UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 40
CAPÍTULO 40 – EL ENLACE
Cuando salí de la biblioteca, el conde tiraba de la manga del antebrazo de Manuela con el rostro pegado a su mejilla. Ella había interpuesto su antebrazo entre ambos y volvía el rostro para no escuchar lo que el conde le murmuraba. Al sorprenderlos, Juan dio un respingo y me miró aún sujeto a la tela del vestido de mi dama. Lo soltó con toda la calma de la que era capaz y Manuela se alejó dándole un empujón que le hizo retroceder unos pasos. Pero sonrió juguetón.
—Puede que esta sea la única mujer de Europa que no obedece a mis encantos. No ha soltado prenda, mi señora.
—¿Acaso os he mandado yo interrogarla? —Pregunté. Mariana se puso a mi lado y avanzó unos pasos hacia mis estancias pero yo me quedé allí.
—Tengo que procurar que mi señora se rodee de personas de fiar.
—Acompañadme a mis estancias, tengo que hablaros. —Con una súbita sobrepasa y consuelo se sonrió y realizó una pomposa reverencia.
—¿El rey acaso os ha recriminado la presencia de esta espía a vuestro lado, mi señora? ¿O tal vez he dicho algo inapropiado durante la reunión? Tenéis la expresión de qué vais a darme un rapapolvo a mí también.
—Habéis estado ocioso mucho tiempo, por lo que veo. —Le miré a la cara, y él levantó las cejas a modo de sorpresa—. Necesito que lo saquéis todo de Oliver, el hijo de escoceses que ha trabajado para el rey a modo de mediador entre Francia y los ingleses. El rey me ha confesado que sus tonteos con el juego le están costado una fortuna a la corona y hay que pararlo de raíz.
—No es sencillo desenganchar a un adicto de las apuestas. Pero puedo deciros cuáles son sus tabernas favoritas y los contrincantes que estos últimos meses le han estado sacando todos los reales de que el rey le ha ido suministrando.
—Según el rey son prestamos, pero no le ha devuelto ni un real.
—¿Qué es lo que queréis de mí exactamente? No hay trapo más sucio que las apuestas. Están penadas…
—Pero sabiendo el rey de su pecado, y financiándoselo, se metería en un lío.
—¡Ah ya entiendo, algo discreto es la solución! Una pelea de taberna, ¿no? De la noche a la mañana aparecerá en el río… no, en el río no, que luego hay que sacar el cuerpo. Bueno pues en un burdel. No, pobres chicas. En el callejón de la taberna. Que les den a esos franceses y su vino amargo. Lo mataremos detrás de la taberna. —Dijo, mientras se sonreía victorioso.
—Y que vuelvan a recaer las sospechas sobre la corona. ¿Estás demente? Además, es un escocés, ¿quieres un conflicto internacional? ¿Te ha sentado mal el vino? ¿O ha sido el perfume de mi dama?
Ambos miramos hacia atrás para ver como Manuela nos precedía con la mirada llena de brasas candentes. Cuando llegamos a mi gabinete le pedí que fuera a preparar el dormitorio y mi ropa de cama. El conde se volvió hacia la mesilla donde tenía los licores y se sirvió un poco de licor de melocotón. Lo bebió como si estuviera sediento y después volvió a servirse.
—Sed clara, mi señora. Si no me dais órdenes precisas, me tomaré la libertad de deshacerme de ese muchacho como me venga en gana.
—No quiero que te deshagas de él, no por el momento. Búscale todos los trapos sucios que puedas. El rey no se fía de él y eso es que esconde más de lo que parece. Seguramente esté haciendo de espía para la corona inglesa, o sabe Dios. Solo hazlo. Busca motivos para poder enfrentarlo.
—Una deuda de… ¿cuánto? ¿Cinco mil, seis mil reales… no es motivo para enfrentarlo?
—Amenazará con revelar información relevante.
—¿Veis, alteza? La solución siempre pasa por la espada. Eso le pasa por rodearse de hombres ambiciosos e ineptos.
—El rey está preocupado, no quiero poner sobre él más preocupaciones. —El conde alzó una ceja con burla y se bebió el licor—. Ya habéis cargado unos cuantos muertos a su espalda desde que estáis aquí. No oséis poner más cadáveres sobre el trono.
—¿Cómo es eso, señora?
—El rey os protegió, porque os ha estado considerando valioso a mi servicio. Pero no tentéis a la suerte una segunda vez. Yo también estoy rodeada de ambiciosos e ineptos.
Me acerqué a él y le quité el vasito de licor. Lo dejé sobre la mesa con un sonoro golpe y le enfrenté.
—Os vi. Vi esa mirada vuestra cuando el duque insultó a mi persona. Creéis que no conozco esa expresión vuestra previa a sacar la espada. Camelasteis a François para que tomase mi ballesta del armero y lo condujisteis hasta el camino donde se encontraría con el duque y su séquito. Confiasteis en que obedecería si le decíais que yo misma os lo había encomendado. ¿No es cierto? Y cuando el rey se enteró de lo que habíais hecho, os protegió, porque le venía bien y él mismo lo hubiera mandado matar si hubiera tenido el personal y los arrestos necesarios.
Ni si quiera suplicó. Nada. No dijo absolutamente nada. Miró la copita de licor sobre la mesa entre aquella penumbra nocturna.
—Vuestras mentiras son las más complicadas. Porque las camufláis de verdad. Las engalanáis de pasión y de servidumbre pero no son más que mentiras. Obráis a vuestra voluntad, únicamente. Ahora entiendo porque mi padre os desterró. Sois como un animal salvaje. Incuso sin la jaula, podéis mostraros dócil, lo reconozco, pero temo daros la espada, puede que os lancéis a mi cuello sin esperarlo.
—Que no obre bajo vuestras órdenes no significa que no haga lo mejor para vos. Tampoco vuestro padre entendió eso en su momento. Y no se lo reprocho. Habéis heredado de él vuestra cerrazón, y vuestra manía de tenerlo todo bajo control. Pero a veces hay que saber delegar.
—Una reina no puede permitirse el delegar también en responsabilidad. Si algo se os fuera de las manos, rodaría vuestra cabeza, y también la mía…
No dijo nada. Se limitó a volver el rostro y mirar por la ventana. Yo alcancé sobre la mesa uno papeles donde había dejado el conde sus últimos poemas.
—Sois tan ingenuo que aunque me mintáis, vuestros poemas siempre me dicen la verdad.
Quien os perdió, señora, y quedó vivo,
Acabará a lo menos de afrentado
Si no es que las memorias de olvidado
Le hagan de la vida ser cautivo.
—Manuela. —Llamé y mientras salía del dormitorio y se aceraba con un candelabro, yo suspiré llana de angustia y remordimientos. Me pasé la mano por la frente y ella se alarmó.
—¿Estáis bien? La estáis perturbando. Marchaos. —Intervino Manuela pero yo la detuve y le pedí que se quedase allí. Posó el candelabro sobre la mesa y me miró con cautela. El conde frunció el ceño con un interrogante en la mirada—. Vuestras jaquecas vuelven, mi señora. tenéis que descansar.
—Mientras estuve en mi luna de miel escribí al condestable de castilla. Vendrá para las cortes que celebraremos en octubre.
—El diablo se lo lleve. —Murmuró el conde mientras alcanzaba de nuevo la copa de licor y se la vevía, a su salud. Yo resoplé y me senté en una de las sillas. Estaba exhausta y aquello no me estaba resultando sencillo. Me llevé una mano al vientre y Manuela se puso a mi lado, con una mano sobre mi hombro. Quise apartársela, de un momento a otro ese tacto se volvería frío y distante, pero no tenía el valor de hacerlo.
—Hubiera deseado esperar a que llegase para comunicarle tu enlace, Juan. –El pobre palideció y me miró con tanta perturbación que sentí como sus ojos me atravesaban el pecho—. Pero decidí adelantarme y se lo comuniqué por carta.
—¿Le habéis anunciado mi compromiso sin habérmelo consultado antes?
—Sí. Así es. Os dije que tomaría esta decisión y ya está tomada.
—¡Ni si quiera conozco a la mujer con la que vais a desposarme y ya lo saben en España!
—Sí que la conoces. —Murmuré. El silencio que se produjo me heló los huesos. Hubo un intercambio de miradas, confuso al principio pero después sagaz. Yo desvié la mía a la mesa y entre ellos hubo una comunicación no verbal lo suficientemente resolutiva. Manuela me soltó el hombro y se puso delante de mí, para enfrentarme. Tenía los arrestos para hacerlo, no era una niña y tampoco una sirvienta al uso.
—¿Me habéis comprometido con este sátiro?
—Manuela. —La llamé pero no alcancé a decir nada más. No tenía palabras. El conde, al igual que yo, tampoco dijo nada al respecto. Si lo estaba sopesando, su silencio me preocupada, pero si estaba sin palabras, tampoco era una gran noticia.
—¡Prometí serviros a vos, no satisfacer las perversiones de un degenerado!
—Seguiréis sirviéndome a mí, no a él.
—¿Tú lo sabías? —Le preguntó a Juan, volviéndose hacia él, pero su rostro estaba lívido y confuso y halló la verdad que buscaba. También le había pillado por sorpresa. Pero cuando su mirada se volvió hacia mí buscado explicaciones, volví a hallar el valor.
—Os prometí no alejaros de mi lado, y esta es la única manera. El matrimonio se celebrará en primavera. Aún tenéis tiempo para disfrutar de vuestra libertad. Y después… también, vivid como queráis, no me inmiscuiré. Deseo que todo siga siendo igual que hasta ahora.
Ambos se miraron en un silencio confuso.
—Jamás permitiré que ninguno de los dos comparta una vida marital con el otro, no es más que un arreglo formal para quitarme las presiones del condestable de encima. Tampoco a él creo que le agrade este enlace, pero ese ya es su problema, prometí casaros, conde y así lo haré. Me consta que ninguno de los dos siente nada por el otro, a menos que me lo hayáis estado ocultando. Por eso mismo es la mejor forma para que este asunto quede arreglado.
Manuela pareció comprenderlo y tras un momento de silencio acabó suspirando y asintiendo. Lo hacía por mí, porque confiaba en que aquello era parte de su penitencia. Yo era la cruz con la que cargaba y a veces pesaba demasiado. Lo comprendía. Pero sabía que me odiaría de por vida por esto y que su cariño hacia mí se vería resentido. El conde sin embargo no mostró ningún tipo de emoción. Todo lo contrario, estaba hierático y cabizbajo. Como un cachorro al que le han echado una reprimenda. O un diablo pensativo.
—Déjanos a solas, Manuela. Ahora voy al dormitorio…
Ella obedeció y cuando el conde y yo nos quedamos allí, suspiré.
—Mírame. —Le pedí—. Mírame bien, Juan.
Cuando alzó la mirada solo se atrevió a alzar sus ojos hasta mi mano, posada sobre mi vientre.
—Si la tocas, le pones una mano encima o la incomodas de alguna forma, juro… juro que… —Suspiré con dificultad y me intenté poner en pie pero me sentí las piernas temblorosas y volví a acomodarme en el asiento. Él alzó los ojos para mirarme al rostro con preocupación—. Incluso durante el matrimonio, ella no te debe nada. No es nada tuyo. Os daré una casa, si lo deseas. No me importa, pero me gustaría que las cosas siguieran como hasta ahora. Ambos gozareis de la misma libertad. Pero no pienso permitir que la hostigues o le insinúes nada…
—Lo comprendo.
—No sé qué hubieras sugerido tú si te hubiese dado a elegir. Temía que propusieses alguna duquesita de esas que se pasean por el palacio, así que me he tomado la libertad de elegir a la única mujer de este palacio que no atiende a tus encantos. Es con la única con la que me veo capaz de verte casado. —Aquello incluso le alegó y media mueca de suficiencia asomó a su comisura.
—Mi señora…
—Le disteis mi ballesta. —Murmuré, enrabiada—. ¿Cómo se os ocurre darle mi ballesta? Si hubieran reconocido las flechas, me habríais condenado, maldita sea. Os deshicisteis de las flechas pero… ¿y si alguien hubiera notado su ausencia?
—Yo sabía que…
Le señalé con un dedo.
—Abusasteis de la complicidad y la admiración que el comandante siente por mí para manipularlo a vuestro favor.
—Vos…
—¡No! Esta será la última vez que hablemos del tema. Quiero olvidarlo. No quiero pensar más en ello. Juro que hubiera abogado por vuestra soltería aunque eso me hubiera enemistado con el condestable, pero no hallo modo mejor de castigaros por vuestra osadía. No confío más en vos. Solo sabéis mentir y confabular. Si os escucho algo más podré creeros de nuevo y temo que vuelva a suceder.
Moví la mano para impedir que hablase, o que se moviese, alejándolo de mí y apartando mi mirada de él. Habría sido más fácil si se ponía de rodillas y suplicaba o se rodeaba de palabras amorosas, pero no lo hizo. Sujetó mi muñeca, y me hizo mirarle directamente a los ojos.
La fuerza de su mano sobre la mía me reconfortó, incluso si ese no era su objetivo. Puede que eso mismo me conmoviese hasta el punto de hacerme llorar. Rompí en llanto para su sorpresa y no me soltó durante un rato. Lloré con espasmos y lagrimas silenciosas unos minutos. Manuela incluso se asomó al gabinete con cierta preocupación. Podría achacarlo a las hormonas pero lo cierto es que desde hacía rato un doloroso nudo se había instalado en mi garganta.
—Vuestra dama tiene razón. —Murmuró el conde, reconciliador—. Ha sido un día largo y debéis reposar.
Su tono había sido frío y formal. Santo Dios, aquello me mortificó aún más si era posible.
—Iros, os lo ruego. No me veáis así. —Sollocé, abriendo la palma de la mano que él aún sujetaba. Cedió el agarre y con un murmullo se dio la vuelta y desapareció.
—Vayamos a la cama mi señora. —Dijo Manuela levantándome a pulso desde la silla. Yo me apoyé en ella sin saber si me sostendría—. Es muy tarde.
—No me odies, te lo ruego…
—Vamos señora, necesitáis descansar.
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*POEMA: (Soneto amoroso nº 140, pág. 216 [Primer cuarteto] “Poesía impresa completa” (1990) Conde de Villamediana. Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Catedra, Letras hispanas)
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