UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 39
CAPÍTULO 39 – AGUA CONTAMINADA
Los pasillos que recorrían el escondido laberinto de palacio parecían incluso más oscuro durante la noche, a pesar de que eso no fuera posible percibirlo. Manuela y yo recorríamos los pasadizos con la mayor presteza, pues era propicio que legásemos las primeras, sin embrago justo cuando estábamos a punto de doblar a la derecha para encaminarnos hacia la biblioteca, al frente apareció el tintineo brillante de una vela. Reconozco que al principio el sobresalto me llenó de pavor. Estar rodeada de aquella oscuridad, sumado a la humedad y la estrechez de los pasillos, aquello que se acercaba podía portar una espada o un arcabuz y no podríamos saberlo hasta que nos hiriese. Los peores miedos salían a flote en mi mente. Pero la voz tranquilizadora de Manuela me sosegó.
—Es el rey, mi señora.
Justo al decir aquello pude distinguir las facciones de mi esposo, acercándose con paso cauto y sosegado. Levanté la vela un poco para alumbrar mejor nuestro alrededor y él imitó mi gesto para hacerse ver y reconocer que nos había visto. Cuando estuvo a nuestro lado nos sonrió con diversión, como dos niños que se encuentran en medio de una travesura.
—Buenas noches tengan ustedes. ¿Acaso me esperaban?
—Hemos visto la luz de tu vela al fondo del pasillo y nos hemos detenido, pero deseaba adelantarme.
—Yo he pensado de la misma manera.
—¿Sabéis si François ha ido ya a buscar al inglés?
—Salió hace un rato, así es.
—Bien, entonces no nos demoremos más.
Continuamos juntos hasta la entrada que daba a la pequeña biblioteca privada de la reina madre y desde ahí accedimos a la biblioteca principal. Éramos los primeros en llegar como supuse, así que me entregué a la tarea de hallar varios mapas del territorio del norte, donde se desarrollaba la batalla y todo lo necesario para la discusión. El rey se sentó y me siguió con la mirada. Me sonreía con sorpresa, pues no me costó nada hallar todos los enseres que necesitaba.
Mientras tanto Manuela se preocupó de encender con nuestras pobres velas todos los candelabros que había en la biblioteca y algunos de ellos los distribuyó sobre la mesa central. La luz se hizo, y aunque me sentía mucho más cómoda en medio de aquella fría luz lunar, la estancia se volvió más acogedora. El secretismo había desaparecido casi por completo y aquello parecía más una misa privada que un comité de guerra.
El rey se veía muy dulce y encantador con aquella luz anaranjada, con el tintineo de las velas sobre sus irises y pupilas oscuras. Al contrario que otorgarle calidez, le proporcionaban aún más desdén y frialdad.
—Siento llegar tarde. —Dijo una voz a nuestras espaldas. La puerta principal se abrió con cautela y sigilo y entró Juan, arremangándose la camisa dentro de los pantalones. Traía la ropa arrugada a medio poner. Estaba todo desaliñado, como si acabase de pelearse con alguien. Pero sus mejillas estaban encendidas y su porte era vigoroso. Aparté la mirada llena de vergüenza.
—No llegáis tarde. —Dijo el rey—. Apenas hemos llegado nosotros. Y aún faltan François y el inglés por llegar.
—Ya veo. En ese caso me alegro de haberme adelantado.
—Os habéis ocupado del conde. —Pregunté, o más bien afirmé esperando que él me lo confirmase sin demasiados detalles. Pero viendo que estábamos en un ambiente íntimo y a la luz de las velas, que siempre despierta sus más viles instintos, se sentó con desparpajo y sonrió dispuesto a relatarnos la treta.
—Por supuesto mi señora, los bebedizos de vuestro maestre son de la mejor calidad. Ha caído redondo el pobre. —Miró al rey con complicidad pero el rey no le devolvió toda la amistad que su mirada demandaba—. ¿Por qué los hombres no dudamos ni por un instante del vino que os ofrece una puta? Pocos hombres mueren a lo largo del día. —Dijo como si él no se considerase tan poco confiado—. Al primer sorbo, y antes de que la muchacha se quitase el corpiño ha caído con un sonoro ronquido que ha ahuyentado a la pobre criatura.
—Espero que no la haya visto nadie. —Le advertí.
—No sería tan raro que Jaime se trajese a una mujer de vida alegre a palacio. —Terció el rey encogiéndose de hombros—. No creo que haya levantado las sospechas de nadie ver a una muchacha por palacio a estas horas.
—La he acompañado a la salida, alteza, si eso os deja más tranquila. —Sentenció Juan, mirándome como quien se contiene para no revelar una travesura. Por un instante me sentí rodeada de niños, y al mismo tiempo me entristecí al pensar que la pudorosa e ingenua era yo.
—No quiero saber nada más. —Suspiré y miré a Manuela con ojos de auxilio—. Mirad si por ahí hay algo de vino, querida. Me hará falta si tengo que oír tamañas groserías.
Juan y Enrique se miraron con una extraña expresión propia de hombres que solo entienden bromas de hombres y se echaron a reír. Se reían de mi poca paciencia y de haber provocado un rubor tan infantil en el rostro de la reina. Eran niños, y yo nada más que una cría.
Para cuando Manuela servía unas copas de vino François y Jonathan entraron en la estancia. Llegaron sin hacer ruido y en el mismo silencio, propio de soldados en momentos tensos, se sentaron con rigor y paciencia. Advertí que Manuela miraba al desconocido con ojos inquisitivos y curiosos. Y él apenas reparó en ella. Cruzaron una breve reverencia de cortesía por el hecho de ser meros desconocidos. El resto todos nos conocíamos bien.
Mientras el rey presidía la mesa, yo estaba a su izquierda y Juan frente a mí. François se sentó a la derecha del conde de Villahermosa y Jonathan se quedó de pie detrás del comandante. Quedó con los brazos tras la espalda, mirando el mapa que se desdibujaba en la mesa.
—¿Habéis despachado a mi padre, señora?
—Sí. —Le dije a François mientras señalaba con el mentón al inglés—. ¿Y a vos? ¿Os ha visto alguien?
—No mi señora.
—Bien. En ese caso comencemos. Por favor, explicarnos las noticias que te han llegado, comandante.
François se puso en pie pero antes de comenzar miró de soslayo a Manuela, que se había quedado a mi espalda, y aguardaba con paciencia, como todos. No era oportuno tenerla allí, una dama de compañía allí no pintaba nada. Y ante la mirada del comandante, todos volvieron a mirarla con ojos interrogantes. Yo no negocié.
—No pasa nada, continuad. He considerado que en mi estado de preñez, no quiero alejarme de ella por si ocurre algún imprevisto.
La preñez era una buena excusa para cualquier cosa, y pretendía explotar aquello al máximo. Pero Juan me lazó una mirada llena de suspicacia. No se había tragado ni por un segundo aquella patraña.
Tras asentir, François señaló el mapa y nos explicó que había recibido hacía dos días una misiva bastante preocupante. Uno de los últimos pueblos que habíamos recuperado del avance inglés había vuelto a ser tomado. Pero esta vez no era una tropa de soldado, sino una causa propia de las guerras.
Tras la marcha del inglés, el pueblo de P había sido contaminado por ellos para no dejar hombre so mujeres vivos tras su paso. Los ingleses que habían huido de allí habían lanzado cadáveres a los pozos y muchos de los campesinos se habían contaminado con sus aguas, además de los efectivos que habíamos llevado hasta allí para custodiar el pueblo. Por suerte no habían sido muchos pero los suficientes como para que una pequeña tropa de diez ingleses volvieran a tomar el control de la población. No era tan preocupante el avance como la táctica, miserable a mi modo de ver para hacer la guerra. Si se había contaminado el agua era cuestión de días que el vino o los pocos recursos que tuvieran se agotaran. De seguro que los soldados ingleses recibían algún mínimo sustento de poblaciones vecinas que estuviesen bajo el liderazgo inglés, pero el pueblo debía estar sufriendo y era miserable mantenerlos en ese infierno.
Por otra parte, aquello no había costado nuestro cabeza sobre el terreno. Los soldados se había replegado y recuperaban fuerzas, hasta el siguiente envite.
—En mi país, contaminar el agua con cadáveres es de las peores aberraciones que pude cometer un hombre, incluso en la guerra. —Murmuré cuando el comandante dejó de exponer la situación.
El rey se reclinó en el asiento, pensativo. Juan me miraba intentando no reírse con condescendencia, pero le pudo su edad, y el vino.
—Mi señora, en la guerra y en el amor, todo se puede. ¿No es así el dicho?
Me hubiera gustado seguir el hilo de esa provocación suya pero preferí ignorarlo y miré de nuevo a François con la mirada serena.
—¿Qué propone, general?
—Los hombres que tengo en la zona están exhaustos. Este último mes no han tenido tregua, y el inglés ha aprovechado nuestro pequeño reposo para hacerse con una pequeña población que sabían, volverían a recuperar.
—Son solo 10 soldados ingreses. ¿No?
—Puede que una docena, sí. Pero ese no es el problema. Mis hombres están cansados y un enfrentamiento directo no sé si resultaría. Miren… —Dijo, señalando el mapa—. Este pueblo colinda a través del cauce del río con otros dos más al norte. Los caminos están despejados y son directos, y ambos están aún bajo el dominio inglés. Allí sí que se encuentran grandes tropas asentadas. Me temo que podría llegarles la ayuda más rápido de lo que quisiera, y expondría a mis hombres a una derrota casi segura. En esa área solo tengo desplegada una centena de soldados, junto con cincuenta mercenarios. Solo veinte de esa centena son caballería, el resto infantería.
—¿Cuántos ingleses calculas que hay asentados?
—Al menos el doble, mi señora. Y descansados. Que son los que se han ido replegando de las consecutivas batallas de estos meses.
—¿Por qué vuestras hombres están tan exhaustos en comparación? —Preguntó el rey.
—Los ingleses están arrasando los campos y las poblaciones a medida que retroceden. —Dijo Jonathan en auxilio de su comandante. Él mejor que nadie podría explicarle al rey la estrategia inglesa—. Los ingleses, mientras estén asentados, comen y beben de las cosechas del pueblo, pero si han de retroceder quemarán los campos y contaminarán el agua. Así que el francés, en su avance, no tiene mucho que llevarse a la boca.
—¿Cómo están sobreviviendo esos ingleses que están en P, custodiando de nuevo el pueblo?
—Seguro que están recibiendo víveres del norte, a través del camino del rio.
—Me habéis dicho que vuestros hombres están agotados. —Le recordé a François—. Pero decidme, ¿qué es lo que proponéis?
—Tenemos que hacernos de nuevo con el control del pueblo. No solo a nivel estratégico es importante, la moral de mis hombres también está en juego. Y los pobres hombres y mujeres de ese sitio pueden morir de un momento a otro si no se les da auxilio.
—¿Qué qué proponéis? —Le pregunté de nuevo a lo que miró alrededor con cautela.
—Debemos hallar la manera de acabar con esos ingleses, pero debe ser a base de engaños. No se me ocurre nada, mi señora. Pero debemos terminar con ellos sin levantar las sospechas de sus compatriotas al norte, y sin arrasar con el resto del pueblo.
—Tarea difícil. —Dijo el rey pero se irguió en el asiento y puso los brazos sobre la mesa—. Pero no imposible. De todas las huestes que portáis, de entre todos los mercenarios, ¿hay alguien que esté entrenado para adentrarse en el pueblo sigilosamente y acabar con ellos?
—No lo creo. No son asesinos tan diestros.
—Lo que necesitamos es un engaño. Una treta. —Miré a Juan con media sonrisa—. ¿No se os ocurre nada?
—Se me ocurre algo pero no sé si mi señora considerará que las mentiras y los ardides son dignos de una batalla.
—Adelante, por favor.
—En ese caso os propongo lo siguiente. —Se dirigió a François pero miró al inglés también, incluyéndolo en el desarrollo—. Escoger a un mensajero, de entre vuestros soldados, que vaya a P con un mensaje de tregua. No sé si lo habréis intentado ya, pero hacedlo. Una tregua para dar de beber y comer a los pueblerinos para que no mueran, a cambio de una semana de paz para que ambos ejércitos se asienten y descansen.
—Los ingleses no aceptarán. —Dijo Jonathan con autoridad—. Saben que por el momento tienen la ventaja, y no se arriesgarán a perder la primera victoria que logran en meses.
—Eso espero. Pero con que conozcan nuestras intenciones de abastecimiento es sufriente. Estarán al tanto. Enviadle de nuevo al mensajero un día después con un carro repleto de tinajas de vino, encurtidos y quesos. Lo que tengáis por el campamento. Pedidle que entre de incógnito. Hacedle ver que está cometiendo una misión santa de salvación.
—Queréis que lo envié a la muerte.
—Decidle que es una muerte gloriosa. Se llevará consigo a los ingleses.
El comandante le lanzó una mirada cargada de ira.
—Envenenad el vino, y la comida. Los ingleses deben estar pasando penurias a pesar de su salvoconducto. Cuando se hagan con la comida y el vino se pondrán morados. Nada abre más el hambre que una victoria.
—Queréis que mate a un hombre para salvar a un pueblo. —Dijo el general con ojos chispeantes de rabia pero tras oírse hablar se sosegó y se sentó de nuevo con los hombros caídos.
—¿Creéis que el inglés picará? –Preguntó el rey con escepticismo.
—Lo harán. —Dijo el propio inglés—. Si lo pillan, no se harán demasiadas preguntas. Habrán dejado a una decena de muchachitos custodiado el pueblo. Y en caso de que haya algún capitán asentado allí, los niños se habrán llevado a la boca todo cuanto vieran, antes de que el capitán se dé cuenta.
—Bien, si esas son vuestras órdenes, así se hará. —Dijo François levantándose con las manos sobre la mesa pero yo le interrumpí.
—Sentaos.
Mi voz sonó más autoritaria de lo que pretendía y él se sobresaltó con pasmo. Me miró asustado y volvió a sentarse con curiosidad.
—No me conformaré con recuperar el pueblo. Mientras haya alrededor otras poblaciones repletas de ingleses no estará asegurado. —Me incorporé y señalé los dos puntos del mapa que él previamente había identificado.
—Son dos pequeñas regiones, mi señora, apenas tienen habitantes, pero están bajo dominio inglés.
—¿Cuántos habitantes?
— A tiene 75 y M 150. Más o menos. Un clérigo se traslada de uno a otro, para dar las misas y las comuniones…
—Si están comunicados por el rio, es un medio para librarnos de los ingleses.
—¿Cómo?
—Ojo por ojo. —Dije—. Cuando os deshagáis de los ingleses en el pueblo de P, arrojad sus cuerpos muertos al rio, contaminad el agua y acompañadlos con todos los prisioneros innecesarios que tengáis por ahí apresados.
—Pensé que no era noble usar a los muertos para ganar una guerra. —Me echó en cara Juan, asombrado por mi sugerencia.
—En el amor y en la guerra… —Murmuré.
—¿Acaso pretendéis matar a todo mi pueblo? —Preguntó el rey, enfadado. Contaminareis el rio, y matareis a los ingleses que se asientan ahí, pero también a mis súbditos. ¿Este también os parece un pago justo?
—No, no lo es. Pero debemos hallar la manera de conseguir libar al pueblo de este mal. Si lo supieran, calculo que en uno o dos días los ingleses quedarían contaminados y muertos. Sería una victoria sencilla y rápida.
—¿Cómo podemos acceder a los pueblos? —Preguntó Juan.
—¿Con palomas mensajeras? —Sugirió Enrique.
—No. —Negó François—. Tienen bien vigilados los cielos. Hace meses que no usamos ninguna, las matan en cuanto las ven despegar.
—Es más difícil de lo que parece. —Murmuró le rey—. No solo hay que dar con alguien que reciba el mensaje, también con alguien que pueda transmitirlo sin levantar sospechas.
—¿Habéis dicho que el clérigo es el mismo para ambos pueblos? Y los ingleses no vais a las misas, ¿verdad?
—No, conde. —Dijo el inglés con una media sonrisa ladina—. No vamos a las misas. Son impías y…
—Ya ya… —Le cortó el conde—. Pues ese será nuestro medio de transmisión. Que el cura se encargue de susurrar a sus feligreses las buenas nuevas. Si nadie se va de la lengua nadie tiene porque saber nada…
—Yo no me fiaría demasiado, son franceses… —Murmuró el inglés, provocando que el conde tuviera que esconder su sonrisa bajo la palma de su mano. Incluso Manuela esbozó una sonrisa culpable.
—¿Cómo llegamos a él? —Pregunté—. No creo que haya medio de dar con él entre pueblo y pueblo. Estará más vigilado que un rey—. ¿Podríais mandar a alguien, conde…?
—No lo creo mi señora. Una cosa es tener espías en la ciudad y otra muy diferente levarlo a campo enemigo y que no lo reconozcan…
—No tiene por qué ser así, mi señora… con permiso… —Murmuró Manuela con tono severo. Yo la miré de soslayo, alzando la comisura de mi labio.
—Continuad.
—Precisamente por estar vigilado tendrá más contacto con los ingleses y pude que sea mucho más sencillo enviarle un mensaje. ¿Tienen requisado el correo?
—Así es, señora. —Dijo el inglés.
—Pero imagino que si llegase una misiva importante, la dejarían pasar. ¿No?
—Depende. Leen todo el correo que sale y entra, eso no lo dudéis. No creo que podamos enviarle ningún tipo de mensaje por ese medio. Leerán hasta las palabras más pequeñas.
Se estableció un silencio propio de un dilema, y habría sido el momento preciso para que Juan soltase una de sus inconveniencias, echando por tierra la sugerencia de Manuela, pero al alzar la mirada atisbé en su expresión que ni si quiera estaba pensando en el problema que nos atañía. Miraba a Manuela con ojos inquisitivos y una media sonrisa comenzaba a desdibujarse en su faz. Después me miró, halló mi mirada entre la oscuridad y el brillo de las velas y su sonrisa se completó con satisfacción.
—¿Quién es? —Preguntó el rey—. ¿Qué sacerdote da misas allí?
—El Padre Gautier, mi señor.
—¿Philipe Gautier? ¿El alumno de Pedrus Alberti, el teólogo y obispo de Roma? —Preguntó Manuela mientras volvía a meterse en la conversación.
—Sí, así es. —Dijo François con expresión de pasmo—. Eso creo... ¿lo conocéis?
—Ya sé cómo podemos ponernos en contacto con él. No creo que los ingleses sean capaces de impedir transmitir una misiva a un pobre sacerdote si lleva funestas noticias personales. Escribidle una carta, donde le transmitáis la muerte de un pariente, no sé, de un hermano o una hermana. Alguien suficientemente cercano como para que los ingleses no consideren que deban ocultarle la información.
—¿Y qué ganamos con eso?
—Su maestro Pedrus Alberi es un gran
experto en criptografía. Podríamos esconder un mensaje encriptado. El italiano,
por lo que recuerdo, solía usar el intercambio de letras y el desorden
alfabético. Ideó un estilo concreto, la sustitución alfabética a 10 letras de
distancia. En este caso podríamos limitarnos a encriptar el mensaje en la
primera letra de cada renglón, aunque sé que usaba métodos menos sencillos,
como pactando con el interlocutor una letra concreta de cada renglón, o tan
solo la primera letra de determinadas palabras, pero como no tenemos esa
comunicación, lo simplificaremos para que le resulte fácil deducirlo. Con
suerte si el alumno aprendió del maestro y los ingleses le transmitieran la
misiva, todo saldrá bien.
El silencio que se produjo después de
aquello nos desarmó a todos. Ni si quiera Juan pudo reír.
—¿Sustitución a diez letra de
distancia…? —Preguntó
François, inclinándose sobre la mesa.
—Yo os mostraré como se hace. Mi padre
usó ese método a menudo para contactar con varios ministros en el vaticano.
La mirada que Juan le lanzó fue
demoledora. Como el gato que ve el hocico del ratón dentro de su madriguera y
ya sabe dónde meter la zarpa.
—Los mismos del vaticano que
convencieron al papa de que no apoyase al rey Felipe con la incursión en las
costas de África, negándole su apoyo?
—Sí, esos mismos.
El rey Enrique se volvió en mi
dirección, y me miró con ojos inquisidores. Le habían advertido de que mi espacio
se rodeaba de traidores y espías, pero una cosa era saberlo y otra muy
diferente ver el alcance de aquellas mentes. Yo sonreí con satisfacción.
—Bien. Queda resuelto. —Me levanté—. Cada uno sabe lo que tiene
que hacer. Cuando todo esté planeado, manda presto a un hombre que haga cumplir
tus órdenes y que se llevan a cabo. –Le
dije a François—. En unos días partiréis al norte. Espero que cuando lleguéis
allí todo se haya resuelto.
—Sí mi señora.
—Instruye a tu subcomandante, y
regresa antes de que empiece la segunda quincena de septiembre. El juicio
contra los traidores se celebrará el 20. Más os vale estar presente.
—Por supuesto. Partimos en tres días.
—Bien.
Con aquello quise dar por finalizada
la reunión y todo el que estaba sentado se incorporó menos el rey que se
mantuvo quieto como una estatua. Levanto el mentón en mi dirección para decir:
—Quedaos, me gustaría hablar con vos a
solas. —Como mirase a Manuela,
él dudó unos segundos pero negó con el rostro—. Que os espere fuera. Es
importante.
Manuela no se movió hasta que no se lo
indiqué yo y le pedí con un gesto de mi barbilla que me esperase fuera de la
biblioteca. Juan se acercó a ella, precedidos de François y el inglés, y pasó
su brazo por los hombros de mi dama, con fingida cordialidad.
—Un día usted y yo, señorita,
deberíamos tomarnos una jarra de vino. Tal vez así se os suelte la lengua un
poco, querida…
El inglés rió pero ella le apartó el brazo
con repulsión. Temí un instante por ellos, pero cuando nos dejaron al rey y a
mí a solas, temí por mí misma. Me hacía una idea de lo que quería comunicarme,
una reprimenda por el tipo de personas del que me rodeaba. Ya habíamos hablado
de ello y no estaba dispuesta a tolerar que me contradijesen o que cuestionasen
mis decisiones. Volví a sentarme y alcancé la copa de vino, pero una vez que la
soledad y el silencio nos rodearon, el rey se irguió un poco y puso las manos
sobre la mesa, en actitud conciliadora y pensativa.
—¿Qué es lo que queréis comunicarme?
Podríais haber esperado a encontrarnos en el lecho, como solemos…
—Mi reina, hoy no tengo la mente muy
presente, y temo que mi cuerpo no pueda ir por libre tampoco.
—¿Qué os ha ocurrido? ¿El conde de Armagnac
os ha estado importunando?
—No, nada que ver. No sé como explicaros
esto. ¿Recordáis a Oliver, el joven inglés que a veces ha venido de caza
conmigo…?
—Sí, François me lo presentó el día de
la cacería, pero me han hablado de él.
—No muy bien, imagino. Os han
informado debidamente. —Suspiró,
y en su tono lleno de culpabilidad noté cierta vergüenza por lo que estaba a
punto de contarme.
—¿Ha hecho algo…? —Rápidamente imaginé a qué se debía
tanto secretismo. Los hombres nunca son claros cuando tienen que hablar de
dinero, y el conde de Villahermosa ya me advirtió de las deudas de juego que
ese muchacho acumulaba a su espalda, y a las del rey.
—Está bajo nuestra tutela, es un
inglés que sirve a la corona francesa como mensajero y negociador.
—¿Qué quieres decir?
—Es dado al juego.
—A las apuestas, lo sé.
—Ha… ha perdido bastante dinero. Tiene
una gran deuda. He intentado ayudarle desde que lo conozco, se las he estado
pagando, pero estos últimos meses ha acumulado una suma de mil quinientos
reales. Dinero que desde luego no tiene.
—¡Mil quinientos!
—Me ha pedido un préstamo. Bueno, a mí
no, a la corona. Pero sí, me lo ha pedido a mí. Ya sabes, en confidencialidad.
—Ahora mismo no es un buen momento para
deshacernos de esa cantidad de dinero, todo junto y por culpa de unas apuestas.
Pero… podríamos dárselos.
—Podríamos, pero no se lo quiero dar.
Ya es suficiente el abuso que ha estado infringiendo a la corona, y si François
o el conde de Armagnac se enterasen de que ese hombre se lleva mil quinientos
reales así sin más, cuando ambos me han estado reclamando otras tantas
cantidades para invertirlos en la guerra, me desollaran. Pero ese no es el principal
motivo. No tiene freno. Y va en aumento. Al principio eran unas cuantas
coronas, luego un centenar. Cuanto más le doy más gasta y en más aumenta la
deuda.
—¿Y para qué me lo cuentas? ¿Qué
esperas que haga yo? No creas ni por un solo segundo que voy a darle parte de
mi dote para que ese mozuelo vaya a gastárselo en sus correrías.
—Te lo cuento para buscar tu consejo.
—¡Mi consejo! —Exclamé, aún haciéndome a la idea—. Lo
que yo haría sería mandarlo de una patada a Inglaterra, para que cumpla sus funciones
de negociador. Ha estado criando hongos aquí, todo el tiempo que vuestro consejero
se ha hecho con las riendas de la negociación. Mandadlo allí, que cumpla con su
trabajo, como todo hombre de su posición debe hacer. Que se gane sus cuartos
honradamente. Y con ellos pague sus deudas.
—No confío en él lo suficiente como
para deshacerme de él sin más. Sabe demasiado de este país y de mi familia como
para que echarle como a un apestoso resulte un peligro potencial.
—Hay que tener cuidado con los hombres
que uno se lleva de mancebías. —Le advertí señalándole con un dedo a lo que él lo miró con profundo
asombro y frunció el ceño—. Decís que le habéis estado prestando dinero. ¿Acaso
os ha devuelto algo de lo que le habéis “prestado”
—Hum, no. —Murmuró y bajó la mirada. Yo abrí los
ojos con pasmo.
—¿A cuánto asciende? Toda la deuda.
¿Cuánto es? Habéis echado la cuenta, al menos…
—Al menos unos diez o quince mil reales.
—¡Quince mil reales! Yo le daba unos buenos azotes y lo mandaba directo con su madre, de vuelta a su isla infecta.
—Temo que si no le pago la deuda, venda secretos de estado. —Sentenció con apremio. Yo suspiré y puse mis manos en las caderas—. ¿Qué puedo hacer?
—Dejadme unos días, dadme unos días para pensar y ver qué puedo obtener de todo esto. —Sentencié mientras apuraba la copa de vino—. Dadle largas, intentad convencerle de que se lo estáis suplicando a vuestra esposa para que os done parte de su generosa dote. No se me ocurre otra excusa, para lograr un poco de tiempo.
—¿Tenéis algo en mente?
—Nada. —Reconocí—. Pero Dios proveerá. Dios siempre lleva los afluentes al río, y el rio al mar.
Él me miró con una ceja en alto, escéptico y preocupado. Estaba a punto de decir algo cuando un murmullo de discusión se escuchó al otro lado de la puerta. Yo suspire exhausta.
—Si no salgo pronto acabarán por matarse. —Chasqueé la lengua y me serví un poco más de vino.
—Tenis a gente leal a vuestro lado. —Dijo, y aunque lo afirmaba no parecía del todo convencido—. ¿Cómo estáis segura de que no os traicionarán?
—No puedo estar segura de nada. —Dije mientras me llevaba la copa a los labios. El me miró expectante—. No al cien por ciento. Y tampoco estoy segura de que sea devoción o lealtad lo que mueve a estos dos. Pero me deben sus vidas, y su libertad. A ambos los he sacado del exilio y del calabozo. Les he librado de condenas de muerte. Si eso no hace a un hombre o a una mujer, desarrollar aunque sea cierto sentido de la lealtad, no sé qué puede hacerlo. Les trato con todo el amor que tengo, aunque nunca sé si eso realmente suficiente, y los protejo, siempre que está al alcance de mis manos. Y ellos me han demostrado su lealtad, casi siempre.
—No has contado con la maldad intrínseca de los hombres. Tal vez algún día eso sea más fuerte que su lealtad.
—Es verdad. Puede que un día sus circunstancias les obliguen a traicionarme. Pero sería ingenua si pensase que el amor es incondicional y que la amistad no se puede malograr. Quiero pensar que si me traicionasen, sería por una causa justa, o por un bien mayor. Aunque supongo que eso tampoco es demasiado consuelo.
Volvieron a oírse murmullos y requiebros.
—Pensaré en algo. -Miré al rey con todo el compromiso que era capaz de mostrar—. En un par de días veré si hallo algo de valor que nos resuelva este problema.
Comentarios
Publicar un comentario