UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 48

CAPÍTULO 48 – UN PEQUEÑA EMBOSCADA

 

Al día siguiente, pasado el anochecer, el rey y yo habíamos leído en varias ocasiones todo el papeleo que nos había proporcionado François. Al rey se le veía aliviado y satisfecho, como quien ve, con calma y sosiego, como se termina una jugada de ajedrez con el rey rival acorralado en una esquina del tablero. Incluso antes de ahondar en todos aquellos documentos, cuando se los entregué, alzó la mirada con una admiración tal que casi consigue hacerme sonrojar.

—Os pedí que me libraseis de él, no que lo mandaseis al cadalso. —Dijo, pero con un tono jovial y sorprendido.

—Si es lo que se merece, es lo que haremos con él.

Cuando le mostré las misivas donde se corroboraba que el joven Oliver había estado mandando dinero que le había proporcionado la corona francesa hacia Inglaterra, el ánimo de Enrique dejó de ser tan alegre, y a ratos parecía decepcionado consigo mismo, rallando en la frustración.

—Durante mucho tiempo pensé que solo eran problemas con el juego. —Confesó, lleno de pasmo, moviendo los papeles de un lado a otro redescubriendo nuevos secretos—. Le he prestado dinero durante años. ¿Lo ha enviado a la corona inglesa?

—No, lo ha mandado a familiares y amigos, algunos condes y a su madre y a sus hermanos. —Dije, intentando encontrar una misiva donde el conde de Armagnac le comentaba que era imprudente seguir pidiéndole dinero al rey para asuntos familiares, y Oliver rechazaba el consejo, afirmando que el rey era tan estúpido como para creer que sus bolsillos financiaban los vicios de su hermano pequeño en Londres.

—Es una rata. —Dijo el rey, apartando el papel a un lado y levantándose del escritorio.

Estuvimos horas enfrascados en aquella lectura. En su gabinete. El conde de Villahermosa se pasó a media tarde y le desgranamos todo aquello que habíamos encontrado. Nos puso sobre aviso, advirtiéndonos de que obrásemos con rapidez, pues el conde de Armagnac había partido después de comer a su casa, y era posible que descubriese lo que habíamos hecho.

—Pensé que se quedaría en palacio hasta la llegada del inglés. —Murmuró el rey, frunciendo el ceño.

—Le han llamado de urgencia al parecer, y ha partido a prisa.

—Tal vez sea mejor no tenerlo en palacio mientras tengamos esto aquí. —Puse una mano sobre la montaña de papeles—. Pero tenéis razón, conde. Tenemos que tomar una resolución ya, o de lo contrario Jaime podría avisar a Oliver y prevenirlo. Podría marchar a Inglaterra si nos despistamos…

Aquello llenó al rey de pavor.

—Bien, entonces es mejor que solucionemos esto de una vez.

Cuando era bien entrada la madrugada, pasadas las doce y media, el conde y yo esperábamos en el salón del consejo. El conde se había sentado donde usualmente solía acomodarse, a mi lado, pero yo me había mantenido de pie al lado del trono del rey, con una mano sobre el respaldo de madera. Las cartas, las facturas, las misivas y todo tipo de papeles se habían dispuesto en la mesa, en varias columnas. Solo faltaba que descorriesen el telón para que la actuación empezase. Pero nuestra paciencia no se vería agotada, estaba a punto de empezar la obra. El público ya estaba acercándose al teatro.

Unas voces resonaron en medio de aquel silencio sepulcral. El conde había estado más callado de lo habitual, excitado por el terrible momento que se avecinaba. Conteniendo toda su excitación para provocar más placer en su interior. Yo por el contrario estaba meditabunda, no estaba segura de que aquello resultase bien, y mucho menos de que la detención del joven Oliver, desembocase en un pacífico juicio. Pero las pruebas eran más que claras, nadie ni si quiera un rey se libraría de semejante escándalo. Era un espía, un traidor y un enemigo. Si se le daba una muerte rápida, sería incluso misericordioso.

Por unos minutos había pasado por mi mente la idea fugaz de encontrar el modo de culparlo de la muerte del conde, confundir al nuevo duque de Gasconia para que unas falsas pistas condujesen a este pobre individuo, pero aquello precisaba un mayor tiempo y cálculo, y esta tarea debía resolverse cuanto antes. Con la ausencia del conde de Armagnac era un momento ideal, y sin embrago, cuando se supiese de la detención de Oliver, Jaime se revolvería como un gato arisco y malvado. Me sentía inquieta, como preparada para recibir una bofetada sin saber cuándo llegaría.

Contuve el aliento cuando la puerta cedió y se abrió despacio. Las voces reían, hablaban con tono jovial y el rey encabezaba la conversación.

—Pasad un momento, antes de que nos vayamos.

—¡La tabernera espera! —Exclamó Oliver, le habían engatusado con ir de juerga, pero lo conducían como a un pobre ratoncito a una trampa.

—Me he olvidado la capa aquí, en la reunión que tuvimos esta tarde. —Argumentó Enrique pasando al interior primero y siendo precedido por Oliver, que entró, empujado por la presencia de François a su espalda. Enrique le sujetó la puerta para dejarle vía libre y cuando el pobre había entrado por completo en la habitación, François se molestó en cerrarla, y situarse justo frente a ella.

Oliver cruzó su mirada conmigo, asustado por encontrarme allí. Apenas si percibió la presencia del conde pero al recaer en él bien pudo pensar que manteníamos una charla cordial o una reunión personal solo para españoles. Sonrió y miró al rey con algo de congoja.

—Vaya, la reina se reúne en el consejo a vuestra espalda, señor. —Dijo con una sonrisa pícara. Me miró y rápido se disculpó por la provocativa insinuación—. No me hagáis caso, mi señora. Admiro realmente vuestra entrega, y vuestro tesón.

Yo sonreí, con gracia. Él sonrió de vuelta. Era tan dulce e ingenuo que realmente aún dentro de la trampa, podía permitirse hacerse el seductor. Juan se mantuvo allí sentado como una estatua de bronce y el rey caminó con paso tranquilo hasta su asiento y se dejó caer como quien ha terminado por fin una dura tarea. Oliver fue despertando poco a poco de la inopia en la que le habían embaucado y miró hacia François en busca de una indicación o una respuesta a aquella situación, pero su máscara dorada no le mostró nada más que frialdad.

El rey suspiró y tamborileó con los dedos en la mesa. Yo me agarré con fuerza a la madera tallada de su respaldo.

—¿Y vuestra capa, señor? —Preguntó el pelirrojo, con ojos curiosos y algo confundidos. Su tono había dejado atrás la lozanía y se había enfriado. Miró a todas partes y su mirada recayó en la pila de papeles que adornaba la mesa. Cuando levantó la mirada y la posó en mí supe que se le acababa de caer el velo de los ojos. Aún le costaba ver con claridad, pero todo su cuerpo sufrió un cambio drástico. Tensó la mandíbula y su mirada se volvió esquiva. Tragó, y su manzana de Adán se movió por encima del cuello de su jubón.

—Lord Oliver Prims, —Sentenció Enrique—. Quedáis arrestado por alta traición, espionaje y malversación de fondos de la corona…

—No. –Negó el muchacho dando un paso atrás y topando con el torso de François que le bloqueaba la salida. Lo miró, directamente volviendo el rostro en su dirección y siendo el inglés media cabeza más bajo, lo que recibió fue una fría y condescendiente mirada, altiva y seria que le heló la sangre. Se volvió a nosotros, como único medio de salvar la vida—. No, no he hecho nada de eso…

—Es imposible que lo neguéis. —Dije mientras cogía un puñado de papeles y los lanzaba sobre la mesa, más cerca de él—. Tenemos todo lo necesario como para llevaros al cadalso. Las cartas que os habéis escrito con el conde de Armagnac, también copias de las facturas del dinero que habéis ido llevado a vuestra patria. El conde os tenía bien agarrado, ¿verdad? Seguro que en vuestra casa también encontraríamos documentos que lo comprometiesen a él. Pero no será necesario. —Sonreí—. Con todo esto, tenemos para encerarlos a los dos en un calabozo de por vida.

—No… no mi señora. —Boqueó varias veces para cargarse de coraje—. El conde de Armagnac os ha mentido, todo eso son documentos falsos, los ha creado para inculparme, os lo prometo. —Exclamó mientras se lanzaba a recoger los papeles que estaban a su alcance y ojearlos, palideciendo poco a poco en su intento por buscar una excusa válida que le salvase de la orca—. Quiere quitarme de en medio, porque yo he intentado que haya acuerdos con Inglaterra pero él se está aprovechando del bloqueo, y os juro que todo esto lo ha orquestado para que me desacreditéis.

—No ha orquestado nada. Hemos robado estos documentos de su casa. —Dije, y aquello terminó por convencerle de que no había salida posible—. Pero no os preocupéis, mientras estáis aquí, he mandado un equipo a rebuscar en vuestra propia casa. Tal vez hallemos todas las misivas que faltan para completar las conversaciones, y muchos otros documentos que nos sirvan de ayuda en futuras empresas…

—No podéis creerle, mi señora. —Murmuró, casi como una súplica—. He servido bien a esta corona, desde el momento en que…

Yo rebusque en el interior del bolsillo de mi vestido y le extendí una carta firmada.

—Nuestro subcomandante de las tropas del norte ha escrito esto. –Se lo extendí pero no quiso leerlo, ni si quiera poner sus ojos encima—. El subcomandante os ha reconocido, y ha acreditado que os ha visto hacer tratos con el conde de Bucking, que…

—¿Pero de qué estáis hablando? —Preguntó mirando a todas partes—. ¿Qué subcomandante?

—El subcomandante Jonathan Lee, si no recuerdo mal fue vuestro capitán al comienzo de la guerra, pero vos no dabais la talla como soldado y os expulsó de su mando. —El joven sufrió un colapso. Pude ver como sus ojos se eclipsaban y todo su cuerpo quedó helado en aquel instante—. Fuisteis a parar a las manos del conde de Bunking, y ahora servís como espía a su mando. El soldado ha sido testigo de ese acuerdo tácito y ha dado su palabra de que así es…

—¿Creéis… creéis en la palabra de un inglés…? —Murmuró mientras extendía unos dedos temblorosos hacia el papel para acercárselo y leer la firma que se había desdibujado allí—. Subcomandante de las tropas… ¿Francesas?

—Vuestro rey hizo mal en no concedernos el rescate que pedíamos por él. Y al dejarlo abandonado lo hemos reclutado a nuestro servicio. Aceptó de buen grado y ha demostrado su lealtad comprometiéndose a guiar a las tropas del norte en ausencia del comandante general.

Oliver miró de soslayo a François, pero sin dirigirle la mirada directamente, como quien mira la sombra de un enemigo que se cierne sobre uno. Había odio en esa mirada, también traición y un sentimiento de decepción. Parecía decir… “este hombre me ha vendido”.

 —¿Le creéis a él y no a mí? Ambos somos ingleses, alteza, os he querido todo este tiempo. —Miró al rey con un deje de súplica—. Soy vuestro amigo. No creáis en esta española que os ha envenenado con sus mentiras. Ha organizado todo esto para que os separéis de mí, os ha puesto en mi contra. ¿No podéis verlo? ¿Acaso vos mismo habéis obtenido esos papeles? ¿U os los ha puesto ella en las manos? ¿No veis que es todo un engaño? ¿Creéis a caso que el conde de Armagnac sería tan descuidado como para tener todo esto en su propia casa?

—En su despacho. —Dijo François, haciendo que el joven diese un respingo y volviese el rostro con pasmo—. En concreto guardaba vuestras cartas en un doble fondo del segundo cajón de su escritorio.

—No se desharía de algo tan jugoso que pueda quitaros de en medio si vos osabais poneros en su contra. —Sostuve, mientas él comenzaba a temblar. Se acababa de ver perdido.

Yo contuve un suspiro y sentí que mi cuerpo se relajaba. Ahora llegaría el momento del llanto y de la súplica. Del bochorno, del escándalo. Ya estaba viéndolo arrodillarse frente a nosotros pidiendo misericordia, o saliendo con el rabo entre las piernas por la puerta del consejo como hiciera el duque de Gasconia meses atrás. El joven bajó el rostro abatido y comprendí que aquello era el final. Pero había comprendido mal. Juan fue mucho más avispado que yo, y antes que nadie, llevó su mano a la empuñadura de  su espada y se irguió hasta ponerse en pie.

Oliver se había hecho con un puñal que guardaba en el interior del jubón y señaló al rey con ojos desorbitados.

—¡No me matareis! ¡No me encerraréis en prisión! —Exclamó con toda la rabia contenida que había estado acumulando desde hacía rato—. ¡Ella! —Me señaló entonces con la punta del puñal y Juan se interpuso, desenvainando la espada y yo me quedé paralizada, mirando por encima del hombro del conde—. Ella es la culpable. No, no, tú eres el culpable. Por todo. ¡Ha sido muy sencillo tomarte el pelo, estúpido! —Gritó a Enrique, que se levantaba poco a poco con pasmo en la mirada—. ¡Eres un tonto, y un ingenuo! Te están tomando el pelo todos, y no te das cuenta. Es una pena, has dejado a este país en la ruina. ¡Si no hubiera sido por ti!

Y de nuevo me miró, con un rostro que ya no era el de él. Todo su cuerpo se impulsó hacia delante y el conde me empujó hacia atrás, interponiéndose, pero no fue necesario. Una mano enguantada apareció por detrás del rostro del joven y aprisionó sus cabellos pelirrojos, mientras el brillo del filo de un puñal se desdibujó en su cuello, rápido y frío, tornando el grito que emergía de los labios de Oliver a un simple gorgoteo de sangre y espuma negruzca. Se le escapó el aire por la garganta y el puñal se escurrió de su mano, clavándose en el suelo con puntería certera.

 


El joven cayó de rodillas dejando detrás de sí a un François con la mirada oscura y el ceño fruncido. Pero su cuerpo no mostraba ningún tipo de pasmo o emoción, había obrado con la calma con la que un granjero degüella a un cerdo. Su mano tenía pulso firme a pesar de sujetar a un el puñal ensangrentado. Yo por el contrario sentí como el rubor subía a mis mejillas y a mis orejas. Como mis manos temblaban del susto y el cuerpo entero no me respondía. Había perdido el habla y el aliento. El cuerpo del joven cayó al suelo con un sonido seco, y aún vivo, gorgoteaba buscando aire dentro del pozo de sangre en donde se ahogaba.

Juan aun me amparaba y sujeté la manga de su jubón para esconder en su hombro mi rostro, y ocultar la mirada de pánico que se me había plasmado en la faz. Y aún así, por encima de su hombro aun podía ver como la sangre se extendía por los adoquines del suelo y recorría con velocidad el camino que surcaban las juntas de piedra.

Hubo un momento de silencio total cuando el cuerpo dejó de moverse. Todos apreciamos convencidos de que aquello había sido lo más adecuado, pero ¿quién nos creería? ¿Cómo justificaríamos aquello? Dios mío, más sangre manchando el consejo… siempre nosotros cuatro.

—Vamos, alteza. —Murmuró Juan mientras volvía a envainar la espada y tiraba de mí hacia el rincón en donde estaba la celosía que conducía hacia los pasadizos. Retiró la celosía y mientras miré cómo el rey se levantaba por completo del trono y se acercaba al cuerpo. Cruzaron mirada el general y el rey, miradas cómplices y comunicativas—. Acompañadme.

Juan alcanzó uno de los candelabros que había en la sala y tiró de mí dentro de los Pasadizos. Caminamos a prisa un buen trecho hasta mis dormitorios y cuando llegamos a la escalerilla que conducía a mi gabinete me estrechó en un apretón con su brazo libre y besó mi frente con dulzura.

—Debo regresar, mi reina. Acostaos, intentad no pensar en lo que ha sucedido esta noche. Nosotros nos ocuparemos de todo. Mi señora. —Besó mi mejilla  después mi mano y se marchó, corriendo y con prisa a través de los pasadizos.

Allí en medio de aquella oscuridad no podría haber afirmado que lo que había ocurrido había sido real. Aquella caminata me había despejado como si  estuviese emprendiendo el camino para salir a la superficie de la realidad después de una noche de pesadilla. Pero no era así. Cuando accedí mi gabinete, asusté a Manuela que me estaba esperando, pero que supuso que aparecería por la puerta. Cuando llegó hasta mí y observó mi cara de pasmo, me sostuvo los hombros con las manos y me condujo a la cama. Las damas ya estaban dormidas y me desvistió a prisa. Pero yo no fui capaz de pronunciar una palabra hasta que no hubo apagado todas las velas.

—Lo hemos matado. —Susurré, cuando ella estaba a punto de separarse de mi lado. Le agarré la manga del camisón y ella se volvió a mí, aun con la mecha de la vela soltando un leve humillo gris—. Dios nos perdone, pero lo hemos matado.

—Descansad, mi señora. —Murmuró, posando su mano sobre mi frente y apoyándome sobre la almohada.

Pero apenas quince minutos después, comenzó a oírse jaleo en los pasillos del palacio. Se movilizaron damas y condes y la gendarmería llegó al palacio. También se hizo llamar a un par de médicos y a un forense. Todos salieron de la cama y a pesar de la insistencia de Manuela, me puse el batín de terciopelo y salí corriendo del gabinete, pero antes de avanzar dos pasos, una de mis damas vino corriendo a informarme.


—¡Mi señora, han herido al rey y a vuestro consejero!

—¿Cómo? —Pregunté pasmada, casi me quedó helada del susto. Miré a todas partes y vi como todos salían de sus habitaciones y corrían por los pasillos hasta el consejo. Manuela me dio alcance y tiró de mí dentro de la habitación pero me deshice de su agarre y caminé hasta el consejo. Allí se reunieron la reina madre, varios médicos y un forense. También el capitán de la seguridad de palacio.

Volver a ver el cadáver de Oliver en el suelo me produjo un susto tremendo, casi esperaba que no estuviera allí, pero no se había movido ni un solo centímetro. Por el contario, yo era la única que parecía sorprendida de ese hecho, todos tenían los ojos puestos en el rey, que se había sentado en el trono con cara de dolor y se sujetaba un costado, mientras el médico vendaba su mano libre, ensangrentada como estaba hasta el codo. Al conde le auscultaba otro médico, por un cote que se había producido en el brazo a la altura casi del hombro. Se le había desgarrado el jubón y se lo habían quitado, empapado en sangre. François por el contrario daba cuenta de lo sucedido al general. Nadie de más autoridad que un comandante.

—Al verse atrapado arremetió contra nosotros. —Explicaba con un poco de susto fingido—. El conde de Villahermosa pudo ver sus intenciones antes que yo, pues me daba la espalda, y se interpuso para que el rey no sufriese daños. Pero consiguió derribar a Juan tras un forcejeo y cuando llegó al rey, este interpuso su mano para que no fuese herido su rostro o ningún órgano de gravedad. Cuando cayeron al suelo por el forcejeo, yo pude terminar con él, cortándole el cuello por la espalda. No es honroso, lo sé. Pero no…

—Ha llegado la reina. —Dijo uno de los presentes y el rostro de todos se volvió en mi dirección. Yo fruncí los labios en dirección al rey y él suspiro y mostró una media sonrisa.

—¿Qué ha ocurrido? —Pregunté, pero no estaba segura de querer oír ningún tipo de explicación. No me dirían más que mentiras pero no sabía qué debía decir o preguntar de ver aquella escena.

—Mi señora. —Dijo Juan, levantándose y haciendo caso omiso al médico que intentaba retenerle con una venda rodeándole el brazo—. No es este un buen momento. No es lugar para que una noble dama esté presente, y menos en vuestro estado… –Yo le miré con furia en los ojos y desvié la mirada hacia el cadáver, haciendo lo posible por ignorarlo sin poder conseguirlo.

—Cállate. —Le dije y avancé pero el cuerpo en medio me lo impidió. Temblé y el conde sorteó el cuerpo para reconducirme fuera pero me volví hacia el rey y suspiré con desdén—. ¿Estáis bien?

—Si querida, no ha sido nada. Solo un corte.

—Me alegro, de verdad. —Asentí y él me devolvió el gesto.

El conde me acompañó hasta la puerta, sujetándose el brazo con una mano firme y la mirada complaciente.

—¿Estáis bien vos?

—Sí, mi señora. No os preocupéis. Por favor, id a acostaros, es tarde. Mañana os lo contaremos todo…

—Señor… —Murmuré y posé una mano en mi frente. Pero me encontré las yemas de los dedos manchados de sangre. Había sangre por todas partes, en la ropa del conde, en la mesa, en el suelo. En las paredes. Marcas de dedos ensangrentados que recorrían aquel lugar como producto de un rito hereje o una terrible matanza. Desde la puerta pude ver el rostro del inglés, con los ojos blanquecinos y la expresión lívida. Los labios levemente entreabiertos como a punto de exprimir un último suspiro antes de la fatal muerte. Su quietud era lo más aterrador. Parecía parte del mobiliario. Dios santo, y nosotros lo habíamos matado.




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