UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 37
CAPÍTULO 37 – LOS PRISIONEROS
Cuando el sol se puso durante el tercer día que François pasaba en el palacio vacacional con nosotros, habíamos acordado cabalgar hasta la capital para visitar en la prisión a los tres ingleses, entrevistarlos y poder obtener de ellos al menos a un capitán que comandase provisionalmente nuestros ejércitos.
Aquello no era ningún tipo de estrategia desesperada y mucho menos una idea casual. Al mando de mi abuelo, el emperador, habían luchado extranjeros honrados, hombres honestos, que se habían visto privados de rey y patria y agradecían una mano amiga que les devolviese el honor. Saberse abandonado puede volver a un hombre contra su propio amo, con una facilidad pasmosa. Y eso era lo que yo quería comprobar de primera mano.
Manuela me vistió con calma. No tenía costumbre de calzarme la ropa de un varón y aunque le divertía hacerlo, en aquella ocasión parecía más concentrada que de costumbre. Fruncía el ceño de vez en cuando y me hacía sonreír.
—¿Se os resisten los botones?
—La ropa del rey tiene demasiados adornos. —Murmuró mientras se arrodillaba y me ajustaba la cintura del pantalón—. Pero os sienta como un guante, mejor que la del conde, que siempre os queda algo holgada en los hombros.
—Le he pedido la más discreta, negra como suelo vestir, para pasar lo más inadvertida posible.
—Lo haréis. Sin embargo las hebillas, los botones, las cuchilladas…
—Tomáoslo con calma. –Suspiré.
Me había hecho con un jubón negro, y una fina y pequeña lechuguilla para el cuello. Los pantalones negros y las medias oscuras. Eran pantalones largos, y los acompañé de botas altas, lo mejor para poder montar a caballo y recorrer la ciudad con comodidad. Manuela me había ayudado a vendarme el pecho, aunque tampoco había demasiado que esconder, y Amanda había salido corriendo para buscarme uno de esos sombreros de ala ancha tan español, aunque le costaría encontrarlo entre las pertenencias del rey.
—Cuando terminéis de peinarme, id a buscar mis armas. La espada de cestilla, la ballesta y uno de los arcabuces.
—Cualquiera pensarís que deseáis tomar la ciudad por las armas.
—Solo es por si acaso. —Como aquello no pareció convencerla suspiré y la aparté de mi lado. Me senté en frente al espejo del tocador y le lancé una mirada impaciente—. Trenzadme el pelo, yo terminaré de abrocharme el jubón.
Unos minutos después, cuando Manuela me colocaba las trenzas a modo de diadema sobre la cabeza con pequeñas horquillas, apareció Amanda con un sombrero chambergo, con media ala pegada a la parte superior y con una pluma gris sujeta.
—Esto es todo lo que he podido conseguir, mi señora.
—Valdrá. —Asentí y Manuela me lo colocó adecuándolo a las trenzas, impidiendo que se soltasen de sus agarres.
Me levanté apresurada al oír el sonido de las cabalgaduras a través de una de las ventanas. Fue un sonido lejano pero me puso en alerta.
—Dame la capa. Yo misma bajaré a por las armas. Adiós queridas, nos vemos antes del alba, espero.
—Llevaos el puñal en vez del arcabuz. —Murmuró Manuela mientras recogía los enseres del tocador—. Es más efectivo y llamaréis menos la atención.
—Bien, así lo haré.
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Aquella noche era fresca y húmeda. Estar rodeados por los terrenos de caza del rey nos procuraba una ambiente fresco incluso en verano, y algunas mañanas nos habíamos despertado rodeados de una dulce niebla matutina. Aquella noche la niebla se había apresurado un poco y parecía que estaba a punto de formarse. La luna estaba llena, los caminos serían muy transitables.
Cuando aparecí en el patio trasero del palacio lo hice saliendo por una de las puertas del servicio. Estaba embozada en la capa y oculta por el sombrero. La espada asomaba por debajo de la tela y bajo el brazo cargaba con la ballesta y el carcaj. François me esperaba con un par de monturas. Sujetaba las riendas con conciencia y autoridad, vestido con sus ropas de diario y ataviado con una espada al cinto. Sin embrago al principio me hizo dar un sobresalto, había sustituido su máscara dorada por una de cuero negra. Era similar a esas mascaras que se estilaban en Venecia, toda negra y cuyas únicas aperturas eran las dos hendiduras de los ojos. Pero en este caso era solo media máscara.
—¿Estáis listo? —Le pregunté mientras me acercaba a él. Dio un sobresalto al verme pero yo me levanté el ala del sombrero y le mostré el rostro a la luz de la luna. Con mi voz le había bastado pero su ojo debía confirmar mi identidad. Me miró espantado. Era un hombre pudoroso y de rigor, lleno de rectitud. No pudo disimular su pasmo y quedó unos segundos tieso como una estatua. Lo saqué de su mutismo extendiéndole la ballesta, a lo que se revolvió en el sitio y miró a todas partes, como si le estuviese apuntando con la propia arma.
—Llevo mi espada, alteza.
—Tómala. No te sentirás incómodo con ella.
—No me hagáis esto, mi señora. —Suplicó con incomodidad—. Sois cruel conmigo. Es deshonroso.
—¿Por qué lo sería?
—Volvéis a ponerme en la mano la misma arma con el que me ordenasteis matar a esos hombres. Siento como si me estuvieseis dando un pase directo al cadalso. No tenéis piedad de mí.
Me quedé allí con el arma extendida. Si le había oído bien acababa de decir que yo se lo había ordenado. Reflexioné allí unos segundos mientras mi mirada le agujereaba la máscara. Se me pasó por la mente la idea de que él realmente no supiese que todo aquello fue idea del rey y de Juan, y yo no tuve nada que ver. Sentí como las mejillas me ardían de rabia y al mismo tiempo de vergüenza. Debía creerse que yo era una asesina sin piedad, y al mismo tiempo sentí pena por él, por su ingenuidad. Y por la mía. Le habían dado mi arma para matarlo, pues comprobé al traerla al palacio que le faltaban cinco flechas en el carcaj, así que no había firma más poderosa que entregarle mi propia arma para perpetrar el crimen.
Estuve a punto de devolver la ballesta al armero pero él avanzó y me la quitó de la mano. Se cargó el carcaj al hombro y la ballesta la sujetó a la silla de montar.
Por cuestión de protocolo dejé que me ayudarse a subir al caballo, a pesar de que con aquellas ropas podría hacerlo sin problema, y él se encaramó al suyo. Estaba receloso, mirando a todas partes con inquietud. Pero su tensión se intensificó cuando divisó al rey plantado en la puerta del servicio por donde yo había llegado al patio. Estaba apoyado en el umbral con los brazos cruzados y un pie tras el otro.
—Alteza... —Saludó François, como un niño al que acaban de pillar en medio de una travesura.
—Id. —Dijo el rey con una sonrisa en el rostro—. Espero que no tengáis problemas para entrar en la ciudad. ¿Lleváis mi sello, por si surge algún inconveniente?
—No nos pondrán pegas. Pero lo llevo conmigo. —Dije palpando algún punto del pecho del jubón—. Aunque también llevo un puñal, por si el sello no surte efecto.
—Bien. —Sonrió—. Si no volvéis antes del alba, saldré en vuestra búsqueda.
—No os alarméis. Intentad descansad, la noche será larga.
—Cuidado con el bosque, hay salteadores y asesinos.
Reconozco que aquella broma en mis labios sonaba menos siniestra. Yo sonreí como pude y miré a François que había decidido ignorar aquello, poniéndose en camino. Yo me volví una vez hacia el rey y atisbé en sus ojos una pizca de excitación, de euforia. No supe si por verme vestida con su ropa, o por creerme títere de sus juegos, mandándome a una misión peligrosa. Puede que tuviese alguna que otra cosa en mente.
—Pobre del que se cruce en nuestro camino. ¿Verdad? —Pregunté.
—Id con Dios.
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El bosque era espeso pero el camino estaba algo más despejado y pudimos cabalgar con tranquilidad. Hicimos varios altos para que los caballos reposasen y nosotros también. Al día siguiente sabía que tendría grandes dolores por las agujetas pero reconozco que en ese momento me sentía llena de energía y valor. Desde que estaba en Francia no había podido salir a cabalgar como solía hacer y mucho menos vestirme como lo estaba entonces, saltándome todos las rígidas normas de protocolo francés. Estaba exultante y François se empapó de mi emoción porque a mitad de camino, cuando paramos para estirar las piernas y dejar descansar un poco a los caballos, se animó a referirme varias anécdotas de sus días en la batalla.
A veces me recordaba a un anciano veterano que narra sus gestas con emoción y nostalgia. Parecía imbuido del sentimiento de pérdida de su puesto frente a las tropas, y aunque me entristecía aparatarle de ahí, sabía que era lo más indicado, su presencia en el consejo y a mi lado en la corte tenía más peso de lo que se pudiese imaginar.
Sin embargo me extrañó encontrarle mucho más desentendido y relajado, conmigo en medio del bosque en plena noche, que en palacio en presencia del rey. Supuse que muchos factores le habían devuelto a un estado de amistad fraternal para conmigo. El hecho de que el rey no estuviese presente, de no estar entre las gruesas paredes de un palacio, y el verme tan disfrazada. Puede que a su mente acudiese la imagen de un compañero de aventuras más que el de su reina.
Sin embrago a ratos recordaba, y se sumía en un incómodo silencio que prefería disimular como signo de alerta frente al peligro que se escondía entre las sombras. En una noche como esta mataron al duque hacía al menos un mes. El mismo hombre con el mismo arma que llevaba a un costado. Puede que eso también le mantuviese a ratos pensativo.
Cuando estábamos a una legua de la capital y ya se atisbaban algunas luces lejanas, un jinete nos salió al paso. Me pilló por sorpresa y juro que estuve a punto de echar mano a la espada pero François me detuvo con espanto.
—No mi señora… —Murmuró con apuro mientras interponía su caballo entre ambos. Me miró y su rostro era una mancha negra sobre la oscuridad.
El jinete soltó una risa llena de diversión y su perfil se desdibujó con la luna llena.
—Poco haríais con una espada si yo os apuntase con una escopeta. ¿No os parece, querida? –Preguntó el conde de Villahermosa con un tono tan seductor como tétrico.
—Para eso estoy yo aquí, para proteger a la reina. —Dijo François levemente ofendido.
Yo solté un suspiro. Sabía que el conde nos esperaba a las puertas de la ciudad pero no imaginé que nos aguardaría a una legua de distancia y menos que saltaría de entre las sombras como un vándalo.
—Os habría ensartado, antes de que pudierais poneros la escopeta al hombro. —Murmuré con recelo—. ¿No os pedí que nos esperaseis a las puertas de la ciudad?
—No tenía ganas de que los soldados que custodian las entradas me diesen palique. Así que decidí acortar distancias. Tampoco me parece necesario que el conde de Armagnac se entere de lo que estamos haciendo y mi presencia, inquieta y contemplativa en la puerta de la ciudad, habría levantado sospechas.
—Bien. —Asentí con impaciencia—. Vámonos, aún tenemos camino por delante.
François se adelantó abriendo camino, pero cuando estuve a punto de espolear a mi caballo, el conde agarró mis riendas con fuerza y tiró del morro del animal en su dirección, acercándome a él. Sonrió con orgullo herido, y soltando las riendas me sujetó el jubón, con aire amenazante, a punto de zarandearme tal como haría a un muchacho borracho en una taberna.
—Las ropas del rey, os quedan mejor que las mías. —Su mano soltó la prenda pero había desabotonado dos de los botones del jubón, e introdujo su mano dentro, haciéndome sentir un escalofrío desde los pies hasta la nuca. Miré sus ojos y ellos me devolvieron una expresión desafiante. Su mano ciñó el pomo de mi daga y sonrió con gesto agradecido—. Veo que conserváis vuestras costumbres.
—Consejo de Manuela.
—Bien. Conservarla. Pueden ser hombres peligrosos los que vamos a visitar.
—Más os vale interponeros si algo sucediera. Confío en vuestra caballerosidad. —Murmure lanzando una mirada a su mano que aún permanecía debajo de mi jubón. Estaba fría pero suave. La sacó como por un resorte, aunque a su pulgar le dio tiempo a ejercer suaves caricias sobre mi pecho.
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Llegamos a la ciudad cuando pasaba de la media noche. Dieron la una cuando llegamos a las puertas de la prisión. No tuvimos ningún tipo de problemas para pasar por las puertas de la ciudad, la voz y la autoridad del François ejercía sobre los soldados un efecto de sumisión impresionante. Aplicó un tono condescendiente y severo como no le había vuelto a oír desde la primera vez que nos vimos. Era agradable comprobar que eso no se había perdido. Por el contrario, el conde y yo no éramos más que meros acompañantes, no vamos ni mejor ni peor vestidos y desde luego nuestras caras, aunque conocidas, no eran extrañas y tampoco interesantes. Entre las sombras pasamos por completos figurantes, acompañantes de un general. No teníamos aspecto de sirvientes, pero tampoco de grandes dignidades.
En la prisión fue otro cantar. Aunque accedimos al interior sin problema, el director de la prisión estaba enterado de nuestra visita y quería presentarse, y atendernos si era necesario. Tenía la esperanza de que, puesto sobre aviso, nos dejase el camino libre, pero había preferido quedarse a esperarnos y cuando los guardias nos condujeron camino a su despacho él nos abordó a mitad del pasillo, impaciente por llegar hasta nosotros. Parecía deseoso por participar de aquello que fuésemos a realizar, tal vez algún tipo de interrogatorio con tortura incluida o alguna clase de ejecución improvisada.
Se presentó un hombre gordinflón y calvo, cubierto con un grueso abrigo de piel. No me extrañaba que estuviese tan abrigado, nada más entrar se notaba la humedad escalando por las paredes y metiéndose en los pulmones de quien respirase aquel infecto aroma a podredumbre. Los muros de piedra sin enlucir y el suelo con charcos provocados por las goteras hacían de aquella prisión todo un estercolero. Las catacumbas donde se habían dejado olvidados a un puñado de pobres hombres.
—Buenas noches caballeros, llegan a tiempo. Los hemos reunido en una de las celdas de abajo. –Dijo el director de aquella prisión. Era un gran hombre, debía serlo. No recuerdo su rango pero era de buena familia. Un conde o un marqués cuya familia siembre había ejercido ese puesto. El rey debió comentarme algo sobre que alguno de sus parientes era mozo o amo de llaves de alguno de nuestros palacios. Ni lo recuerdo ni viene a cuento.
—Buenas noches, Señor de Bolonia. —Musitó François con ese tono autoritario de antes. Yo me había situado detrás de él y el conde a mi lado—. ¿Están los tres juntos?
—Sí, general, digo ministro.
François volvió el rostro para mirarme esperando recibir algún tipo de señal para poder avanzar. Pero en la interrogación que se dibujaba en su rostro advertí que lo que estaba cuestionándose era si sería una buena idea tenerlos a los tres juntos. Yo asentí.
—Bien, iremos a verlos ya.
—¡Bien! ¡John Philip! Lleva al ministro junto con los presos. Es el muchacho que lleva las llaves. De inmediato reuniré a un par de guardias que os custodien. Son hombres peligrosos…
—No. —Negué mientras me volvía hacía el hombre, que se sobresaltó al oírme hablar—. Podrán acompañarnos pero se quedarán afuera, entraremos los tres solos. Estamos armados y no es necesario meter a nadie más en esto.
—¡Alteza! —Dijo el hombre pero al mirarme mejor debajo de las sombras que cubrían mi rostro el susto fue mucho mayor, y confirmando su propia exclamación bajó el rostro y asintió con obediencia. Estaba segura de que aquello lo habría puesto sobre aviso y se esperaría encontrar al menos un par de cadáveres cuando nos fuésemos de allí.
Recorrimos aquellos pasillos húmedos y oscuros precedidos del muchacho que portaba las llaves. Tintineaban a la par que la vela que portaba resplandecía y danzaba a través de las paredes. Nuestras sombras eran espectros que nos perseguían por aquellos lamentables espacios. Llantos y quejidos llegaban hasta nuestros oídos y era lógico pensar que nuestros pasos alertaba el sueño de aquellos que estaban allí recluidos. El crujido de nuestros zapatos, el choque metálico de nuestras armas. Más de uno de aquellos infelices debía estar rezando alguna oración para pedirle a Dios que aquella no fuese su última noche.
Llegando a la cela el muchacho se detuvo y sacó las llaves. Ojeó una por una hasta dar con la indicada y nos la extendió. Era más avispado que el propio director de la prisión. Ni si quiera se atrevería a meter la cabeza dentro de la celda, así que nos hacía los honores de darnos el poder de aquella llave, y por tanto de su contenido.
—No tardaremos mucho, así que no te alejes de aquí. –Le advirtió François mientras se hacía con la llave.
En el interior estaban los tres hombres. Al contrario de lo que había pensado estaban de pie, cada uno en un área diferente de aquella celda, amplia por otra parte. Fría y húmeda como el resto de la prisión pero con una mesa de madera, una reja por donde entraba la luz de la luna y una pequeña palangana de hierro. El olor era algo intenso allí dentro, deberían llevar todo el día ahí encerrados. Reconozco que me los imaginé sentados y esposados, o maniatados si era preciso. Por eso el director insistió en que nos cubriésemos las espaldas. Al fin y al cabo aquellos hombres eran soldados, habían liderado batallas. Y eran enemigos del rey. Me sentí algo ingenua al pensar que podría defenderme contra ellos pero la presencia de François hizo que aquellos hombres se sobresaltasen como cachorros.
A la izquierda, apoyado sobre la mesa donde había un cántaro con agua, estaba un hombre mayor, anciano casi se podría decir, mayor que mi padre incluso. De cabello y barba canas. Con ojos pequeños y oscuros. Sus manos, arrugadas como su faz, se apoyaban sobre la mesa con una pose calma pero atenta y precavida. Nos miró, y vio en nosotros a unos verdugos. Algo en él sintió la paz de una muerte esperada. Se irguió y nos miró. Era alto, pero no tanto como François, aunque su presencia era la de un hombre sabio, y pacífico. Reconozco que me hubiera gustado conocerlo, entablar una conversación con él, sin el contexto en el que nos hallábamos. En un jardín paseando, acompañados del sonido de las golondrinas. Me hubiera gustado servirle vino, un poco en una copa, y ofrecerle uvas y dátiles. Tenía el aspecto de un Sócrates derrotado. Y pensaba que estaba a punto de beberse la cicuta.
A la derecha de la sala, bajo la luz de la luna que inundaba aquella estancia, había un joven de nuestra edad, o tal vez un poco más. Tenía el cabello pajizo y los ojos verdes. Los dientes delanteros sobresalían un poco, como un pequeño roedor. Era sin duda el que más alterado estaba. Inquieto e impaciente. Nos miró como un ladrón cuando es cazado con las manos en la masa. Se revolvió en aquel pequeño espacio que se había agenciado dentro de la celda y estaba a punto de suplicarnos misericordia cuando recayó en la mirada del François, que le hizo helar la sangre y se quedó pasmado, en medio de aquel halo de luz frío e inmortal.
En el centro se encontraba el último de ellos. Pareció no tener miedo de nosotros y nuestra presencia le alegró el rostro. Su expresión se apaciguo como un dolor que desaparece. Pero no era calma, solo me lo había parecido. Era una sonrisa sarcástica, como quien encuentra la gracia a un chiste morboso tras un camino de angustias. Parecía feliz de hallar el motivo de aquella reunión, y al mismo tiempo se mostraba a la defensiva. Era grande, alto y fuerte. Me habría intimidado si no hubiese tenido la guarda de mi espada a mano. El conde de Villahermosa también sintió aquella expresión desafiante y se adelantó un paso poniéndose a mi derecha, incluso un poco por delante de mí. Tenía ojos azules, o grises o verdes. Eran del color de aquella humedad en las paredes. De piel morena y pelo descuidado. En su cuerpo tenía una mezcla de serenidad y tensión, por lo que alternaba su propio peso de un pie a otro, impaciente.
Cerraron la puerta desde fuera sin el cerrojo y cuando el silencio de aquel chirrido de goznes desapareció, el silencio nos dios pie para entablar una conversación.
—Buenas noches. —Se presentó François—. Los tres me conocéis, os he hecho reunir aquí…
—Llevamos aquí dos días. —Murmuró el muchacho, haciendo que todos volviésemos el rostro en su dirección, algunos sorprendidos y otros con mirada recriminatoria—. ¿Por qué nos habéis encerrado aquí?
No pude evitar sonreír. Era lógico su espanto. Eran grandes hombres y hasta hacía dos días este muchacho, William Clifford. Había estado custodiado por uno de nuestros condes en las afueras de la capital. No era líder de ningún ejército pero había ganado una docena de batallas desde que se había iniciado la guerra y había sido capturado hacia cinco meses. Era un hombre valeroso y joven a quien estarían esperando en su tierra natal, con varios títulos nobiliarios a sus espaldas, por lo que se le había tratado como tal. Aquella infecta celda debía parecerle peor que la más cruenta de las batallas.
Sus otros dos compañeros no habían tenido la misma suerte. El anciano, Felipe de Orange había estado recluido los últimos dos años, en al menos diez estancias diferentes, y a cada una de ellas que se le movía, siempre había sido peor que la anterior. El rey no había aceptado su rescate y se habían ido sucediendo los acontecimientos. El primer hombre que le custodió, conocido de la reina viuda, había fallecido y había sido trasladado a la casa del hijo de aquel, pero este no lo aguantó demasiado tiempo bajo su techo y lo derivó a un viejo conocido… y así sucesivamente hasta que había acabado en una pequeña casa a las afueras, en medio del campo, donde se le había obligado a labrar la tierra para compensar la residencia que le estaban proporcionando.
Por otro lado el tercero, Jonathan Lee llevaba en aquella prisión a lo sumo tres meses. Era violento y desafiante y se había encarado con los dos nobles, conocidos del rey, que habían aceptado acogerle, así que tras presionar al rey inglés para aceptar su rescate y recibir su negativa, se le había encerrado aquí, a su suerte. Se alojaba en una de las mejores celdas, con camastro, mesa y escritorio e incluso una escueta chimenea. Pero eso era todo. Era un lord. Segundo hijo de una gran familia inglesa. Su padre tenía varios palacetes al norte. Y su familia pertenecía a una gran estirpe de guerreros y soldados que habían combatido durante generaciones a los sucesivos reyes, con lealtad y honores. Era, de todos, el peor de los candidatos, el más proclive a sernos desleales por su propia reputación. Por no decir que odiaba a los franceses. A muerte, me temo.
—Se os ha reunido aquí para exponeros las condiciones en las que os encontráis. —Aclaró François, intentando modular su voz para sonar tranquilo y conciliador.
—Para parlamentar no hacen falta tantas armas. —Murmuró Felipe de Orange señalando con una mirada las espadas que llevábamos al cinto.
—Los caminos son peligrosos a estas horas de la noche. –Aclaró Juan con una sonrisa de esas que le vuelven el centro de atención
—Un español. —Exclamó Jonathan casi con pasmo—. Debía haberlo supuesto al ver esa nariz y esa lechuguina que lleváis al cuello. ¿Sois el perro de la reina? Vaya, ahora sí que entiendo el porqué de las espadas. ¡Despídete de la vida, muchacho, que nos llevan directos al cadalso!
—¡Mis señores, tengo una esposa, y un niño recién nacido! —Murmuró el muchacho, poniendo las manos en oración.
—No empieces, Jonathan. —Murmuró el anciano, con un suspiro de resignación—. Apenas acaban de llegar. Oigamos qué quieren de nosotros.
—Hace un mes volvimos a enviar al rey inglés vuestras peticiones de rescate pero han vuelto a ser rechazadas. Hemos bajado un tercio la cantidad que pedíamos, incluso, dado que ahora no estamos tan escasos de fondos y solo deseamos que se resuelvan cuanto antes estos asuntos, pero han vuelto a rechazarse.
—Me temo que vuestro rey os ha dejado abandonados. —Murmuró Juan con condescendencia.
—Ya, eso ya lo hemos entendido. —Dijo el anciano con un suspiro y se apoyó en la mesa cruzando los brazos sobre el pecho. Miró hacia abajo, meditabundo, convenido de que aquello era el final.
—No quieren alimentar tres bocas inglesas. —Escupió Jonathan y miró al joven, que se había revuelto en su sitio, atemorizado.
—¿Qué hacemos con vosotros? —Preguntó François y yo lo miré con incredulidad. Estaba jugando con ellos para ver cómo reaccionaban. Para hacerlos saltar y tal vez matarse entre ellos a ver cual quedaba para el final.
—¿Qué sugieres? —Cuestionó Felipe—. ¿Nos traeréis aquí? Ahora que me había acostumbrado al aire del campo.
—No le importáis nada a vuestro rey. Ahora nosotros tendremos que cargar con tres hombres que no valen nada. —Apuntó Juan—. ¿Tendríamos que hacerlo gratis? Mientras nuestros soldados se mueren de hambre en el norte, vosotros habéis tenido todos esos meses tres platos de comida caliente. ¿No es cierto? Trabajando bajo el sol o sin verlo durante días. Pero os aseguro que muchos de los soldados que ahora mismos mueren a manos inglesas desearían estar en vuestra situación. ¿Debemos malgastar tiempo y recursos con vosotros?
—Liberadnos. —Pidió el muchacho—. Por favor, devolvedme a Inglaterra. ¿No es eso una buena solución? No volveré a alistarme al ejército, solo deseo vivir con mi esposa. Nos casamos antes de que me mandasen a la guerra. Supe que había tenido una niña y aún no he visto su cara. Por favor…
—No sueltes eso otra vez. —Suspiró Jonathan con hastío—. Son hombres, no les ablandarás el corazón.
—¿Acaso no queréis ahorraros unos cuartos? —Ignoró a Jonathan—. No nos tendréis que volver a dar techo ni comida. —El joven calló de rodillas al suelo, y las lágrimas se le saltaron. Un nudo se le formó en la garganta—. Quiero ver a mi hija, por favor.
—Todos tenemos familia a la que extrañamos. —Dijo Juan—. Esto es parte de la vida…
—No nos tengáis en esta situación. —Pidió el mayor de ellos—. Llevamos muchas horas aquí y estamos agotados. Decidid qué será de nosotros. Y lo asumiremos.
—Lo asumirás tú, viejo. —Murmuró Jonathan.
—El rey os ofrece a uno de vosotros un puesto provisional como subcomandante del ejército en el norte.
Aquellas palabras del general produjeron un silencio como no había sentido nunca. Era frío y casi cómico. Ninguno de los tres se pensó que aquello fuese enserio y todo esperaban oír las risas y sentir el castigo, pero aquello se prologó tanto tiempo que sentí ganas de intervenir.
—¿Cómo? —Al fin el joven se había despertado de su pasmo y hablaba—. ¿Y qué pasa con usted?
—Yo lo acompañaré la norte, y le daré instrucciones para los próximos meses. Asuntos más urgentes me retendrán aquí en la capital.
—¿Tantos franceses han muerto que os habéis quedado sin generales? —Preguntó el mayor con más recelo que cinismo.
—El rey quiere daros una oportunidad, para redimiros y encontrar bajo su amparo un nuevo camino en la vida. Pondrá su confianza en uno de vosotros y si le servís bien, os liberará de vuestra reclusión al finalizar la guerra…
—No tenéis otra alternativa. —Apuntó Juan—. No esperéis que alguien interceda por vosotros desde Inglaterra. Vuestro rey ha renegado de vosotros y no se os esperará más. Por lo pronto es eso o quedarse aquí, indefinidamente… —Miró alrededor con aire teatral—. ¿Y cuando termine la guerra? Se os podrá llevar ante un tribunal de guerra y juzgaros como enemigos…
—¿Cómo con el duque de Gasconia? —Apuntó el anciano, receloso—. La palabra del rey no vale nada.
—Sois vos. —Dijo Jonathan con astucia y la mirada clavada en mí. Aquellas palabras probaron una expectación para la que no estaba preparada. Avanzó, y al hacerlo mis dos acompañantes echaron mano de la espada pero el hombre se detuvo a cierta distancia prudencial e incluso inclinó su cabeza para atisbar mejor entre las sombras de mi rostro—. El diablo os lleve. —Murmuró mirándome directo a los ojos—. El diablo os lleve consigo, maldito francés, putero.
Escupió en mi dirección.
Juan terminó de sacar su espada del cinto pero yo detuve su brazo antes de que pudiese avanzar. Se podía mascar la tensión, y la sensación de que aquello no había sido una buena idea comenzaba a llenarme el estómago. Ante una mirada de súplica por mi parte, Juan devolvió la espada al cinto y yo me quité el sombrero y descubrí el rostro, alzando la capa por encima del hombro.
—Mi señora… —Murmuró François al verme al descubierto. Parecía advertirme de aquello no era adecuado pero yo lo ignoré.
—Me parece que tendréis que pensaros otros insultos más adecuados. —Le advertí al hombre que se había quedado allí, delante de mí, aún desafiante. Estaba decepcionado, pude verlo en una media sonrisa irónica que se desdibujó unos instantes en sus labios. Tal vez no me esperaba a mí, tal vez hubiera deseado que fuese la reina viuda, alguien más mayor con la que tratar.
—¿Vos sois la reina? —Preguntó el joven que aún seguía allí arrodillado. Yo asentí en su dirección y pareció hallar la esperanza en aquel cambio. Estaba a punto de ponerse a suplicar por su esposa y su hija pero le detuve con un gesto de la mano. El mayor sin embargo parecía intrigado y rejuvenecido ante mi presencia.
—¿Cuántos años tenéis, caballero?
—Sesenta y uno, mi señora. —Musitó con una sonrisa cargada de orgullo. Se alejó de la mesa y se acercó unos pasos para que pudiéramos venos mejor. Inclinó su cabeza un poco a modo de reverencia y yo sonreí con candor.
—¿Cuántos años habéis sido general?
—Más de treinta y cinco. Casi ya no lo recuerdo. Hace tantos años…
—Tenéis gran experiencia en el campo de batalla, por lo que veo. ¿Cómo estáis de salud?
—Tengo algunos achaques en las rodillas, y hace más de cinco años que no me subo a un caballo. –Murmuró con decepción. También sentí aquella sensación de vergüenza. Nos miramos con una sonrisa franca en los labios y yo asentí.
—Seguro sois un gran estratega, mucho más que soldado.
—Sí mi señora.
—¿Servisteis como consejero de guerra al rey inglés?
—Oh, no. Solo comandaba tropas. Solo eso.
—¿Habéis tenido una buena vida?
—No mucho, mi señora he visto morir a más de la mitad de mis hijos, y hace veinte años que estoy viudo. En verdad no los vi morir, mi mujer sí. Yo siempre estuve en la guerra…
—Lo comprendo. —Asentí—. ¿Y decís que le habéis cogido afición al campo?
—¡Oh! Es una tarea ardua pero aunque el cuerpo ya no me aguanta como antes, aquí tenéis un cima ideal para las fresas y lo melones, que son ms favoritos…
—¿Y qué frutos da la guerra? Ninguno en comparación, ¿verdad?
—Eso es, alteza.
—Vuestros hijos, ¿qué son de ellos?
—Solo quedan vivos el mayor, que está en el nuevo continente, intentando hacer fortuna, y una muchacha, que dejé con su esposo en Gales. Es un buen marido para ella, la quiere mucho y ya le ha dado tres hijos fuertes y sanos.
—¿Qué os ha parecido mi oferta?
—Pensé que era una oferta del rey…
—Eso es lo mismo. ¿Qué pensáis de ella?
—Yo no lo habría hecho, mi señora. —Miró alrededor, a sus dos compañeros—. Pero he de reconocer que si seguís adelante con vuestro empeño y deseáis que uno de nosotros os ayude a comandar las tropas francesas, yo me propongo como candidato.
Todos le miramos con pasmo. El hinchó su pecho con orgullo, con la típica expresión de un general uniformado.
—¿Este viejo? —Preguntó Jonathan—. Acaba de reconocer que no se puede ni subir al caballo. Seguro que por las almorranas o la gota de hincharse a vino y ternera en casa de algún conde.
—¿Y tú? —Pregunté la muchacho que aun lloraba—. ¿Aceptaríais mi propuesta?
—¡Oh! Mi señora, sí, claro que sí. Si me prometéis que traeréis a mi esposa y a mi hija aquí, o que me permitierais regresar con ellas a Inglaterra cuando todo termine.
—Seriáis un traidor a vuestra patria, vuestra mujer e hijas no estarían seguras allí y tampoco podría traéroslas…
Palideció y aunque estuvo a punto de decir algo, se quedó mudo y agachó la cabeza.
—Lo que os estoy proponiendo no es un juego de niños. Es traicionar a vuestros padres y hermanos, y a vuestro rey, a favor de la corona francesa. Los hombres que han muerto bajo vuestro servicio os odiarían por esto, y los propios franceses desconfiarán de vuestro liderazgo. Pero vuestra reputación os precede, por eso os he reunido aquí a los tres, porque si alguno va a servir a la corona, quiero que sea el mejor.
Se produjo un instante de duda, pero yo sonreí, me di la vuelta y toqué varias veces la puerta. Dos guardias se presentaron.
—Llevaos al conde Felipe de Orange y al joven William. Devolvedlos a cada uno a la prisión donde han estado residiendo hasta ahora.
Los guardias accedieron en la cela y primero alzaron al joven muchacho del suelo, algo atónito y confuso. Me miró y miró a los guardias alternativamente. Se marchó entre lágrimas y traspiés. Al anciano no hacía falta cargarlo así que con el simple toque en el brazo por uno de los guardias avanzó hacia la puerta. Pero antes de sobrepasarme se volvió en mi dirección y me sonrió con dulzura.
—Espero que tengáis suerte en vuestra empresa.
—Es buena época para los melones. —Dije—. Seguro que ya están maduros.
—Sí, es tiempo ya de recogerlos.
Cuando salió volví a cerrar la celda y miré al hombre que se había quedado allí con nosotros. Nos miró ahora sí con más miedo que altanería, tres contra uno, al fin y al cabo, armados y enemigos.
—Si creéis que torturándome podréis convencerme de serviros, alteza, estáis equivocada.
Miré a Juan que no necesitó más que esa mirada para entender. Se metió la mano dentro del jubón y sacó una carta. Se la extendió a Jonathan que la miró con más confusión que curiosidad.
—Nunca comprenderé que un rey no dé hasta la última moneda por uno de sus hombres. —Le dije al general—. Yo misma he pagado con mi propia dote los últimos meses de comida y armamento de mis hombres al frente.
—¿Qué es esto? —Preguntó con el sobre en la mano.
—He intentado agotar todas las vías posibles para obtener un rescate para vos. Sois un hombre valeroso, con una reputación que os precede. Sois brutal en batalla y letal sobre el tablero. Teneros como contrincante no me ilusiona pero no sería justo reteneros aquí por más tiempo. Escribí personalmente a vuestro padre hace un mes. Le pedí una suma inferior de la que le había propuesto a vuestro rey, pero esa fue la contestación que recibimos. Leedla, decidme si es la letra de vuestro hermano, y después comentadme qué pensáis.
El hombre, asustado como un cachorro, se apartó a donde había algo de luz que le permitiese leer y desplegó el papel con cautela. Pero cuando reconoció la letra de su hermano y se sumergió en la lectura, toda su postura mudó. Sus ojos se fijaron con tiento y su cuerpo se irguió y suavizó su temperamento. Ahí estaba, el hombre de batalla y no el prisionero acorralado. Tenía facciones frías y ademanes serios. Era de cuerpo atlético y por lo que me habían dicho, ágil con la lanza.
La carta era de su hermano. Venía a decir que su padre había muerto hacía varios meses y que no se lo había comunicado a Jonathan por no malgastar papel y el sudor de un correo. Comentaba que se había ganado un buen puesto en la corte del rey inglés y que él mismo había sugerido al rey que no pagase el rescate de su hermano, advirtiéndole que, de carácter tan recio y terco, era poco maleable a las órdenes de su majestad. Pero tras esas palabras escondía una ambición personal desmesurada, temeroso de una posible venganza familiar o la pérdida de toda su fortuna, que había ido a parar a manos del hermano mayor, dada la ausencia tan prologada del hijo menor.
Advertí en la mirada de Jonathan que todo aquello no era realmente una gran sorpresa y sin embargo sus esperanzan se habían venido abajo. Si le quedaba algo a lo que aferrarse, lo había perdido todo. Releyó la carta y después la volvió a plegar con desinterés.
—Siento la pérdida de vuestro padre. —Dije—. Si yo me llegase a enterar así de la muerte del mío, haría arder todo este país, y el continente entero si fuese necesario.
—No necesito vuestras palabras de consolación. –Me dijo, airado.
—Nada alivia ese dolor, lo comprendo. Pero es mejor que sepáis como están realmente las cosas. Y que todos juguemos con el tablero al descubierto. Estáis varado aquí, y Francia necesita vuestra colaboración. Nadie más os ha tendido una mano desde que os tomaron como rehén.
—¿Vuestro padre aprueba esta locura? —Preguntó, y estuve a punto de abrir la boca para replicar esa incoherencia pero no me estaba hablando a mí, sino a François que se revolvió a mi lado.
—Mi padre tiene sus propios asuntos en los que involucrarse.
—¡Ah! No sé qué tal le parecerá si descubre que la reina anda reclutando ingleses para su propio ejército.
—El conde de Armagnac sabe de esta iniciativa que… —Murmuré.
—Mentís. —Me dijo, y suspiró. Se acercó hasta la mesa y lanzó la carta sobre ella. Se desplegó y pasó los ojos por encima de los renglones ahí escritos—. Yo soy leal a Inglaterra. –Sentenció.
—La lealtad de un perro. Incondicional. Al que le dan palos y matan de hambre pero que sigue moviendo el rabo ante su amo. —Dijo Juan con una sonrisa.
—Tal vez. Tal vez sea así. Un perro inglés. Pero vos. —Me señalo—. Vos sois una traidora por pedirle a un inglés que luche por vos.
—¿Traidora a quien? A mi esposo el francés, al mi padre el español, a mi familia de Austria o a los de Alemania.
—A vuestro pueblo, que muere en el frente.
—Mi pueblo necesita al mejor comandante y por eso he venido hasta aquí. —No dijo nada, volvió a mirar la carta y se apoyó con las manos en la mesa—. Si vuestra sangre o vuestra conciencia os pesan demasiado, lo comprenderé. Creedme que sí. Pero si vuestra profesión o vuestra sed de venganza os comienzan a picar, sabed que podéis contar conmigo. Y os compensaré.
Ya no me escuchaba. Se había sumido en un silencio tan mortal que fue imposible hacerle salir de allí. Su propia mente se debatía así que ya no teníamos nada más que hacer ahí.
Salimos de la celda y le pedí que lo pensase. Cuando hubimos caminando unos pasos, me volví hacia François y le advertí.
—Si en dos días no se ha decidido, matadle.
—Bien. —Dijo con un suspiro pero cuando estábamos a punto de doblar la esquina del pasillo, unos golpes se produjeron en la puerta de la celda de donde habíamos venido.
Regresamos con el corazón en un puño y cuando abrimos la puerta lo encontramos allí de pie, de nuevo con los brazos cruzados y a la defensiva. Parecía que habíamos retrocedido en el tiempo y la situación se me hizo incluso cómica.
—¿Cuáles son vuestras condiciones? —Preguntó, a lo que me hizo reír y él me miró con pasmo. Cubrí mi sonrisa con la mano y asentí, contenta.
—Bien, pues estas son: Acompañaréis a François al norte y estaréis con él unas semanas hasta haceros con el cargo. Os mantendremos allí hasta que François se libre de las obligaciones que le retienen en la capital, por lo menos varios meses. Y después, si lo deseáis, podréis seguir con él, apoyándole con sus tropas.
—¿Y después?
—¿Cuándo termine la guerra?
—Sí.
—Después ya hablaremos.
—Solo conozco la guerra, alteza.
—Siempre hay guerras que luchar. Ya hablaremos cuando eso llegue.
—Bien, eso es lo que pedís de mí. ¿Y lo que yo os pueda pedir a cambio?
—Estáis confundido. —Dije a la par que alzaba el mentón en su dirección—. Vuestra contribución a la corona francesa no es un deber que vaya a recibir su recompensa. Es una recompensa en sí, es vuestro derecho, y vuestro deber es obedecerme, ser fiel al reino y a sus reyes. Y gobernar con sabiduría y lealtad a sus hombres. Eso es todo cuanto os pido, lealtad, para poder salir de aquí y seguir comandando tropas. Esa es vuestra recompensa.
Me miró cargado de vergüenza, como quien está a punto de aceptar un trato con el diablo y le ha visto la cola a tiempo.
—La libertad a cambio de ejercer vuestra profesión. ¿Os parece un mal trato?
—Por supuesto se os pagará por vuestros servicios. —Atajó François que me lanzó una mirada condescendiente, de profesor abochornado—. Un sueldo propio de vuestra posición. Eso ya lo renegociaremos nosotros dos.
—Eso es otra cosa. —Dijo Jonathan con aire arrogante.
—Bien, pues si eso es todo… —Miré alrededor con una sonrisa endiablada—. Yo te nombro subcomandante de las tropas francesas. Ale, manda recoger tus cosas, que te vienes con nosotros.
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Cuando estuvimos fuera de la prisión éramos un hombre más. El director de la pasión se quedó pasmado cuando le advertimos que nos llevábamos a aquel hombre, que rellenase todo el papeleo que fuera necesario para el día siguiente y que ahora pasaba a estar bajo la protección de la corona como aliado francés. Desde luego aquello no se quedaría ahí. Ya había mandado al secretario del rey redactar unos acuerdos que atasen a este reo a nuestra servidumbre y, en caso de que nos la jugase, tuviésemos las pruebas necesarias para mandarlo a la orca por alta traición. Aquellos papeles no nos aseguraban la vida, pero la palabra de un hombre a veces es mucho más valiosa que los papeles. Puede que haya sido el espíritu caballeresco que mi padre me inculcara, o por la región en la que nací, donde la palara de un hombre vale todo el tesoro de las Américas, pero cuando no se tiene más que la palabra, darla en vano es peor que vender el ama.
Salimos de la prisión hasta las cuadras donde esperamos a los mozos para que nos trajesen nuestras monturas. Habíamos acordado que Juan llevaría a Jonathan al palacio real para asearle, darle una buena cena y tras el banquete, firmar los acuerdos de lealtad. Fuera de aquella prisión, el inglés parecía mucho más desenvuelto y caminaba con los hombros erguidos y los brazos a cada lado del cuerpo, con naturalidad. Hubiera esperado encontrarlo entumecido y desorientado, como un tullido después de una gran batalla. Pero se le veía resuelto. Sus largas piernas eran atléticas, ágiles y su mirada, incluso en medio de la noche, era clara y atenta. Le miré durante demasiado tiempo y cuando ya no pudo aguantar la quemazón que el producía mi mirada, volvió el rostro con la vergüenza suficiente que marca el rigor de mirar a su reina y al mismo tiempo con una osadía propia de un hombre, que mira a una mujer con ropas de varón.
François llegó con dos mozos y los caballos y Juan nos detuvo antes de montar.
—¿Por qué no nos vamos a celebrar? —Sugirió con ese tono tan jovial y desvergonzado. Con el rin tintín de un diablillo tentador.
—¿Tenemos algo que celebrar? —Preguntó François, acercándome el caballo y pasándome las riendas.
—¡Cómo! Pues claro, hemos conseguido un nuevo subcomandante.
—¿Acabamos de conocerlo y ya quieres irte a una taberna con él? –Preguntó el general mientras negaba con el rostro, completamente exasperado. Aún siendo joven estaba cansado, y tenía una gran carga de conciencia sobre sí mismo.
—Pues claro. En las tabernas, entre copa y copa de vino, es donde mejor se conoce a la gente.
—Y que lo digáis. —Apoyó el inglés con una sonrisa cómplice. Temí por la salud de ambos si les dejábamos solos. Pero no pude evitar sonreír. Más temía que fueran tal para cual y cada uno mal influenciase al otro hasta sus propios límites. Si no era con el vino, tal vez fuera con la espada.
—Me temo que es tarde. —Suspiré—. Y el capitán y yo aún tenemos un largo camino de vuelta.
—Solo será una jarra de vino, mi señora. Lo prometo.
—¿Pretendes que la reina vaya así vestida a una taberna? —Preguntó François arremolinado. Me gustaba esa faceta protectora, como la de un hermano mayor. De haberlo tenido me hubiera gustado que fuera como él. El propio conde notó esa expresión en mi rostro, la de sentirme complacida porque otro pelease mis batallas. Pero como no era él, le escoció.
—No la reconocerían. Pedimos una mesa en una zona oscura y nadie tiene por qué enterarse. A estas horas todos están ya como cubas.
—Motivo de más. SI hubiera una revuelta, podrían herirla.
—Sabe defenderse mejor que yo con la espada, no creáis que vuestra reina es una mojigata.
—Juan. —Repuse, dando por finalizada la conversación—. Debemos partir. Venid a vernos cuando deseéis y tomaremos una copa de vino a vuestra salud, inglés. —Le dije al hombre detrás de Juan que asintió con una sonrisa dulce y amigable.
—¿Por qué tenis que marchar ya? —Siguió insistiendo Juan—. Es un camino muy largo para hacerlo de vuelta, y más a estas horas. Quedaos en palacio a dormir y partid mañana a primera hora. Nadie notará vuestra presencia.
François se acercó para ayudarme a montar al caballo y a pesar de que no necesitaba ayuda, me dejé hacer mientras él colocaba el estribo bajo mi bota. Pareció sorprendido y me miró un tanto ilusionado.
—Tal vez el conde tenga razón, mi señora. —Murmuró—. Es un largo camino de vuelta para hacerlo en vuestro estado…
Lo acribillé con la mirada. Sentí como todos sus huesos se helaban al recaer en mi expresión lívida e iracunda. El silencio que se estableció detrás de él lo llevó a recaer en que había cometido un error. Juan se había quedado completamente de piedra. No pude evitar mirarle por encima del hombro de François. Había vuelto el rostro en mi dirección cono ojos desorbitados y la faz descompuesta. Yo suspiré y aparté el pie del estribo. François se volvió como por un resorte y miró a los dos hombres que había ahí, pasmados como muñecos.
El inglés parecía recaer poco a poco en que acababa de enterarse de una gran noticia, como quien descubre un secreto que ni le concierne ni le importa, pero admira su valor por lo que es. Juan sin embargo había enmudecido. Jamás le había visto así y temí lo peor. Jonathan, ante aquel extraño silencio, alternó las miradas de uno a otro con media sonrisa asomada a los labios. Fue sin embargo el primero el hablar.
—Felicidades, mi señora. El rey debe estar agradecido.
—Lo está. Muchas gracias. Aún es… es un secreto.
—¿Por qué un secreto?
—Esperamos anunciarlo cuando volvamos de la luna de miel. Mi marido y yo estamos pasando el mes en el norte. Y las primeras semanas… ya se sabe… son algo complejas.
—¿Estáis en estado? —Preguntó Juan, tragando en seco. Vi su manzana de Adán bajar y subir.
—Espero que le compongáis a la criatura tantos poemas como me habéis dedicado a mí. –Murmuré. No se me ocurrió nada más que decir y tampoco esperaba que él dijese nada. Sin embargo se acercó a mí y sostuvo mis manos con candor. Las beso y después me abrazó. Casi consigue que me saltasen las lágrimas pero me contuve.
—Enhorabuena. Vuestro padre estará muy feliz cuando lo sepa.
—Estará preocupado, como siempre lo está por todo. —Se rió, y se separó de mí con sus manos sobre mis hombros, con aire paternal. Pero a pesar de la risa, pude ver en su mirada una honda tristeza, amarga y tensa. Besó mi frente, y mi mejilla. Y para entonces ya se había vuelto a borrar su sonrisa.
—Parece que os he dado un disgusto, amigo mío.
—No lo dudéis.
Sin decir nada más se separó de mí y se dirigió a François con mirada ausente.
—Devolvedla con su marido, y más os vale que llegue sana y salva.
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El camino de vuelta me pareció mucho más largo. Entre el cansancio y el mal sabor de boca que me había dejado el darle de aquella manera la noticia al conde de Villahermosa, mi cabeza no dejó de maquinar hasta que no llegamos al palacio. Para entonces estaba a punto de amanecer y encontramos al rey ensillando su caballo. Cuando nos vio aparecer por el camino, dejó lo que estaba haciendo y se quedó allí plantado, esperando a que nos acercásemos.
—Estaba a punto de salir a buscaros. —Murmuró. Levaba una escopeta al hombro y se había puesto un traje de caza. Pareció aliviado y con media sonrisa esperó a que desmontásemos para interrogarnos.
—Vuestra esposa ha escogido entre los presos como subcomandante al general Jonathan Lee.
Le dijo François, como un niño que se chiva a su madre de algo terrible que ha hecho su hermano. Había cierta musicalidad incriminatoria en su tono, a lo que yo me volví a él con una mirada penetrante. El rey se volvió en mi dirección con sorpresa dibujada en su rostro. Apenas habíamos entrado al palacio y me moría de ganas por caer rendida en la cama. Me estaba deshaciendo de los guantes cuando el rey me detuvo con un tono recriminatorio.
—¿Entre los tres peso que habíamos reunido eliges a ese?
—Un anciano y un crío no están capacitados para esta empresa. —Dije con expresión tajante.
—Un hombre con experiencia y un joven con vitalidad.
—Dios santo, ese anciano ni podía montar en caballo, tenía los huesos molidos. Y el muchacho ha lloriqueado más en el tiempo que ha estado delante de mí que yo en toda mi vida. No tienen ni la fuerza ni el carácter. —Suspiré—. Jonathan suple todas esas carencias.
—Es agresivo e impulsivo. Se le capturó por no saber abandonar a tiempo una refriega.
—Nos servirá con lealtad y esfuerzo. Es más de lo que se puede esperar de los actuales subcomandantes, puestos a dedo por tu padre, François. No te ofendas. —Murmuré—. Ha pasado tanto tiempo desde que has tenido que designar al personal que te sirve que ya no sabes ni si quiera distinguir entre quienes son buenos en su trabajo y a quienes realmente necesitamos.
Aquello le hirió pero aguantó el golpe con silencio.
—He escogido a un hombre que tiene una buena reputación, atestiguada por nuestro propio comandante. Lideró las primeras incursiones de los ingleses en el continente, todas victoriosas. Su esfuerzo nos ha dejado desarmados y sin fondos una decena de veces. Y a pesar de eso, su rey no quiere tenerlo de vuelta, y su familia no quiere saber nada de él. Es un hombre sin tierra ni patria. Nos obedecerá, o le mandaré directo a la orca. ¡Punto!
Aquel tono era más de lo que el rey podía aguantar. Con una mirada y una pausa silenciosa me desacreditó completamente. Sentí que estaba punto de armar un buen escándalo, pero todo era causa del cansancio. Puede que también del embarazado. Suspiré y me pasé la mano por la frente.
—Estáis agotada. —Dijo el rey con calma. La mesura de su tono me desarmó—. Ya está hecho y espero que hayáis sabido elegir bien y que todo esto no nos conduzca por un mal camino. Entre tantos hombres dispuestos a servir a la corona elegís a un inglés. Espero que nadie piense que preferís confiar en el enemigo antes que en un francés.
—Vos sois francés. Id vos a la guerra entonces. —Miré al rey desafiante y mientras le vi apretar los dientes le di la espalda y subí por las escaleras hasta el dormitorio.
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Personajes nuevos:
JONATHAN LEE: Nuevo subcomandante de los ejércitos del norte. Inglés tomado como rehén que es convencido para trabajar al servicio de la corona francesa.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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