UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 38
CAPÍTULO 38 – EL REGRESO
Los últimos días del mes se sucedieron con más rapidez de la que habría imaginado. Estaba ansiosa de volver a palacio porque me había cansado de pasear por los campos que rodeaba la casona y desde que el rey se había enterado de que estaba en cinta no me había permitido volver a ir de caza, ni con él, ni mucho menos sola. Así que mis entrenamientos se alternaban entre pasear, leer, escribir algunas misivas y jugar a juegos de mesa con Manuela.
François se había marchado de vuelta al palacio a los dos días de nuestro nuevo reclutamiento, no solo para tener controlado al inglés, sino para instruirle en su nueva posición. Reconozco que extrañé mucho su presencia cuando desapareció pero no se marchó solo. El rey mantuvo una conversación privada con él y desconozco qué palabras cruzaron, pero cuando el general salió de su despacho lo hizo cabizbajo y molesto, como quien acaba de recibir una reprimenda aunque dudaba que aquello fuese así. Porque cuando marchó, se llevó consigo a su hermana a la capital. Ninguno de los dos se despidió de mí y aquello me inquietó mucho más que aquella posible conversación que hubieran mantenido el rey y François.
Podría hacerme una idea. El rey le habría advertido a François que no quería más a su hermana como mi dama de compañía y tampoco como su amante. Pero el verdadero conflicto residía en que debía ser el hermano de ella quien encarase al padre por aquella decisión. El rey se libraba de aquella responsabilidad y cuando regresásemos a la capital puede que los humos se hubiesen aplacado.
Otro asunto mantenía en vilo mi corazón, el conde no me había escrito desde que nos habíamos despedido en la capital, la noche en que se había enterado que estaba embarazada. Reconozco que al principio supuso un alivio pensar que no me enviaría lastimeras letras plagadas de sumisa servidumbre disfrazada de amor cortés. Pero con el paso de los días, su silencio y su ausencia me volvieron hasta cierto punto paranoica. Pero todo me pareció mucho más peligroso en el momento en que uní aquellas dos historias. El padre de Joseline debía buscar algún otro hombre, capaz de proporcionarle a su hija una buena posición en el gobierno, y nadie mejor que aquel que le había sustituido como principal consejero de la corona.
Aquella idea me pasó por la mente como un rallo. Me levanté de mi escritorio con la mano en el vientre y me paseé durante horas por mi gabinete, ante la atenta mirada de Amanda que estaba dibujando un boceto a carboncillo. Alterada por mi propia inquietud se marchó en busca de Manuela y al verla llegar me sentí algo más aliviada. No le confesé mis inquietudes pero les pedí que me dejasen a solas. Que preparasen un té y pastas para la media tarde. Que yo debía redactar unas cartas.
Cuando me hice con papel y tinta intenté aclarar mis ideas y encontrar el valor para la resolución que llevaría acabo.
Le escribí una misiva al condestable de castilla.
[…] Queridísimo amigo, tengo el honor y el
deber de informarle de una resolución que lleva vuestra persona meses
esperando, y que deseo compartir cuanto antes con usted, que tanto la desea
recibir.
He decidido rematar el asunto que nos ha
tenido en vilo tanto tiempo: el matrimonio de mi consejero, Don Juan, Conde de
Villahermosa, con mi Dama mayor, María Manuela de *.
Considero que siendo ambos de buena familia
y habiéndome servido con honor y lealtad durante este tiempo, y siendo ambos de
carácter parecido, y de inteligencia sobrada, hallarán la manera de convivir en
un matrimonio de esta índole.
Deseo que sea usted el primero en saberlo. A
mis fieles amigos se lo comunicaré en unos días, cuando encuentre el momento
propicio. Y creo que el inicio de la primavera del año que viene es un buen
momento para llevar a cabo el enlace. Justo antes de que se cumpla un año de mi
estancia en el país francés. Deseo que sea una boda hermosa y digna de ambos personajes,
así que me tomaré unos meses para elaborar los preparativos.
Puede que no esté conforme con esta
resolución. Tampoco es la ideal para mí, pero considero que sí lo es para
ellos. Y teniendo en cuenta que nuestra promesa residía en encontrarle una
esposa y asentarlo en este país, donde pueda forjarse una intachable
reputación, creo que no he herrado el tiro. O espero no haberlo hecho.
Queda en sus manos comunicarle mi resolución
a mi padre, el rey de España. Estoy segura de que a él ya se le habrá pasado la
posibilidad de este enlace por la mente. No se sorprenderá.
[…]
La reina de Francia, Isabel de H*
Como si el pensamiento del conde hubiera estado conmigo en el momento de redactar esa carta, dos días después me llego una misiva suya, con uno de sus poemas. Estaba recién escrito, el olor de la tinta era fresco y el lacre tenía ese esplendor rubicundo.
En lágrimas nací, a ellas fui dado
Desde el primero hasta el postrero día,
Costumbre y razón es, que no podría,
Cuanto lloro, señora, y he llorado.
No permite descanso ni cuidado,
Ni en lágrimas fin se sufriría,
Pues por aquel dolor que las envía
Queda el llanto, con el llanto, acreditado
No me pude ser nuevo este tormento,
Si a la entrada del mundo me esperaron
Lágrimas que no tuve por castigo;
Que jamás cesarán, pues son sin cuento
Las tristes causas por que se lloraron,
Y ellas y el llanto siempre están conmigo.
Aquello me dejó desconsolada durante horas. Sentí el pecho agitado y la mente nublada. Tenía por seguro que la lírica del conde siempre exageraba, pero era al mismo tiempo incoherente, pues qué nobles sentimientos le habrían guidado la pluma para grabar aquellos versos.
Su poema no vino solo, estaba acompañado de una carta del gobernador de los Países de los Lagos, Federico de Borgol, el hijo de mi primer prometido, y una pequeña anotación del conde, como preámbulo. Pues la misiva venía abierta y ya la había leído.
“Me he tomado la libertad de anticiparme a los acontecimientos abusando de vuestra intimidad, porque me temía noticias graves, y graves noticias son lo que he hallado”.
Reina de Francia, Isabel de H*,[…]
Queridísima amiga, adorada prima.
No nos hemos escrito apenas, lo reconozco. Y
no soy un gran admirador de las efusivas declamaciones de amistad, pero para
usted, que un día pudo ser mi madre, no tengo más que dulces palabras.
Soy un gran servidor de vuestro padre, al
frente del gobierno en los países del norte, pero mi labor como gobernador está
desbordando mis capacidades. La guerra en la que mi padre y mi hermano
perecieron no ha finalizado, todo lo contrario. Esperaba que a estas alturas
pudiera comunicaros a vuestro padre y a usted unas buenas nuevas. Tenía la
ilusión de que la próxima vez que nos encontrásemos, y pudiésemos ponernos al
día, la situación fuese muy diferente.
He conocido los avances que vuestros
soldados han conseguido en el norte, les habéis proporcionado oxígeno. Pero a
costa de nuestra asfixia. No os lo recrimino, Dios me perdone. Pero creo que
debo hacerle saber que los ingleses se han internado en nuestro territorio,
colindante a vuestra frontera, empujados por vuestras huestes, y han incendiado
los ánimos ya candentes de los revolucionarios.
Pero no es solo eso, ayudados por los
ingleses, varios pueblos de la frontera han quedado sin gobierno y sin ley,
siendo utilizados por ambos bandos en beneficio de ellos para el traslado de
armas, mercancías y personas. Vuestros ingleses recogen comida y armas que no
obtienen a través de la mar, y mis revolucionarios han obtenido personal para
su causa. Es cuestión de tiempo que el monarca inglés aproveche esta situación
para dar aún más carta blanca a los rebeldes que intentamos combatir aquí en el
norte.
Ya he solicitado ayuda a vuestro padre pero
las arcas no están por la labor de invertir más dinero en esta guerra sin fin,
cosa que comprendo. Pero tampoco es dinero lo que necesitamos, es apoyo. Se nos
escapan las fuerzas por nuestra conjunta frontera y como reina de Francia,
amiga y familiar, os pido auxilio.
Hace días que no veo a mi esposa. Vivo en la
batalla a pesar de que mi fuerte siempre fue la diplomacia. Tengo miedo, mi
señora, de morir aquí en el mismo lodo en que perecieron mi padre y mi hermano,
pero sé que mi presencia alienta a mis hombres. Pero si yo caigo, no sé qué
será de ellos. Y tampoco sé que sería de mí sin mi hermana Leonor, que está al
mando del gobierno mientras yo estoy en la batalla.
Os hago estas confidencias solo a vos, no me
atrevería a expresarme así ni si quiera con mi esposa, y es por la amistad que
sé que profesáis a mi familia.
Así que confío en que estas palabras os
conmuevan, y halléis una solución satisfactoria para ambos en este dilema.
Os aprecio, y mi esposa y mis hermanas
también os quieren. […]
No pude evitar romper en llanto. Lloré amargamente durante largos minutos. La carta se empapó con mis lágrimas por la sangre que se estaba derramando tan impunemente y por cómo se complicaba aquella situación. Pero al mismo tiempo me sentí apoyada y reconfortada. No me habían olvidado, y yo no los olvidaría. Respondí a la misiva de inmediato.
[…] La guerra contra el inglés está siendo
cruenta y despiadada. La traición se mezcla con la barbarie. Tomaré medidas
para que mis actos no perjudiquen a nadie que no sean ingleses o traidores. Y
ten por seguro que voy a remediar lo ocurrido.
Pero para que yo pueda ayudaros, vos tenéis que
proporcionarme ayuda también. Sé que vuestra hermana es una gran diplomática,
de la que habéis aprendido todo lo que sabéis. Prestádmela. Traedla aquí a París,
a principios de octubre celebraremos unas cortes. Podremos enfrentarnos juntas
al inglés desde aquí, donde podrá transmitirme en persona la situación de
vuestra tierra. Confiad en mí, sé que lo haréis bien sin ella.
Aunque aquella última promesa de ayuda salía de mi corazón, y había pensando que esta situación podía llegar a darse, no estaba segura, por primea vez, de que pudiese cumplir mi promesa. Me había quedado sin comodines debajo de la manga, y era justamente la única petición que no habría querido desatender. Si todo salía según lo previsto, los mercenarios italianos volverían a Venecia y los españoles apoyarían al emperador, por lo que me sentí algo inquieta. Necesitaba hombres, o mejor aún, políticas reconciliadoras que apagasen las llamas de los rebeldes. Terminar con ellos no supondría más que una medida a corto plazo. Convencerlos era más difícil, mucho más después de años de guerra contra ellos. Mandar un ángel de la muerte y exterminarlos no era ni sencillo ni eficaz.
Aquella angustia me mantuvo despierta toda la noche, pero más que la inquietud fue la impotencia de estar tan lejos de la capital. Lejos de quienes podían darme consejo y apoyo. Desde donde las cosas se veían de un modo diferente. Me invadió la culpa por seguir de luna de miel, tan avanzado el mes, cuando tantas cartas de auxilio llegaban y todo estaba aún por ocurrir.
Me levanté al día siguiente decidida a hacer las maletas y regresar a la capital. Se lo comuniqué al rey a media mañana, cuando todas mis damas estaban empacando todo. Le pedí al rey que hiciese lo que quisiera. Si deseaba pasar un par de días más en el palacio, estaba en la libertad de hacerlo, pero yo no podía seguir por más tiempo entre aquellas paredes, cuando asuntos en la capital me reclamaban.
—Te acompañaré. —Dijo mientras almorzábamos. No se enfadó y tampoco parecía decepcionado. Mi idea pareció excitarlo—. Yo también estoy algo aburrido de estar aquí. No me aburrís vos, mi señora. —Rectifico al instante—. Pero siento que si me quedo aquí por más tiempo, ya no podré volver a la capital.
—Bien.
—Además, ambos tenemos nuestros propios asuntos que finiquitar. Por no hablar, de que deberíamos darles a todos la noticia de tu embarazo.
—Sí, así es. —Asentí, y después pensé en qué querría haber dicho con asuntos propios. Pero pude imaginármelo. Lo que dijo a continuación me confirmó que mis sospechas eran acertadas.
—Podrás elegir a otra dama, para sustituir a Joseline.
—¿No preferís elegirla vos?
—No. —Negó.
—Entonces le pediré a vuestra madre que lo haga. Yo no tengo el conocimiento de la confianza con las damas de la corte como para asignarme una…
—Bien.
♛
Como aún faltaban al menos cinco días para nuestro regreso, la llegada a palacio resultó toda una sorpresa para quienes allí habitaban. Pudimos tomar a la reina por sorpresa en sus estancias privadas y se alegró vivamente de tenernos de vuelta. Desde la última vez que la había visto estaba algo más exhausta. Como quien se deja envejecer porque la vida se ha vuelto más tranquila, o porque otros han tomado las riendas del gobierno, y ya hay cosas de las que no hay que preocuparse.
El conde de Armagnac estaba en uno de los salones departiendo con unos ministros. Me crucé con el embajador inglés, que departía con Oliver cerca de la puerta de la biblioteca y también con François, quién me aseguró de que Jonathan ya estaba instalado en palacio, pero que de momento no se lo habían comunicado a nadie y permanecía oculto, siendo servido por un reducido numero de personas y bajo pena de prisión si decían algo.
Habíamos acordado que fuera así porque de tenerlo merodeando por el palacio habría levantado las sospechas de los ministros, embajadores y mensajeros ingleses que llegaban diariamente, así como de Ricardo y Oliver que solían ir de un lado a otro. Si el inglés sabía que estaba de nuestro lado, el factor sorpresa podría desaparecer, y considerándolo un traidor, incluso su vida estaba en juego.
—Reúne al consejo. —Le pedí a François—. También a Richard. Tal vez le interese saber las buenas nuevas.
A media tarde, cuando hubiera deseado estar departiendo con Manuela en plena parida de cartas, nos habíamos reunido en la sala del consejo la reina viuda, el inglés, su hijo François, el conde de Villahermosa, y el conde de Armagnac, quien fingió una grata sorpresa, o más bien una incómoda bienvenida, cuando nos halló con la mirada al rey y a mí. También había hecho llamar a mi chambelán para que él mismo compartiese las nuevas buenas con la iglesia.
—¿Cómo es que habéis adelantado el regreso? —Preguntó el conde de Villahermosa que me miraba a los ojos con triste candor. Se imaginaba el motivo de aquella reunión, pero le preocupada que algún imprevisto nos hubiera hecho regresar.
—La vida en palacio nos reclamaba. —Dijo el rey con una sonrisa y después se levantó con algo de vergüenza. Sonrío como un niño y juro que pude ver al conde de Armagnac mudar su expresión con disgusto—. Quiero que seáis los primeros en saber, que mi esposa, la reina Isabel, está en cinta. De dos meses ya.
Apenas había personas en esa sala que no lo supieran. Lo vi en sus miradas, todos lo sabían o al menos la mayoría se lo habían figurado. Los que no se habían enterado de manera directa, lo habían imaginado por aquella reunión tan intempestiva, o pude que fuera por algo en mí, por mi expresión o por mi carácter.
Cuando la esposa de mi padre, la reina Ana, quedó en cinta, recuerdo como a partir del tercer o cuarto mes sus mejillas se volvieron mucho más rubicundas, y sus ojos adquirieron un brillo extraño, resplandeciente, como la luz de Dios creando vida en su interior. Su carácter se suavizó y adquirió cierta dominancia maternal. Temí que todo aquello me sucediese a mí. Mi madrastra estaba hermosa en su preñez, pero dejó de tener el porte autoritario que solía, y pasó a ser un aparato que mover de un lado a otro, sobre el que estar pendiente y al que todo se achacaba a su preñez. Desde sus disgustos hasta sus antojos. Sus decisiones incluso se veían en tela de juicio.
Puse una mano sobre mi vientre y me pregunté si estaba preparada para el papel que se me había asignado. Por primera vez dudaba seriamente de poder lidiar con aquello.
La reina madre fue la primera en levantarse para darme un intenso abrazo. Pero en él sentí también la pena y la desesperanza que es capaz de transmitir una madre que sabe lo que es perder a su hijo. Era casi un abrazo de consuelo por lo que pudiera suceder.
—Los primeros meses son más sencillos. —Me dijo como si me hubiese leído la mente—. Pero después necesitarás reposo.
Asentí sin poder decir nada.
El conde de Armagnac parecía extenuado, como si la noticia le hubiese sorprendido pero no del todo, pero la confirmación le hubiera rematado. François y el conde de Villahermosa tuvieron una reacción comedida, pues ambos eran conocedores y no fingieron no saberlo. Me felicitaron y se inclinaron frente al rey, mostrando sus respetos y su enhorabuena. Incluso mi chambelán sonrió con candor y asintió con satisfacción. El inglés fue el único que pareció no esperarse aquella noticia. Había estado fuera y regresó mientras nosotros habíamos estado de luna de miel. Encontrarse aquella noticia seguro que limitaba las esperanzas del monarca inglés sobre sus pretensiones en la corona francesa, un hijo del rey cambiaba el panorama político, sin embargo esto no detendría la guerra.
Me felicitó sin embargo, besó el dorso de mi mano y me prometió transmitirle aquellas buenas nuevas a su rey. También, como todo un buen caballero, me aseguró de que mi padre estaría muy satisfecho al saber la noticia y se sentiría muy orgulloso de que su hija hubiera cumplido su papel más fundamental en la corona francesa.
El conde de Armagnac hubo de sobreponerse a su espanto para poder darme la enhorabuena. Pero no lo hizo tal como hubiera imaginado. Me miró, realizó una reverencia de rigor y cuando alzó el mentón sonrió con una mueca de dientes amarillentos. Dijo algo que me dejó helada.
—Esperemos que sea varón. Aquí no reinan las mujeres.
Mostré un amago de sonrisa y remató mentando a mi madre.
—Y que todo salga bien. Seguid el modelo de nuestra reina madre, que dio al rey Enrique II dos hijos que llegaron a edad adulta. Vuestra madre se equivocó con los sexos.
Si hubiera tenido una daga le habría atravesado de parte a parte, lo juro. La presencia de mi madre, en su boca o en su pensamiento, me hacía sentir como me arrancaba la piel. Y aún así, consiguió infundirme el miedo de no poder darle un varón al rey, o aún peor, perecer en el intento. Y sin embargo pude ver un algo en su mirada. Una seguridad que me desconcertó.
—Todos esperamos que sea un muchacho sano y fuerte. —Dijo la reina madre encontrando las palabras y el tono que a mí me faltaron.
Si no hubiera estado todo planeado, le habría mandado ahorcar ahí mismo, en ese instante. Sentí la rabia y la impotencia de saber que tenía allí en la sala a alguien que con un solo gesto era capaz de sacar su espada y separar la cabeza de aquel hombre de su cuerpo, pero que el rigor y el compromiso me impedían realizarlo. Habría azuzado a Juan como a un perro solo por ver a aquella mezcla de ser y homúnculo tragarse sus palabras.
La reunión terminó antes de lo esperado, todos tenían deberes que cumplir y el rey y yo deseábamos descansar a causa del viaje. Yo tenía mis quehaceres y el rey también. Sonaron las campanas por toda la ciudad anunciando mi preñez y el rumor se extendió por todo el país. La nueva llegó a todos los lugares del reino y del continente en cuestión de días.
Pero aquel mismo día aún me aguardaban nuevas noticias.
Cuando salimos del consejo François me acompañó hasta mi gabinete para ponerme sobre aviso. Había habido avances de los ingleses sobre el terreno. Una localidad que habíamos recuperado hacia días, había caído de nuevo bajo el control inglés porque tras la partida inglesa habían contaminado los pozos con cadáveres y todo el pueblo había enfermado. Los que sobrevivían, habían sido custodiados por una decena de soldados ingleses y era urgente rescatarlos y llevarles vivieres para que se recompusiesen.
—¿Qué hacemos?
Aquello era un contratiempo, pero necesitábamos una rápida respuesta.
—Nos reuniremos a media noche en la biblioteca. Haz llamar al conde de Villahermosa, al rey, y trae contigo a Jonathan, nos será de ayuda. Conoce mejor que nadie la estrategia del inglés.
—¿Y mi padre? Si desaparecemos lo sabrá y no le gustará saber que nos hemos reunido sin él. Ni si quiera le he comentado esta noticia que me ha llegado, aunque debe saberlo.
—No te preocupes por tu padre, yo me encargo.
-----------------------------------------
*POEMA: Soneto amoroso nº 145, pag 221 [Soneto completo] “Poesía impresa completa” (1990) Conde de villamdiana. Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Catedra, Letras hispanas)
-----------------------------------------
Comentarios
Publicar un comentario