UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 47

CAPÍTULO 47 – A MEDIA NOCHE

 

Desperté con las voces de Manuela dentro de mi dormitorio. Me sobresalté, dándome la vuelta y cubriéndome los ojos por la luz que entraba en la estancia. Una vela, luminosa y radiante. Ya entraba a través de las cortinas y por las contraventanas algo de luminosidad purpurea. Estaba a punto de amanecer pero el sueño aún me acompañaba, hasta que irrumpieron en mi dormitorio con gran estruendo. La puerta se había abierto con un empujón y unos pasos precipitados se habían colado dentro. Manuela los precedía, perseguía a aquella sombra que se había deslizado dentro con agilidad.

—¡No puedes estar aquí dentro! ¡No entres en su dormitorio…! —Exclamaban Manuela mientras perseguía con una vela encendida al hombre que se había adueñado de la estancia. Ella, aún en camisón, le agarraba de la manga del jubón, pero él se deshizo de ella con un empujón. Parecía frenético, juguetón, como siempre.

Me incorporé en la cama al tiempo que él caía sentado a mi lado y posaba ambas manos a cada lado de mi cuerpo.

—¿Aún en la cama, alteza? —Preguntó. Yo me hundí en la almohada por el susto y Manuela aún tiraba de su jubón para levantarlo de la cama. Juan me sonreía con candor.

—¿Qué haces en mi dormitorio? —Le pregunté mientras me frotaba los ojos, mirando hacia la puerta donde mis otras dos damas se habían asomado con ojos escandalizados. Manuela, acercando la vela a la cama, intentó interponerse entre ambos para que la situación no se volviese aún más vergonzosa.

—Si queréis hablar con la reina, esperad fuera, no podéis entrar en sus estancias privadas.

—¿A qué no es placentero que a uno se le cuelen en el dormitorio? —Preguntó mientras me miraba con una sonrisa socarrona. Yo recordé el momento en que le recluté para que fuera mi consejero, en aquel burdel de Madrid, y suspiré, posando el dorso de la mano sobre mis ojos. Aquello era tan infantil…

—Salid, dejad que me vista, y os atenderé en el gabinete.

—No. –Negó, mientas intentaba apartar a Manuela de nuestro lado.

—Salid, os lo ruego. —De nuevo, mi dama tiró de su jubón, y él se resistió como si fuese una estatua de mármol. Mis damas, escandalizadas, comenzaron a murmurar. Aquello ya era demasiado, así que Manuela, cambiando el objeto de su frustración, arremetió contra ellas para que se alejasen de la puerta y esconderlas dentro del tocador.

—¿Qué es lo que quieres, a estas horas? —Inquirí mientras me erguía, poniendo un cojín detrás de mi espalda. Él se retiró un poco pero aún sentía su peso sobre las sábanas. Manuela había dejado la vela sobre una consola que había cerca de la puerta pero no era suficiente para ambos. Estábamos sumergidos entre las sombras y las cortinas del dosel.

—¿Qué queréis? ¿Consideráis que estas son formas de entrar en mis aposentos? No quiero saber qué irán diciendo mis damas por ahí, o lo que puedan pensar de vos y de mí…

—¿Qué os importa? Ambas conocen mejor el dormitorio del rey que vos.

—Por eso mismo, piensa el lardón que todos son de su condición…

—¡Oh! Vamos, alteza, ¿de tan mal humor ya desde por la mañana?

—Apenas ha amanecido….

—Despertad entonces. Pues os traigo buenas nuevas.

—¿Qué puede ser para que me levantéis de esta manera? Os tendría que mandar apalear por esto. –Intenté incorporarme del todo pero él no se hizo atrás y quedamos a una corta distancia sobre el lecho.

—Si osáis apalearme, nos os diré lo que he traído para vos. –Coló entonces una mano dentro del jubón y esperó con expectación para ver si aquello cambiaba mi humor.

—¿Qué es?

—¿Me apaleareis?

—Dádmelo –Exclamé con impaciencia, colando mi mano dentro de su jubón y rescatando del interior dos cartas y un pergamino enrollado.

Las expuse sobre las mantas, encima de mis piernas y miré los tres presentes con devoción.

—¿Qué son? ¿De quienes?

Y antes de que pudiese contestarme abrí la primera de ellas rompiendo el lacre con el emblema de la casa de los Veroneses, y desdoblando la misiva, exponiéndola a la poca luz que había en la habitación. El conde se levantó y atrajo la vela hasta la cama.

—La Reina madre de Venecia ya está de camino. Cruzó las montañas hace cinco días. Dije, a modo de resumen de la misiva. El conde no parecía sorprendido y acercó la vela a la siguiente. El sello era del duque de los Paises de los lagos.


Mi hermana me ha suplicado partir, al saber de vuestro llamado. Lo ha hecho con devoción y sincero compromiso por ambas causas. Espera poder hallar en vos una amiga y una protectora. Mi esposa se sumará a esta visita, en calidad de representante.


—Esto es increíble, estarán aquí en menos de una semana.

—Leed el pergamino. —Murmuró. Las manos me temblaban y tuvo él que acércamelo. El lacre era del Vaticano. Alcé la mirada mientras él me sonreía con más ilusión incluso que yo.


—El Papa Pio IV os envía a dos cardenales en su representación. El cardenal Antonello, uno de sus consejeros más cercanos, y el cardenal francés Paulo, un gran letrado en leyes. Tuve el placer de conocerlo en persona hace muchos años, un pequeño ratón de biblioteca, que te encantará conocer.

Extasiada, me acerqué el pergamino a los labios y besé las letras que se habían escrito ahí. Eran noticias que apaciguaban la ansiedad de mi corazón, y todo mi cuerpo sufrió una súbita carga de ánimo. Sentí como parte del miedo y el dolor que me habían rodeado las últimas semanas se disipaba.

—Os besaría, lo prometo. –Dije mientras estaban a punto de saltárseme las lágrimas.

—Aun espero una misiva del condestable. Ha cruzado ya los pirineos. Viene en representación de vuestro padre, —Dijo, menos animado. Sabía que la presencia del condestable aquí en París no le agradaba nada pero aquello me hizo sonreír.

—Bien, es bueno saberlo. ¿Sabéis algo del emperador?

—No, mi señora. —Suspiró desanimado y con pocas esperanzas, pero cuando alzó la mirada, un destello de ingenio apareció en sus ojos—. Pero no desesperéis. Si ese hombre no se presenta aquí, se arrepentirá os lo prometo. Le serviremos al inglés las mejores viandas y vuestro tío se quedará sin nada.

—Eso sería una buena revancha.

—Tengo una noticia más mi señora. —Murmuró y se acercó a mí cuando sintió como unas sombras entraban a través de la puerta del dormitorio—. Los bracos de vuestro padre ya están anclados en las islas, esperando al día de partir. Todo está dispuesto.

—Apartad, dejad que me vista. Hoy será un gran día…

Un día de domingo, el último de aquel mes de septiembre, había sido tranquilo. Por la mañana el rey me había acompañado a misa y después habíamos almorzado juntos. El cielo parecía querer darnos un día de luz primaveral pero a media mañana, para cuando salimos de la capilla, se había oscurecido, y unas densas nubes grises encapotaban el cielo y amenazaban con llover. Corría una ligera corriente por los pasillos de palacio y advertí a Manuela de que cerrase todas las ventanas y contraventanas, pero aún así el viento aullaba por los pasillos del laberíntico palacio.

A ella le pareció un buen día para sacar del fondo de los arcones la ropa de invierno y las mantas para la cama. Ayudada del resto de damas se pasó la mayor parte de la tarde revolviendo los cajones y los arcones, deshaciendo y haciendo la cama, moviendo de aquí para allá vestidos y mantas. Ya se notaba cómo oscurecía más pronto y a media tarde el sol, cubierto de nubes, declinaba para intentar esconderse bajo la línea del horizonte. Cubrimos el gabinete con velas para que pudiese escribir cómodamente y ellas danzaban de un lado a otro como sombras cubiertas de gruesos telares oscuros.

Yo redacté una misiva para la reina madre de Venecia, que se había comprometido a asistir a mi llamada.

Os recomiendo nuevamente discreción. No desearía que vuestra presencia levantase murmuraciones aquí en palacio y mucho menos que vuestra persona sufriese ninguna clase de atentado. Mi consejero, el conde ya me ha advertido de que llegaréis en tres días a palacio. Mi amigo os ira a buscar a la pensión donde os alojaréis y desde allí partiréis en buena compañía, para resguardaros en medio de la noche, y legar de incógnito al palacio. Yo misma os estaré esperando y os acomodaré en unas estancias privadas cerca de mi gabinete, […]

Fundí un poco de lacre sobre la carta y la cerré. Continué con la siguiente…

Mi queridísima Leonor, el tercer día del mes de Octubre os espero en el Palacio de Verano, donde os aguardarán unas habitaciones dispuestas para vos, vuestra cuñada, la excelentísima gobernadora, y todas vuestras damas. Mi consejero el conde de Villahermosa y yo os recibiremos y os acompañaremos mientras os instaláis. Sois mis invitadas más esperadas y ansío poder teneros a mi lado cuanto antes. […]

Cuando vertí el lacre en la segunda misiva alguien llamaba a la puerta de mi gabinete, y Ana se acercó para recibir al invitado. Era Rodrigo, que se presentó con galantería y se acercó hasta donde yo estaba escribiendo.

—Mi señora… —Murmuró mientras se inclinaba con un ademán dulce y gentil. Por suerte no se le habían pegado las formas teatrales del conde. Sonreí al verle y él me devolvió una sonrisa.

—¿Qué os trae a mis habitaciones, don Rodrigo? ¿El conde me ha hecho llamar? ¿O acaso ha sido mi esposo?

No mi señora. —Dijo, y le siguió un profundo silencio mientras miraba a Ana que se había quedado allí a modo de compañía. Ella entendió el gesto y desapareció dentro del tocador. Cuando se hubo marchado, Rodrigo sacó del interior de su jubón un pequeño papel doblado y me lo extendió con suma cautela. Yo me escamé por aquella discreción y me puse en pie mientras leía aquello.

Reuníos conmigo a media noche en las habitaciones donde mantuvimos al inglés. F.

—¿El general? —Pregunté mientras él asentía antes incluso de que yo le cuestionase. No dijo nada más porque seguro desconocía el motivo de aquella reunión y yo aproveché para entregarle unas cuantas misivas que debía hacer llegar a sus respectivos propietarios.

Cuando Rodrigo estaba a punto de darse la vuelta para partir, le retuve.

—¿Me acompañaréis?

—¿A dónde, mi señora?

—El general, me ha citado. —Murmuré—. ¿No me acompañaréis?

—Si deseáis que lo haga, puedo acompañaron, pero me parece que quiere que vayáis a solas. —Sonrió de repente con las mejillas ruborizadas—. No he pensado que eso fuera a ser un problema para vos, alteza. ¿Deseáis que os traiga alguno de mis puñales?

—No es necesario. —Murmuré, azorada y me dejé caer en el asiento—. Sabéis que tengo el mío propio. Y será suficiente.

—Bien. —Asintió.

Por suerte había podido hacerme con una vela. Mis damas se habían acostado antes que yo y con la excusa de tener aún cartas que redactar, me habían dejado a solas en el gabinete, momento en que me había podido escapar. Avisé a Manuela de mi salida pero le pedí que se quedase cuidando de las chicas, y que no me acompañase. La engañé, prometiéndole que no iría sola y que Rodrigo me esperaba a mitad de camino por no preocuparla. Me sentí mal por mentirla, no era propio de mí, pero de no haberlo hecho me habría seguido, y no deseaba turbar los planes de François.

Los pasadizos rezumaban humedad. Había acabado por romper a llover pasada la hora de la cena y se podía oír el tintineo de las gotas de lluvia a través de los pasadizos. También el del viento, que amenazaba con borrar la luz de mi vela y dejarme a oscuras. El avance era más lento del que suponía, pues tenía que cubrir la vela con la palma de mi mano para evitar que se apagase y por tanto no alcanzaba a ver todo lo bien que me hubiera gustado. Mis pasos eran torpes y sentía el frío colarse por mis huesos.

Cuando alcancé la salida que daba a una habitación desierta, me sentí algo más inquieta. Hubiera esperado todo lo contrario pero los pasadizos me conferían cierta seguridad que no albergaba fuera, entre las habitaciones de palacio. Salí a uno de los corredores y me aseguré de que estaba a solas. Pero no lo estaba. Uno de los guardias pasó haciendo la ronda y yo esperé en silencio, cubriendo como buenamente podía la luz de la vela detrás de la puerta. No habría pasado nada, me dije, soy la reina y puedo ir donde me plazca. Pero no era cierto. Aquellos ojos no me eran fieles, pocas personas me eran afines y si alguien me descubría merodeando a media noche por alas del castillo prácticamente abandonadas, la voz correría.

Salí al fin al exterior y caminé con paso rápido hasta dar con la sala donde habían tenido al inglés recluido. Entré, demasiado precipitadamente y la corriente que se produjo apagó la vela. Pero la oscuridad no fue total, en el interior de la habitación el general alumbraba el espacio con un pequeño candelabro de bronce. Se levantó con susto al oírme entrar y alumbró a nuestro alrededor con las velas. Su máscara dorada refulgía con una luz celestial, parecía el rostro de un ángel.

—Mi señora. —Murmuró mientras cerraba la puerta y me acercaba a él, dejando sobre un mueblecillo mi vela apagada. Aún su llama expedía un humo grisáceo y denso.

—¿Llego tarde?

—No mi señora. En absoluto. —Musitó y colocó el candelabro entre ambos, en un mueble. Yo sonreí—. Siento haberos hecho venir a estas horas, y sin compañía.

Su disculpa no solo parecía sincera, sino avergonzada y retrocedió un paso a modo de marcar la distancia. Parecía estar más preocupado por mi seguridad de él mismo que interesado en el tema en cuestión por el que me había hecho ir hasta allí.

—No os preocupéis por eso. Decidme. ¿Qué es lo que os ha hecho traerme aquí?

—No podía ir a vuestro gabinete y entregaros esto, así sin más. No me lo permitiría la conciencia. –Suspiró y se volvió a un pequeño sofá donde había estado sentado a la espera de que yo llegase. Se inclinó y alcanzó un zurrón de cuero. Tiró de él por la correa y lo alzó. Era un cuero viejo y algo desgastado, con un botón al frente para cerrar la tapa. Era parte de un atuendo militar. Un objeto que a manos de un militar parecía no llamar la atención pero que allí, en el interior de un palacio, denotaba cierta descontextualización. Me lo extendió, y su peso era considerable. Al descubrir su contenido un fuerte olor a cuero, humedad y suciedad me golpeó la nariz, pero desapareció al instante. Su contenido me dejó pasmada. Había una cantidad ingente de documentación. Cartas, misivas, papeleo, documentación financiera, extractos del banco, ingresos familiares, cuentas del hogar.

—¿Habéis saqueado el gabinete de vuestro padre?

—Mientras estaba en misa. —Dijo, apartándome la mirada.

—¿Y has cogido un puñado de papeles, sin ton ni son?

—No, mi señora –Dijo mientras fruncía el ceño y señalaba con el mentón el zurrón—. Ahí está toda la correspondencia que ha mantenido con el conde de Bucking, con el consejero inglés Richard y con Oliver. También con su hermano, mi tío, el capitán de la flota, y con otros tantos que están metidos en el ajo. Toda la documentación relacionada con los beneficios que estaba obteniendo con el bloqueo, y las cuentas familiares, como ejemplo de que se han estado beneficiando a título personal. Extractos del banco de París, donde mi padre ha ido acumulando una pequeña fortuna, y también las cuentas del hogar. Hay algunas cartas, donde se demuestra que Oliver ha obtenido parte en los beneficios, a través de chantajes por chivarse a la corona, y también hay… —Dudó—. Cartas con la reina madre. Ella está enterada de sus trapicheros, pero mi padre la ha extorsionado para que no se volviese contra él, o dejaría el consejo.

—Comprendo… —Dije algo anonadada. Como no podía terminar de creérmelo me arrodillé frente a la mesita donde estaba el candelabro y fui sacando manojos de papeles para ojearlos rápidamente. Él se mantuvo en pie, con los brazos a la espalda—. ¿Sabíais donde encontrarlos? No estaban muy escondidos, por lo que veo…

—Todo lo contrario. Estos últimos días he hecho pequeñas incursiones en el despacho de mi padre para hallarlos todos. Y hoy encontré el momento para hacerme con los que pude. Seguramente no sean todos, pero son suficientes. Pensé en ir al banco de París, y pedir las copias de los últimos extractos, pero eso me parece que habría sido una temeridad…

—Una temeridad, no me cabe la menor duda. Habéis obrado bien.

—Mi hermana…. —Murmuró—. Ella no sabe nada. No he encontrado nada que la vincule con el bloqueo ni con…

—Lo comprendo. —Dije. Sabía que estaba intentando librar a su hermana del castigo bíblico que se cerniría sobre su familia, pero yo no estaba tan segura de que me estuviese diciendo la verdad. Era una pobre muchacha, pero no por eso estaba libre de pecado. Sin embargo no estaba dispuesta a dejar que mis propios sentimientos me nublasen en juicio.

—No lo he hallado todo, seguro. —Continuó—. Pero ahí tenéis más que suficiente si queréis condenar a mi padre a la prisión el resto de su vida…

La correspondencia con el inglés estaba toda junta, con los sellos de lacre rotos y unidas todas en una cinta de raso. Dentro de aquel zurrón, nadie se esperaría que hubiese toda una traición acumulada en papel y pergamino. Cuando alcé la mirada, complemente complacida, François me dirigió una expresión dolida y decepcionada. Fruncí el ceño pero no atiné a decir nada.

—Sabrá que he sido yo. —Murmuró.

—Sí. —Suspiré—. Sabrá que…

François alzó una mano y se desató el cordón que sujetaba la máscara a su rostro. Con la otra mano cubrió esa mueca de oro artificial y la dejó caer sobre ella, apartándosela poco a poco de la faz. Descubrió todo su rostro en mi dirección. La luz de las velas crearon unas muescas en la piel que creí, eran producto de las sombras, pero en verdad era así su cara. Su ojo era blanco, estaba ahí pero su brillo se había desvanecido y el color estaba cubierto con un velo blanquecino que lo había cegado. Y su sonrisa se alargaba con cortes y requiebros hasta la parte baja del pómulo. Sus labios se habían cuarteado y a causa de las costuras y el fuego, apenas parecían poder hablar. Tenía en su mejilla múltiples y diminutos cráteres, a causa de la explosión que debió sorprenderle. Pero no era esta la parte de su cara que más terror me producía, sino aquella otra que se había salvado del fuego y que aún podía gesticular a placer, y que me miraba, con dolor y vergüenza.

Se helaron mis manos, todos mis miembros se agarrotaron, y no pude moverme ni desviar la mirada de él, aunque debiera haberlo hecho. Estaba segura de que ese era el efecto que producía, una intensa mirada de pena y compasión. Pero yo estaba más aterrorizada que pasmada y aunque no pude evitarlo, era miedo y desazón lo que me produjo, no tanto su rostro y sus cicatrices, como su valentía y el motivo que le había conducido a mostrarse ante mí con aquella desnudez. Se me secó la garganta y me faltaron las palabras para reprenderle o consolarle. Era incluso morboso, porque no parecía tener intención de volver a cubrirse y mantuvo la máscara pegada a su mano mientras me observaba con ese ojo muerto y su sonrisa perpetua.

—Espero sinceramente que valga la pena. —Deseó, mientras miraba los papeles que había esparcidos por la mesa. Yo tragué y fruncí los labios.

—Habéis faltado a vuestros principios por mí, y os lo agradezco.

—No lo he hecho por vos, no solamente. Confío en que mis hombres al frente puedan volver sanos y salvos, y que la guerra se acabe, al menos por unos cuantos años. Y que mi hermana pueda tener una buena vida, y tranquila, lejos de las intrigas de palacio. Es todo cuanto ansío.

—Os lo prometo. Haré lo que esté en mi mano.

—Mi vida, la tenéis en vuestras manos. Y la de mi padre. —Señaló con el mentón los papeles que había debajo de mis palmas y sentí como mis dedos se helaban y el frío subía por mis brazos hasta mis axilas. Sin embrago mis labios y mi nariz se ruborizaron y me mordí el interior del carrillo.

—No os tenéis en tan alta estima como yo os tengo. —Suspiré—. Lo veo en vuestra mirada.

—No podéis ver nada en mi cara. Ni si quiera sin máscara. —Apuntó—. No veis nada más que cicatrices. —Al hablar, la comisura de su labio, la que cruzaba su mejilla, se movía como si tirasen de un cuero humedecido—. No veis más de lo que yo puedo ver en un espejo. No os hagáis la profunda conmigo. –Apretó la mandíbula y estuvo considerando volver a taparse pero se contuvo—. Ni intentéis consolarme con palabras vanas.

—No soy la indicada para daros consuelo. —Murmuré con media sonrisa—. Aunque no lo creáis, una cara llena de cicatrices, no significan nada frente a un corazón honesto.

—No hay honestidad tampoco en mi corazón. —Tiró la máscara sobre la mesa, encima del montón de papeles—. No hay bondad, ni honor. He vendido a mi familia a una reina inmisericorde.

Aquello me llenó de pavor y me levanté, con una mueca de dolor y alcancé la máscara que había sobre la mesa. Estaba cálida y dura.

—No os habría culpado si no lo hubierais hecho. —Dije, en un tono lo suficientemente autoritario como para mantenerlo en su sitio—. Pero admiro vuestra valentía, yo en vuestra situación no lo habría hecho.

—Mentira. —Sonrió y se acercó a mí con paso firme, propio de un soldado. Palidecí y atiné a levantar la mano para intentar tocar su rostro, aunque fuera un instante, un segundo de cálido consuelo. Para ambos. Pero no se dejó acariciar. Inclinó el cuerpo para alcanzar la máscara que tenía aferrada a mi mano y pasó por mi lado, saliendo por la puerta con paso apresurado.

Hube de quedarme allí unos minutos recobrando el aliento y la compostura, y juro que sentí como mi corazón se había saltado un latido en un par de ocasiones. Cuando pude volver en mí, sentí pavor de estar allí sola a aquellas horas y recogí rápidamente todo el papeleo de la mesa, me colgué el zurrón al cuerpo y encendí mi vela, apagando después el candelabro.

Salí a hurtadillas de la habitación donde nos habíamos hallado y enfilé el corredor, pero de la puerta contigua salieron unas manos que me rodearon el pecho y el cuello y cubriendo mi boca para silenciar un alarido, me introdujeron dentro. La vela calló y se apagó, y en medio de la oscuridad atiné a alcanzar el mango del puñal que traía en la cadera y lo blandí al aire, hasta que una mano aferró mi muñeca para impedir que lo apuñalase.

—¡Quieta! ¡Quieta, querida! O me saltaréis un ojo, como a vuestro amiguito el general…

La voz de Juan me sobresaltó y al mismo tiempo me invadió un alivio tal que casi me deshago en sus brazos. El susto había sido tremendo y aún sabiendo que era él, le hinqué el codo el estómago, lo que le hizo doblarse en un intento por evitar un segundo golpe.

—¡Bandido! Serás inconsciente. ¿Cómo me sorprendéis así? Como si fuese una fulana a la que vais a forzar. —Le señalé con el puñal y él sonrió divertido mientras levantaba las manos y desdoblaba el cuerpo, volviendo a su ser con orgullo renovado.

—No seáis exagerada. Solo pretendía reconduciros, pero os habéis vuelto loca.

—¡Maldito! —Guardé el puñal con hastío y me recoloqué el zurrón—. ¿Qué haces aquí? Rodrigo os ha informado de mi cita con el general…

—Pues claro. —Escupió—. Es un cachorrillo fiel.

—Ah. Ya veo. Sois un maldito cotilla, entrometido. —Señale la pared contigua—. Nos habéis estado espiando.

—Sí, hay un agujero en la pared. —Dijo, como si fuera lo más nutual—. ¿No pensaríais que os iba a dejar a solas con ese chiquillo?

—Ah… ¿Y vos no sois más peligroso?

—Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer…

Me miró con ojos de inocencia absoluta y yo suspiré.

—Como habéis podido comprobar, no ha ocurrido nada. Me ha dado la información que le pedimos, y ya tenemos a su padre cogido por los…

—¿Nada? —Preguntó—. En más de una ocasión he estado a punto de entrar ahí con la espada en la mano.

—Sois de lo que no hay. —Murmuré, y aún con el susto en el cuerpo miré la oscuridad que nos rodeaba—. Volvamos. Mañana leeremos todo el papeleo con cuidado, y veremos qué sacamos en claro.

—¿Qué ha encontrado el general?

—Lo suficiente como para trenzar el papel mismo y hacer una soga para todos los implicados. —Se le iluminaron los ojos con avidez de justicia—. Os lo vais a pasar pipa, conde. Os lo aseguro.



⬅ Capítulo 46                                            Capítulo 48 ➡

⬅ Índice de capítulos



Comentarios

Entradas populares