UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 49
CAPÍTULO 49 – LLEGAN LOS INVITADOS
La noche siguiente aún se oían murmullos a través de los pasillos. El estupor principal dio paso a un luto inquieto. Se extendían los rumores por todo el palacio. Hubiera deseado contar la verdad para que esas habladurías no se alimentasen con nuestro dolor, pero era pronto y manteníamos en secreto lo sucedido, más que nada por pura precaución. El conde de Armagnac no había regresado a palacio pero era seguro que ya se habría enterado de la muerte de Oliver, o de su asesinato. No era un hombre ingenuo y tampoco pretendíamos encubrir lo sucedido. Había sido una muerte en defensa propia, y así se lo habíamos presentado al inspector policial. Bajo secreto de sumario le revelamos a este toda la información comprometedora que habíamos encontrado. El rey y François se adjudicaron la responsabilidad de tomar el control de la investigación. Y lamentaron profundamente que la actitud de Oliver hubiera puesto en peligro la vida del rey, porque aunque traidor, se merecía un juicio justo.
Y aunque aquella era la verdad, nos ocurrió como a Pedro con el lobo. Lo ocurrido con el Duque de Gasconia era una pesada losa que cargábamos a la espalda y no tardaron en aparecer los rumores que nos culpaban de su muerte como un ajusticiamiento personal. Un salto burocrático para librarnos de manera rápida y eficiente de un adversario. Muchos de nuestros defensores aseguraron que Oliver era un traidor, y que estaba compinchado con los ingleses para llevarse dinero de la corona y enviar información privilegiada al gobierno de Jacobo, pero otros tantos no se creían ese cuento y lo tildaban de excusa, para saciar la sed de monarcas habidos de poder y sangre. Hubiera deseado que aquellos cortesanos tuviesen otros quehaceres aparte de inventar injurias e intrigas todo el día, pero lo cierto es que para eso servían, para eso estaban ahí.
♛
En las noches ya comenzaban a bajar las temperaturas. Habían sonado las doce en las campanas de la iglesia de nuestra señora de parís cuando un coche tirado por dos pares de caballos se había detenido en la parte trasera de palacio. Yo aguardaba dentro de las caballerizas vestida con un traje negro y con una lamparita de aceite en la mano. Al fondo, tras la puerta entreabierta de las caballerizas, se atisbaba el costado de uno de los caballos, oscuro como la misma noche. Todo estaba a oscuras y en silencio. El sonido de pasos bajando del carruaje me puso en alerta y levanté la llama para alumbrar a mi alrededor. Los pasos y los murmullos aumentaron y antes de poder avanzar hacia ellos, Juan cruzó la puerta y entreabrió los portones para dejar paso a los invitados.
Ayudó a los dos cocheros a bajar a la reina madre de Venecia y después a las dos damas que la acompañaban que eran su sobrina y su hermana menor.
La mujer descendió con agilidad, tirando del largo de su vestido para que no se enganchase en los escalones del carro. Uno de los mozos le extendió la mano pero ella prefirió sujetarse en el hombro del conde que la sostuvo de la cintura y la acompañó hasta la puerta de las caballerizas. Las otras dos mujeres bajaron ayudadas de los cocheros y el conde se acercó con ella hasta donde yo me ocultaba en las sobras tras un pequeño haz de luz. Ella sonrió al distinguirme de lejos y yo incliné la cabeza a modo de saludo.
—Querida muchacha. —Dijo llegando hasta mi altura, y sostuvo mi rostro con sus manos, que estaban heladas por el frío del viaje. Besó una de mis mejillas y me hizo sonreír. El olor de su carmín y de su perfume inundó mi interior por unos momentos. Era una bocanada de tarde primaveral en medio de aquel olor a heno y excrementos equinos.
—Ginevra Contarini. —Musité mientras sus damas se acercaban a pasos cautos a causa de la oscuridad. Ella miró hacia su espalda y las llamó con un gesto.
—Esta muchacha que veis aquí es la reina de Francia, saludadla por favor. —Ante su aliento, ellas realizaron una genuflexión y yo asentí con gesto modesto.
—Acompañadnos, por favor, tenemos unas habitaciones donde podréis descansar del viaje.
Condujimos a aquellas damas, que llevaban largos chales oscuros, por los pasadizos del interior del palacio. Al principio me mostré un poco reticente ante la idea de llevarlas por aquellos pasillos, porque no me gustaba la idea de seguir compartiendo aquella información, pero el conde atinó que era lo más indicado, sino, cualquiera podría vernos por los corredores de palacio y levantaría más rumores.
Las mujeres se mostraron realmente sorprendidas cuando accedieron a aquellos pasadizos. Rápidamente se dieron cuenta de que no eran pasillos convencionales y al ver la humedad y el musgo en las paredes, se divirtieron pensando que estaban entrando a escondidas en un palacio, como uno de esos cuentos que suelen narrarnos cuando somos pequeñas. La reina Ginevra estaba a mi altura y caminaba a la par conmigo pero en silencio, acompañándome con el pequeño haz de luz que portaba en mi mano. El conde iba entreteniendo a las dos damas que nos acompañaban.
—Si no confiase en vos, diría que me estáis conduciendo a las mazmorras. —Aseguró la reina mientras miraba alrededor, divertida, casi excitada. Yo sonreí y ella me miró con ojos brillantes, llenos de alegría.
—Os prometo que no sufriréis daños aquí, no mientras yo pueda evitarlo.
—¿Le dijisteis lo mismo al inglés que murió el otro día? —Preguntó mientras cambiábamos. Estuve a punto de detenerme, y mirarla con fijeza. Pero me limité a borrar la sonrisa de mi faz, lo que la hizo sonreír—. Dicen que era un traidor. ¿Es cierto?
—Veo que las noticias vuelan.
—Lo hablaban los cocheros que nos trajeron. —Se excusó mientras se encogía de hombros—. ¿Era amigo de vuestro esposo, el rey?
—Sí, un espía que lo mandaron para acercarse al rey y sacarle dinero e información. Encontramos cartas que lo relacionaban con pactos con el rey ingles y su consejero, el duque de Bucking. —Suspiré—. Pero no era nuestra intención que muriese, no así.
Aquello sonaba casi a una disculpa, por lo que la reina se compadeció de mí.
—Dicen que al verse descubierto se revolvió y amenazó al rey.
—Así es. —Asentí.
—¿Estabais delante?
—No, yo estaba ya en la cama. Me levantaron los gritos y el revuelo que se formó.
—¿Entonces como podéis estar tan segura de que el rey os ha dicho la verdad? —Preguntó, y aquello me pilló tan de sorpresa que no supe realmente qué contestar. ¿Qué justificación podría dar yo para una creencia ingenua si realmente yo había estado presente en su asesinato? Me limité a quedarme en silencio, demostrando que nada más que mi fe, o mi amor, me hacían confiar en la palabra del rey. Para mí era suficiente y para ella debía serlo también.
Llegamos a un recodo del pasillo y subimos por un pequeño tramo de escaleras para dar con un pasillo sin salida. Al fondo, sobre la pared, parecía levitar una esfera de metal del tamaño de un puño. Colgaba de una fina cadena de metal y al tirar de ella hacia abajo, la pared cedió con un crujido de goznes. El interior ya estaba iluminado y dispuesto para ser habitado. Manuela nos esperaba en el interior, y había caldeado la estancia para hacerla más confortable después de un frío viaje.
Entré yo primero y me mantuve sujetando la puerta hasta que todos hubieron pasado al interior. Las italianas se habían quedado boquiabiertas con aquel juego de magia y el conde sonreía con ellas, divertido por su reacción. No hacía falta mencionar que aquello era un secreto, que no debían ir contando por ahí que el palacio albergaba aquellos pasadizos y mucho menos debían usarlos a placer. Cuando cerré detrás de la última persona en cruzar al interior, la pared quedó como si nada. Estaba forrada con listones de madera oscura y los cortes que se producían a causa del pasadizo quedaban camuflados por las oscuras betas de la madera. En medio, un reloj de pared adornaba la estancia y al cerrarse, uno de los péndulos, similar al que había del otro lado de la pared, bajó para quedar a una altura media dentro de la caja.
—Si tienen que salir por alguna urgencia, ya saben de qué péndulo tienen que tirar. —Dijo el conde.
Ante aquella estancia caldeada e iluminada, las invitadas se desembarazaron de sus capas. Manuela se hizo con ellas y las apartó a un lado. Les había pedido que se acercasen con discreción y así lo hicieron, pero no dejaron de lado sus ropas coloradas y sus escotes tan pronunciados. El vestido de Ginevra Contarini me había parecido negro en medio de la oscuridad de la noche, pero era de un verde esmeralda, de terciopelo grueso y brillante. En los puños, varios abalorios dorados y su cabello, también bañado en oro, estaba trenzado y recogido en una redecilla a cada lado de su cabeza. Pocas vírgenes habría más elegantes que aquella mujer. A la luz de las velas su rostro se veía algo mayor, o por lo menos, aparentando la edad que debía ya tener. Unas patas de gaño adornaban los bordes de su ojos y sobre su labio superior había ciertas marcas de expresión, de esas que delatan la edad de una mujer. Debía tener al menos cuarenta, sino más. Pero me alegró ver su edad también reflejada en su mirada, en la templanza y el carácter que eran propios de la edad, escondidos detrás de esos ojos brillantes y alegres.
Puede que me quedase demasiado tiempo en silencio contemplándola, porque se volvió a mí apartándose un mechón rubio y ondulado que le caía por la frente con aire de soberbia y sonrió.
—Hace menos de un año que nos vimos, pero habéis cambiado bastante. —Murmuró.
—¿Yo? —Pregunté, con ingenuidad.
—Se os ve mayor, muchacha. ¿Francia no os trata bien?
—Es difícil de domar, lo reconozco. —Suspiré y ella asintió con desánimo. El conde se quedó a un lado con las manos recogidas a la espalda dando espacio a las damas de la reina para que se quitasen sus capas y recorriesen la estancia a placer.
—Mandaré traer vuestras pertenencias. —Dijo, y marchó por la puerta del gabinete.
La reina no le prestó atención y me señaló la mesita, decorada como estaba con pastelitos, vino tinto y un ajedrez.
—¿Tenéis el placer de ponerme al día, alteza?
—¿No preferís descansar, mi señora? Vuestras damas deben estar cansadas.
—Míralas. —Dijo y se volvió hacia las muchachas que miraban por todas partes, fisgaban dentro de los cajones y se coordinaban con Manuela para hacerse con el lugar—. Están entretenidas. Dejadlas. Sentaos a mi lado y contadme.
—Bueno, yo… —Empecé pero ella, justo después de dejarse caer en uno de los asientos estiró su mano y sujetó mi muñeca.
—Felicidades, por estar en estado. —Miró con alegría mi vientre y yo esbocé una atemorizada sonrisa.
—Gracias, alteza. Reconozco que estoy atemorizada. –Suspiré y aquello la hizo reír, y con esa delicadeza de tacto que una mujer puede tener hacia la preñez de otra, posó su mano sobre mi vientre.
—No os preocupéis por nada. Si os da ánimos os diré que yo quedé encinta una sola vez, y fue de mi pequeño muchacho, que ahora ya cuenta con unos saludables veintiún años de edad. Todo salió a las mil maravillas. No es lo habitual, pero las mujeres estamos preparadas desde que nacemos para concebir. Así que no tenéis nada de lo que temer. Yo no tuve miedo. —Asintió con valentía y se recostó en el asiento.
Alcanzó con su mano uno de los pastelitos de hojaldre con miel y se lo llevó a los labios. En ese gesto pasó a ser de nuevo una joven que se muere por un dulce. Cuando estuvimos en España, en aquellos días en que mi padre reunió a tantos pretendientes, fue con ella con quien pasé la mayor parte de mi tiempo, y verla volver a comer un pastelito me devolvió a aquellos días y fue entonces cuanto sentí cómo había pasado el tiempo. Tal vez tenía razón, y me veía mayor desde entonces.
—Me alegro de que me escribieseis. —Atinó a decir mientras se relamía la miel del pulgar—. Aunque debo advertíos de que a mi hijo no le gustó nada vuestra misiva. —Alcé los ojos con sorpresa.
—¿Y eso por qué?
Aunque creía que aquello se debía a que no le hubiera gustado que mi padre le hubiese rechazado como posible esposo para mí, los tiros iban por otro lado.
—La noticia de la muerte del duque de Gasconia nos alegró a todos. Se había hecho con varios cientos de mercenarios que necesitábamos para nuestra guerra con el milanesado, pero cuando supimos que ahora estaban en vuestro poder, mi hijo lo consideró un desafío personal contra nuestra familia. He intentado disuadirle de ese pensamiento, y hacerle ver que vos necesitabais esos mercenarios tanto o más que nosotros por vuestra guerra con el inglés. Pero el temperamento de un joven en siempre volátil.
—Me alegra ver que tiene una madre comprensiva a su lado como consejera.
—No os alegréis tanto. No es fácil domar a un joven lleno de aspiraciones. —Sonrió para sí, como si la culpa de esas altas expectativas del joven fuesen culpa de su aliento—. No le gustó que me invitaseis a venir hasta aquí para tratar el tema del inglés.
—Considera que me estoy aprovechando de vosotros. —Atiné a decir, y ella asintió encogiéndose de hombros.
—Es un hombre orgulloso, como lo era su padre. No entiende que en la política, unos se aprovechan de otros para fines comunes. Es así de sencillo. —Hizo llamar a su sobrina, una muchacha rolliza y sonrosada para que le sirviera un poco de vino en una copa. También me sirvieron a mí pero yo no bebí.
—A pesar de los hombres que tengo en el frente, el inglés tiene un gran apoyo a través del mar. —Dije, con un tono un poco diferente—. Se han colado también en los Países de los Lagos y alientan las revueltas de los rebeldes que incendian el gobierno que tiene mi padre allí. Por no hablar de los que desde palacio alientan al inglés con dinero y pactos secretos.
Ella, que tenía la copa sobre los labios, la bajó lentamente, descubriendo una sonrisa pérfida y satisfecha.
—Los mercenarios nos han dado un respiro pero no ganaremos por tierra. Puede que los soldados hayan ganado esperanzas pero solo nos he dado un poco de tiempo, el suficiente como para desmantelar los pactos que hay con el inglés y establecer unos nuevos.
—Unos pactos de paz no se establecen en un par de días.
—Mis hombres al frente no aguantarán un par de meses más. Hemos avanzado un poco en el terreno, pero mientras tengan el control del mar, seguirán llegando refuerzos, alimento y ayuda
—¿Acaso el conde de Armagnac no tiene un bloqueo en el mar del norte? —Preguntó Ginevra, contrariada y con el ceño fruncido. Yo me levanté de la silla, inquieta, y me apoyé en el respaldo, de cara a ella.
—Él es el traidor. El inglés que matamos ayer era solo su mensajero, haciendo de espía dentro de palacio, y cerca del rey. Deja pasar barcos ingleses a cambio de cuantiosas sumas de dinero, el muy… —Me mordí el labio inferior y me separé de la silla. Ella me miraba con ojos atentos. Sus damas nos miraban desde lejos y habían dejado sus tareas a medias. Las miré de reojo y suspiré.
—¿Vos lo matasteis? —Preguntó con una sonrisa traviese en sus labios y yo fruncí los labios con inquietud.
—En algo más de una semana llegará el conde de Bucking para negociar un nuevo acuerdo. —Sentencié irguiéndome todo lo alta que era y Manuela se tomó aquello como un aviso de que nos volvíamos a mis dormitorios—. Cuanto antes obtengamos un buen final, antes podréis llevaros a vuestros mercenarios de vuelta a Venecia, y vuestro hijo no tendrá que desconfiar más de mí.
—¿Y quién no me asegura que en otra habitación, al otro lado del palacio, no se encuentra el rey de Milán, atraído aquí por un pacto similar al que me habéis propuesto?
Su pregunta me pilló de sorpresa, y aunque ella rió demostrando que solo me estaba tomando el pelo, había cierta preocupación real en aquella sugerencia. Yo la miré con admiración y ella me sonrió antes de beber de su copa.
—Al rey de Milán no le satisfizo mi propuesta, así que vos erais mi segunda opción.
Aquello la hizo reír de nuevo y yo miré a sus damas, que se miraron entre ellas con pasmada preocupación. Mariana sonrió con malicia, lo que las atemorizó aún más.
Comentarios
Publicar un comentario