UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 41
CAPÍTULO 41 – NUEVAS DAMAS
Aunque dormí unas cuantas horas el sueño no fue reparador. La ausencia de Joseline en el cuarto contiguo me apaciguaba lo suficiente como para no sentirme incómoda en mi propio lecho, pero era incapaz de dejar de sentir la angustia sobre mi pecho, esa tirazón tan desagradable de la culpabilidad y el remordimiento. Mi mente estaba atestada de malos pensamientos, de la ansiedad que se formaba como un bosque laberíntico en mi mente. Había momentos en plena noche en que me desesperaba y ya estaba de nuevo perdida en aquel infierno. Hubiera deseado que el minotauro apareciese de improviso y me matase.
Cuando me levanté, para mi sorpresa, Manuela ya estaba despierta también. Imaginé que por mi culpa había pasado mala noche y mi culpabilidad se acrecentó. Me aseé, me puse la ropa y le pedí que me peinase, con toda la vergüenza que me daba tener que pedirle que me tocase, que me mirase a través del espejo y tener que lidiar con su reflejo. Me trenzó y sujetó el cabello y me puso unos discretos pendientes de perlas. Y un collar largo, también de perlas. Recordé el momento en que me había engalanado para el retrato que le enviaría a Enrique. Su mirada no era la misma, pero me sorprendí al reconocer que tampoco la mía se asemejaba. Cerré los ojos, incapaz de continuar con aquello.
—Vienen días aún más complicados, alteza. —Me dijo, leyéndome el pensamiento—. Y el embarazo lo acrecentará todo.
—Traedme el desayuno. Aunque no tengo apetito apenas…
La mañana estaba plagada de hombres y mujeres yendo y viniendo. Toda la corte se había enterado de que habíamos regresado de nuestra luna de miel y pedían las audiencias que no habían podido tener durante el mes. Visitas de rigor, visitas también de júbilo y felicitaciones por mi embarazo. Ya lo sabía Francia entera. El alboroto se había generalizado y todo el palacio vibraba por el paseo de unos y otros yendo y viniendo. Aduciendo cansancio limité las visitas a aquellas personas cercanas o imprescindibles. No deseaba escuchar palabras huecas o conversaciones inacabables.
Pero a media mañana llamaron a Manuela y ella regresó al tiempo acompañada de dos muchachas. Eran más jóvenes que ambas, pero estaban hechas y completas. Altas y esbeltas, morena una de ellas, la otra tenía el cabello rubio pajizo. Vestían a la moda francesa, como la mayoría de las damas de palacio, con cuellos italianos y transparentes telas en los hombros. La morena llevaba el cabello recogido en un austero moño sobre la nuca, con el cuello largo y grácil como un ave, con los ojos pequeños pero los labios carnosos y la sonrisa cómicamente amplia. Rubicunda, o más bien pálida con un rubor artificial. Su compañera era menos frágil en sus facciones, tenía ese rubor del norte de Europa, mejillas coloradísimas y ojos azules. Parecía un angelote con esa cara redonda y sus mejillas pecosas.
Manuela al lado de ellas podía pasar por una campesina, una ruda y austera mujer de campo. Pero la mirada de aquellas muchachas estaba llena de chipas y colores, brillos y expresiones antentas. Mi dama estaba con el rostro hierático a su lado, mirándolas con la profundidad del conocimiento que solo da la edad, y una vida complicada al servicio de la traición.
—Mi señora, el rey os ha asignado a dos nuevas damas, para rellenar la ausencia de Joseline. –El tono más que formal era de aviso. Pero después su mirada se volvió preocupada. Ante mi expectante expresión seguro que vaticinó todas mis posibles reacciones. Desde el desdén más absoluto hasta la ira más destructiva. Suspiré. Imaginé que la reina madre o el propio consejero del rey harían la labor de suplir la falta de Joseline, pero no pensé que el rey se involucrara. Al pensar en ello me di cuenta de que no era más que una excusa, una patraña o un acto de rigor burocrático.
Ellas no tenía la culpa de ser quienes era, y yo tampoco. Así que opté por tomármelo de la mejor manera. Ya había aprendido la lección con Joseline, así que no me depararían sorpresas. O eso me creía.
—Acercaos, muchachas. ¿Quiénes sois? ¿Cómo os llamáis y quiénes son vuestros padres?
—Yo soy Inés de Dreux, hija del marqués de Dreux, vicesecretario de defensa. –Se presentó la morena. Su tono al hablar era meloso y encantador, como una narradora nata, una perfecta actriz.
—¿Y tú, muchacha?
—Emma de la Tremolline. —Habló la rubia. Su acento era norteño y su mirada vacía y cansada. Ella no parecía dispuesta a querer encandilarme—. Mi padre es el conde de la Tremolline y mi madre la duquesa de Françons. Mi abuelo fue ujier del abuelo de vuestro esposo, el rey Enrique.
—Unas muchachas muy ricas en títulos y encantos. ¿Quién os ha enviado, el rey o la reina madre? ¿Quién os ha seleccionado para este puesto? —Ambas se miraron con recelo—. ¿Ha sido el conde de Armagnac? Bueno no importa. Sois bienvenidas. Habré de instalar una nueva cama en vuestro gabinete.
—Muchas gracias mi señora. —Dijo la morena y ambas mostraron una reverencial inclinación de rostro.
Manuela se alejó de ellas y se situó a mi lado, dándoles vía libre para mostrarse en sus propias habitaciones. Yo miré a Manuela.
—Las he visto antes por palacio ¿cierto?
—Sí, mi señora. La corte es muy amplia, y hay muchas personas.
—¿Sabéis jugar a las cartas? ¿Tal vez al ajedrez?
—Sí, alteza. —Murmuró la rubia y la morena asintió. Yo asentí también.
—¿Quién de las dos estuvo anoche con mi esposo?
Aquella pregunta les dejó helada la sangre. Incluso Manuela a mi lado quedó rígida y las miró con aprensión. La rubia alzó la mirada con disgusto, o más bien con miedo y rápido la desvió a su compañera que enfrentó mi expresión paciente con valentía. Sonreí al ver aquella mirada decidida a no avergonzarse.
—Ya veo… Espero que tus padres, los marqueses estén contentos de que su hija se haya rebajado a este punto.
—Es un honor servir al rey y a la reina.
Yo solté una sonora carcajada que le erizó el bello.
—¿Y aspirar a qué? Ya has llegado todo lo lejos que se podría esperar. Tendrás suerte si en unos meses no decide cansarse de ti y sustituirte por otra, más joven, más lozana e inocente.
—Mi padre me recomendó. —Dijo ella con aprensión—. Es muy amigo del conde de Armagnac. —Aquello sonó más a una amenaza que a una disculpa. Estaba intentando hacer que la autoridad del conde de Armagnac me hiciese callar. Sonreí con rabia.
—Tu padre espera que esto os proporcione fama, poder y recursos. Que la influencia del rey se vea balanceada hacia su lado. —Levanté las manos en señal de derrota—. Pero no creas que yo voy a interponerme. Te aseguro que no hará falta. No pienso sermonearte con pliegos teológicos ni sumarme a este juego palaciego de celos y seducción que vuestro padre quiere para vos y que el conde de Armagnac tanto asía para distraerme de mis labores de gobernante. Las noches que el rey te reclame, o a vos, muchachita, iréis a atenderle y a prestarle vuestro servicio en lo que él desee.
La muchacha rubia se frotó las manos mirándonos a mí y a su compañera alternativamente con ojos llenos de lágrimas.
—No soy una cría, he vivido toda la vida rodeada de hombres poderosos en entornos en los que vosotras ni si quiera podéis imaginar que existieran. He crecido viendo como los hombres como mi marido se satisfacen con mujeres ingenuas, infantiles y fáciles de manipular. Muchachas que no llegan a ser ni si quiera un proyecto de señorita. Les falta templanza e inteligencia. Aquí os hacéis llamar las favoritas del rey, pero al rey no le importáis más que las herraduras de su caballo. He vivido los años suficientes como para aseguraros de que nadie os recordará. Y si alguien os recuerda, no será más que como a las putas del rey.
La muchacha rubia bajó el rostro y estuvo a punto de romper a llorar si no fuera porque su compañera se malentonó, sacándola del susto.
—Mi padre ya es un hombre poderoso, sin la ayuda del rey, y el conde de Armagnac es un gran amigo de la familia, y es el hombre más poderoso de este país. Y yo también lo soy, porque estoy sirviendo al rey y a la reina.
—Sírveme bien, o dejarás de servir para el resto de tu vida. –Le advertí. Miré a Manuela de reojo—. Ella será vuestra superior. No me importa qué clase de título o cargo os haya prometido el conde de Armagnac. No me servís a mí, la servís a ella como sus ayudantes. Solo tengo una dama mayor y es ella. Reclamadle al rey, si no estáis conformes. Aunque dudo de que eso sirva de mucho.
Me levanté y sentí el vientre pesado. Agarrándome al borde de la mesita conseguí no tambalearme y le señalé a Manuela el dormitorio y el vestidor.
—Muéstrales las estancias. Yo estaré en la biblioteca. No me molestéis.
Pero antes de que pudiera salir por la puerta apareció Rodrigo, el ayudante del conde de Villahermosa, sonriente y agitado.
—Mi señora. El conde me envía a llamaros al consejo. La reina viuda ha reunido el consejo. Desea hablaros.
Al decir aquello miró a mi espalda cómo las tres mujeres se habían quedado al otro extremo de la estancia vueltas en nuestra dirección. Manuela me miró con ojos interrogantes y yo suspiré.
—Quedaos, y muéstrales las estancias. Rodrigo me acompañará.
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Cuando Rodrigo me dejó frente a la puerta del consejo, ya estaban todos allí dentro, al menos todos los que habían sido reunidos. El rey, la reina viuda, y el conde de Villahermosa. Entré con la expresión aún mohína y malhumorada. La reina madre presidía el consejo. Se había sentado donde de normal se sentaría su hijo y este se había sentado a su vera. Yo me dirigí al extremo opuesto y me senté con un suspiro. El conde estaba a mi lado y. También él había cambiado su asiento. Pero agradecí tener al conde a mi lado. Desde el día anterior en que le había anunciado su matrimonio no lo había vuelto a ver y a pesar de la tensión palpable que irradiaba, era grato sentirlo cerca.
Aunque mi presencia los había hecho enmudecer habían estado hablando. Se les notaba que un tema candente estaba sobre la mesa y mi presencia les había interrumpido. Debían retomar de nuevo el hilo del discurso. Me habían hecho llamar, eso es que mi nombre había salido en medio del debate y deseaban que yo aclarase algo o estuviese presente. Miré al conde con ojos interrogantes pero la mirada que me devolvió estaba vacía, completamente carente de intención.
—¿Qué ha ocurrido? —Pregunté—. ¿A qué se debe esto? Ya nos hemos reunido ayer...
—¿Tenéis prisa? —Preguntó la reina madre mientras me miraba con ojos inquisidores—. ¿Tenéis algo que hacer?
—Apenas habían llegado a mi gabinete las nuevas damas que vuestro hijo ha escogido para mí. –Dije mientras miraba al reí inquisitivamente. La reina madre miró a su hijo con más susto que sorpresa y meneó la cabeza, para deshacerse de esos pensamientos que ya trataría en privado. El rey desvió la mirada.
—Hablamos de la estrategia de guerra que llevaremos a cabo. —Terció Juan inclinándose sobre la mesa—. La reina madre debe estar enterada de lo que hagamos. Le explicábamos que los ingleses han perdido bastante terreno, que nuestras tropas han avanzado y…
—Los barcos. —Dijo ella con impaciencia—. ¿Qué haréis del conde de Armagnac?
El rey y yo nos miramos. Solo nosotros dos conocíamos nuestros planes, lo que trabajamos al respecto, pero era lógico que su madre se hiciese preguntas, a estas alturas.
—Excluirlo de las reuniones es una cosa…
—¿Por cierto, ¿Dónde está? —Pregunté y al instante sentí un escalofrío a mi espalda que me obligó a mirar por encima de mi hombro hacia la celosía de madera que daba al pasillo oculto entre los muros del palacio. Ella negó con el rostro.
—Le vi salir. —Dijo ella—. Ha tenido que atender a unas personas en su residencia personal. Volverá por la tarde. —Suspiró—. Una cosa es hacerle el vacío, y otra muy diferente que no se dé cuenta de que nos reunimos a su espalda…
—Quitarlo de su puesto no es tan sencillo. —Dijo el rey—. Pero poco a poco puede perder la influencia que tiene sobre nosotros…
—No es la influencia que tenga sobre nosotros la que me preocupa, es la que tiene sobre el resto de Francia.
—Yo soy Francia. —Exclamó Enrique, dejándonos a todos sorprendidos. Aquellos arranques de orgullo no eran propios de él. No al menos tan evidentes, su madre le miró y rió de sus palabras con algo de escepticismo. Como la madre se ríe de su hijo cuando dice una tontería. Yo intenté recogerme en mi asiento y procurar no hablar. No deseaba tener que darle explicaciones a la reina madre. Aunque con el tiempo me iba a tocar revelar mis planes, esperaba que no fuese en ese momento. No aun.
—La guerra por tierra avanza a pasos agigantados. —Dijo Juan, con tono conciliador—. El conde de Armagnac tiene el control de la flota. Los ingleses se marcharán cuando no tengan terreno sobre el que avanzar y al conde se le acabará el negocio que tiene con los ingleses.
—¡Esa es otra! —Al parecer la reina madre no hacía mucho que se había enterado de aquellas malas nuevas, puede que se lo hubieran dicho minutos antes de que yo llegase—. ¿Cómo no me habéis informado de que está negociado por su cuenta con los ingleses para hacerse con cantidades desorbitadas de dinero a cambio de dejar pasar barcos ingleses para abastecer a los soldados en el continente? —Me miró a mí como si la culpa de que ella no se hubiese enterado fuese mía.
—No puedo creer que no lo supierais. —Dije mientras ella alzaba una ceja con sorpresa.
—No tenía pruebas... —Murmuró.
—Nosotros tampoco, pero tenemos varios testimonios y con el tiempo hallaremos las pruebas. No íbamos a contaros algo que no es más que una idea, para que se convirtiese en un rumor que llegase a us oídos antes de que pudiéramos actuar.
—¿Creéis que yo le contaría algo?
—Le teméis. —Murmuré, y sentí que ya había dicho suficiente. Ella se exasperó y puso sus manos sobre la mesa, inclinándose hacia delante.
—¿Y bien? ¿Cuál es el plan?
—Cuando llegue el momento adecuado, sustituiremos al conde de Armagnac al mando de la flota. —Reconoció Enrique—. Su hermano y él serán procesados por alta traición y alguien más ocupará su puesto. Listo.
—¡No! —Negó la reina con un arranque de pavor—. No sustituiréis a Jaime. Ha servido muchos años a la corona, no puede ser procesado así sin más.
—Es una garrapata. —Murmuró Juan—. No ha hecho más que robar y prolongar la guerra para obtener beneficios. Han muerto muchos franceses a costa de su egoísmo.
—¿Pensáis que esto es el ajedrez, niños? —Nos miró la reina a todos por igual—. ¿Que cuando el peón llega al otro lado del tablero, puf, se convierte en una reina? ¿O que se puede sustituir al rey por una torre? No es tan sencillo, muchacha. —Esta vez me señaló con un dedo—. Tiene bajo su poder a toda la flota inglesa. Y tiene a la mayoría de condes, duques y marqueses de este país bajo su control. Si muriese o se le procesase, se podría alzar una revuelta. ¡Lo del duque de Gasconia quedaría en nada en comparación!
—Nadie se atreverá alzarse en armas contra la corona después de lo del mes que viene.
—¿El mes que viene? —Pregunto ella confusa, pero se acordó al instante—. ¡El juicio contra los sublevados! ¿Acaso pensáis colgarlos?
—Maldita sea, son traidores a la patria. —Dijo Juan a mi lado, con pasmo—. Se les debe dar un buen castigo para que nadie más se atreva a imitar su ejemplo. Una imagen nefasta la de ese noble que en menos de un día se les vino abajo su propia empresa.
—Imagino que la idea de que le conde de Armagnac negocia a espaldas de la corona con los ingleses para prologar la guerra sea un motivo suficiente como para que sus apoyos se deshagan. –Dije.
—Necesitáis pruebas, muchacha.
—Las conseguiré. —Aseguré y después de aquello, sintiendo que ya había dicho todo lo que tenía que decir, y apurada por haber dejado a Manuela con aquellas dos brujas, hice un amago de levantarme pero la reina me detuvo con un gesto de su mano. Yo me dejé caer de nuevo sobre la silla.
—¿Y luego qué?
—Luego… —Miré a la reina a los ojos—. Nos haremos con el control de la flota, nuevamente. Si el retroceso del inglés en tierra no es suficiente como para que retiren sus barcos del mar, he mandado a mi padre la orden de que invada tres islas inglesas de las que tienen en las costas del oeste. Cuando la noticia les llegue habrán de llevar allí sus barcos. No defenderán el estrecho, no perderán parte de sus colonias por una guerra que han perdido.
La reina madre me miró con pasmo.
—¿Dejarás que tu padre lidie con los ingleses por nuestra causa?
—No creo que mi padre llegue a enfrentarse a los ingleses, pero si debe hacerlo lo hará.
—¿Y si no consigues deshacerte del conde de Armagnac? —Pregunto ella. Y el rey se volvió hacia mí con susto. Aquello no lo había previsto, pero yo sí.
—Entonces serán islas francesas lo que invada. Y el conde habría de llevar allí sus barcos. Y mientras desaparece por el horizonte con sus barcos, nosotros negociaremos una paz con el inglés. Es así de sencillo.
—¿Harás que tu padre enfrente barcos franceses?
—Si debe hacerlo, lo hará.
—Lo ideal es que busquemos un escenario adecuado para poder pactar con el inglés una tregua. —Sintetizó Juan—. O la paz, sin el conde de Armagnac de por medio. Y si la justicia no le lleva al cadalso, los barcos del rey español le llevarán al infierno. Por cierto no creo que sea tan complicado llegar a un buen pacto con el inglés. Los últimos pactos que se han hablado no han llegado a buen puerto a causa de la necesidad del conde de Armagnac por prologar la guerra, pero el rey inglés estará deseando la paz tanto como nosotros.
—El rey inglés está más preocupado de encamarse con su ayudante de cámara que de gobernar el país. —Rió la reina madre mirando a Juan con suspicacia
—¿Quien es el que gobierna Inglaterra entonces? —Preguntó el rey
—El estadista Richard Cecil, conde de Brucking. —Contestó la reina madre, con una cara de repulsión que bien pareciera que hubiera mordido un limón—. Ese tullido repugnante.
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Personajes nuevos:
INÉS DE DREUX: Hija del marqués de Dreux, vicesecretario de defensa. Nueva dama de compañía de la reina cuando apartan a Joseline de la corte.
EMMA DE LA TREMOLLINE: Hija del conde de la Tremolline y de la duquesa de Françons. Nueva dama de compañía de la reina cuando apartan a Joseline de la corte.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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