UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 8

 CAPÍTULO 8 – EN EL BURDEL


Me calé un poco más el sombrero, su ala no era demasiado ancha pero la lluvia tampoco era demasiado abundante, y no era del todo desagradable sentir la fina llovizna sobre las mejillas. A pesar de todo bajé la mirada para ir sorteando los charcos mientras me cubría un poco más con la capa.

—¡Agua va! —Se escuchó desde algún lugar por encima de mi cabeza. En medio de aquella callejuela yo era una diana fácil, no teniendo más escapatoria que continuar hacia adelante o retroceder por donde había venido. Esconderme debajo de alguno de los salientes de los balcones no serviría de nada.

Di un salto hacia delante justo a tiempo para esquivar el contenido de un orinal que una mujer acababa de arrojar por una ventana. El orín salpicó por todas partes pero para entonces yo ya había metido los pies en un charco. Di gracias a dios por llevar unas altas botas que me cubriesen las medias y continué mi camino, mirando de reojo el excremento que se había quedado medio estampado contra un adoquín. 

 


Al final de la calle se me acercó una mujer, con el escote al descubierto, con un fino velo cubriendo sus pechos y unos labios tan rojos como las rosas que solía cortar mi dama mayor de los jardines y llevaba a mi dormitorio a diario.

—¿No es tarde para que un jovencito ande solo por estas calles? —Me preguntó, con un tono meloso.

Era una mujer bastante más mayor que yo y por un instante estuve tentada de acompañarla para comprarle una bebida caliente, algo de ropa más abrigada y, si a ella le parecía bien, dormir en sus brazos un par de horas. Me recordaba más a mi madre de lo que me hubiera gustado reconocer, porque tenía los ojos grandes y la sonrisa traviesa de una mujer que sabe muchas cosas, y que algunas desearía compartirlas.

—¿No llevas un par de monedas? —Volvió a abordarme cuando pasé por su lado y alzó la mano para sujetar el extremo de mi capa.

Su agarre fue tan firme que consiguió descubrir parte de mi jubón y mis pantalones. Aprovechó para echar una ojeada a las ropas, solían hacerlo para calcular el valor del hombre, el posible dinero que pudieran llevar encima, o para descubrir algún blasón o escudo que les proporcionase algo de información. Pero la mujer lo único que encontró fue el pomo de una espada. Su agarre se deshizo, desalentada ante la idea de ser víctima de un joven buscando venganza, pero cuando alzó la mirada, proporcionando una disculpa, se encontró con un rostro más aniñado que el de ella.

Me acerqué lo suficiente como para intimidarla, pero ella no se sintió asustada. Soltó una carcajada y agarró con fuerza mis hombros, pasando sus brazos por encima de ellos para acercarme. Su expresión era ahora de una divertida muchacha que encuentra un dulce entre las verduras.

—Así que jugando a los disfraces, ¿eh? Es ese un buen jubón. ¿Es de tu padre o tu hermano mayor?

—Es mío. —Dije a lo que le brillaron los ojos.

—¡La señorita tiene arrestos! —Me besó la mejilla—. Pasa, querida, ven adentro que hace mucho frío. Por un par de monedas… —Antes de que dijese nada saqué unos cuantos maravedíes* de oro y se los entregué, deshaciéndome de su agarre y posando las monedas en la palma de una de sus manos. Ella quedó algo aturdida pero no podía perder la sonrisa.

—Estoy buscando la tasca del Monje Borracho. Hay un prostíbulo en la trasera. ¿Sabes de cuál hablo?

Antes de que la mujer me contestase, una muchachita que no superaría los quince años se asomó a la puerta con una escoba y comenzó a barrer las escaleras que daban al exterior, intentando ahuyentar como buenamente podía, el barro que se estaba formando afuera.

—Marianita, el caballero me pregunta por la tasca del Moje Borracho. —Le dijo la prostituta a la muchachita, la cual parecía no querer entrometerse en los negocios de su compañera.

—¿Y no prefiere la mercancía que ofrecemos nosotras? —Preguntó, sin alzar la mirada, completamente sumida en su trabajo.

Tenía un salló de lana sobre los hombros, y parecía aterida de frío. Tosió un par de veces y después soltó un escupitajo al otro lado de la calle. Entonces me lanzó una mirada furtiva y yo la saludé con un gesto de sombrero. La lluvia se había vuelto un poco más agresiva.

—Baje la calle, y cuando llegue al cruce de La Fuente del Ángel, vaya a la derecha. —Señaló con la mirada un punto indeterminado y después movió el mentón—. Cuando se bifurque la calle, siga por la derecha. No tarará en toparse con la taberna. Si quiere ir al prostíbulo busque una perpendicular y métase al callejón.

—Si me pierdo, volveré aquí para ajustar cuentas. —Las amenacé, pero mientras que la chica volvía a soltar otro lapo por encima de las escaleras, la prostituta me dio un golpe en el brazo, y soltó una carcajada.

—¡Métete dentro, mujer, hoy hace un día de perros y no va a venir nadie! –Soltó la muchacha a la mujer antes de meterse de nuevo en la casa.

La mujer pareció asentir, de acuerdo con ella, pero no se ocultó en la casa directamente. Primero me lanzó una mirada de hartazgo, por la actitud de la muchacha, y después una sonrisa de confidencia. Me colocó la capa con un gesto maternal y después se despidió de mí con otro beso en la mejilla.

—Que tenga una buena noche caballero. No se meta en muchos líos, la noche se está poniendo muy fea.

—Tome. —Le dije, y volví a extenderle un par de monedas más—. Compre un poco de miel. La muchacha tiene la garganta irritada. Dele leche con miel. Es lo mejor para recomponerse de una gripe.

Me ajusté el sombrero sobre la cabeza y con una inclinación de cabeza me despedí de ella. No se metió en la casa, si embargo. Pude observar que se me quedaba mirando con la mano aún extendida y los maravedíes sobre ella, brillando a la luz de la luna, y de alguna vela en la ventana del piso superior.

Para cuando quise llegar a La Fuente del Ángel las botas ya se me habían embarrado por la cantidad de charcos que se habían formado en el suelo. La lluvia ahora estaba comenzando a ser más que torrencial y temí haberme equivocado de día para realizar esta incursión por los barrios de la capital. La lluvia crepitaba incesante sobre la superficie del agua que la fuente había acumulado. Apuré el paso y en menos de quince minutos me encontré mirando de lejos el pequeño cartel de la taberna. En la puerta había un pequeño grupo de hombres reunidos, en aras de una despedida eterna.

Yo me colé por la primera callejuela y caminé hasta la trasera de la tasca. El olor de los orines me hicieron llevarme la mano enguantada al rostro. Pellizqué un momento mi nariz y después continué, sintiendo que me temblaban los miembros por culpa del frío y la excitación. La lluvia me había calado hasta la ropa interior.

Cuando llegué a la puerta alcé la mirada y mientras la lluvia me cegaba momentáneamente descubrí a una chiquilla asomada a una de las ventanas, refrescando sus mejillas acaloradas con la brisa húmeda del exterior. Estaba plácidamente acomodada en el quicio hasta que descubrió mi mirada. Hubiera fingido una mueca seductora y una sonrisa ladina pero mi disfraz por muy bueno que fuera, no era muy eficaz. Por suerte estarían acostumbradas a recibir visitas parecidas a menudo, así que la muchacha me miró con curiosidad y se quedó allí hasta que yo crucé el umbral de la puerta.

El olor de los inciensos y las velas perfumadas no enmascaraban el olor acre de los orines y el sudor. Por suerte el interior era seco y cálido y una mujer salió a recibirme con cortesía. Me deshizo de la capa e intentó lo mismo con el sombrero, pero la detuve a tiempo. Ella se quedó mirando mi espada y con un gesto de susto miró tras su espalda, buscando a alguien a quien informar de este hecho. Yo me deshice del cinto y cubrí la espada con la capa, envolviéndola con cuidado y entregándosela.

—Estoy buscando a un amigo. Quédate esto hasta que me vaya, no tardaré demasiado. Es una visita de cortesía.

Como no estaba muy segura de qué hacer, si dejarme pasar o no, me pidió que esperase unos segundos y salió corriendo con mi espada y todo, a buscar a la dueña del lupanar. Una anciana llegó, ataviada con un corpiño demasiado holgado y una capa de lana envolviendo sus huesudos brazos. La mujer me echó una mirada de lejos, luego otra a media distancia y una última cuando se puso a mi altura. Se colocó detrás de un mostrador y suspiró con cansancio. La muchacha que me había recibido aún sostenía mi espada.

—No se puede venir aquí con armas, señor.

—Solo vengo a buscar al conde.

—¡El conde! Está ocupado.

—Ya lo imagino. —Dije, con media sonrisa y en mi voz encontró un tono demasiado femenino. Alzó la mirada, pero no me veía bien. Su ojo derecho estaba blanquecino por la ceguera.

En un arrebato de pena, me deshice del sombrero y mientras que la anciana arrugaba un ceño ya de por si lleno de muescas, la muchacha que sostenía mi espada la dejó caer con estrépito.

—¡Es la princesa! —Aquello me hizo dar tal respingo que no pude por menos que volver a calarme el sombrero hasta los ojos. Con un suspiro de cansancio deposite tres monedas de oro sobre el mostrador y la anciana se abalanzó hacia ellos con frugalidad. Para el oro sí que tenía una buena vista. Pero yo aún no las solté.

—Una por dejarme adentrar la espada, otra por dejarme ver al conde y la tercera por vuestra discrección.

La vieja movió la mano indicando que podía entra mientras se quedaba absorta con las monedas. Las movió hacia las pequeñas fuentes de luz, y las mordía y chupaba como si royese un par de huesos de pollo.

—¡Entre, señorita, entre, alteza…su, su alteza…! —Murmuraba la niña mientras me devolvía la espada cubierta con la capa—. ¿Quiere beber algo? ¿Vino? Tenemos un vino tinto excelente. ¡Especiado! Bien caliente para estos días de frío.

—Por favor. Una jarra, y varias copas. Llévela a la habitación del conde. –Dije y ella salió corriendo a las cocinas. Yo la esperé en la entrada del pasillo que daba a las habitaciones y cuando regresó con la bandeja de madera me llevó hasta la habitación donde el conde se divertía.

De una de las habitaciones salían divertidos gemidos de mujer, y de otra de ellas, unas risas escandalosas. Cuando nos detuvimos en una de las puertas, adiviné que aquella a la que nos adentraríamos era la de las risas escandalosas. No me imaginaba qué clase de circunstancia les había llevado a reír así, pero las risas me recordaron más al interior de una taberna que a la habitación de un prostíbulo.

La muchachita llamó y entró sin esperar a que respondiese nadie. Imaginé que mi impaciencia le importaba más que la sorpresa del conde. Cuando entramos me llevé de nuevo la mano a la nariz. Me pellizqué las aletas de la nariz y murmuré una maldición. Los orinales estaban llenos de orines y excrementos, el vino se había derramado por alguna parte porque la acidez de a bebida se olía desde fuera, pero el profundo olor acre del sudor y el aire estancado eran por demás. Su hermana me había dicho donde encontrarlo pero no me había dicho cuantos días llevaba aquí metido.

—¡Señor conde! —Exclamó la muchacha. A la que yo le hice un gesto con la mano para que no dijese una palabra más. Por lo que se limitó a entrar y depositar la bandeja en una mesilla de estilo árabe que había por el suelo.

Cuando me atreví a entrar descubrí una escena del todo exagerada. Un hombre dormido yacía con el culo al descubierto sobre un pequeño sofá en el rincón más alejado. Estaba a medio vestir y con el pelo revuelto. Si no estaba dormido, estaba inconsciente, ebrio o exhausto. De pie cerca de un improvisado tocador una muchacha se las arreglaba para recomponer su cabello, que había adornado con varios collares de perlas. Tenía el torso al descubierto y cuando vio aparecer a la muchacha con una jarra de vino volvió aún más el rostro para mirarme. No pareció sorprendida, se limitó a pasarse un cepillo por el pelo e ignorarme. Por su expresión deduje que me estaba confundiendo con algún paje del conde, para llevármelo de vuelta a casa. No me pareció mala coartada.

El conde estaba en el jergón, con otras dos mujeres y un muchacho. El joven estaba embelesado por una de las prostitutas que le estaba contando una divertida anécdota sobre una de sus compañeras y un gran señor que había acudido al prostíbulo. Mientras, el conde estaba con el rostro hundido en la entrepierna de la última prostituta. No parecía estar en un trabajo serio, ella se reía escandalosamente por las cosquillas, más que por placer.

—¡Más vino! —Dijo el muchacho al oír posar la bandeja. Se levantó de un salto de la cama, completamente desnudo—. ¿Quieres una copa, cherie? —Preguntó con un inconfundible acento francés.

—¡Trae dos, querido. Una para ti y otra para mí!

Cuando la muchacha que me había acompañado hasta el cuarto pasí por mi lado le di una monada de plata y ella salió canturreando, cerrando tras de sí. Fue entonces cuando mi presencia comenzó a tomar protagonismo en la estancia. La mujer que se había estado acicalando se puso de pie y buscó algo en un pequeño estuche. Sacó un bálsamo rojizo. Hundió el dedo en el recipiente y sacó las yemas machadas de carmín. Se las restregó por los pezones y por los labios, con más delicadeza de lo que hubiera conseguido hacer yo.

—¿Y usted caballero? —Preguntó el muchacho, volviéndose hacia mí con una copa en la mano. Me la estaba ofreciendo—. ¿Ha venido para acompañarnos?

—Seguro que ha venido a buscar al conde. —Dijo la mujer que se había pintado los labios. Yo extendí la mano y alcancé la copa de vino. Bebí, más necesitada del calor como reconstituyente que por el alcohol.

—¡Ahora que empezaba a emocionarme de nuevo! —Soltó el conde, con un lamento infantil. Pero no hizo el amago de separarse de la mujer. El muchacho que me había ofrecido el vino volvió a la cama con otras dos copas, pero antes de que pudiese beber de la suya, el conde se la quitó, bebió un copioso trago y después volvió a hundir el rostro en la vulva de su amante, vertiendo el vino ahí y haciéndola dar un respingo por la sorpresa.

—El vino lleva canela, conde, puede provocarle picores después.

Mi voz hizo que todos detuviesen lo que estaban haciendo. El muchacho dejó de mirar a la prostituta. La chica dejó su historia a medias. La que guardaba el bote de carmín se detuvo a mitad del gesto y la muchacha que se partía de risa por el vino corriéndole por los labios de los genitales, se quedó algo perturbada y se irguió, para alcanzar una esquina de la sábana y secarse la vulva. El conde sin embargo, aún tumbado boca abajo y de espaldas a mí, se me había quedado mirando por encima del hombro, con una mueca de enfado.

—Vuestro secretario es un aguafiestas. —Murmuró el muchacho.

—Esperad al conde fuera. –Me instó la prostituta que volvía a sentarse en el tocador—. Saldrá cuando termine.

—Este no es mi secretario. ¿Quién sois vos? —Preguntó el conde, lleno de resquemor y algo de miedo. Cuando recayó en la espada que se ocultaba en mi capa, tensó todo su cuerpo y yo sonreí con candor. No deseaba asustarle, no era un hombre que se anduviese con chiquilladas. Así que en un gesto de buena fe dejé la espada contra la pared, pero para cuando me volví hacia él, ya se había puesto de pie y miraba con ansiedad su jubón que había quedado tirado por algún lugar del suelo. Sabía que escondía un cuchillo ahí, pero esperaba no tener que lanzarse a por él.

—¿Tenéis un momento para que hablemos?

—No habéis contestado a mi pregunta… —El resto de personas comenzaron a ponerse en tensión. Estaban tan preocupados como él. Pero yo sonreí, con el control de la situación—. Seáis quien seáis, ¿cómo se os ocurre presentaros aquí?

—He ido a vuestra casa, pero no estabais. —Murmuré, y paseé la mirada por la habitación—. La verdadera pregunta es, ¿qué hacéis vos aquí? ¿No estabais expulsado de la ciudad…?

—Si venís a matarme… —Gruñó, abriendo los brazos en cruz—. ¿Seréis tan poco hombre como para hacerlo así, estando ante vos desarmado?

—¡Mataros! —Exclamé, y me reí por su actuación tan mediocre. Estaba completamente expuesto frente a mí. Jamás lo había visto tan desnudo, y tan capaz de sí mismo—. Me preguntaba si podría unirme a la fiesta… —Levanté el borde de mi sombrero y dejé parte de mi rostro al descubierto. Con la poca luz que había en la habitación para el resto no supuso una gran diferencia, pero el conde se quedó blanco como la nieve y se revolvió unos instantes, mirando alrededor como desorientado. Si le hubieran dado un golpe con una sartén, no lo habrían dejado más aturdido.

—Santa madona, que el cielo nos proteja… —Mientras rezaba, o murmuraba unas cuantas frases sacras, como para limpiarse el pecado que hubiera estado cometiendo con ella estos últimos días, empezó a revolver las sabanas en busca de su ropa. Mientras con los brazos ahuyentaba a quienes habían sido sus acompañantes en estas veladas—. Fuera, Fuera, la fiesta se ha acabado. ¡Largo!

Los espantó a todos. Incluso a ese botarate que dormitaba en un sofá. Lo arrastró por el suelo hasta tenerlo en el umbral de la puerta y cuando lo tuvo a tiro, le propinó un puntapié en el trasero, que lo despertó al instante. En ese recorrido me pareció reconocer a uno de los concejales del ayuntamiento. Me deshice de esa imagen de mi mente y me deleité viéndolo recorrer la habitación en busca de sus prendas.

—¡Querida! Querida mía. —Murmuraba mientras se agachaba indecorosamente para buscar sus medias debajo del jergón. Cuando consiguió calzarse los pantalones y meter las mangas por el jubón, llegó hasta mí y me abrazó, presa de un ataque de risa.

—Cuanto tiempo conde…

—¡Y no podríais haber esperado un día más! Hasta que regresase a casa.

Cuando venís a la ciudad, solo dios sabe cuando regresareis a casa. —Deposité la copa de vino sobre la bandeja y le serví a él una nueva—. Os dan buen vino, hay buenas mujeres, y como si eso no bastase, os hacéis acompañar de cualquier querubín sacado de los infiernos.

—¡No tendríais que haber venido aquí! —Miré alrededor, a los orinales repletos, al carmín manchando las sabanas, su media desnudez y después puso los brazos en jarra y me miró con picardía. El tintineo de las velas afilaba sus rasgos. Era un hombre mayor, no tanto como mi padre pero podía considerarse afortunado de haber pasado la cuarentena. Sus ojos negros, igual que su cabello y su afilado bigote. Su perilla de chivo y constante mueca de suficiencia y picardía. Estaba delgado, con los pómulos bien marcados y las manos nervudas. Había adelgazado los últimos años desde el destierro pero no le sentaba mal esa expresión llena de sombras y vértices.

—No me miréis de esa manera. —Le extendí la copa—. Si no hubiese sido por la espada me habríais arrastrado con vos hasta la cama.

—¡Y os habría hecho el amor, princesa! —Tras pensarlo unos segundos bebió y volvió a mirar alrededor—. Sentaos. Deshaceros de ese sombrero. Sentémonos. –Ambos nos sentamos cómodamente en unos asientos orientales alrededor de la mesa y tras acabarse el contenido de la copa, volvió a servirse de la jarra otro poco más. Volvió a apurar el vino y soltó un gran suspiro. Apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos un instante. Estoy segura de que agradecía al cielo que no fuese uno de sus enemigos en busca de venganza.

En su pecho pálido y suave resbalaban algunas gotas de sudor, o puede que fueran de vino.

—¡Ah! —Exclamó de repente—. Enhorabuena por vuestro enlace, alteza. ¡No sabéis cómo me sorprendió la noticia! Ha sido del todo inesperado.

—No tan inesperado. Se prepararon los recibimientos para los pretendientes…

—No por vuestro enlace. ¡Ya era hora de que este asunto se resolviese! Sino por la proposición del rey Enrique. ¡El diablo se lo lleve! Debía haber venido hasta la capital a proponeros el enlace. Una carta, eso es de cobardes…

Intenté buscar en mi mente palabras para defender al rey Enrique, pero como no hallé ninguna, preferí callar.

—¡No sabe lo que ha hecho! Ya puede prepararse para tener al enemigo en casa. —Me miró de arriba abajo, se sirvió un poco de vino como queriendo desechar alguna maligna sugerencia y bebió el contenido de varios tragos.

—No pretendo ser la enemiga de mi esposo. Tampoco la del rey de Francia.

—¿Sabe vuestro padre el rey que estáis aquí?

—¿Vos qué creéis?

—¿Y cómo habéis llegado hasta aquí?

—Le dije a mi padre que deseaba pasar unas semanas de retiro en un convento, para preparar mi alma antes del matrimonio. Me llevé conmigo a María Manuela y partimos juntas hasta vuestra casa en la sierra. Me desilusionó no encontraros allí pero vuestra hermana se ha comprometido a acogernos y a ser nuestra coartada. Pero como veréis, me ha tocado venir de incógnito a vuestra guarida secreta. Bien podría haberme escabullido del alcázar en plena noche, y santas pascuas…

Alargó su mano con una mueca de orgullo y suficiencia y tiró de la lechuguina que me rodeaba el cuello. Después del borde del jubón y desabotonó los primeros botones, para observar el forro del interior.

—¿Mi hermana os ha prestado mis ropas también?

—Me queda largo de manga, pero justo en el pecho. Las botas son de ella pero la espada es vuestra.

—¡Sois una ladrona!

—Esto no será lo peor que os ocurra esta noche, conde. –Murmuré y serví un poco más de vino en la copa. Pero no se atrevió a beber de ella. Se quedó mirando el contenido como si me hubiese visto derramar algún veneno.

—¿Me mataréis con mi propia espada? Eso es aún más…

—¿Poético? Pero vos sabéis más de eso que yo, ¿no es cierto? —Entonces halló el veneno en la copa.

—No sé que estáis a punto de pedirme, princesa, pero si vuestra baza es delatar mis incursiones nocturnas a la capital, o mis… —miró alrededor—. Pasatiempos… como amenaza, debe ser algo muy serio.

 —Vengo a haceros una propuesta.

—Una propuesta que no ha podido esperar a que regrese a casa.

—No. —Me miró de hito en hito y después contuvo el aliento—. Acompañadme a Francia.

Se hizo el silencio. Las velas crepitaron y a lo lejos se oyó el sonido de unas risas de hombres y el chapoteo de unos charcos en el exterior. Con una mueca extraña alzó la mano y sostuvo la copa unos segundos. Bebió con poca sed, como para aclararse la garganta. La nuez subía y bajaba por su cuello. Después me miró de reojo, dejó la copa y se reclinó sobre la pared.

—No.

—¿No?

—No. —Repitió nuevamente. Yo miré la mesita, con el resto de copas dispersas. Por un segundo me dieron ganas de deshacerme de la ropa y meterme en la cama, y acostarme allí hasta el día siguiente. Hacía noches que el sueño me era esquivo—. Si queréis delatarme, hacedlo. No me moveré de aquí. —Dejó caer los brazos, nuevamente con ese aire de víctima.

—No os pega nada el papel de mártir, conde.

De repente Juan se puso en pie de un salto y tiró la copa de un manotazo. Yo suspiré.

—¡Definitivamente no estáis en vuestros cabales, princesa! Os presentáis aquí a las… ¿Qué hora será? ¿Las tres, cuatro de la mañana? Trajeada con mi ropa, ataviada con mi espada y me sorprendéis en plena diversión para decirme que os a acompañe a… ¿dónde? ¡A Francia! Ni más ni menos.

Sostuve su mirada todo el tiempo que duró aquél despliegue de palabrería.

—Sois sin duda un delirio febril. He metido la nariz demasiado dentro del coño de esa puta y me que quedado inconsciente, ¿no es eso? —Yo levanté las cejas—. ¡Ah! No, debéis ser el diablo en persona. ¡No hay ninguna otra explicación! No puedo si quiera pasearme tranquilamente por Madrid y esperáis que os acompañe… como…

—Consejero.

—¡Como consejero! ¡A Francia! —Se acercó a mí e hincó la rodilla para ponerse a mi altura. Posó sus manos en mis hombros y me miró directamente a los ojos—. Querida, querida mía, ¿no os dais cuenta de que no puedo salir de mi casa sin que me arresten? Me escabullo por las noches, a costa de sobornar a los guardias que custodian mis tierras. Me cuelo aquí, me embriago hasta desfallecer y regreso lleno de culpa y vergüenza a mi prisión en la sierra.

—¿Y deseáis continuar mucho tiempo con esta vida? ¿Cuántos años buenos os quedan, conde? ¿Diez, veinte? Antes de que el exceso de vino os haga polvo los intestinos y el refrote con las putas os llene la verga de pústulas y verrugas.

Me soltó de inmediato, como por un resorte, y presa del miedo se incorporó y puso sus brazos en jarra, dándome la espalda. Miraba sin ver, aquellas escenas que debían haber ocurrido estos días en aquella habitación. Pensaba en mi oferta, pensaba en todas las posibilidades que le esperaban en Francia.

—Vuestro padre no puede estar de acuerdo. —Murmuró, mirándome por encima del hombro.

—No lo está.

—¡¿Se lo habéis preguntado!?

—Sí, y no me ha dado su consentimiento. Pero me trae sin cuidado. Tengo el derecho de elegir a quienes me acompañen. Y deseo que vos seáis mi consejero.

—¿Por qué yo?

—Sabéis perfectamente por qué. Sois hábil con el idioma y las palabras, conocéis el país y a sus gentes. ¿No estuvisteis allí durante vuestro primer exilio? Sois diestro en el trato con mujeres y hombres de todo tipo de clases sociales. Buen poeta y buen hombre. A pesar de vuestros vicios.

Me miró interrogante, mis motivos habían sido vanos.

—¿De verdad creéis que son vuestros poemas por lo que os han desterrado? Estáis en conocimiento de todo, conde. Sabéis qué alcaldes fornican con qué esposas de nobles. Qué duques conspiran con qué enemigos del rey, cuánto dinero se pierde por los caminos de la burocracia y en qué bolsillos acaba. Los vicios de cada hombre, los defectos de cada mujer. Incluso los míos. Ese es vuestro poder. Os hacéis con toda la información. Y eso será lo que yo necesite.

Me miró medio sonrojado, o tal vez con una modestia falsa, pero conseguí ahuyentar su confianza.

—Juan, necesito a mi lado a alguien que me proteja las espaldas, y me dé las herramientas necesarias para contraatacar. No me trago el cuento de mi madrastra, no estoy hecha para el papel de la buena esposa. La vida en esta corte me ha enseñado que gobierna el que consigue la información. Así que por eso, serás mi consejero. Me protegeréis como yo os he estado protegiendo este tiempo. —Él frunció el ceño—. ¿O acaso creéis que habéis podido incursionar en la ciudad sin que yo lo supiera? ¿Crees que los hombres que os custodian los ha escogido mi padre? Siguen mis órdenes, y todos vuestros movimientos me los hacen llegar. Tengo hombres en tabernas y burdeles que os ven salir y entrar. Pero eso ya lo sabéis. Como lo sabéis todo. 

Tras aquello me puse en pie y apuré el vino que había en la copa. Después la dejé sobre la mesa y lo miré directo a los ojos, sin vergüenza, aunque la imagen de su cuerpo desnudo aún permanecía en mi retina.

—Dicen que las putas francesas son mucho más dulces y sofisticadas. Yo creo que son putas como las de cualquier parte, pero usted conde, podrá probarlo por usted mismo.

Sus ojos chispearon con la diversión de una buena juerga extramuros.

—Convenceré a mi padre para que redacte un perdón para vuestro destierro y os permita regresar a la capital. Partiremos al finalizar el invierno.

Juan me miró con una mueca indescriptible en el ceño. Me observó mientras recogía la espada y me colocaba el sombrero. Pero antes de dejarme marchar me sujetó la muñeca y volvió mi mano para besar el dorso. Lo hizo, apretando con fuerza sus dedos alrededor de los míos y con los ojos cerrados y apretados.

—Si no hubiera estado seguro de que me rechazaríais, yo mismo me hubiera plantado en el Alcázar para pediros matrimonio, mi reina. —Aquella forma de dirigirse a mí me hizo sentir un escalofrío por la espina dorsal. Se había adjudicado el derecho de ser el primero en llamarme de aquella manera.

—No habría tenido el valor de rechazaros.

 

 

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*Maravedí: El maravedí fue una antigua moneda española que se originó como una moneda de cuenta en la península ibérica en torno al siglo XI. Inicialmente, no era una moneda física, sino una moneda de cuenta utilizada para realizar cálculos y contabilidad. Su valor estaba vinculado al marco, una unidad de peso utilizada en Europa Occidental durante la Edad Media.

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