UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 42
CAPÍTULO 42 – UN ESPÍA ENTRE NOSOTROS
—Yo prefiero las rosas. Su olor inunda los jardines con un aroma excelente. Y son muy hermosas, y además pueden utilizarse para los ungüentos y los rubores…
Mis dos nuevas damas charlaban pacíficamente mientras paseábamos por los jardines de palacio. El día había amanecido con algunas nubes pero rápido se había despejado para dar paso a una mañana acogedora y veraniega. Era pronto para percibir los sutiles cambios que pronosticaban el otoño pero no quedarían muchos días como aquel, con intensos olores cálidos y dulzones. Manuela me precedía con un quitasol de encaje e Inés y Emma la seguían a ella. Su conversación nos llegaba como el murmullo de dos cotorras.
—Yo prefiero mil veces las dalias, que florecen ahora. Son enormes y muy vistosas.
—Pero no huelen tan bien. Solo son vistosas, solo eso.
—¿Y vos, alteza, qué preferís?
Yo me volví en su dirección y las miré con una interrogación en mi expresión.
—¿Qué?
—¿No creéis, alteza, que deberían plantar más dalias? El palacio se vería mucho más hermoso con dalias o petunias.
Como no mudé mi expresión, y ambas muchachas me miraban desde la distancia con ojos curiosos y ansiosos, Manuela me señaló los arbustos que nos rodeaban.
—Las flores, mi señora.
—¿Las flores?
—Las flores. —Señaló con su mano libre el arbusto que teníamos a la derecha y yo abrí mi boca para decir algo pero no salió más que un suspiro y cogí aire cargándome paciencia.
—Muy bonitas las rosas.
—Mi señora, vos podríais mandar plantar las flores que quisierais. —Dijo Emma, cargando su voz de entusiasmo—. ¿No os gustaría que trajeran flores de vuestro país? Así os sentiríais como en casa.
—Contemplar flores no es uno de mis pasatiempos favoritos. Eso se lo dejo a los naturalistas y los jardineros. Y a las damas que gustan de adornarse con ellas.
—¡Dicen en Italia las mujeres se ponen cintas en el cabello con flores! ¿Es eso acaso verdad?
—No lo sé. —Dijo Inés, encogiéndose de hombros, y continuamos caminando. Arrancó una flor y se la puso en el cabello trenzado. Era una margarita o un diente de león. Ambas se rieron de aquello y no parecía que les hiciese ilusión llenarse el cabello con aquello, o recibirían una fuerte regañina de quienes las peinasen.
—No os torturéis, mi señora. —Murmuró Manuela, adelantándose un poco y caminando a mi lado—. Son muchachas jóvenes…
—¿Era yo así, como ellas?
—No lo creo, mi señora. Nunca fuisteis demasiado infantil. No os recuerdo poniéndoos flores al pelo. Pero solíais fastidiar a los amigos de vuestro padre arrojando sus guantes por las ventanas de palacio.
—Dios santo. —Murmuré, y aunque aquel recuerdo fuese chistoso, no pude reír. No me encontraba con ánimo de revolcarme en recuerdos de otra época. Aquello parecía otra vida muy diferente, y otra persona completamente ajena a mí. Aunque era divertido, no me hacía gracia.
Al fondo del camino, mientras regresábamos a palacio, apareció la sombra del conde de Villahermosa. Se acercó con paso ágil, con las manos a la espalda y aires de poeta. Sus largas piernas lo trajeron hasta mi lado y se detuvo prorrumpiendo en hondas reverencias y saludos calurosos. Manuela lo ignoró y él a ella. Sus ojos se habían fijado en las dos muchachas que nos precedían, y que ante la mirada del conde se escondieron una en la otra, con risas de avergonzado jugueteo.
Yo no quería ser testigo de aquello, era lamentable y lo sentía como una cuchilla al rojo sobre mi pecho. Me volví hacia los rosales que sembraban el camino y Manuela me cubrió con el quitasol, mientras me inclinaba para oler una de las flores. Era un olor amargo y aterciopelado.
—Mi señora, presénteme a sus dos dulces doncellas, por favor. —Me volví a él con una mirada cargada de odio y sonrió con modestia—. No os molestéis, me presentaré yo mismo. Soy Juan de Tais Conde de Villahermosa. ¿Y ustedes, señoritas, quienes son?
Ambas se presentaron con dignos ademanes de cortesía y Juan besó el dorso de sus manos con galantería, con una estúpida sonrisa macabra en su rostro. Cuando les comunicó que era mi consejero, y mi amigo más íntimo, ambas exhalaron un “oh” tan dulce y lleno de admiración que incluso yo me sorprendí de aquella puesta en escena.
—Si lo sé, lo dejo en España. —Murmuré hacia Manuela y elevó la comisura de su labio con tristeza.
—Como si no lo conocierais… —Me miró con ojos felinos—. Aún estáis a tiempo…
—¿A tiempo de qué, mi señora? —Preguntó Juan.
Sin duda nos había oído y yo me volví hacia él con un suspiro. Negué en su dirección, con ojos cansados y un encogimiento de hombros. Quítale importancia, quise decir, pero supliqué que se marchase, que no nos interrumpiese, o que al menos si iba a flirtear con ellas, que se las llevase lejos y me ahorrase las jaquecas. Pero sus risa se redoblaron y la actuación pasó de ser cómica a ser patética. Le pedía Manuela que continuásemos caminando y ellos nos siguieron con paso ligero.
—Decidme conde, vos que habéis viajado tanto, ¿es verdad que en Italia las mujeres se adornan con flores el cabello?
—¿En Italia? —Preguntó—. No mi señora. No he visto a ninguna italiana con flores en la cabeza, más que aquellas que no tienen la belleza suficiente como para tener que ser adornadas, y deben engañarse y confundir al espectador, rodeándose de la belleza de las flores de la que ellas carecen.
Rápidamente Inés se deshizo de la margarita que se había colocado entre las trenzas de su cabello y el conde se rió lleno de malicia.
—Así es mi señora, las mujeres no deberían rodearse de flores, eso no les hace ningún favor. Las flores, son la más hermosa de las creaciones, y aunque la mujer las precede Dios puso todo su empeño en crear todo tipo de variedades y colores. Y aromas. —Se acercó a las rosas y las olió, inspiró su perfume y soltó un suspiro cargado de su esencia. Cuando se incorporó me miró y me sonrió con candor. Se acercó a mí, dando por finalizada la conversación con mis damas mientras ellas se agarraban de brazo y departían acerca de las palabras de Juan, y sonreían y señalaban con inocencia.
—Y pensar que te encontré con el hocico metido en el coño de una puta, igual que has metido la nariz en esa rosa…
Todos los colores de las rosas no fueron nada comparado con los de sus mejillas. Del pálido blanco al rojo de la vergüenza. Miro sobre su hombro con ojos desorbitados pero las muchachas aún se sonreían con vergüenza. Después miró a Manuela con el rabillo del ojo y yo sonreí.
—¿Sabéis quién las ha puesto a mi servicio?
—El conde de Armagnac. Desde que el rey mandó volver a palacio a su hija, el conde ha estado buscando otras candidatas que… distraigan al rey.
—Y que me distraigan a mí.
—En efecto.
—En ese caso, haz lo que quieras con ellas, y cuanto más lejos os las llevéis, Juan, mejor. No las aguanto. Me dan dolor de cabeza solo de tenerlas cerca.
—Ya traíais esos dolores con vos, no queráis echarle a estas muchachas las culpas.
—Hay un rincón, Juan, un pequeño rincón en uno de los tantos círculos del infierno, que te pertenece. Está a tu nombre y espero que no tardes en ocuparlo. –Se rió con ganas y después le quitó de un tirón el quitasol a Manuela de la mano. Esta se asustó con el gesto y con una mirada de rabia estuvo a punto de arrebatárselo pero Juan lanzó una mirada hacia nuestra espalda.
Manuela entendió bien y se alejó de nosotros, dejándonos a solas.
—¿Me has estado buscando?
—Así es. No estabais en vuestro gabinete ni en la biblioteca así que he venido aquí. Era la tercera opción.
—¿Cuál hubiera sido la cuarta?
—La capilla. La quinta el bosque y la sexta, España.
—Santo Dios. —Suspiré—. ¿Y qué quieres de mí?
Con una mueca galante introdujo la mano en su jubón y sacó una rosa roja. Me la entregó con dulzura pero en su mirada había un ligero temor a que la rechazase. La cogí entre mis manos y le devolví una mirada inquisidora.
—¿Tan fea me consideráis, que debéis adornarme con flores?
—Al contrario, Sois la única mujer que puede superar en belleza a una rosa.
La acerqué a mi nariz. Aquellos pétalos eran densos y sedosos como el terciopelo y su olor era profundo y picante. Las espinas se clavaban en mis manos y mis dedos, pero era un dolor agradable y equilibrado.
—Cuéntame conde… ¿qué nuevas me traes? –Murmuré.
—Dios ha proveído, mi señora. Como prometisteis.
Alcé la mirada con sorpresa y él me devolvió una sonrisa llena de entusiasmo. Sus ojos chispearon con la astucia de un animal de presa.
—¿Cómo? ¿Qué habéis averiguado?
—Yo no. Dios ha intercedido.
—¡Dios!
—Debéis esperar a que anochezca. —Dijo—. François quiere que os reunáis con él en las habitaciones donde custodian a Jonathan para que habléis con él. Yo os acompañaré.
—¿A media noche?
—A media noche. En la intersección entre los pasadizos de la biblioteca y la sala del consejo. –Miró hacia las damas que nos precedían.
—Venid sola, y si queréis que me deshaga de alguna de ellas…
—Hoy el rey dormirá conmigo. Pero no te preocupes, yo misma los haré dormir a todos esta noche. No me oirán salir de la cama.
♛
Cuando accedí al gabinete dejando detrás de mí a mis damas dormidas y al rey acurrucado en el lecho me acerqué al pasadizo detrás del tapiz. Como era de noche habían apagado todas las velas y la chimenea estaba bacía, así que me obligué a bajar aquellos peldaños mortales completamente a oscuras. Por suerte había memorizado aquellos pasadizos, al menos hasta el ala del consejo.
Sin embargo la completa oscuridad era como un manto de miedo y peligro. Todo el bello de mi cuerpo estaba erizado y tenía las articulaciones rígidas, en completa tensión. Sentí el bello de mi nuca completamente tembloroso. Me reí pensando que yo sería la única demente que se atrevería a llegar hasta allí sin una sola mota de luz, y si alguien me buscaba, o me perseguía, no sería tan idiota como para no hacerlo al menos con una vela. Si era el caso, éramos dos imbéciles en medio de la oscuridad.
Intenté imbuirme en esa clase de pensamientos mientras caminaba, para no darme media vuelta o salir corriendo. Mis pasos y el sonido de mi respiración era todo lo que se podía oír. También el de algún ratoncillo correteando como yo, a aquellas horas de la noche por esos fríos pasadizos. Me había cubierto con una gruesa bata de terciopelo pero aún así la humedad se respiraba entre aquellos muros y era capaz de sentir cómo se colaba a través de mi piel, hasta mis huesos. Empeorando la sensación de inseguridad y miedo.
A lo lejos divisé la luz de una vela que caminaba en mi dirección, con paso ágil y rápido. Me quedé quieta, orillada en la pared por la que me había guiado, oculta en las sombras hasta descubrir al intruso. Aún me quedaban al menos dos giros para encontrarme en la biblioteca, pero aquel que se acercaba era Juan, con mirada atenta y oscura enfocada en algún punto de las tinieblas que se extendían delante de él.
—Juan. —Murmuré haciéndole dar un respingo, y al oírme, alzó la vela y continuó caminando. Yo avancé con alivio y al llegar a su altura me abracé a él. Él recibió el abrazo más sorprendido que emocionado. Bajó la vela hasta la altura de mis ojos y me miró con susto—. ¿No me dijisteis que me esperabais en el pasillo del consejo?
—Llegáis tarde, mi señora…
—Se me ha hecho muy tarde, es cierto. Lo lamento…
—¿Cómo habéis venido en medio de la oscuridad? ¿No portáis ni una vela?
—No han dejado ninguna encendida, me temo. Y no podía hacer nada…
—Dios santo, era mucho más sencillo que os escabulleseis de vuestro padre que de vuestro esposo. –Miró mi bata y negó con el rostro compungido.
—Y que lo digáis. Aunque no creo que mi padre realmente ignorase mis escapadas… ¿Por qué me dais la vela?
Él se quitó el jubón, desabotonándoselo a prisa y me lo extendió, recogiendo la vela de mis manos. Yo me lo puse por encima de la bata y después me sujetó el brazo para conducirme hasta las habitaciones donde teníamos escondido a Jonathan.
—¿Llego muy tarde?
—No demasiado, mi señora. Pero nos esperarán.
Cuando llegamos al ala donde el rey tenía sus dependencias, giramos a la izquierda y continuamos hasta las habitaciones de los pajes y del servicio. En una indeterminada posición subimos unas escaleras que nos condujeron a un gabinete. Salimos a una estancia completamente a oscuras, alumbrada únicamente por la luna del exterior. Estaba fría y corría el aire, tanto que casi consigue apagarnos la vela. El conde salió primero y él me guió por la estancia hasta la salida. Dimos a un desierto pasillo principal en el ala de los pajes. Se oía a lo lejos el sonido de risas juveniles que debían venir de alguno de los dormitorios. Tampoco estábamos muy lejos de la sala de esgrima, pero dudo mucho que alguien hubiera allí entrenando a tan altas horas.
Tras cerciorarse de que no había nadie en aquel pasillo, tiró de mí fuera y caminamos a prisa hasta una de las puertas de aquel inmenso pasillo. Entramos precipitadamente y sin hacer ruido. Estaba abierta de antemano y François nos esperaba al otro lado, con la mano sobre el pomo de la espada y con la mirada puesta en nosotros. Cerró cuando nos tuvo dentro y nos condujo a través de aquel gabinete.
Era una habitación amueblada pero estaba vacía de vida. Parecía un antiguo saloncito que se había dejado de usar por el paso del tiempo. Tal vez alguna sala de reunión para los pajes, que ya no se usaba desde hacía años. Había una ligerea capa de polvo por encima de los mueles y las cortinas estaban echadas. Pero había un par de candelabros encendidos y habían despejado uno de los sofás y una de las mesitas centrales. Una puerta daba a otra estancia, pero François no pidió que nos quedásemos donde estábamos, que él nos traería al inglés. Yo miraba a Juan y a François alternativamente esperando explicaciones de una vez. En lo que el general se adentró en el pequeño despacho, el conde me miró con entusiasmo.
—Se lo explicaré todo, mi señora, ahora lo sabrá todo.
Por la puerta que teníamos enfrente aparecieron François y Jonathan, con aire un poco impacientes y tensos.
—Buenas noches, alteza. —Dijo él bajando la cabeza débilmente a modo de reverencia. Yo asentí, estrechando contra mí el jubón de Juan sobre mis hombros. Juan dejó la vela sobre la mesa y me indicó una de las butacas, pero negué con el rostro.
—No voy a sentarme. Decidme, ¿qué es lo que habéis descubierto? —Miré a Juan pero este miró a Jonathan, que sí había decidido sentarse en el sofá y soltó un quejido al hacerlo. François le dio con el extremo de la vaina de la espada, a modo de advertencia, para que no se sentase él en mi presencia, mucho menos si yo no lo hacía, así que se volvió a levantar, rezongando.
—Yo os he hecho llamar, alteza. —Dijo el inglés—. Creo que tengo información que puede ser de mucha ayuda.
—Bien. —Dije, asintiendo, pero en la mirada de François advertí cierta reticencia—. Mirad que mañana ya os marcháis al norte, no tenéis más oportunidad que esta…
—Mi señora, no es nada que os haya estado ocultando. En verdad, ni yo mismo sabía que os debía informar acerca de esto, pero esta misma mañana yo… —Miró a François con algo de cautela y señaló con el mentón las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes—. Esta mañana me asomé a una de las ventanas y vi a un inglés que ha estado pululando por el palacio.
—¿No quedamos en que no debían verle? —Pregunté a François, y esperando esta reacción de mí, rápido se irguió y asintió.
—Si mi señora. Su cuarto no tiene ventanas, pero anoche olvidé candar con llave el dormitorio y estuvo pululando por esta estancia. Hasta que vine a eso de las nueve de la mañana a…
—Espera…—Detuve a François, súbitamente alarmada—. ¿Qué inglés? ¿Hablas de Ricardo? Es el embajador de…
—No, mi señora. El muchacho escocés. —Dijo y después desvió la mirada hacia su custodio—. Tenía que darme el aire, llevo días aquí encerrado.
—Nos has podido poner en peligro.
—Mañana marchamos al norte, ¿qué más da ya?
—Basta. —Murmuré—. ¿Conoces a Oliver?
—Sí, así es. —Dijo él encogiéndose de hombros, pero después puso sus manos sobre la cadera y me fulminó con la mirada, sin decir nada más. Entonces miré a Juan y sonreí ampliamente con una punzada de alivio.
—Mi señora, —comenzó el comandante—, Lord Jonathan Lee me ha contado que Oliver estuvo bajo su mando hace bastantes años, antes de la guerra, y que tuvo bastantes problemas personales con el joven. Problemas sobre todo respecto a disciplina y comportamiento. Yo ya sabía eso, Oliver me lo contó hace tiempo, no sabía que era este su comandante, pero supe que había servido para el ejército inglés y que había quedado escarmentado. Y por eso había cambiado de bando.
Sus palabras sonaban a escepticismo. No parecía creerse lo que Jonathan le hubiese contado, y estaba justificando a un amigo que era cercano a él. Yo suspiré, emocionada.
—No ha cambiado de bando. —Dijo el inglés mirándome con las cejas fruncidas y las manos a la espalda—. Sigue bajo las órdenes del conde de Bucking, el estadista. –Aquello me hizo llevarme la mano al pecho, y temiendo un vahído, Juan alzó el brazo para evitar que me desvaneciese, pero yo sonreí ampliamente y reí. François frunció el ceño y el inglés alzó las cejas con incredulidad.
—¡Sigue! Cuéntame más…
—No podéis darle crédito. —Murmuró François—. Una cosa es llevarlo conmigo a la batalla y otra muy distinta confiar en su palabra.
—Por lo menos ha estado carteándose con el estadista hasta hace seis meses, cuando a mí me capturaron. Aunque lo largué de mi pelotón, siguió trabajando para la corona, y hace un par de años, se mudó aquí. ¿Escarmentado? Es un muchacho muy listo, me parece a mí.
—¿Cómo sabéis esto?
—El propio duque me lo dijo. Me informó de que el muchacho estaba sirviendo aquí, como espía, al servicio del rey y del hijo del consejero, el comandante de sus ejércitos. —Miró a François con ojos de sabiondo y este no le enfrentó la mirada. Yo di una palmada, alertando a los tres hombres que dieron un respingo por la sorpresa. Sonreí y reí con ganas de ponerme a llorar.
—Un testimonio no es suficiente, —Me recordó Juan.
—Y menos de un inglés. —Contribuyó el comandante.
—Es más de lo que teníamos. ¿No os parece? —Solté un suspiro de alivio, pero sabía que tenían razón—. ¿Qué clase de información ha estado enviando al norte?
—De todo tipo. Por lo que sé, desde información táctica para la batalla hasta dinero en efectivo para alimentar a las tropas. El estadista me dijo que lo estaba recibiendo de manos del rey como unos… prestamos por unas apuestas… —Dudó de su propio relato y yo cubrí mi boca. Estaba a punto de darme un ataque de risa.
—No le creáis porque os esté diciendo lo que queréis oír, alteza. —Murmuró François, prudente. Y yo contuve un grito.
—Seguid, inglés… ¿Tenéis pruebas de lo que estáis diciendo?
—No mi señora. —Encogió lo hombros—. Es imposible. Si tenía alguna documentación escrita de parte del estadista, se quedó en mi casa en Inglaterra. No tengo nada conmigo más que mi ropa, y mis recuerdos.
—La palabra de este hombre no vale nada. —Dijo el comandante, pero Juan no perdía su sonrisa endiablada, lo que me daba esperanzas.
—Es muy conveniente. ¿No creéis, jovencito —Le preguntó a François mi consejero—. Que un espía inglés llegue aquí en el momento en que vuestro padre apuesta por sacar beneficio de esta guerra? Ahí tenemos el enlace que vuestro padre ha estado usando para poder llevar a cabo sus malversaciones…
Al principio la expresión de François era inmutable pero cuando cruzó miradas con Juan, pude ver como aquella inflexibilidad iba cediendo poco a poco a la verdad y a través de la máscara irradió una tierna expresión de decepción y análisis. El inglés se sentó en el sofá, cruzándose de brazos. Esta vez nadie le reprendió.
—Si queréis pruebas, aquí tenéis un buen tesoro. —Dijo Juan—. Seguro que el conde de Armagnac conserva algunas cartas que condenan a ambos traidores. Dos pájaros de un tiro, mi señora.
—Os lo dije, Juan. —Agarré la manga de su camisa con fuerza—. Dios siempre provee. ¡Donaré un par de mis mejores pinturas a la catedral de Paris! Y restauraré los artesonados, como pedía el obispo…
—¡¿Y para mí no hay nada, que yo os lo he…?!
—¡Inglés! —Le señalé—. Si se demuestra que tus palabras son ciertas y nos has sido leal, te prometo una buena vida cuando regreses de la guerra, en una buena casa de campo, o comandando un ejército propio. Lo que más deseéis. —El hombre no pudo por menos que sonreír, divertido por mi entusiasmo, y asintió conforme.
—No lo he hecho solo por vos, alteza. Es un muchacho despreciable. Oliver… lo tuve el tiempo sufriente bajo mi mando para darme cuenta de que no solo no era trigo limpio, también para ver que es un inútil con un arcabuz o una espada…
—François, espero que comprendas la importante misión que esta nueva situación te ha encomendado. —Dije, y esperaba no tener que decir nada más. Pero me miró con su ojillo tembloroso—. Sé que vuestra familia y vuestra sangre son más importantes que Francia, o que vos mismo, pero os pido que dejéis el orgullo a un lado, y dentro del escepticismo más riguroso, halléis las pruebas que necesito. Cuando volváis en unas semanas, necesito que vayáis a la residencia de vuestro padre, y busquéis por cada rincón de su despacho. Si tenéis que sobornar o amenazar a su secretario, yo os lo permito. Si tenéis que matarlo, que quede bajo vuestro criterio. Dudo que Oliver sea tan descuidado como para conservar nada, pero si lo consideráis más fácil dejaré que indaguéis por ese lado. De lo contrario, no os lo aconsejo. Si mantiene relación directa con el estadista, lo más probable es que de la voz de alarma si se siente amenazado. Vuestro padre no lo hará. ¡Encontradme las pruebas que necesito!
—Me estáis pidiendo que condene a mi padre.
—Ya lo hicisteis, en cuando me contasteis que se estaba beneficiando del bloqueo. Vos me lo pusisteis en la mira. Lo hicisteis porque hay algo más importante para vos que la reina, y que vuestra familia, o vuestro padre: El honor.
El inglés lo miró con expresión renovada y Juan me miró a mí con una sonrisa endiablada. François asintió, a regañadientes y abatido.
—Mañana partiréis al norte. —Miré al inglés—. Sois un buen hombre, lo veo. Comandad mis tropas como buenamente podáis. Y si alguien os discute vuestro liderazgo, mostradle esto. —Hurgué en los bolsillos de mi batín y le extendí un guante de seda beige, uno de los guantes del vestido con el que me casé—. Anunciad que la reina os manda, que le sois leal. Espero que ellos recuerden que les auxilié en los peores momentos y sea bastante para que se muestren colaborativos.
Jonathan miró el guante con pasmo y se irguió en el sofá, como por un resorte. Se levantó de un salto y cogió el guante con ambas manos, casi ceremoniosamente. La mirada de François se llenó de admiración y el inglés sonrió con gallardía y orgullo.
—Los franceses son cabezones…
—¡No tanto como los españoles! Te lo aseguro… Con esto valdrá.
—Gracias, mi señora. Lo llevaré conmigo a la batalla, me dará coraje y buena suerte.
—Confío que sea así.
—Mi señora, es ya muy tarde… os echarán en falta. —Advirtió Juan, cuando sonaron a lo lejos las campanas que daban la una de la mañana.
—Sí, tenéis razón. —Asentí—. Buen viaje, queridos.
Juan me acompañó de vuelta al pasadizo dejando atrás aquellas estancias y en medio de la oscuridad me volvió a coger del brazo. Me contuve para no zarandearlo por la emoción y él parecía también terriblemente entusiasmado. Si me lo hubiera pedido, me habría vestido con sus ropas y nos habríamos ido lejos, a cualquier taberna de París, para emborracharnos hasta el amanecer. Me hubiera encantado cantar coplas a voz en grito por aquellos pasadizos, para despertar a todo el palacio con la voz de un fantasma del pasado que vuelve para vengarse. Y bailar hasta que se nos acabasen recovecos de oscuridad.
—A mí nunca me habéis regalado un guante. —Dijo Juan con la voz risueña pero tirándome del brazo a modo de recriminación.
—Aun tengo el otro, ¿lo queréis?
—Ya no lo quiero. Eso no me haría mejor que un inglés…
—¿Y qué queréis? Pedidme lo que queráis, ahora que estoy de buen humor…
Al decir aquello me di cuenta de que habíamos llegado hasta el descansillo que daba a mi gabinete. Señaló con la vela las escaleras que ascendían y después suspiró.
—Vamos, conde. Pedidme… ¿Qué queréis? ¿Un muchachito? ¿Una prostituta? ¿Un coche nuevo? ¿Una nueva espada? La haré traer desde Toledo…
Juan volvió a mirar hacia las escaleras y después posó sus ojos en mí. Me miró de arriba abajo y sonrió con pesar.
—Con que me devolváis al jubón, me conformo.
Yo lo había olvidado. Sonreí, y me deshice del jubón. Se lo colgó del brazo y dio un paso atrás.
—Buenas noches, alteza. Viene días complicados, así que duerma bien.
—Sí conde… —Suspiré y sentí como su mirada me evitaba—. Buenas noches.
⬅ Capítulo 41 Capítulo 43 ➡
Comentarios
Publicar un comentario