UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 54

CAPÍTULO 54 – PARA EL SUBCOMANDANTE

 

—La reina, mi señor. —Me anunció el ayudante de cámara de François antes de dejarme pasar al interior.

El gabinete del comandante estaba iluminado por la luz del medio día, que caía a plomo en el interior. No era fuerte, pero era cálida y acogedora. Las alfombras y los tapices eran someros y algo viejos, pero en el interior se apreciaba el aroma de la limpieza y el de las flores que había en los jardines. Había abierto una de las ventanas y entraba una suave brisa otoñal que en mi opinión resultaba algo desagradable, acostumbrada al recogimiento de mis propias estancias.

El soldado estaba sentado en su escritorio, leyendo algunas cartas o informes. Cuando me oyó nombrar se levantó como si le hubiesen pellizcado y se apoyó con las manos en el borde de la mesa, expectante y sorprendido. Casi alarmado. Cuando me vio entrar con paso tranquilo se sintió reconfortado y relajó sus hombros, que había puesto en tensión.

—Mi señora… —Murmuró e inclinó la cabeza. Parecía contrariado—. Si necesitabais algo de mí, solo tendríais que haberme hecho llamar.

Yo miré al ayuda de cámara que entendió mi mandato y con una reverencia se apresuró a salir de la estancia y cerró detrás de él. En ese punto me pregunté si su gabinete contactaba con alguna parte de los pasadizos, y de ser así, si se podría espiar a través de ellos. No había conseguido averiguar todas las ramificaciones de ese entramado pero estaba segura de que si fuese así, François ya lo habría investigado por su cuenta.

—Deseaba venir a veros. —Dije.

No nos habíamos encontrado desde aquella horrible escena con su amigo Oliver. El tema se había tratado con el mayor de los secretos. Frente a la familia de este, que desde Inglaterra habían sabido de su muerte, se había alegado enajenación y atentado contra el rey. François había firmado como testigo de una declaración en la que se afirmaba que Oliver tenía serias deudas de juego y tras volver a pedirle un préstamo al rey. Y no habérsele concedido, había amenazado con matarle. Al principio habían pensado en exponer al muchacho, y desvelar su traición, pero en ella iba implícita la traición de otros que aún nos reservábamos. Ya estaba muerto, no importaba si se le ponía en su lugar o no. Ya habría tiempo más delante de confesarlo, de exponerlo y de castigarlo, aunque fuese solo a modo de efigie.

—No tendríais que haberos molestado.

—¿Os interrumpo acaso?

—En absoluto. —Dijo, con una risa debajo de su máscara y saliendo de detrás de su escritorio—. Pero temo que sean malas nuevas lo que vengáis a comunicarme.

—¿Malas nuevas?

—Siempre son malas nuevas… —Suspiró, lleno de resignación. Puso una de sus manos en la cadera y la otra en el estómago, esperando recibir una sentencia.

—Solo os vengo a dar una orden, soldado. –Sonreí. El me miró con ese ojo lleno de lucidez.

—¿Y bien, ateza?

—Necesito que enviéis un jinete a toda prisa hasta el campamento de vuestro subcomandante en el norte. —Del bolsillo de mi vestido extraje una misiva, sellada con mi sello personal y ancha como un testamento.

—¿Al inglés? —Preguntó mientras la cogía, algo receloso. Temía no saber lo que había dentro, pero yo no tenía problemas en compartirlo, a pesar de que me había preguntado si mi mensaje se sería lo mejor. Si tal vez no estaba apretando demasiado las tuercas de este orgulloso general.

—El lunes nos llegarán estupendas noticias. —Dije, a lo que él sufrió un leve escalofrío a causa de mi tono jovial.

—¿Qué noticias, mi señora?

—Unos barcos españoles habrán tomado varias islas del Caribe, propiedad de los ingleses. Y el rey Jacobo tendrá que enviar los barcos que están resistiendo el bloqueo de vuestro tío hacia el nuevo continente, para defender sus tierras. Por lo que vuestro tío con toda vuestra armada tendrá que regresar a puerto.

—Mi señora… —Murmuró mientras miraba el sello de mi carta y lo arañaba con una uña curiosa—. ¿Y qué es lo que contiene esta carta?

—Una orden de arresto, para vuestro tío el capitán de la flota. —No levantó la mirada, la mantuvo firme en el papel que sostenía en las manos—. Y una nota, para el subcomandante. Debe ir acompañado de varios soldados para recibir a vuestro tío en el puerto de La R*, donde atracarán sus barcos.

—¿Lo traerán a la capital?

—Lo llevaremos directamente a prisión. Está acusado de crímenes de guerra, alta traición, contrabando y espionaje.

—¿Solo mi tío?

—No. Desde luego. Tres o cuatro hombres más están confabulados. O al menos son sospechosos en base a las cartas que hemos obtenido de vuestro padre. Pero se abrirá una investigación y conseguiremos separar las manzanas podridas del resto.

—¿Cree que es tan sencillo? —Preguntó con algo de condescendencia. Yo sonreí, porque no estaba dispuesta a darle una confrontación.

—No, no lo es. Pero agradeced que no os nombraré jefe de esa investigación.

—No esperaba que lo hicierais. Sería improcedente, y puede que ilegal. Siendo mi tío…

—Sí, sí, lo sé. —Asentí y él acabó por meterse la carta en el interior del jubón.

—Bien, en ese caso saldré de inmediato. Mandaré al mejor jinete que tengo para que…

—Os lo pediría a vos, porque es una información muy importante, pero os necesito aquí. En dos días viene el conde de Bucking, ya están adecentando el gran salón para recibirlo. Y vuestra presencia es fundamental…

—Me necesitáis aquí porque sin mi… ¿Quién detendría a mi padre? ¿No?

—Tengo la esperanza de que vuestro padre sepa retirarse elegantemente, cuando llegue el momento. Si tengo que presenciar otra escena como la de Oliver, mi salud no lo soportará.

—Os creía más resistente, mi señora. —Dijo con algo de inquina, entrecerrando el ojo con suspicacia.

—No os olvidéis de que llevo otra vida dentro de mí, y me consume las fuerzas.

Aquello lo dejó mudo y asintió con humildad. Se volvió hacia la salida y estaba a punto de cruzar la puerta cuando se tocó el pecho en busca de la carta, hallándola en algún bolsillo del interior. Me miró desde la distancia y suspiró.

—Odio hacer de mensajero del diablo.

Cuando se marchó me lamenté. Me hubiera gustado asegurarle que ser el mensajero era mucho mejor que ser el diablo en persona. Y que lo peor que el podía pasar, no era ser el mensajero. Por suerte estaba de mi lado, si es que eso era cierto. Mientras que todo su entorno se desvanecería. Solo quedaría él. El resto de su familia caerían como pétalos marchitos de una rosa arrancada hacía tiempo.

Me pregunté si sabría que su hermana estaba embarazada del rey. Sí, seguro que lo sabía. No me diría nada, porque mi disgusto podría traerle funestas consecuencias y porque saberlo, me pondría en una situación irreversible. Sin embrago no me cabía duda de que debía saberlo. Él estaba enfadado con el rey desde el momento en que apartó a su hermana de su vida intima y la expulsó de palacio. François la había llevado a la residencia familiar y estaba segura de que ella le habría confesado su situación. El padre habría sido el último en enterarse y no me cabía la menor duda de que estaba lleno de gozo, alborozado ante la perspectiva de ser el abuelo de un futuro rey. Si algo me pasase —pensaba a menudo— ese niño podría llegar a ser el heredero.

Si los pétalos no se desvanecían, habría que arrancarlos.

El domingo llegó el consejero del rey Jacobo, El conde de Bucking. Todo el palacio y la corte estaba a la expectativa. Incluso trabajadores y sirvientes se asomaban indiscretamente a las ventanas para ver aparecer el fastuoso carruaje con todo su séquito hasta la puerta de palacio. Su ostentación era proporcional a sus ínfulas y sus pretensiones. Si hubiera sido de sangre real, ya hacía mucho tiempo que habría usurpado el trono, pero por suerte para todos solo podía a aspirar a manipular al pobre rey inglés a su favor, que no era poca cosa.


Incluso los caballos venían engalanados. Con bocados dorados, cintas en las crines y en las colas y con el pelo brillante y peinado. Parecían recién sacados del establo, y no que hubieran recorrido varias decenas de millas hasta la capital. El carro estaba profusamente decorado, con cortinas de terciopelo azul, con el emblema de la casa real en las decoraciones en metal y con varios cocheros de punta en blanco. El séquito, de sirvientes, ayudantes y amigos le acompañaban en otros carros, menos recargados pero igualmente llamativos. A los parisinos les habría encantado verlos pasar por sus calles, mala suerte que el conde no se hubiese atrevido, por temor a que una horda de ciudadanos los acorralase y los asaltase, presa del rencor hacia el extranjero que les ha metido en esta interminable guerra.

Siendo como era una visita más que oficial, el rey y yo le recibimos en el salón principal, donde nuestros tronos adornaban la estancia. El rey se había engalanado también poniéndose un manto de piel y una corona en la cabeza. Yo me conformé con sentarme a su lado y observar como nuestros cortesanos esperaban impacientes su llegada. La reina madre había salido de su sopor y descanso para presentarse al lado de su hijo y mi consejero se había situado a mi lado, con la mano sujetando el pomo de su espada. François estaba al lado de la reina madre y el resto de nobles se repartían por la estancia dejando un pasillo en medio hasta el trono.

Cuando el inglés entró lo hizo acompañado de su séquito y precedido de Jaime y de Ricardo, que le habían ido a buscar y le habían traído hasta palacio. Por un momento me los imaginé a los tres segados por una hoz, como si fuesen pasto seco un día de verano. Me sentí más relajada después de aquella idea y suspiré. El rey a mi lado estaba tranquilo y atento, con los ojos abiertos y brillantes. Con los pómulos rosáceos y los labios con una media sonrisa amistosa.

—Altezas, os presento al conde de Bucking, consejero del rey Jacobo V de Inglaterra… —Anunció Jaime haciendo una reverencia en nuestra dirección y declamando con un brazo extendido hacia el conde inglés, que imitó su reverencia y se quitó el sombrero de piel oscura que traía que traía con su mano izquierda. Su mano derecha estaba casi inmovilizada desde hacía muchos años, y su pierna derecha tenía un sutil cojeo, como quien sufre leves dolores de juanetes. Pero su afección era otra. Se calló de un caballo hacia años y se había roto la pierna, dejándole con una cojera perpetua. Y en un duelo, cuando era apenas un mozo, le habían cortado algún nervio en su brazo que le había dejado inmovilizado el antebrazo y la mano. Eran dos afecciones que le habían perseguido con una imagen de tullido que se había visto obligado a compensar con una mente ágil y perversa. Desde hacía años nadie se atrevía a llamarlo tullido, no al menos a la cara. Mi padre lo llamaba así a veces para referirse a él, pero a mí no me gustaba. También lo había oído nombrar así aquí, en Francia, pero siempre con un halo de temor, como quien habla del coco.

—Altezas. —Musitó con acento extranjero y se inclinó con demasiada parafernalia. El rey sonrió pero a mí se me quitaron las ganas de mostrar una expresión agradable. Ver su rostro nuevamente me trajo amargos recuerdos de una época pasada. Estaba algo avejentado, como todos los demás, claro está, con un bigote oscuro y poblado debajo de la nariz, y con unas entradas en su melena que no recordaba. Tenía los ojos aún vivos y audaces, pero con un leve velo de ancianidad. Pero no era viejo, ni mucho menos. Solo era la impresión que me causaba después de tantos años sin haberlo vuelto a ver. Me mordí los labios para no hacérselo ver. “Estáis más viejo” me hubiera gustado decirle. Y él habría podido remeter contra mí diciéndome… “Estáis más fea”.

—Es un placer teneros aquí, en nuestra casa. —Dijo el rey con el protocolo pegado al paladar—. Espero que el viaje haya sido cómodo y agradable.

—No lo ha sido, desde luego que no. Pero al fin estamos aquí.

—Le recibimos como a un rey. —Murmuró Juan a mi lado y yo evité desviar la mirada en su dirección, pero el conde de Bucking lo oyó y se sonrió.

—Vengo en representación del rey Jacobo, alarmado como está por la situación interna de Francia. Se han sucedido unos cuantos acontecimientos de gran importancia, incluso ha muestro uno de nuestros compatriotas que trabajaba para la embajada francesa. —Su francés era mejor del que hubiera imaginado. Tenía la esperanza de que su francés fuera tan malo como su español, eso me daría aunque fuera una ventaja verbal, pero no era el caso.

Sus palabras habían levantado un murmullo general. Muchos de los presentes miraron con pena y desdén a François. Otros con valor y gallardía. Él hinchó su pecho y se mostró altanero.

—Le hemos reservado las mejores estancias para que pueda descansar de su viaje. —Dijo el conde de Armagnac mientras temía que aquella presentación desencadenase en un debate donde él no tuviera el control. Yo sonreí.

—Sois bienvenido. Cualquier cosa que necesites, el conde de Armagnac estará encantado de proporcionároslo.

Jaime me lanzó una mirada cargada de soberbia. Se la devolví, y ojalá él no lo hubiera hecho, porque me apuñaló con un dardo envenenado. Recordó a  su hija, a su hija en cinta. Me contuve para no sonreírle con malvada alevosía. Me hubiera gustado levantarme, acercarme a él y coger su mano en la mía. Jurarle una dolorosa muerte, para él, para su hija, y para el fruto de su vientre. Y ver como en su mirada se derretían su orgullo y su honor.

Lo sentía de veras, pero mi dolor y mi orgullo eran más poderosos que mi piedad. Me hubiera gustado tener el recuerdo de una madre piadosa o el de un padre con palabras sabias de complacencia o resiliencia. Pero me habían enseñado mal. Deseé que a esas horas su hija ya estuviera condenada. Que la muerte la rondase como los cuervos vuelan alrededor de un cadáver. A esas alturas mi padre llevaría días con sus barcos atracados en puerto inglés, y la masacre se habría llevado a cabo. Era cuestión de horas que llegase una misiva anunciando la desgracia. ¿Había sido suficiente con un señuelo? No lo sé. Tal vez una mentira bien orquestada. Pero esto era más sencillo.

—Acomodaos. Habéis llegado como un rey, y como un rey seréis atendido. —Dijo mi esposo con redoblada complacencia.

—¿Tan pronto me despacháis?

—¿Queréis seguir disfrutando de la bienvenida? —Pregunté—. ¿De la pompa? ¿De las miradas de estos cortesanos curiosos? Ellos podrán estar todo el día observándoos, pero el rey y la reina tienen asuntos que atender.

—Queréis libraros de mí. —Dijo, con un tono diferente al dirigirse a mí. Un tono menos formal, más confidencial.

—Mañana habrá tiempo de negociaciones y reproches. Es tarde y estaréis cansado. —El rey se puso en pie al oírme decir aquello y yo lo imité—. La cena os será servida en el salón real, y cenaremos con vos si os place. Para que no os sintáis desplazado.

El conde de Armagnac alzó la mirada con sorpresa.

—Sería ideal. —Dijo con algo de recelo—. Sería bueno que los consejeros asistiéramos también  la cena.

—La cena con los reyes es privada. —Dijo el rey con autoridad insospechada—. No es un banquete ni una fiesta. Ya habrá tiempo de celebraciones. Me parece que el conde de Bucking no ha venido a una boda.

—Tal vez a un funeral. —Dijo el inglés con malicia. Me hizo sonreír y él sonrió de vuelta.

Mientras nos servían la comida, el inglés se mantuvo en silencio. No era un hombre muy hablador, lo recordaba, pero mi marido y yo tampoco lo éramos y se produjo un largo silencio mientras degustábamos la comida. Yo no tenía apenas apetito y mi esposo tampoco. El conde sin embrago se levaba las patatas cocidas a la boca con hambre y de vez en cuando daba largos tragos de vino tinto hasta que podía seguir pasando algo más de comida.

—Por no llegar pasada la media noche no hemos parado a comer. —Se excusó con algo de vergüenza y yo asentí, conforme.

—Comed, no hay ningún inconveniente. Yo he comido unos pasteles de nata a media tarde, así que no tengo mucho apetito.

—Os sigue gustando el dulce. —Dijo con una mirada de añoranza—. Lo supuse, así que os he traído unas pastas de limón, muy típicas de mi región natal. He mandado que os las lleven a vuestro gabinete.

—Venís a reprenderme con regalos. —Dije con una expresión de confuso halago. El sonrió pero yo me mordí el labio inferior—. No pensareis que me las voy a comer, ¿verdad?

—Suponía que no lo haríais. —Dijo con desdén, encogiéndose lo hombros mientras alcanzaba de nuevo la copa de vino. Era extraño verle comer, con un brazo proactivamente pegado al pecho y el otro maniobrando con soltura.

—Sin embrago vos coméis de nuestros platos sin problema. —Dije con una ceja en alto.

—Nah, no sois de utilizar venenos, alteza. A vuestro padre tampoco le gustaba tener que llegar a ese remedio. Además, vos me necesitáis, y no creo que quitarme de en medio os facilite las cosas.

Sonreí y el rey levantó su copa para proponer un brindis.

—Porque nuestras naciones consigan entenderse de una vez.

—Por los soldados que han caído en el frente, —Dije y el inglés levantó su copa y sonrió.

—Por los que realmente gobiernan un país. Que la mano de Dios los guie con sabiduría y buen corazón.

Pasadas las dos de la madrugada me levanté y abandoné mis estancias envuelta en una bata de terciopelo. Me llevé una pequeña lamparita de aceite conmigo, y en vez de abandonar mi gabinete por el pasadizo secreto, salí por la puerta principal. Tal vez habría sido menos peligroso o sospechoso si Manuela me hubiese acompañado pero preferí no despertarla a tan alta hora de la noche. Conduje mis pasos hasta la biblioteca y me colé dentro. Desde la puerta ya se podían ver los haces de luz que iluminaban una de las mesas más recónditas. Entre estanterías y manuscritos, un hombre se inclinaba sobre un libro que leía pacíficamente. No se había desvestido desde que lo habíamos dejado en el gran comedor. Tenía una arrugada y amarillenta gorguera que, iluminada por aquellas velas, parecía un acordeón desgastado. Sus pies estaban entrecruzados, con las piernas estiradas y con los zapatos puntiagudos apuntando al techo. Su mano libre sujetaba el libro impidiendo que las páginas se la tragasen. La otra descansaba en un gesto muerto sobre el regazo.

Mis pasos le sobresaltaron y se volvió por encima de su hombro con ojos llenos de alerta.

—Isabel, me habéis dado un susto de muerte. Os habéis retrasado.

—Mi marido se ha quedado esta noche en mis estancias hasta hace un rato. —Dije mientras él suspiraba, aliviado de reconocerme.

—Ya pensé que no vendríais. Os he estado esperando en la compañía de Plutarco, pero se me habían empezado a cerrar los ojos así que lo he cambiado por Dante. —Miró los libros que había esparcidos por la mesa. Me acerqué y posé mi mano al lado de la suya sobre el libro para advertir en qué capítulo se encontraba.

—El infierno de Dante puede desvelar a cualquiera.

—El desvelo no es algo que me resulte ajeno. Últimamente duermo más bien poco.

—Ya somos dos. —Suspiré y me senté delante de él en aquella mesa. Me dejé caer y rodeé mi vientre con mis brazos cruzados—. El sueño siempre me ha sido esquivo pero estos últimos tiempos más que de costumbre.

—Yo diría que son los remordimientos, pero creo que se ha convertido simplemente en un mal hábito.

—Mejor pensar así, supongo.

Entre los dos se estableció un silencio muy agradable. Me recorrió con la mirada y yo le devolví el gesto. La última vez que me viera, yo debía tener por lo menos doce años. La imagen que tenía de él no era muy vivida pero sí me impresionó bastante. Seguía teniendo una nariz respingona, muy inglesa, y los dientes pequeños y con los incisivos algo retorcidos. Pero era una sonrisa agradable. Sus ojos claros a la luz de las velas parecían un mar de fuego.

—Estáis más viejo. —Solté, a lo que él sonrió con vergüenza.

—Veo que seguís siendo igual de impertinente que antaño. Sin embrago vos estáis más hermosa. —Aquello me pilló por sorpresa y me sentí culpable de haberle llamado viejo. Pero me miró con divertida malicia al saber de mi remordimiento.

—Si vais a reprenderme por la muerte del duque, o de vuestro paisano, Oliver, hacedlo ahora. Mañana empezarán las negociaciones y no quiero volver a saber de este tema.

—Vuestro conde de Armagnac piensa que he venido aquí para abroncaros. —Sonrió—. Eso le he hecho entender, pero no tengo ninguna intención de daros consejos para gobernar. Vaya a ser que sean buenos consejos y hagáis caso de ellos.

—Os ha venido bien que nos hayamos deshecho del duque, eso ha desestabilizado la situación aquí. Su propio hijo me ha puesto en jaque, abriendo una investigación por su muerte.

—¿Qué quiere investigar? Está más claro que el agua…

—Al duque lo asaltaron en el camino de vuelta a Gasconia. —Dije, casi repetí como un mantra que yo misma me había empeñado en creer—. Y eso es lo que pone en todos los informes. Se encontró a los culpables y se les ajustició.

—Parece que vos queréis darme más explicaciones de las que os estoy demandando. —Murmuró con despecho y yo suspiré—. ¿Qué ha pasado con Oliver?

—No era un joven muy estable. Se pasaba las noches en tabernas y en salas de apuestas. —Dije, intentando cambiar el tono para que no hallase las mentiras entre mis palabras—. El rey le había estado prestando dinero, y cuando esta última vez le pidió un poco más de calderilla, el rey, harto de la situación, se negó a prestarle un ducado más. El inglés sacó un puñal, y por suerte que estaban el conde de Villahermosa y el general François delante para impedir el magnicidio, sino puede que yo ahora fuese viuda.

—¿El muchacho le pidió dinero prestado al rey, delante de terceros?

—François es cómplice de las juergas que le han llevado a la ruina, igual que el rey. No creáis que esos dos lo dejaban vagar solo por la capital. Han sido fieles compañeros en las mancebías. —Suspiré—. Pero mi consejero llegó cuando la discusión ya había empezado y su presencia puede que calentase el ambiente. No lo sé…

—¿Eso es todo? ¿Esta es también una mentira? ¿Un cuento chino?

—Me temo que no.

—Es curioso. Mis comandantes me han informado de que habéis colocado como subcomandante a un inglés. Jonathan Lee, antiguo general de mis tropas. ¿Sabíais que Oliver sirvió para él antes de que lo reasignasen a la embajada como…?

—Sí. —Asentí—. Jonathan me lo hizo saber. Y también me habló de sus problemas de conducta, causa por la cual le expulsó del ejército. No estaba capacitado ni para seguir órdenes ni para el esfuerzo físico.

—Sí, eso tengo entendido. Cada uno tiene una función en la vida. —Dijo mientras levantaba el brazo maltrecho—. Si no hubiera sido por mi situación tal vez yo ya habría muerto en alguna batalla en el norte, y mis restos hubieran alimentado a los buitres.

No pude evitar pensar en la causalidad de la vida, y en los designios del Señor. Si la esposa de Enrique no hubiese fallecido al intentar dar a luz, mi prometido el duque de Borgol no habría fallecido. ¡Qué cosas tiene la vida!

Estuve un rato en silencio, pensando en aquello, cuando el conde me sacó de mi ensoñación.

—¿En qué pensáis, que se os ha ido el alma a otra parte?

—En cómo la vida de uno depende de la muerte de otros

—¿Pensáis en eso a menudo? No me extraña que perdáis el sueño.

—Pienso en qué manos estará mi vida. —Suspiré—. De qué muerte dependerá que yo siga con vida o muera.

—No se deben pensar en esos términos. Tal vez nuestra vida de penda de personas que no conocemos. De quienes no tenemos en cuenta. Un mensajero, un sirviente. Tal vez un noble desconocido, lejano y de otro país.

—Mañana quiero que nos sentamos a la mesa, y formemos un acuerdo que ponga fin a la guerra.

—No será tan fácil, alteza. —Sonrió con tristeza—. Mis intereses y los vuestros apenas cuadran. Ya se han intentado realizar acuerdos antes, pero han sido tan insatisfactorios que nos hemos visto abocados a ganar el terreno por la fuerza.

—Pero ahora estoy yo aquí, y deseo que se ponga más interés en formar un acuerdo. He leído los anteriores acuerdos y no hallo el motivo por el cual os han parecido insatisfactorios. A no ser, que por otro lado os estén ofreciendo garantías mejores… —Ante mis palabras sonrió y bajó la mirada con picardía. Aparto la mano del libro y se cerró como por un resorte.

—No hagamos como que no sabéis los acuerdos que el conde de Armagnac y yo tenemos. Todo el mundo lo sabe. Vuestra suegra ya lo sabía, desde hacia tiempo.

—Yo no soy ella. —Dije y le hice sonreír.

—Tampoco sois vuestro padre. Un pulpo que tiene tentáculos en todas partes del mundo, que dispone de los hombres como de piezas de ajedrez. No, no sois vuestro padre. Solo sois una reina en un país extranjero, que le es extraño y donde no halla lugar.

Fruncí el ceño, lo que le sacó otra sonrisa.

—Pero no creáis que no os tengo en gran estima, y que no os tengo el respeto que os merecéis. Pero no os temo, no como a vuestro padre.

—Yo no soy mi padre. Ni soy mi madre. —Le miré directamente a los ojos—. Aprenderéis a temerme. Si el respeto no es suficiente como para sentaros a negociar, el miedo os obligará a ello.

Me levanté de la silla, y un pinchazo me acometió el vientre. Un sudor frío, ya conocido, me subió por la espalda hasta la nuca y me apoyé en el borde de la mesa, tragando saliva sobre una garganta seca. Me arrepentí de no haber llevado a Manuela conmigo, porque si la cosa se complicaba no podría llegar a mi dormitorio por mi propio pie. Pero el dolor remitió y me pude erguir de nuevo ante la atenta y asustada mirada del conde de Bucking que estaba a punto de levantase también, impulsado por el miedo de que pudiera desvanecerme. Todo el temor que habría podido sembrar en el, se transfiguró a piedad y pena. Me avergoncé, y le miré con ira y rencor.

—Os espero mañana en el gabinete del rey, a medio día. Tendremos mucho de lo que hablar.

—Bien. Descansad, alteza.

Yo señalé el libro con la mirada.

—No soñéis con el infierno de Dante, la realidad ya es bastante inmisericorde.




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