UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 43
CAPÍTULO 43 – BÚCARO
Hay un capítulo de aquellos días que aún me sigue viniendo a la mente. Uno de esos momentos en la vida que pasan completamente desapercibidos, sin dejar una hendidura demasiado profunda en nuestro recuerdo y que parece no volver a resurgir hasta años después, con un profundo dolor y desconcierto. Lo narro ahora, y lo narro tal como lo recuerdo porque me parece fundamental en la historia, pero soy consciente de esta verdad ahora mismo. Ni si quiera en el mismo instante o después pude hallar el sentido o la concordancia entre los acontecimientos. La mente no es infalible y mucho menos la de una reina que tenía otras cosas más importantes en las que pensar. Haberme desvelado la verdad no habría supuesto una gran diferencia, o puede que sí. Nunca estaré del todo segura y lo cierto es que ya nada de eso importa. La mayoría de aquellos participantes murieron ya, y hace años que el rencor se borró de mi corazón.
La semana siguiente a que François se marcharse de París con el inglés, y aún esperando alguna misiva suya que me indicase que el viaje había transcurrido con normalidad y que Jonathan se había adaptado al trabajo, aconteció un extraño suceso.
Yo me alistaba como cada mañana después del desayuno. Aunque no tenía por costumbre llevarme nada a la boca antes de las diez de la mañana, Manuela me había acostumbrado a base de regañinas a tomar un vaso de leche con fruta y pan al despertar. Pero solía traérmelo a la cama y daba cuenta de ello antes siquiera de incorporarme. Había días que era aquello una completa tortura y recuerdo aún el olor de aquellos panecillos con una desagradable sensación en la boca del estómago. Otros días en los que me hallaba famélica, los devoraba sin rechistar. En ocasiones tenía que mojar el pan en la leche para hacerlo más apetecible y algunos días era incapaz de dar un solo bocado y prefería que me calentase un caldo de huesos o una sopa de cebolla. Hubiera dado lo que fuera por intercambiar la leche por un licor o un poco de vino caliente.
Después de haber dado cuenta de la leche, de medio panecillo y de las rodajas de manzana con canela y miel, Inés me ajustaba el corpiño y se sonreía mientras, medio en broma, me advertía que de ahí a unas semanas tal vez sería buena idea mandar al sastre hacerme unos vestidos nuevos para que el vientre abultado que se me formaría cupiese en las ropas. Miré hacia el techo con disgusto, había pensado en ello con frecuencia pero no veía la prisa por hacerme unos nuevos trajes. Intenté por todos los medios no sacar el tema a relucir, porque pareciera que si no se hablaba de ello o no se tenía en cuenta, no llegaría el momento. A mi madre solo se le notó el vientre los últimos dos meses de embarazo. Sin embrago en el caso de mi hermana, con ella ya tenía el vientre hinchado desde el cuarto mes. Aquello me produjo un leve vahído y me pasé la mano por la frente, aún no me habían peinado.
—Tal vez tengas razón. —Asumí—. No sería mala idea ir pensando en preparar ropa adecuada para los últimos meses…
—Llamaré al sastre, mañana mismo tomaremos medidas y usted podrá elegir cómo han de ser…
—Yo me encargo. —Dijo Manuela a mi espalda, mientras levantaba la melena de mi cabello para que no quedasen ocultos debajo el jubón.
—Bien.
—¿No sería mejor que la reina eligiese su propia ropa? —Preguntó Inés hacia Manuela, mirándola por encima de hombro—. Ya que tiene un estilo tan peculiar en el vestir…
—Sé lo que a la reina le gusta. No es necesario que ella se ocupe de esos menesteres. —El tono no era tan desafiante como orgulloso. Me había servido durante años. Ella y Juan serían los únicos en todo el continente que se podían jactar de poder ir sobre seguro a la hora de regalarme un vestido o mandar hacer un traje para mí.
—En ese caso, os daré el contacto del sastre, a no ser que la reina prefiera encargarlo en España, o conozca algún otro modisto que esté dispuesto a vestir a la reina…
—Mi señora. —Me llamó Emma entrando por la puerta. Traía el rostro rubicundo y los cabellos de la sien húmedos. Se había echado una carrera con una bandeja sobre las manos. Bandeja que dejó sobre la mesita del gabinete y se adentró en el vestidor junto con nosotras.
Terminaron de ponerme el jubón y la falda. Después, sentada frente al tocador, Manuela me trenzó el cabello y mientras lo ajustaba con unas horquillas alrededor de la cabeza, Emma desapareció de nuevo en el gabinete y trajo consigo una bandeja de porcelana y sobre ella una pequeña vasija de barro. Lo dejó ahí, sobre el tocador y Manuela y yo volvimos el rostro en su dirección. No sé que pudo pensar mi dama, pero yo creí que dentro se escondería algún ungüento o bebida. Tal vez una infusión o algo de licor. Pero al mirar dentro solo vi agua. Agua que el barro iba absorbiendo. Las paredes del cántaro se iban coloreando por la humedad y Emma me miró con ojos remolones, esperando no tener que decir nada. Pero nuestra cara, la de Manuela y la mía, mostraron una incredulidad evidente.
—¿Qué me has traído?
—Un búcaro, mi señora… Su alteza…
—Ya veo que es un búcaro. Pero, ¿qué contiene?
—Agua, mi señora. Deje que el búcaro la absorba toda y después cómaselo.
—¿Comérmelo? —Pregunté y Manuela soltó una de las horquillas que sostenía en la mano para alcanzar el platillo de porcelana y acercar el contenido de aquel búcaro al olfato. Era evidentemente agua, y nada más, pero el olor a tierra húmeda inundó su nariz y también la mía, desde aquella distancia.
—¡Es muy bueno, señora! El barro tiene muy buenas propiedades para la mujer.
Inés asintió desde la distancia mientras extraía de un estuche un collar de perlas.
—Está muy de moda, ahora en estos tiempos, que las mujeres tomen búcaros de barro como este. ¡Incluso algunas se hacen collares de cuentas de barro y los van mordisqueando por ahí! –Exclamó mientras volvía a sacar el collar de perlas y se lo ponía a modo de colgante, y con un ademán juguetón, mordisqueaba las perlas, divertida. Yo alcé una ceja y Manuela devolvió el búcaro al tocador. La miré y ambas cruzamos una mira mezcla de hastío e incredulidad.
—Llevaos eso, anda. No voy a comer esa cosa. —Alejé la bandeja con un gesto de la mano pero Emma se sintió más ofendida que sorprendida. Reacción que me espantó.
—Es muy bueno, mi señora. En el norte de Europa se está usando mucho para los problemas del estómago y para realzar la belleza de las mujeres. Las vuelve hermosísimas, como la virgen misma.
—¿No has oído a la señora? Devuelve eso a la cocina, o de donde lo hayas sacado…
—Mire, no es nada extraño. —Insistió y con dos dedos partió un trozo del búcaro, pequeño como una uña, y se lo llevó a la boca. Se lo comió y sonrió con alegría infinita.
—¿Te vuelve bella? ¿En qué sentido?
—La piel se te vuelve blanca como la leche… —Dijo Inés acercándose a mirar el búcaro con ojos luminosos.
—Como los cadáveres. —Sentenció Manuela y las miró con ojos acusadores—. ¿Esto es lo que tomaba la antigua reina María?
Aquella pregunta espantó a mis dos damas y se irguieron con ojos aterrorizaros, y entre negaciones y disculpas se arremolinaron alrededor, volviendo a sus tareas.
—No toméis esto, mi señora. Debe ser malísimo para el cuerpo. —Dijo Manuela y alcanzó el platillo pero yo lo sujeté también para detenerla, y evitar que se lo llavease, pero volcamos el búcaro y cayó al suelo con estrépito.
—Dejadlo aquí. –Suspiré y ambas nos agachamos a recoger los pedazos—. Ya veré qué hago con él. No te lo lleves.
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Pasadas las tres de la mañana me levanté de la cama. El rey estaba acostado a mi lado y dormía plácidamente o al menos lo parecía. No me preocupaba que se levantase, aquella noche no tenía pensado escabullirme a ningún tipo de misión secreta, pero tampoco deseaba perturbar su sueño. Así que me deshice de las mantas y salí afuera. Mis damas dormían, pero la cama de Manuela estaba vacía. Me esperaba en el gabinete con una vela en la mano y con el platillo y los pedazos del búcaro sobre la mesa. Al verme se incorporó y yo puse un dedo sobre mis labios. Había producido un chirrido con las patas de la silla al moverla. Ella asintió.
—Quédate, hasta que vuelva, no tardaré demasiado.
—¿No preferís que os acompañe?
—No. Quédate aquí.
—Si se despiertan y me ven aquí, preguntarán por vos. Si nos vamos juntas podremos decir que estuvimos dando un paseo por vuestro insomnio…
Suspiré rodando los ojos.
—Bien, tienes razón. Vamos. Pero me esperarás donde yo te pida. ¿Entendido?
—Bien, como gustéis.
Tal como habíamos hecho otras veces, descubrimos la pared debajo del tapiz, cruzamos la puerta en la pared y bajamos el descansillo hasta el camino que recorría el interior del castillo. Esta vez conduje yo a Manuela, pues este recorrido no se lo sabía. Anduvimos hasta pasada las estancias de la reina madre y aún más allá. Llego una brisa fresca que recorría las paredes de los pasadizos y la vela en la mano de Manuela tembló amenazando con desaparecer. Ya me había ocurrido antes, y me volví en su dirección cubriendo la vela con mi mano libre.
—¿De dónde viene este aire? —Preguntó algo asustada al verme tan revuelta
—Si se nos apaga la luz, no sé si sabría regresar desde aquí…
—¿Y esta brisa?
—Hay una puerta al fondo de estos pasillos. —Señalé un punto indefinido en la oscuridad—. Debe dar a los establos o alguna parte del patio del castillo. ¿No hueles el excremento?
—¿A dónde me estáis llevando, mi señora?
—Aun tenemos que caminar un poco más. —Dije—. Después te pediré que te escondas, y no te muevas. Pero no importará si se apaga la vela entonces. Vamos, continuemos. Cubre bien la vela con tu mano, así.
Anduvimos al menos cinco minutos más a pasos lentos y cautos, y al doblar una esquina ya pude atisbar la tenue luminosidad del laboratorio de aquel ermitaño. El olor de los establos había desaparecido y llegaba hasta nosotras una roma a flores y especias. Algo de hollín y linaza.
—Quédate aquí. No te muevas, volveré enseguida.
—Bien. Si necesitáis algo, solo dé una voz…
—Tranquila. —Sonreí y ella se tranquilizó.
Avancé hasta que doblé el recodo del pasillo y me toqué con la puerta de roble, gruesa y entreabierta que se desdibujaba en aquellas paredes de húmeda oscuridad. Entré, y al hacerlo me arrepentí de no haber llamado con anterioridad, de haber avisado de mi presencia de alguna manera. Pero una vez estuve dentro ya no hubo remedio, mis pasos ya no eran tan cautos como la primera vez, y mi confianza me hizo mostrarme abiertamente desprotegida.
El anciano estaba sentado sobre el gran escritorio con la nariz hundida en un viejo pergamino. Tenía una vela a su lado, que anulaba toda otra imagen más que la de su lectura. Y al oírme alzó la morada sin ver nada más que la oscuridad moviéndose a su alrededor. Alzó la vela y halló mi sonrisa y una mueca de bienvenida se dibujó en su rostro.
—¡Joven reina! —Murmuró en una exclamación. Se levantó con esfuerzo del taburete donde se había sentado y manejando a duras penas la vela, que movió de un lado a otro iluminando la estancia, o ayuntando la sombras para que me dejasen espacio a mí.
—Magnus…
—¿A qué debo vuestra visita, Isabel? —Retiró unos papeles de la mesa para hacerme espacio—. Venid, venid, sentaos. ¿Cómo os encontráis? ¿Vuestra preñez avanza bien?
—Ya veo que incluso hasta aquí llegan las noticias. –Dije y me acerqué a la mesa pero sin sentarme.
—¡Ah! –Dijo el anciano y levantó un dedo, haciéndose el sabiondo—. Estos muros están llenos de oídos, ojos y bocas. Hablan todo el tiempo y uno se entera de todo, lo quiera o no.
—Ya veo. —Dije—. Imagino que no soy la única que viene aquí.
—No, no desde luego que no… —Miró el platillo que traía sobre la mano y posó la vela sobre la mesa, entre nosotros—. ¿Qué es eso que me traéis? Ah…
Al dejar el platillo sobre la mesa pareció algo decepcionado. Como si se hubiese esperado una maravilla o una antigualla. Con dedos pálidos y temblorosos removió los trozos de barro rotos y ahuyentó los fantasmas de las ilusiones que se había formado con un ademán de su mano.
—Yo no reparo cántaros…
—No vengo a que lo reparéis. —Dije, y pareció volver en él el interés. Lo miró más de cerca y alcanzó uno de los pedazos, llevándoselo a la nariz primero y luego a la boca para pasar su lengua por el interior de la curvatura.
—¿Queréis saber si contenía algún veneno, o algún tipo de bebedizo…?
—Solo contenía agua, me temo.
—¡Ah! Hay venenos que se camuflan muy bien en el agua, no saben y no huelen a nada…
—Es un búcaro para comer, me han dicho. —Aquello hizo que perdiese completamente el interés y soltó en el platillo el pedazo de barro, con un bufido y un encogimiento de hombros—. Me lo han ofrecido mis damas esta mañana. Pretendían que lo comiese…
—Sí, sí. Se está poniendo muy de moda estos últimos años, vienen ideas del norte que son de lo más irracionales. ¡No lo toméis! —Me advirtió, señalándome con un dedo inquisidor—. Ni se os ocurra. No hace más que daño al cuerpo.
—¿Sabíais de esa moda?
—Sí, así es. Es una costumbre muy insana que disfrazan de receta milagrosa. –Al decirlo, me dio la espalda para alejarse y pude oír un tintineo peculiar. Escondido debajo de sus palabras se podía escuchar al arrasar de una cadena. Alcé la vela que había sobre la mesa y descubrí que uno de sus pies estaba encadenado. No lograba ver a dónde estaba anclada aquella cadena, pero de seguro que el final no estaría muy lejos. El hombre se había dirigido a uno de los estantes que portaban pergaminos y legajos y extrajo de ente ellos un pequeño tomo de apenas veinte o treinta paginas y volvió a mi encuentro, para buscar en el interior del cuaderno con ayuda de la luz de la vela.
Era un librillo de recetas de belleza.
—¿Os preocupa la belleza de las mujeres? —Pregunté socarrona pero él chasqueó con la lengua un par de veces.
—Me me preocupa la salud de vuestra alteza.
Tras decir aquello halló un pequeño texto donde describía las facultades del consumo de búcaros. No quería leerlo él, me lo extendió para que yo hallase en aquellas líneas una respuesta a mi duda.
Aquel legajo daba cuenta de las grandes ventajas y beneficios que daba el tomar barro, sobre todo en las mujeres. Como bien me habían dicho mis damas, aquello podía ser no solo para mostrar una mayor palidez también para hacer purgas intestinales, adelgazar la figura, y prevenir embarazos…
—¡Prevenir embarazos!
—Corta en las mujeres el ciclo de sangre. —Suspiró y me quitó el librillo de las manos, negando con el rostro—. Las purgas es lo de menos. Os vacía por dentro de lo malo y de lo bueno. Hay mujeres que no pueden estar sentadas más de media hora seguida, sin tener que ir corriendo a la letrina para vaciarse entera. Lo que comen, todo lo echan… Pero es algo que se ha puesto de moda sobre todo en ragazzas, no solo por adelgazar su figura, cortándoles el ciclo de sangre las vuelve estériles. Completamente. Están tan completamente desnutridas e insanas que nada florece en su interior. Supongo que comprendéis por qué quieren algo así…
—Sí, lo comprendo… —Me mordí el interior del carrillo—. ¿Y podrían producir un aborto?
—No estoy seguro, —Dije encogiéndose de hombres y regresando a la estantería para dejar el legajo—. Pero supongo que puede traer complicaciones innecesarias. La criatura que crece en vuestro interior necesita de toda la fuerza que podía darle. Comiendo barro solo lo mal nutriréis.
De nuevo el arrastrar de cadenas ocupó todo el sonido que había alrededor. No pude evitar que mi mirada recayese de nuevo en aquel descubrimiento y el viejo, al volverse en mi dirección, pudo ver claramente que mis ojos estaban fijos en su tobillo.
—Ignoradla. —Me pidió, casi como una súplica. Yo no podía hacerlo. Comencé a cuestionarme si aquello era una buena señal. Si no era in esclavo, que era la primera idea que me había venido a la mente, tal vez podía llegar a ser alguien peligroso.
—¿Estáis preso aquí?
—Preso… yo no diría eso…
—¿Sois un esclavo de la reina?
—Tampoco sabría si decir que eso es así. Imagino que es solo por precaución, para que no vaya a ninguna parte. Hace unos años habría tenido fuerza para recorrer estos interminables pasillos, pero me temo que a estas alturas tener esta cadena es lo mismo que no tenerla.
—Tal vez sea para que no se os lleven… —Dije con una sonrisa y él rió mi gracia, por luego negó con el rostro y caminó hasta la lumbre en la estancia contigua y se sentó allí en un taburete bajo donde estaba deshojando unas ramitas de flores de lavanda secas—. Supongo que la cadena es algo más de atrezo que realmente utilitaria. Si quisierais hacer el mal a alguien o escapar de aquí, sois suficientemente listo y capaz como para hacerlo.
—Tal vez así sea. —Dijo—. Aunque yo no estaría tan seguro.
—¿Todas estas décadas habéis estado…?
—No, no siempre. Al principio, cuando la reina contrató mis servicios… no. —Suspiró y se relamió los labios como si estuviese cuestionándose si realmente contarme lo que estaba a punto de decir—. Pero las prácticas de la reina madre no siempre fueron acorde con mis propios juicios y supongo que la reina valoraba más mis conocimientos que mi libertad. –Me miró de reojo con un atisbo de pena—. Llegué a formar parte del consejo de la reina madre mientras su primer hijo gobernaba. Pero después creyó que este sitio seria más adecuado para mi cometido.
—Siento oír eso…
—No lo sintáis. Yo soy de Florencia, y en mi juventud trabajé para hombres mucho más crueles y locos que su alteza. Hombres mucho más poderosos y desquiciados. Hombres que mataban padres, mujeres que mataban esposos. Papas que se alimentaban de las almas de sus enemigos… —Negó con el rostro, deshaciéndose de esas ideas— Esta es una vida mucho más tranquila. –Me sonrió desde su taburete y el brillo de las llamas iluminó su rostro con una cálida apariencia patriarcal.
—¿De dónde han podido sacar mis damas el búcaro? ¿Habría malintención en ello?
—Puede que en ellas no. Quién sabe. Pueden haberlo sacado de cualquier parte. Me temo que ahora en París haya algunas casas que los fabriquen. O simplemente se lo hayan pedido a algún alfarero. Seguro que no son las únicas de la corte que se alimenten de ellos, si es que ellas son tan estúpidas como para hacerlo. Si alguien desea vuestro mal, o el de vuestro bebé, tarde o temprano se descubrirá.
—Bien… —Suspiré y estuve a punto de darme la vuelta pero el hombre volvió el rostro hacia mí y pareció recordar algo, porque levantó su dedo señalando a ninguna parte y abrió los ojos con lucidez.
—Vuestra antigua dama, Joseline, solía tomarlos. La reina madre me preguntó si era bueno que ella los consumiese y yo se lo desaconsejé, por los mismo motivos que os he dado a vos, pero me parece que mis advertencias eran justamente los beneficios que en ello buscaban.
—¿Quería estar infértil?
—Eso creo. Pero no debía funcionar, porque de vez en cuando solía venir la reina madre a buscar bebedizos para… —Me lanzó una mirada suspicaz—. Nunca imaginé que los bebedizo fueran para la reina madre, hacía años que ella ya no los necesita…
—Bebedizos ¿para qué?
—Mi señora… pues para deshacerse de los frutos de un encuentro…
—Ya no os lo pedirá más. Joseline se ha marchado del palacio.
—Ya hacía meses que no me los pedía. —Dijo con aire pensativo.
—Meses. —Murmuré—. ¿Cuántos meses?
—Meses… —Recalcó—. Por lo menos desde vuestra boda con el rey, mi señora.
—Bueno… —Suspire y miré al rededor. Recordé que Manuela se había quedado fuera y ya debía estar comenzando a preocuparse…
—Esta vez no habéis traído una vela. ¿Os ha acompañado alguien?
—Mi dama mayor me espera al final del pasillo
—Muy bien. Pero tened cuidado, si le decís a todo vuestro servicio dónde se encuentra mi laboratorio, vendrán todos a pedirme cosas.
—Nadie de mi servicio vendrá nunca a pediros nada. —Enfaticé—. Soy yo la única que ha venido a hablaros en persona.
—En ese caso tened cuidado con vuestro conde, el Villahermosa. Me ha robado en un par ocasiones algo de adormidera.
—¿Cuándo?
—La noche de la muerte del duque de Gasconia, y la noche en que trajisteis al inglés al palacio.
—¿Sabéis que hemos traído al inglés...?
—El mismo conde me lo dijo. Debéis disculparle, venía bastante ebrio, y me temo que la adormidera no fuera para nadie más que para él.
Yo miré alrededor y me pasé la mano por la frente. El silencio y la quietud de aquellos estantes y todo aquel desorden me hicieron sentir mareada.
—Os repondré lo que el conde os haya sustraído.
—No importa. —Murmuró con una sonrisa débil y después señaló con la mirada el platillo con el búcaro—. Dejádmelo aquí de todas maneras, tal vez pueda reutilizar el barro…Si no os importa…
—Bien, como gustéis. Buenas noches…
Cuando salí cerré detrás de mí y me apoyé en la puerta de roble. Aquella oscuridad era aún peor, y se mezclaban el frío y la humedad del pasillo con los cálidos rallos del interior. Nunca había podido creer que la oscuridad pudiese dar vueltas, todo a mi alrededor giraba y no hallé por un rato un instante de quietud. Sentí como mis miembros flaqueaban y un frío sudor se estancaba en mi nuca. Contuve una nausea y me agarré de las piedras de alrededor.
Estuve allí, apoyada en una esquina del pasillo al menso cinco o diez minutos en completa quietud. Hubiera dado lo que fuera por tener la fuerza de salir corriendo o el talante de erguirme y regresar a mi dormitorio. Pero la idea de escaparme de aquellos pasillos y correr alejándome de París fue lo único que me reconfortó durante esos minutos que tardé en recomponerme.
Me pasé la mano por la frente, una vez conseguí erguirme y la hallé perlada de sudor. Cuando regresé por el pasillo allí me esperaba Manuela con una mano cubriendo la luz de la vela para que no se deshiciese en la oscuridad.
—¡Traéis una cara horrible! —Me dijo mientras posaba una mano sobre mi mejilla y yo se la aparté con un movimiento de la cabeza.
—Es la luz de la vela, que me desfigura la faz. Vamos, volvamos cuanto antes…
—¿Qué ha ocurrido? ¿Y el búcaro?
—He pedido consejo, eso es todo. Tenías razón, no es una costumbre muy buena la de tomar búcaros, menos para las embarazadas.
—Ya os lo dije yo, señora. Es una cosa aberrante e insana.
Cuando llegamos al dormitorio me desvestí y me volvía meter en la cama. El rey estaba despierto. No le sorprendió verme entrar y en vez de preguntarme o indagar, se volvió hacia mí y se durmió de nuevo. Hubiera deseado que no se hubiese despertado pero a la vez me reconfortó. Y sobre todo su silencio y resignación. Le miré. Apoyó su nariz en mi hombro y quedó quieto como un minino. Respirando con tranquilidad y con los labios sobre mi piel. Sus pestañas negras me rozaban el hombro y su cuerpo estaba cálido, al contrario del mío.
No pude dormir en lo que restaba de noche. Agradecí que no se hubiese acostado sobre mi pecho o habría sentido como mi corazón latía con golpes intensos e irregulares. Me dolían el vientre, el estómago y al cabeza. Estaba mareada y confusa. Y cuando cerraba los ojos solo veía la imagen del conde llegando a trompicones hasta el laboratorio. La cara de incredulidad y resignación del anciano al ver como el conde le saqueaba los frascos de adormidera, hablando entre hipos e insultos sobre cómo estábamos ocultando a un inglés en palacio. Sobre la aventura que habíamos corrido en la prisión y cómo le habían anunciado que me había quedado encinta. Si soñé, solo fueron pesadillas sobre esos pensamientos. Su mano metiéndose un puñado de adormidera en los bolsillos. Sus ojos inundados en lágrimas y su rostro contraído en una mueca de dolor. Aquello se repitió en bucle toda la noche, y todo el día siguiente. Pensé que el alba me libraría de esos pensamientos pero era incapaz de alejarlos de mí, como si me persiguiesen. Si ese día se hubiera presentado el conde en mi gabinete hubiera huido, por no enfrentarle. Dios santo, menos mal que no apareció.
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