Era un carro más o menos mediocre. No mejor de los que usábamos el rey y yo para desplazarnos. Nada que hiciera pensar que iba un emperador dentro. La única señal de que dentro viajaba un hombre importante era un telar colgado en la parte lateral con el águila bicéfala en un fondo amarillo. Podría haber sido un farsante, o un embustero. O puede que alguien que quería pasar desapercibido.
Cuando me acerqué hasta su altura, el hombre que había al lado de la puerta y que se desprendía de su sombrero y su capa me miró con ojos expectantes. Igual que yo le miraba a él. Se parecía a mi padre, en un primer vistazo, y por un segundo algo en mi pecho me dio un vuelco. Era de una edad parecida, aunque no tan avejentado. Con la barba corta y cana, con ojos azules y claros. Con la nariz pequeña y una sonrisa campechana y humilde. Su altura, su complexión, me recordaron a él y me sonrió con la misma dulzura que haría un padre. Pero yo no le conocía.
—¿Quién sois? —Le pregunté, al mirar dentro del carro y no encontrar a nadie más dentro. Él era el visitante, o el farsante.
—¿Sois la reina? —Preguntó, al lanzarme una mirada de arriaba abajo con una mueca de confusión, igual que la mía.
—Vos no sois el emperador, pero venís enarbolando su escudo, y su bandera. ¿Quién sois?
—Solo hablaré con la reina. ¿Sois vos la reina?
—Soy yo. —Dije, mientras alzaba el mentón, orgullosa.
—En ese caso, me presentaré. Soy Fernando de H, hermano del emperador de romanos. –Se inclinó y yo me incliné también.
—Sois el rey de Hungría
—Era. —Dijo con desánimo. Con una añoranza llena de tristeza. Como quien recuerda a una esposa muerta—. La Hungría que conocíamos ya no existe desde hace al menos un año. Ya no nos pertenece, el turco se la ha apropiado.
—Lo sé. —Dije—. Para mí seguís siéndolo.
—Es un honor oírlo, pero no me parece que una reina deba vivir en una mentira. —Miró al page y le pidió que deshiciese el equipaje—. Espero que tengáis una habitación para mí. He venido solo pero he traído muchos enseres, estoy acostumbrado a llevar conmigo mi escritorio, mi armario y parte de mis libros.
—Sí, no se preocupe. Había reservado una estancia para vuestro hermano, en caso de que quisiese aparecer. Veo que os ha enviado a vos, en representación suya.
—Más o menos. —Dijo, con media sonrisa cómplice y observando cómo iban desalojando el carro de sus enseres, parecía algo más relajado. Como quien acaba de asumir que ha llegado a su destino.
—¿Quiere que le acompañe a sus habitaciones?
—Demos un paseo, si no le importa. —Dijo—. Estoy agarrotado a causa del viaje. Y hace un día agradable. ¿Qué le parece?
—La señora estaba desayunando. —Dijo el ayuda de cámara que aún estaba a mi lado. Yo apreté los labios.
—En ese caso, os acompañaré de vuelta al salón. —Dijo él con un ademán de su brazo para que entrásemos de nuevo al palacio.
—Cuando nos encontramos por los pasillos, me volví hacia él, de nuevo sorprendida por el parecido con mi padre.
—¿Qué es eso que habéis dicho antes? ¿Más o menos? ¿Vuestro hermano no os ha enviado?
—No pretendía enviar a nadie. Ni tampoco venir por sí mismo. Desde que vuestro padre rechazara su propuesta de matrimonio, las cosas han estado un poco tirantes. —Suspiró y chasqueó la lengua—. En verdad ya llevan bastante tiempo así, vuestro padre ha colaborado en la guerra contra el turco por mar, pero por tierra no ha enviado apenas efectivos. Es una guerra que nos está sobrepasando a todos.
—¿Y por qué vos habéis venido?
—Desde que tuvimos que huir de Hungría, vivimos con mi hermano. —Murmuró—. Y le llegó vuestra misiva. No quería compartírmela pero un día se le escapó y me la entregó para leerla. Me dijo que hallaríais la manera de encontrar otros apoyos y que la presencia del emperador no sería necesaria en una reunión de este tipo. Que no iba a satisfacer tus caprichos como a una niña mimada.
Fruncí los labios y me mordí la lengua.
—Pero ofrecíais a los mercenarios españoles. Y también ayuda contra el turco. Le dije que era imprudente no aceptarlo. Que era ingenuo por no acudir en vuestra ayuda.
—¿Qué dijo él, ante vuestro consejo?
—No fue tanto un consejo como un reproche. —Rió—. Le dije que si él no venía, lo haría yo. —Me miró con ojos claros y amables—. De todas formas desde que me arrebataron mi reino, me siento perdido. Mi hermano me ha acogido y hago de consejero de él, pero no encuentro mi lugar ahí. Y quería conoceros. —Afirmó.
—¿Creéis que mi padre hizo bien en rechazar su oferta de matrimonio? —Pregunté, aunque no venía a cuento. Lo cierto es que era una pregunta que llevaba rondándome la mente desde hacía mucho tiempo y él parecía un hombre sincero y conocedor de la situación.
—Creo que mi hermano tampoco creía que Felipe fuera a aceptarlo. Se presentó allí más por saber cómo estaban las cosas que porque realmente creyese que tenía alguna oportunidad. Sabía de las aspiraciones de vuestro padre para con vos y un segundo hijo, incluso si es el de un emperador, es poco para la primogénita de un rey. —Me miró de nuevo y su expresión se suavizó—. Os parecéis más a vuestra madre de lo que hubiera imaginado.
—Y vos a mi padre. —Sonreí.
—En vuestra carta hablabais de mesas y mesas de manjares, creo recordar…
—No sé si utilicé esas palabras, pero si queréis llenaros el buche, ahora mismo avisaré a las cocinas para que os suban lo que deseéis
Se rió con un curioso tono paternal.
—Esperaré a la hora de la comida, el viaje me ha dejado el estómago un poco traspuesto.
—Será mejor que cojáis fuerzas. A medio día será la reunión con el inglés.
—¿Está aquí ya? Esperaba llegar antes que él
—Llegó anoche.
—En ese caso mandad algo de carne y fruta a mis habitaciones. —Dijo.
Una vez llegamos al comedor donde estábamos el rey y yo desayunando antes de su llegada, me retuvo en la puerta con un ademán.
—Espero que no os halláis puesto una carga demasiado pesada a la espalda.
—¿Qué queréis decir?
—Los problemas de toda Europa no los puede solucionar una sola persona. —Miró con desdén a un cuadro que había allí en el corredor. No era de nada en particular pero parecía estar pensando en otra cosa—. Vuestro abuelo fue el emperador, antes que mi hermano. Y sobre él había una gran carga, muy pesada, pero que supo sostener con grandes aliados, con familiares muy devotos y con inteligencia y astucia. Vuestro padre, en un intento de emularlo, se ha acabado recluyendo en un palacio, consumido por su burocracia. Espero que vos no intentéis seguir el mismo camino.
—No es a lo que aspiro. Pero alguien ha puesto este peso sobre mí. Y no puedo deshacerme de la carga como si nada, lavándome las manos como hacen otros.
—¿Otros como quién? —Me preguntó pero yo sonreí.
—Antes de las doce os quiero en el gabinete del rey. Allí haremos la reunión.
—Quiero recordarle una cosa alteza. —Dijo con algo de recato—. Yo he venido con mis propias condiciones para vos. Mis propios acuerdos. Espero que vuestro puzle encaje a la perfección y todos podamos llevarnos una parte del pastel. Si no, el enfrentamiento con mi hermano no habrá valido para nada.
—Velaré por los intereses de todos. —Asentí—. Ahora id a desayunar. Será un día largo.
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Retomando, con permiso del lector, la metáfora de la obra teatral, nos encontrábamos a reunidos en el gabinete de mi esposo. Varios de nosotros habíamos accedido a través de los pasadizos y habíamos llegado al menos una hora antes. El inglés ya estaba despierto pero lo habían estado entreteniendo con su ropa y su desayuno. El conde de Armagnac lo acompañó durante toda la mañana velando por su propio interés. Mientras, fuimos agrupándonos en el gabinete del rey que seguía convertido en consejo.
Los primeros que nos sentamos en aquella gran mesa tallada fuimos el rey y yo. También la reina madre y mi consejero. François llegó después asegurando que su padre se había quedado con el inglés durante el desayuno y que el mismo lo acompañaría allí. Los dos cardenales llegaron después. Antonello se sentó al lado de Juan y Paulo al lado del anterior. También apareció el condestable, acompañado de la reina de Venecia. Venían charlando con naturalidad, pues se conocían desde hacia tiempo. Rodrigo trajo a Leonor y a Anna, que habían partido a primera hora del palacio de verano. A todos nos acompañaban nuestros secretarios más cercanos, o nuestras damas. María Manuela estaba de pie a mi espalda, al lado de Rodrigo con quien de vez en cuando se lanzaban miradas furtivas. También varias damas de Leonor y la hermana más joven de Ginevra. El hermano del emperador llego el último cuando ya teníamos los nervios a flor de piel. Por lo menos yo. Di un respingo en la silla cuando vi como entraba por la puerta. Me sentí reconfortada al verle aparecer y levantó exclamaciones entre los presentes. Ginevra, que lo conocía en persona, le quedaría ceder su asiento pero el hombre se negó, con un ademán cortés. Saludó al condestable que también concia y se presentó ante todos como habían hecho los anteriores. Había un murmullo generalizado por la afluencia de tantas personas ilustres en tan poco espacio y yo, sintiéndome artífice de aquella conjunción, temblaba de nervios.
Cuando todos estuvimos reunidos y las campanas de un reloj cercano dieron las doce, me sentí impulsada a levantarme de un salto, pero me contuve. Los únicos tres asientos que quedaban libres eran para el conde de Armagnac, el embajador inglés y el conde de Bucking. Me sentí transportada a un teatro, esperando a que se abriese el telón y comenzase la representación. Éramos los protagonistas y el público no estaba presente, pero todo debía salir a la perfección. Era cuestión de que la máquina estuviese bien engrasada, de que no faltase ninguna pieza y de que, en caso de sorpresa, todos pudiésemos saber reaccionar. Temí por mi carácter, por no ser lo suficientemente fuerte como para saber llevar aquellas negociaciones. Temí por el rey y por su madre, que se habían visto envueltos en aquella estratagema. Me alegré por Juan, que se lo estaba pasando de maravilla, pero me entristecí por François que iba a ver en unos días la caída del honor de su familia. Solté un suspiro y el rey me miró con ojos atentos.
—No hay motivo para estar nerviosa. —Me dijo—. Solo es una negociación más.
A pesar de su tono despreocupado, consiguió apaciguar el revoloteo que tenía en el estómago.
Juan posó su mano sobre la mía y se inclinó en mi dirección. Sonrió con toda la malicia de la que era capaz.
—Tenéis la sangre de vuestro padre en las venas. Que eso os de valor, alteza.
Me soltó la mano deprisa y se incorporó. Alguien se acercaba a la puerta y ante el sonido del pomo al volverse, todos nos pusimos en pie. Primero entró el ayuda de cámara que les había abierto y después pasó el conde de Armagnac, que se quedó petrificado ante las escena. El duque de Bucking entró después apartando a Jaime con un gesto de su brazo para que no se interpusiese en su camino y le lanzó una mirada de confuso desdén hasta que alzó la mirada y nos encontró a todos allí, aguardando frente a tres asientos vacíos en su honor.
El rostro de Jaime palideció hasta límites insospechados. Se avejentó diez años en apenas unos segundos. El rostro se le demacró y pude ver como a medida que su mirada pasaba de uno a otro, iba decayendo cada vez más su ánimo. Debió ser un mazado para él, que se habían creído a salvo bajo el ala del inglés. Pero cuando miró al inglés y lo vio completamente estupefacto, supo que lo único que le quedaba era salvar su propio cuello. Estaba segura de que no se mantendría mucho más fiel al inglés y lo veía flaquear, pero sus cuitas con él lo tenían seriamente amarrado. Estaba en la peor posición de todos.
Por otro lado Ricardo se hizo a un lado, asustado como si hubiese visto a una manada de lobos mirarle directamente en medio de un bosque a media noche. Se desplazó a un lado de la sala, queriendo hacerse invisible y mirándonos con los ojos desorbitados.
El duque de Bucking, por el contrario, cuando ya había recorrido la mirada por toda la estancia, solo tuvo ojos para mí. Me lanzó una mirada de orgullo herido y traición. Lo había conducido a la guarida misma del diablo, sin saberlo. Y aún le quedaba averiguar, que una vez dentro, no había escapatoria posible. Probamente no reconocería a todos los presentes, pero no había hecho falta. Los dos cardenales no habían sido enviados sino por el papa, al primo de mi padre lo conocía de sobra, y también al condestable de castilla. Las mujeres pude que le pasasen más desapercibidas, pero ellas no dudaron en abandonar el anonimato. La reina de Venecia tenía un collar con el escudo de su país, y Leonor y Anna se habían peinado a la moda norteña, con tocas blancas y almidonadas.
Por un momento intenté ponerme en su situación y me pregunté, qué sentiría, viendo delante de él a los representantes de todos los país a los que su estúpida guerra había afectado. Y algunos invitados más, para redondear la presión. Pasaron tensos segundos hasta que alguien se animó a hablar. Fue Fernando de H.
—Le estábamos esperando duque. —Dijo en dirección al inglés—. Sentaos por favor. Sois bien venidos.
Todos nos sentamos. A pesar de que aquello tendría que haberlo dicho Enrique, el hermano del emperador, en su representación, era el hombre de mayor autoridad allí y también de los más ancianos, así que todos nos dejamos guiar por sus palabras como el padre de todos.
El conde de Armagnac y el embajador se sentaron en dos de los asientos libres, con más protocolo que deseo y el inglés se quedó allí de pie, con los ojos fijos en cada uno de nosotros. Cuando volvió su mirada a mí, sonreí y él sonrió de vuelta.
—Sois… sois… —Levantó un dedo amenazante pero se contuvo, y como sonreía, simplemente parecía una regañina paternal.
—Sentaos, si hacéis el favor. Nos quedan largas horas por delante de negociación.
—No negociaré con alguien que me ha tendido una emboscada.
—No es una emboscada. —Dijo el rey, con tono autoritario, casi sorprendido—. Hacía tiempo que tenía que haberse personado usted aquí en París, en persona, para solucionar esta guerra que nos trae a todos de cabeza. —Miró alrededor—. Y estas damas, y estos caballeros, al saber que vendríais, se han animado a participar de las negociaciones que tanto les conviene.
—¿Les conviene? —Miró a la reina de Venecia—. ¿A usted en qué le afecta esta guerra que mantenemos los ingleses con Francia?
—No se haga el ingenuo conmigo. —Dijo Ginevra con una sonrisa altanera—. Que no he nacido ayer, y usted tampoco. Si no sabe que una guerra en el conteniente nos afecta a todos los que vivimos aquí, es que no tiene ni idea de política. Y es un mal precedente comenzar así una negociación.
El duque de Bucking se rió por no quedarse enmudecido y Jaime miró a la reina madre que estaba al otro lado de la mesa. Habló con ella en la distancia.
—El duque de Bucking ha venido a saber de la situación de París, alarmado por la muerte del duque y por el asesinato de Oliver…
—¡Oh! Cállate, Jaime. —Le espetó ella. El pobre hombre enmudeció y se irguió en el asiento como si le hubiesen dado con una vara en los riñones.
Ahora comenzaba a preocuparme la idea de que Jaime, sintiéndose fuera de lugar, saliese corriendo y desapareciese de París. En parte, era lo mejor que podía hacer. Incluso si era inteligente y aprovechaba la noche para huir… no. No huiría. Ya sería tarde.
—Por favor, Todos sabemos para lo que estamos aquí. —Dije, mientras me levantaba y le indicaba buenamente al duque su asiento, el cual, esta vez se sintió algo más presionado para complacerme, y dejase caer en el la silla—. Incluso usted. Ha venido a negociar, negociemos pues.
En ese momento yo sabía que no era conmigo con quien deseaba acordar nada, y mucho menos delante de toda aquella horda de reyes, príncipes y cardenales, pero no le quedó más remedio. No era su estilo hacer una escena y huir, eso era más propio de cualquiera de nosotros. No. Se le conocía por su intelecto en las negociaciones, y fuera de ellas. Demostraría de lo que era capaz incluso si no estaba cómodo.
Ricardo era único que estaba aún con expresión de pasmo. Obedeció como un cachorro cuando el duque de Bucking le llamó a sentarse a su lado. No me hubiera gustado estar en su lugar, era el engranaje clave en esta reunión, pues de él habían estado dependiendo las negociaciones los últimos meses, a las que no se había llegado a nada. Todos le miramos, esperando a que él pusiese las cartas sobre la mesa pero había perdido la sangre del rostro.
Incluso el duque de Bucking esperaba que dijese algo, aunque fuera una pobre introducción al tema. Pero ante ese silencio sepulcral fue Antonello el primero que intervino con tono solemne.
—Caballeros, es imperante que esta guerra se resuelva de la forma más rápida posible. El Papa está seriamente preocupado por el avance inglés en el continente, no tanto por su avance territorial sino por la sospecha de que se está castigando a los católicos por su fe…
—Eso no es cierto. —Dijo el duque de Bucking con el ceño fruncido, pero Ricardo miró a su señor con algo de recelo—. Hemos enviado soldados, no clérigos o sacerdotes a convertir católicos…
—Eso no importa, los soldados siempre pueden tener órdenes de reprender…
—Esto no es una guerra de religión. —Dijo el inglés, zanjando el tema con la iglesia—. Aunque si ese fuera el caso, los franceses no tiene nada que decir al respecto. Hace poco más de un año se sacó de este mismo palacio a los protestantes que formaban parte de la corte de la reina madre y se les asesinó por su fe, justo después de establecer un acuerdo con ellos que les proporcionaba la seguridad que se le había prometido.
La reina Catalina bajó la cabeza pero me miró de soslayo, buscando mi respaldo.
—Tenemos testimonios de hombres y mujeres rehenes que han sido rescatados, que afirman haber sido torturados y vejados por su religión.
—En la guerra los soldaos se descontrolan. —Dijo Jaime, posicionándose claramente del lado inglés. Aquello no pasó desapercibido para nadie—. ¿Qué hace que una paliza sea por culpa de la religión o de la guerra?
El joven Paulo sacó unos textos que tenía en una funda de cuero. Leyó en voz alta con un tono de profesor universitario.
—«Nos sacaron de nuestras casas, confiscaron nuestras pertenencias más preciadas y nos reunieron a todo el pueblo en la plaza del ayuntamiento. Trajeron al cura, y tras desnudarlo, cortarle el pelo y azoarlo, al grito de “cerdo católico”, lo descuartizaron. Le siguieron sus dos ayudantes, los dos monaguillos que le auxiliaban en las horas de misa, y a mi hermana pequeña y a mí nos sometieron al potro de tortura, en alas de descubrir si alguna de nosotras escondía más sacerdotes en su casa. A nuestra vecina, María, le descubrieron un antiguo relicario que habían intentado ocultar de los ingleses, por miedo a que lo quemasen, como habían hecho con otros tantos objetos. Con ella usaron la cigüeña*, y a su marido lo ahorcaron. Sus hijos han desaparecido.»
—Eso no es más que un papel. —Dijo el duque de Bucking, con una mueca.
—Tenemos a la testigo, recluida en un hospital de la capital, y podrá declarar en un juicio si es necesario. Ella y todos los demás, que no son pocos.
—Es importante que se firmen unos pactos cuanto antes. —Dijo Antonello, volviendo a reconducir la cuestión—. Que aseguren una guarra limpia, y que se pueda atisbar el final, con beneficios para todos.
—En una guerra no todos obtienen beneficios. —Aseguró Jaime, frunciendo el ceño, burlándose de las palabras del cardenal—. En las guerras se gana o se pierde.
—Y nosotros estamos perdiendo, padre. —Atinó François, inclinándose sobe la mesa para mirar a su padre a lo lejos. Ambos cruzaron una mirada gélida.
—¿Y hacían falta tantos mediadores? —Preguntó el inglés mirando alrededor.
—Si me disculpáis, duque… —Habló Leonor, irguiéndose en su asiento—. No somos mediadores ni venimos en apoyo únicamente de la reina y el rey de Francia. También nos han traído aquí intereses personales. —La mayoría de los invitados asintieron, conformes—. Su ejército ha entrado en mis territorios. Surten de armas y dan aliento a los rebeldes que se han levantado contra el gobierno de mi familia.
—Tal vez sería buena idea que escucharéis a esos rebeldes, que se han visto tanto tiempo subyugados por la dominancia del español en tierras extranjeras.
—¿Como lo que ustedes hacen en tierras francesas? —Preguntó ella, dolida pero conservando el talante—. Hemos intentado capturar a unos cuantos, pero dejaremos de retenerlos con nosotros. Los enviaremos con su dios si siguen pasando la frontera.
—Eso es…
—¿Una amenaza? No lo dude. —Leonor me miró, esperando algo de mí pero yo no dije nada. El rey por el contrario miró a Jaime, que se estaba comenzando a enfadar por la impotencia en que le había puesto aquella situación.
—Llevamos más de dos año con esto. –Murmuró Enrique, casi con hastío—. Y he de reconocer que no he visto avance ninguno, desde que comenzó el conflicto. Han habido temporadas en las que prácticamente se ha establecido una línea en el norte de batallas contantes y muertes diarias. Los acuerdos han sido estériles, han ido viniendo embajadores, mediadores y expertos, tanto de un bando como de otro, sin un resultado esclarecedor. ¿De verdad no vais a ceder una sola legua de tierra invadida? —Preguntó al inglés, que lo miraba con ojos escépticos, sin esperar realmente nada de importancia del rey—. ¿Nuestros acuerdos han sido siempre tan poco convincentes? ¿No os conformareis con nada que se os proponga?
—Estoy abierto a escuchar ideas.
Juan, que se había pasado la mañana con el bibliotecario, rescató de una carpeta todos los borradores de los acuerdos a los que se había intentado llegar, sin éxito.
—Se le ha ofrecido a su señoría muchos acuerdos. —Dijo él—. Y por una parte o por otra, se han desestimado. Usted incluso propuso uno, hace tan solo diez meses, pero la corona lo desestimó, por considerarlo desorbitadamente abusivo. Parece incluso hecho a propósito, para que no lo aceptasen.
—Si pretende ganar por sangre y por tierra, está en su derecho. —Dije, con media sonrisa—. No es una mala estrategia. No es secreto de nadie que nuestras fuerzas están menguando. Hemos tenido que reclutar ingleses abandonados para suplir bajas, y nuestros recursos son cada día más limitados. En tierra, estamos abocados a la perdición. —François me miró con espanto por decir aquello en alto, y Jaime también, como si hubiese descubierto un secreto. Hipócritas, todos lo saben ya—. He intentado dar aliento, con dinero y mercenarios, pero el inglés sabe cómo reponerse de los golpes.
—Mi señora… —Dijo Juan a mi lado.
—Si no quiere firmar acuerdos, está en su derecho, pero hay algo más que tierra en este mundo y le advierto, que si no se planta y pone unas condiciones aceptables que nos satisfagan a todos, su destino y el de su reino conocerán la furia de una hija de España.
Aquello le hizo reír y se llevó una mano a la frente perlada de sudor. Me había visto perder los estribos y se relamía en su vanagloria.
—¿Quiere oír propuestas? Yo le doy una. —Saqué del interior de mi jubón un pergamino plegado. Se lo lancé a través de la mesa. Él se lo quedó mirando con pasmo y sorna.
—¿Qué es esto?
—Unas condiciones de paz. Retira a todos los ingleses del continente, y le devuelve las tierras conquistadas a sus dueños. A cambio, se le ofrece al rey inglés 200.000 reales, y el usufructo de tres puertos continentales durante diez años, a elección de ambos reyes. También se establecen cifras para pagar a los rehenes, y un plan de intercambio por los grandes señores que tenemos en prisión. Unos generales, y hombres valientes.
—Esas condiciones me suenan, creo que vuestro esposo ya me las ofreció en una ocasión anterior.
—Sí, muy similares. Y me parecen bastante acertadas.
—Me las ofreció cuando su situación era mucho más ventajosa que ahora. Seria idiota si yo las aceptase de buen grado… ¿no crees? —Me preguntó, con una confianza y una cercanía que eliminó por completo, y durante unos instantes, todas las barreras que nos separaban. Su tono había sido condescendiente, como el de un maestro a su alumna. Un experto estratega contra una aspirante a mediadora.
—Estoy de acuerdo. No será, pues, de buen grado. Será, y punto.
Rió de nuevo.
—Parecéis un carnero, que arremete con sus cuernos contra un muro de piedra.
Aquello levantó un murmullo general. Yo sonreí. El rey frunció los labios y Juan a mi lado imitó la risa del inglés. Eso hizo que el duque de Bucking le lanzase una mirada de expectante curiosidad.
—Es un buen acuerdo. —Interrumpió la reina madre, con un tono conciliador—. Se detalla también una disculpa por parte de la iglesia anglicana por los crímenes religiosos cometidos y se restablece el equilibrio en el continente.
—No hay equilibrio en el continente. —Dijo mi tío Fernando, interviniendo por primera vez en aquella cuestión—. Muchos de nosotros estamos aquí, justamente porque esperamos sacar una tajada de este acuerdo. No contra el inglés y tampoco contra Francia, pero esta guerra ha paralizado ejércitos y ayudas que todos necesitamos. Y viendo que es una guerra entre dos fuerzas que no van a ceder, hay que cortarla de raíz.
—Su hermano el emperador estaba demasiado ocupado luchando contra el turco como para venir aquí a ayudar a su querida sobrina. —Murmuró el duque de Bucking con una mirada de falsa cordialidad—. Una guerra que tendríais que ser vos quien la luche.
—Si he venido por mi sobrina, eso no os concierne.
—Ahora que no tenéis nada por lo que luchar, solo os queda la familia. —Arremetió el duque y yo abrí los ojos, con sorpresa. Por suerte Fernando no tenía el carácter de su hermano, y con un suspiro y un asentimiento, miró al inglés con ojos límpidos.
—La familia más poderosa del continente, y del mundo, no deberíais olvidarlo con tanta ligereza.
—Tengo la sensación de que esto es un juego para vos. —Murmuré—. Y que no importa si traigo al Papa en persona. Os lo seguiréis tomando como un divertimento. Creyendo que tenis todos los ases de la baraja en vuestras manos. Creéis que la partida la habéis ganado ya, por eso os tomáis tantas confianzas.
—Si fuerais vuestro padre, —dijo, lentamente—, tal vez tendría motivos para preocuparme. Pero os ha abandonado aquí, a vuestra suerte.
Mi esposo me miró, esperando una relación explosiva, pero yo suspire con media sonrisa.
—Soy Isabel. —Dije, en su mismo tono de complacencia—. Y os mostraré nuevos terrores a los que añadir mi nombre.
Cuando estuvo a punto de decir algo, acompañado de una carcajada, uno de sus secretarios llegó al gabinete, con la frente perlada de sudor y las manos inquietas. Entró corriendo, incluso cuando los guardias del exterior le habían detenido e interrogado. Entró precedido de ellos, y cuando alcanzó al duque de Bucking, le extendió una misiva que traía en sus manos. El inglés se quedó mirando al hombre con pasmo.
—¿Qué haces aquí? ¿No ves que estamos reunidos?
Al pobre hombre no se le había pasado por la cabeza ni si quiera inclinase ante los reyes a modo de respeto. Estaba tan compungido que no atinó a decir una sola palabra bien.
—Mensaje, mi señor… de Inglaterra… del rey. Del… del comandante… del… barcos. ¡Los barcos!
Sentí como todo mi cuerpo se relajaba y al mismo tiempo me invadió una sensación de euforia asesina. Volvía a tener las riendas en mis manos y sonreí, ante la cara de expectación de todos los presentes. A Juan se le dibujó una terrorífica sonrisa en el rostro y a François le brillaba la mirada. El rey permaneció atento, como todos los demás, pero tranquilo, sabiendo lo que ocurriría.
Ante el tono de alarma del secretario, el duque de Bucking se levantó y leyó él mismo la carta que traía aquel en sus manos. La leyó por encima y después miró al muchacho con la ira más endemoniada que cupiera en los ojos de un hombre. Si hubiera tenido una espada a mano, habría matado al pobre mensajero.
—¿Qué ocurre? —Preguntó Ricardo, rompiendo la tensión que había escalado allí en la mesa a causa del desconocimiento.
—Duque… —Murmuró Jaime.
El duque de Bucking arrugó el papel en su mano, enguantada. De pie como estaba, trastabilló con su perpetua cojera y se agarró del bastón que había dejado en el respaldo de su silla. Al mismo tiempo que lo asió, Juan a mi lado condujo su mano al pomo de su espada, igual que François al otro lado de la mesa, que se tensó en el asiento. La mano que el inglés tenía en ese brazo inútil comenzó a contorsionarse como un animal moribundo, en medio de estertores.
—¡Señor! —Exclamó Ricardo, exasperado por aquella expectación. El inglés habló en su dirección, sin mirarnos a los demás.
Yo miré a uno de los guardias que se habían quedado en el interior del gabinete y ante aquella sutil mueca él salió de allí, con órdenes premeditadas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Unos barcos españoles han invadido la isla de Santa Clotilde en el mar del oeste. —Aquello levantó un murmullo general, pero el murmullo se volvió un silencio mortal cuando el duque de Bucking me lanzó una mirada cargada de rencor.
—Hay que avisar al rey Jacobo…
—Jacobo ya se ha enterado, lo sabe desde hace semanas. Esta es una carta de él. A causa del traslado no me ha llegado hasta hoy. —Me miró—. El rey ya ha enviado nuestros barcos allí, para luchar contra los españoles.
—¿Cómo…? —Preguntó Jaime mientras se incorporaba en el asiento—. ¿Todos los barcos?
—Todos. Como no he estado ahí, no ha podido saber mi opinión al respecto, y en uno de sus impulsos ha decidido enviar todos los barcos a rescatar la isla. De esos malditos españoles… —Apretó los dientes mientras me miraba y yo sonreí.
—Pobres ingleses… pobres, pobres ingleses que se han quedado abandonados en el continente. Los barcos que sorteaban nuestro ineficaz bloqueo han desaparecido. Ya no hay motivo para seguir con esta pantomima. ¿No?
Todas las miradas se volvieron en mi dirección. Desde la sorprendida mueca de Anna hasta la más ferviente admiración de Ginevra. Leonor estaba pálida de susto y Antonello fruncía el ceño con una expresión pensativa.
—Sí, esto es una pantomima. —Lanzó la misiva sobre la mesa con un gesto de hastío y miró a Ricardo, para que se pusiese en pie—. Me habéis traído aquí para que deje abandonado a mi rey y sin mi consejo, tome decisiones que nos podrán a todos en peligro. —Estaba enfadado, y decepcionado, puede que consigo mismo—. No hago nada aquí. Es una tontería que permanezcamos más tiempo en esta reunión. Lo siento por todos ustedes, damas, y caballeros. Que esta mujer ambiciosa les ha hecho recorrer el continente por sus jueguecitos de ajedrez pero… —Hizo el amago de dar media vuelta pero se encontró con cinco guardias de palacio que entraban en el gabinete, con las espaldas en los cintos y los rostros serios y las expresiones gélidas.
—Yo que usted, conservaría esa carta. Serán las últimas letras que reciba de su rey en mucho tiempo.
—¿Cómo osáis?
—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. —Señalé el acuerdo, que había quedado varado en algún punto de la mesa—. Solo tenéis que firmarlo, que comprometeos a cumplirlo y darme vuestra palabra de caballero de que haréis que el rey lo cumpla también.
Me levanté de mi asiento, y rodeé la mesa hasta llegar a su lado.
—Podemos hacerlo por las malas. —Dije, y con una mirada de atención a uno de los guardias, este avanzó. El duque de Bucking dio un paso hacia atrás, pero se quedó inerte cuando vio pasar de largo al guardia y este se cernía sobre Jaime. Lo levantó por los brazos y lo retuvo con destreza. El conde de Armagnac se había quedado helado al sentir como el guardia se lo llevaba.
—Quedáis detenido, por alta traición. —Le informó otro general, que ayudó al primero a arrastrar al conde de Armagnac.
—¡Quitadme las manos de encima! —Exclamó, más con susto que con orgullo herido—. ¿Qué es todo esto? ¡Alteza, alteza os lo ruego! —Gritó en dirección al rey que hizo oídos sordos, respirando aliviado al ver como se lo llevaban—. ¡Hijo! ¡Hijo mío! ¿Qué está pasando? ¡No podéis llevarme, soy el padre del capitán general!
El pobre hombre siguió gritando por ayuda incluso cuando recorrían el pasillo con él, y su voz iba apagándose poco a poco. El duque de Bucking se había quedado mirando todo aquello con un silencio sepulcral, temiendo si quiera respirar por si se lo llevaban a él también. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su mandíbula se movía nerviosa. Igual que su mano herida, que había quedado hecha un puño tenso y tembloroso. Otros cuatro guardias esperaban para él y para Ricardo, pero parecían querer prologar aquella libertad con un poco de ingenuidad.
—¿También a mi me llevareis preso?
—Pobre inglés, que se ha quedado varado en tierra, sin barcos de regreso. —Murmuré, con un tono juguetón y él palideció. Pero lo hizo aún más cuando fruncí el ceño y le sonreí—. Quedáis bajo mi custodia, hasta que os decidáis a firmar el acuerdo. Es un buen acuerdo, y las mazmorras son gélidas por las noches.
—Si el rey Jacobo se entera…
—¿Qué? —Pregunté. Pero él no dijo nada, y yo me volví hacia la puerta. Aquello había terminado—. Espero que sepáis ir por vuestro propio pie, no quiero que tengan que arrastra a un tullido.
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*Cigüeña: La cigüeña es un instrumento de tortura en el que no se aprecia a simple vista el dolor que puede causar, puesto que en apariencia su principal función es la de inmovilizar a la víctima.
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Personajes nuevos:
FERNANDO DE H: Hermano del emperador del Imperio, Máximo. Fue rey de Hungría pero el avance del imperio turco lo hizo rechazar al trono y volver a la corte de su hermano.
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