UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 36

CAPÍTULO 36 – UNA AGRADABLE COMPAÑÍA


El día pasó que ni visto. Es un abrir y cerrar de ojos estábamos cenando los tres en la mesa del salón principal. Usualmente el rey y yo no cenábamos juntos, era una costumbre fea, pero la habíamos adquirido por nuestras distintas costumbres y hábitos. Él cenaba mucho más pronto que yo y en mi caso había días incluso en que no tenía apetito a la hora de la cena por haber estado picoteando algunos dulces con Manuela a media tarde, así que con un poco de caldo que me templase el cuerpo antes de acostarme estaba más que servida.

Pero reconozco que tener una visita en el palacio nos hizo emocionarnos por poder compartir mesa de nuevo, como una pequeña celebración privada, solo para los tres. No era cuestión de impresionar a François, sino de buscar un lugar común para los tres donde pasar el rato. El rey se había acostado a media tarde y el general había bajado a la laguna a nadar. Cuando me lo dijo me sorprendí, pero me tranquilizó contándome que era algo que el rey y él solían hacer, junto con otros muchachos de la corte, cuando eran más jóvenes y residían en aquel palacio. No pude evitar sin embargo preguntarme si se quitaría la máscara para nadar. No se llevó a nadie consigo incluso a riesgo de poder ahogarse o descalabrarse. Pero supuse que por ese mismo motivo preferiría ir en soledad. No se quitaría la máscara delante de nadie.

Yo por el contrario me quedé escribiendo un par de misivas y jugamos Manuela y yo al ajedrez. Cuando llegó la hora de la cena se puso la mesa y degustamos un guiso de ave, una empanada de verduras y varios platos de frutas. Una trucha, unas perdices asadas y algo de paté para untar. Y quesos. Recuerdo bien aquella cena porque la mitad de aquellos olores me produjeron mareos y nauseas. Comí fruta, exclusivamente y un poco de vino especiado y bastante aguado. Lo habían preparar para mí pero François se vio seducido por el dulzor de la miel y el picor del clavo y se sirvió un poco para sí. Bebía con sumo cuidado de no desenmascarar por completo su rostro. Supe que el rey sí le habría visto sin la máscara, porque solo se cuidaba de que desde mi punto de vista yo no le descubriese.

—Brindemos por los éxitos de nuestro increíble comandante del ejército francés. –Dijo mi esposo levantándose de su asiento con efusividad y con su copa en alto. Yo, estando frente a él, secundé el brindis alzando mi copa. François por su parte henchido de orgullo, puso su mano sobre el pecho y sonrió debajo de esa mascara dorada.

—Es un honor comer en la mesa de los reyes, vuestras majestades. –Alzó también su copa—. Y vuestros cumplidos, y vuestra confianza me llena de satisfacción.

Bebimos de nuestras copas y cuando el rey posó la suya sobre la mesa, me miró desde la distancia con picardía, a la par que con recelo.

—Se lo debéis todo a ella. —Dijo sin dudar—. Ella es la que ha puesto su confianza en vos. Es la que ha conseguido el dinero para vuestra empresa. Y ha sido la única de esta mesa con el arrojo suficiente como para enfrentar a vuestro padre, François.

—Entonces brindo por mi reina. —Dijo él levantando su copa—. Por la reina que nos traerá la victoria y la paz.

—Eso es adelantar demasiado los acontecimientos, general. No podemos confiar aún en que todos nuestros planes vayan a resultar satisfactorios. Ni si quiera mi abuelo, el emperador, vio todas sus batallas ganadas.

—A pesar de sus fracasos, vuestro abuelo fue un gran guerrero. —Dijo François casi con admiración.

—Su error fue considerar que los hombres no mienten, confió en que sus enemigos tendrían el mismo honor caballeresco que él.

—Con sus enemigos… ¿os referís a mi abuelo? –Preguntó el rey.

—A vuestro abuelo me refiero. —Le dije a Enrique, mirándole desde el extremo de la mesa con ojos entrecerrados.

—¿Decís que mi abuelo fue un traidor?

—Fue un mentiroso. Un hombre que no respetó sus propios tratados, que ignoró los acuerdos de paz y se empecinó en no darle tregua ni a su propio pueblo. Un día hacía alarde de jefe de la cristiandad y al siguiente pactaba con el enemigo turco que se aproximaba por oriente para subyugar el continente.

El rey se mantuvo en silencio, mirándome desde su asiento.

—Conocí a un veneciano, que trabajó al servicio de mi padre, que solía echar pestes de los españoles, y que sin embargó decía: “Al contrario que los españoles, los franceses siempre me han gustado, porque en sus modales hay algo tan gentil, tan cortés, que uno se siente atraído por ellos como hacia un amigo, mientras que en los otros se aprecia un aire de orgullo ofensivo que les da un aspecto repelente y no predispone en su favor. Sin embrago en más de una ocasión he sido engañado por los franceses, pero jamás por los españoles.”*

—No todos los franceses somos unos traidores. —Apuntó François

—Desde luego que no. Pero la visión que se tiene de este país en el exterior se fundamenta en sus políticas. Y me temo que durante las últimas generaciones no se ha hecho por mejorar la imagen externa. Todo lo contrario, no ha habido sino causas de desconfianza. Desde vuestro abuelo hasta vuestra madre. Estos últimos años animó a parte de la corte a que estrechase lazos con los hugonotes e incluso hizo de casamentera en algún matrimonio. Y de la noche a la mañana, durante el tiempo de su regencia, saca a los hugonotes de palacio y los mata en las calles de la cuidad.

Aquello era un episodio oscuro, que había ocurrido unos años antes y aún estaba presente en la piel y el recuerdo de mis dos oyentes. Pero no tuvieron el coraje de responderme.

—Se han perdido aliados, muchos. España ya formaba parte de la ofensiva hasta nuestro matrimonio, pero tenéis a los italianos a la defensiva, a los holandeses preocupados por la presencia de ingleses en sus fronteras, a los ingleses deseando llegar hasta la capital para quitaros de en medio. El papa es el único que parece agradecido por la matanza de hugonotes perpetrada por vuestra madre, pero sabe Dios los años que le queden al pobre desgraciado, y el que venga después puede que no nos sea del todo favorable…

Aquello me había dado una poderosa idea. Sin embrago la retuve conmigo unos segundos y me decidí a no mentarla entonces.

—Ni hablar del emperador, el tío de mi padre, que no moverá un solo dedo por vos mientras yo no se lo pida. Y tampoco es que tenga demasiada libertad de movimiento. Aún le dura la guerra contra el turco que vuestro abuelo fomentó.

—Pareciera que os creéis la mujer más poderosa del continente. —Dijo el rey con un tono serio pero algo despectivo.

—Sin duda es la mujer más influyente, eso que no os quepa duda. —Dijo el general mirando al rey con recelo.

—Influencia es lo que le falta a esta corona, y ese es el motivo por el que vuestra madre luchó por conseguirme para vos como esposa. Por mi influencia, por mi posición en el mundo, por quién es mi padre, pero también por cómo soy yo. Y por supuesto, como recuerdo de mi propia madre.

El rey soltó una risa desenfadada y posó la copa sobre la mesa con aire de abatimiento. Miró a su amigo con ojos chispeantes de rabia pero a la vez divertido.

—Nos gobiernan las mujeres, me temo. No somos más que peones en un tablero repleto de reinas.

—No os engañéis. —Le pedí—. Y tampoco queráis deshaceros de vuestra responsabilidad. No es tan sencillo. En mi familia las mujeres siempre han tenido papeles importantes en la política. Dada nuestra extensión de dominios el rey debía estar en todos ellos  a la vez y eso se suplía con hermanas, esposas o hijas. Mi abuelo el emperador confió en su tía para ser gobernadora de los países de los  lagos, y después en su hermana, y más tarde en una de sus hijas. Su propia esposa ejerció de gobernadora en España. Yo misma he ejercido ese cargo mientras mi padre viajaba fuera.

»Pero no os confundáis, las mujeres no solo gobiernan en las grandes familias. Somos madre de varones, somos hermanas e hijas. Y somos esposas. Somos amigas y consejeras, somos jefas de nuestro entorno. Todo emperador tiene una madre y todo rey tiene una esposa.

—Os habéis pasado con el vino. —Me dijo el rey con media sonrisa cómplice. Y tenía parte de razón. Me llevé las manos a las mejillas y sentí cómo ardían a causa de mi discurso. Él no pudo evitar reírse ante mi gesto y François se levantó, servicial como un mayordomo.

—Mandaré que le traigan algo de agua fresca, mi señora.

—No, es mejor que me vaya a costar ya. Es tarde.

Al incorporarme sentí pesado el vientre. Puede que a causa de la comida o por la pesadez de las especias del vino, pero me sujeté el vientre al incorporarme y ese gesto puso en tensión al rey que se incorporó con susto. Yo le miré desde lo lejos con más susto a cusa de su reacción que por mi propia postura y le reñí con la mirada.

Aquel instante bastó a François para leer entre líneas todo lo que acababa de ver. No hizo falta más que ambos le mirásemos a él como cómplice de un homicidio y se puso rígido como un poste.

—¡Mi señora! ¿Estáis…? —Miró ambos lados de la mesa, esperando que la confirmación viniese de alguno de los dos. Pero tras que yo terminase de incorporarme y el rey se desvaneciese en su asiento, asiendo de nuevo la copa de vino, quedó calmo y satisfecho—. Enhorabuena mi señora. Enhorabuena, alteza. –Miró al rey con alborozo y este le devolvió una sonrisa cándida.

—Gracias amigo mío. Es una gran noticia. Pero preferimos mantenerlo en secreto, al menos hasta que regresemos de la luna de miel. ¿Nos haríais el favor de…?

—¡No os quepa duda de que no diré una sola palabra al respecto!

—Bien. —Suspiré—. Es tarde, no me demoro más, deseareis hablar como dos viejos amigos y aquí no tiene cabida una mujer.

—Os acompañaré en un rato. —Prometió Enrique y yo asentí con una expresión dulce y agradecida.

—Su…su alteza… Isabel. —Dijo el general, aún de pie, con una mano sobre la mesa como para no perder el equilibrio y la otra sobre el pecho, buscando en su interior las palabras que referirse. Sonreí con vergüenza.

—Lo que tengáis que decirme, guardároslo para mañana. Ahora solo quiero descansar…

Cuando Manuela me acompañaba pasillo adelante la atraje a mi lado.

—¿Joseline ya está en la cama?

—Sí mi señora. Amanda os espera aún despierta para desvestiros.

—No será necesario. Id a avistarla para que se acueste también y tráeme un par de candelabros al despacho. A prisa.

La dejé en la intersección donde las estancias de la reina se disponían y yo me conduje a través de las tinieblas hasta el despacho del rey. Una vez allí me senté en el escritorio y me hice con mis enseres de escritura, pero no me atrevía redactar unas letras hasta no tener delante de mí las velas, aunque mentalmente estaba repasando todo lo que había estado surgiendo en mi mente. Sentí los nervios a flor de piel.

Manuela regresó con dos candelabros y los puso alrededor del papeleo.

—Debéis acostaros, es ya muy tarde. —Me aconsejó, pero yo levanté la mirada con pasmo.

—Jamás antes me habíais dado esa clase de órdenes, Manuela.

—Normalmente las embarazadas duermen muchas más horas que de normal. El bebé necita reposo.

—Está reposando, dentro de mi vientre. Anda, márchate a dormir. Yo terminaré enseguida.

—¿Qué le digo al rey si aparece por vuestras estancias y no os encuentra?

—Decidle la verdad. De todos modos si no me encontrase en la cama, este sería el primer sitio donde me buscaría. Ale, márchate.  

Agarré papel, pluma y tinta, y atisbé a lo lejos mi sello y el lacre.

 

A Ginevra Contarini:

[…] Hubiera deseado, os lo prometo, que la primera misiva que os enviase no tratase de temas de estado. Pero me temo que una reina no tiene tiempo para hablar con amigas, mucho menos para trabar nuevas amistades. Pero os considero una amiga al fin y al cabo, y somos reinas de nuestros respectivos territorios, por lo que podéis comprenderme como espero.

Me conocisteis y sabéis que no soy una persona de muchas palabras, y tampoco suelo andarme por las ramas. El tiempo apremia e incluso escribir una misiva pude suponer una gran diferencia entre la victoria y la derrota. Tanto como el tiempo que tarde en llegaros, si es que la guerra al norte de los estados italianos no os ha perjudicado hasta tal punto de dejaros incomunicada.

Sé que vuestro hijo es el rey de Venecia, pero os escribo a vos, su alteza, porque vuestros sentimientos y vuestra razón van más acorde con mi gusto. Que los reyes se escriban entre ellos, las reinas nos escribiremos por nuestro lado.

Han llegado noticias de las intenciones que vuestros vecinos del milanesado traman contra vuestras fronteras. Desean invadiros, y os habéis quedado sin los mercenarios tan anhelados que el duque de Gasconia trajo a Francia. Por ahora trabajan a nuestro servicio pero no tendría ningún inconveniente en devolvéroslos si nuestra guerra finaliza pronto. Es más, los territorios de mi padre en vuestra península, que se han mostrado imparciales ante vuestras guerras, bien podrían apoyaros y custodiar vuestros intereses, si así lo deseaseis.

No seré cínica. No por mucho más tiempo. Las cosas aquí no están muy bien y pensé que con el pueblo francés se solucionaría este conflicto, pero me he dado cuenta de que no es suficiente. Cuando he llegado aquí la guerra estaba muy avanzada y en franca decadencia. Pero si no os han llegado para entonces las nuevas buenas, hemos vuelto a recuperar territorios y solo es cuestión de tiempo que reconquistemos el territorio invadido. Pero me temo que no me queda demasiado tiempo. Las fuerzas de nuestros hombres se agotan y me temo que la guerra, el cuerpo a cuerpo, ya no sea una opción.

[…]

Vuestro padre es el Pontífice. Y no logro entender por qué estos últimos meses se ha mostrado tan imparcial con esta invasión. Id a verle, hacedle entender que esto no es solo una pretensión territorial. Los ingleses, con su religión herética han profanado el continente y desean asentarse, y extender su religión a todo el país. Primero será Francia y después el resto de países donde el inglés quiera asentarse. ¿Acaso vuestro padre no sabe las atrocidades que se han cometido allí? Persiguen a los católicos como a las ratas en aquellos lejanos brotes de peste. Los matan y los exhiben como a ladrones y asesinos. Rompen las reliquias y los atormentan hasta que confiesan pecados que no son más que la más pura y sincera de las veneraciones. La única. […]

Si no quiere entender esta guerra como una nueva cruzada contra el hereje, que al menos no mancille su cetro y su sotana con políticas cobardes. Tampoco se ha pronunciado en vuestro favor, ¿verdad? Preguntadle cuánto le paga el duque de Milán, y recordadle que los codiciosos no van al cielo. Tampoco los padres que no auxilian a sus hijos.

Si deseáis al menos negociar, mandadme un emisario, un embajador o a vuestro propio consejero. Venid vos misma, si lo deseáis. Os acogeré como a una hermana en el palacio y departiremos durante horas. […]

Espero vuestra respuesta […].

Isabel de H*, reina de Francia.

 

Lancé el papel lejos y alcancé otro nuevo. Sentía mis manos cansadas y pesadas pero tuve que continuar.

 

A su Majestad el Cesar, Máximo, emperador de los Romanos.

Tío, es vuestra sobrina la que os escribe, Isabel.

[…]

¿Recordáis cuando os reunisteis con mi padre en su despacho, y le pedisteis mi mano en matrimonio para vuestro hijo? Yo sí lo recuerdo, vivamente. Y llevo grabadas a fuego las palabras que le dirigisteis sobre mí. Y aquí me veis, la eterna prometida se ha convertido en reina de Francia, me considero fértil y en estado de preñez, con un heredero para mi esposo en el vientre. Os escuché de viva voz, escondida como estaba tras una puerta del servicio.

Pero también recuerdo vuestros argumentos a favor de vuestra propuesta: la unión familiar. Si debo seros sincera, vuestro hijo habría sido la opción más inteligente, y viéndolo desde la distancia, sentada en el trono francés con una guerra azotando mi paz, la propuesta de un segundo hijo con un ducado que regentar me parece de lo más satisfactoria.

Pero soy digna hija de mi padre y la guerra es algo para lo que me han educado, y este es el motivo principal de mi carta. Confieso que conozco de primera mano vuestra situación en el este, los turcos han vuelto a la carga con su avance hacia el interior del continente y estáis a las puertas, listos para recibirlos, pero os ofrezco uno de esos tratos que solo un familiar tendría el coraje de haceros: Enviadme a un hombre, y yo os lo devolveré con un ejército de mercenarios españoles. Previo pago de dos meses por su servicio.

Traedme a vuestro hijo, en representación del emperador, para que apoye con su presencia a la reina de Francia en su guerra contra el inglés. Celebraremos unas cortes en el mes de octubre, y deseo vuestra presencia a mi lado. Apelo a esa paz familiar de la que tan orgullo os sentíais en el despacho de mi padre.

Sin rencores, tío.

Psd: Y si sois vos quien os animáis a venir en vuestra propia representación, os prometo vino y cochinillo todos los días.

Isabel de H*, reina de Francia.

 

Cuando terminé de escribir cerré las cartas y las sellé con lacre. Las guardé a buen recaudo y me hice con uno de los dos candelabros mientras apagaba el que dejaba allí. Salí al pasillo y mientras me conduje por las estancias en semioscuridad escuché un revuelo. Un murmullo de esos que desean ser gritos pero se mantienen en meros susurros por miedo a levantar la voz y ser escuchados. Reconocí las voces de Joseline y el rey antes incluso de doblar la esquina. Apagué las velas del candelabro y me oculté en la oscuridad del pasillo, donde podía verlos con total impunidad.

—Vamos, venid conmigo. —Dijo ella sujetando el brazo del rey con más osadía de lo que yo había hecho jamás. Él se deshizo de ella con un tirón de su brazo.

—Iré a buscarla al despacho.

—Seguramente esté ocupada, pasad el rato conmigo y después iréis a buscarla ¿Qué os parece?

—¿Acaso no me has entendido ya? No quiero pasar la noche contigo, y menos aquí. Esta es mi luna de miel. Es tiempo para mi esposa y para mí. ¿No puedes si quiera respetar eso?

Ella pareció desolada, pero el pasmo se le pasó rápido, y también el coqueteo. Se puso furiosa como solo una mujer sabe hacerlo cuando es rechazada.

—¿Ya no queréis pasar las noches conmigo? Habéis dejado de hacerlo antes incluso de venir aquí. ¿Creéis que podéis dejarme así, sin más? Sois mío. —Sostenía su jubón con fuerza, no le dejaba mover—. Lo habéis sido desde hace años, incluso con vuestra primera esposa viva. ¿Acaso esa española os ha encandilado? No me hagáis reír. ¿Acaso la distinguís de una almohada en la cama?

Pensé que era suficiente así que me acerqué un poco más pero el rey tiró de su brazo haciendo que ella le soltase y después la sujetó por las muñecas con rabia. Ella parecía complacida de obtener su atención, satisfecha con aquel arranque de ira, pero al percatarse de ello el rey, la soltó con un suspiro y se encogió de hombros, completamente rendido.

—Ponte como quieras. Di lo que quieras. Cuando volvamos, no estarás más al servicio de la reina.

—¡¿Cómo?!

—Lo que me has oído. Dios no quiera que te oiga hablar así de ella. En cuyo caso, lo mejor es que ni te acerques a ella, por tu propia seguridad.

—No finjáis que lo hacéis por mí, o por ella. Siempre el rey es lo primero. ¿Verdad? Me abandonáis.

—¿Os habíais creído algo más que un mero entretenimiento?

Aquello me dolió incluso a mí. Pude empatizar con ella, incluso después de lo que había dicho de mí. Pude sentir la punzada en el vientre que a ella también le aquejó. Se miraron con fuerza, con rabia y después, nada. Ella bajó la cabeza y el rey suspiró.

—Cuando se entere mi padre…

—Vuestro padre es mi consejero porque vos sois su fulana. Y cuando quiera el favor de otro hombre, a él os llevará.

Ella le abofeteó. Fue un golpe rápido y sonoro. Y he de reconocer que estando en su situación, yo habría hecho lo mismo. Pero golpear al rey era intolerable. Ella le miró con rabia contenida, con una ira propia del leviatán. Pero palideció y su rostro mudó su expresión, volviéndose lívido y tétrico como la muerte al hallarme detrás del rey, desdibujada por las sombras que me precedían por el pasillo.

El rey mismo se asustó de verme allí, con un candelabro apagado y en medio de aquel silencio y aquella oscuridad. Me acerqué lo suficiente como para tenerlos a cada uno a un lado y miré a la muchacha que se debatía en si volver al interior del dormitorio o disculparse.

—Ve. —Le dije, señalándole con la mirada su dormitorio y se escabulló dentro más rápido que un diablillo.

El rey por el contrario parecía henchido de orgullo. Creyó que haber presenciado aquella escena me haría estar agradecida con él, o tal vez encandilada. Pero le fulminé con una mirada de incredulidad.

—La metéis en vuestra cama por años y después la llamáis fulana…

—Es lo que es… —Dijo él encogiéndose de hombros.

—¿Y qué dice eso de vos? ¿Y en qué lugar me deja a mí?

Suspiró abatido y puso sus manos en las caderas.

—Tenéis razón, está bien. No debí hablarle así. Me ha sulfurado. –Al alzar la mirada creyó que aquella disculpa era suficiente y se aproximó hacia mí para rodearme con su brazo—. Vayámonos a dormir, es muy tarde…

—Creo que me he pasado con el vino. —Le recordé con cinismo, apoyando el candelabro en su pecho y alejándolo de mí. Él quedó helado, con ojos como platos.



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*“Al contrario que los españoles, los franceses siempre me han gustado, porque en sus modales hay algo tan gentil, tan cortés, que uno se siente atraído por ellos como hacia un amigo, mientras que en los otros se aprecia un aire de orgullo ofensivo que les da un aspecto repelente y no predispone en su favor. Sin embrago en más de una ocasión he sido engañado por los franceses, pero jamás por los españoles.” —Observaciones y pensamientos. (1999) Giacomo Casanova. 

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