UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 35

CAPÍTULO 35 – VISITA DEL GENERAL

 

Me desperté muy de madrugada, cuando el sol ni si quiera había comenzado a despuntar y el cielo se mantenía tan oscuro como en la más oscura hora de la noche. Pero mi cuerpo sentía que no quedarían demasiadas horas hasta el amanecer. Podía sentirlo en el olor a rocío y el breve descanso del que se había alimentado mi mente. El rey dormía plácidamente a mi lado, con una respiración tranquila y pausada, y reconozco que me tentó la idea de hacerme un ovillo a su lado, pero me contuve.

Después de despertar a Manuela y pedirle que bajase a prepararme algo para desayunar me puse un batín encima y me conduje con una vela al despacho. Tras sentarme en el escritorio y ordenar mis enseres de escritura me di cuenta de que no tenía ganas de ponerme a redactar o abocetar ninguna misiva. Tenía la mente algo embotada y el cuerpo entumecido y me limité a cerrar los ojos y sumirme en aquel silencio rodeado de tanta oscuridad. Sin darme cuenta estaba evocando el recuerdo de mi padre, en sus largas noches enclaustrado en su despacho con una vela como única compañera y un montón de papeleo como refugio. Nunca había comprendido el placer que aquello podía proporcionarle pero entonces pude atisbar parte de ese confort.

Cuando Manuela regresó me encontró con la mejilla apoyada sobre la palma de la mano, mirando a un punto indeterminado.

—Un poco de caldo de ave, mi señora. —Dijo, y posó el cuenco en un pequeño espacio libre de la mesa. Yo le pedí que se volviese a la cama si lo deseaba pero me dijo que estaba más que acostumbrada a los desvelos, así que se trajo un pequeño libro y se puso a leer.

Antes de que amaneciese del todo se fue a su dormitorio para ponerse algo más formal de ropa y me sugirió ser la siguiese, pero me quedé allí unas horas más. Cuando el secretario del rey, Parménides, despertó y comenzó sus labores le hice llamar y le di instrucciones

—He redactado un llamamiento para acudir al juicio del conde de Tourson y el marqués de Granouille el mes que viene. Es un boceto, una plantilla. Os he dejado también una lista de personas a las que deseo que se les envíe. ¿Podríais hacerme una copia para cada invitado, respetando sus respectivas dignidades? Y enviarlas después…

—Por supuesto, alteza. —Dijo el hombre—. ¿Necesitarán la firma del rey?

—Sí, asegúrate de que las firme todas, por favor. Están redactadas en su nombre, no en el mío.

Cuando dejé al hombre allí en el despacho Manuela me acompañó hasta mis dependencias. El rey se había marchado y yo tenía que ponerme algo mejor para poder recibir a François. Cuando Joseline salió del gabinete para ir a buscar mis zapatos, que habían estado limpiando aquella mañana, le entregué una carta cerrada y sellada a Manuela, que sin preguntar ni mirarme, la introdujo dentro del jubón de su vestido. A pesar de su discreción hube de darle indicaciones.

—Antes de las tres de la tarde, auséntate. Baja hasta el lago, con la excusa de lavar unas prendas y ve hasta la encina que tiene el tronco hueco, con una gran oquedad. Deja ahí la carta. Vendrán a recogerla de inmediato.

—¿Uno de los amigos del conde?

—Así es como el conde me ha explicado que debo hacerlo…

—¿Una carta para España, mi señora?

—Para Inglaterra.

Como no puedo dejar al lector sin saber el contenido de la misiva y aunque tampoco recuerdo todo el contenido de ella, la parafrasearé aquí:

 

A Lord Richard Cecil:

Os escribo estas palabras en el día 8 de agosto del año de nuestro señor 15** para que podáis ilustrarme. Hace años que no nos hemos escrito, la política nos ha mantenido alejados, gracias a Dios, y como tampoco hemos tenido ningún tipo de interés personal en crear ninguna clase de amistad, las comunicaciones han sido completamente nulas. Pero como ha podido comprobar, Dios ha tenido a bien concederme un esposo rey y ahora soy reina de un país que se mantiene en guerra por mucho tiempo con vos, con vuestro gobierno y vuestro rey.

Nuestros caminos vuelven a encontrarse, y a pesar de nuestras diferencias deseo que me mostréis cuál es la verdadera situación de esta guerra. Mis enemigos comparten mi bandera y en las trincheras mueren hombres inocentes, no por espadas o balas, sino por hambre y pena. Y son muchos los intereses encontrados que han venido a confluir en este estrecho mar que nos separa.

Cruzadlo. Venid a Francia, compartid ciudad conmigo una vez más e ilustradme con vuestro conocimiento. Miradme a los ojos y prometedme que estáis haciendo lo posible por ganar la guerra, no por hacer que nosotros la perdamos. Mostrarme vuestras cartas y yo os mostrare las mías, si ambos deseamos el fin de la guerra no somos enemigos, y aunque siempre habéis sentido un profundo odio hacia mí, y hacia mi familia, yo no os guardo ningún tipo de rencor.

No os escribe la reina, os escribe una antigua conocida que necesita un personaje más para su acto final.

Escribid a la reina madre, o al propio conde de Armagnac a quien habéis visto la cara más de una vez, y pedidles audiencia. Presentaos de sorpresa si lo deseáis, pero no me nombréis en vuestro viaje. Seguro que tenéis muchas cosas de las que hablar en París, muchas explicaciones que pedir. La muerte de vuestro querido amigo el duque de Gasconia puede ser una buena excusa, o la ingente compra de mercenarios que recientemente apoyan a nuestras tropas.

Recordad, no os escribe la reina. Pero me encontraréis esperándoos.

 

Pasadas las diez François llegó cabalgando a palacio. Estaba exultante y lleno de energía. Le había oído llegar y bajé a recibirle. Me halló en la puerta, con las manos cruzadas al frente y una sonrisa en los labios. Bajó de la montura y le extendió las riendas al mozo de la cuadra mientras le daba instrucciones de trasladar sus pertenencias, las pocas que traía y que había podido portar sobre el caballo, a su habitación.

—Poca cosa habéis traído con vos…

—Lo justo y necesario. —Dijo mientras subía los escalones y se detenía un par de ellos por debajo de mí. Extendió su mano y alcanzando la mía, beso el dorso, acompañado el gesto con una reverencia—. No tengo intención de pasar demasiados días aquí. Es vuestra luna de miel, mi señora. Y solo vengo en calidad de mensajero.

—Venís en calidad de amigo también, espero.

—Por supuesto, mi señora.

—Habéis salido al alba, por lo que veo.

—Apenas había despuntado el sol.

—Entonces entrad, cambiaos, asearos y descansad si lo deseáis. Comed algo si os apetece. Hay muchas cosas que me gustarían hablar con vos.

Una vez descansado y aseado se presentó en el despacho esperando encontrar al rey primeramente pero me encontró a mí, sentada mientras leía unos legajos que había traído desde la biblioteca. Le había conducido allí el secretario pero le advirtió que era la reina quien ocupaba el escritorio. No se lo llegó a creer del todo hasta que no me encontró allí sentada. Le sonreí desde lejos y él se acercó hasta media sala. Yo me levanté y me acerqué al secretario.

—He revisado las copias. Puedes enviarlas.

—Sí mi señora.

—Vamos, demos un paseo François.

Mientras nos desplazamos por los pasillos del palacio y seguidos de lejos por Manuela, fue refiriéndome todos los avances que habían logrado aquellas últimas semanas en el norte.

—Gracias al apoyo económico que hemos conseguido trasladar en forma de comida y caballos, hemos salvado la vida de muchos hombres que se encontraban ya en posición de renunciar a la batalla. También hemos llevado medicinas, ungüentos y vendas para los heridos. Ahora que no los necesitamos al frente podremos trasladarlos durante el próximo mes hasta sus casas y no supondrán una carga en la batallas. Con hombres nuevos podremos renovar nuestras fuerzas.

—¿Qué ciudades habéis recuperado? Supimos hace diez o doce días que habéis frenado el avance… ¿Habéis movido al ejercito inglés? ¿Los habéis hecho retroceder?

—Así es, mi señora. Hemos hecho retroceder al ejército unas cuarenta leguas hacia la costa. Aún nos queda al menos el tripe de esa distancia que recuperar, pero la llegada de los mercenarios les ha tomado por sorpresa y muchos de los últimos pueblos y ciudades conquistadas las habían dejado apenas abandonadas, sin tropas que las defendiesen.

Enumeró con orgullo las plazas tomadas, los pueblos recobrados. Me habló de la sonrisa y la euforia de la gente de aquellas aldeas cuando veían entrar en sus calles al ejército francés. Él mismo estaba henchido y emocionado. Hubiera dado cualquier cosa por ver su rostro entonces sin la máscara, solo por el placer de contemplar una media sonrisa de felicidad.

—No sabéis lo feliz que me ha hecho todo aquel recibimiento. Algunos de mis hombres lloraban y se reencontraban con sus familiares. Nunca podré pagaros tal compromiso con mi persona.

—No es con vos, sino con este país, y con su gente.

—¿Recordáis cuando nos conocimos? Dios sabe que nunca me olvidaré de ese día, jamás me podrán arrebatar ese recuerdo. Vuestras palabras me parecieron tan vacías, tan banas como las que me habían estado concediendo el rey, la reina viuda y mi propio padre. Y yo mismo me veía obligado a transmitírselas a mis soldados, igual de vacías y carentes de esperanza.

—Aun nos queda mucho trabajo que hacer. Ahora que el ejército inglés sabe que portamos mercenarios entre nuestras tropas, estarán mucho más precavidos de ahora en adelante. No creo que el rey inglés deje pasar esto. Hemos dado un buen golpe para frenar el avance, pero a partir de ahora no todo se hará en tierra. Hemos dado un buen golpe sobre la mesa para demostrar que aún tenemos por lo que luchar, pero debemos atenernos también a la diplomacia y la estrategia.

—¿No confiáis en mi ejercito, mi señora?

—Son hombres. Hombres débiles y cansados, llenos de ilusión, por supuesto, y de esperanza. Pero han sufrido durante más de un año las inclemencias de la guerra. Y la mayoría de ellos requieren pagos mensuales, o si no se volverán contra su pagador. No puedo depender al cien por ciento de ellos. Son una buena barrera para evitar el avance, pero me temo que necesito más para poder replegar por completo al ejército inglés.

Me miró por un momento por encima del hombro, tal vez decepcionado. Se esperaba que aplaudiese con entusiasmo sus logros, pero lo cierto es que no esperaba menos de él, con todo el dinero invertido y la cantidad de soldados que se han sumado a la guerra, era lo mínimo que se podía lograr. Si esperaba palmaditas en la espalda, no era la persona indicada, sobre todo porque en mi mente, yo ya había pronosticado aquello y estaba en un plano mucho más avanzado. Sin embargo le devolví la mirada, seria y confiada.

—¿Le habéis contado a vuestro padre los avances?

—Sí, mi señora. Y a la reina viuda. Ya lo debe saber todo París.

—Bien. –Asentí, aunque preferí que su padre no se hubiera enterado tan prontamente—. ¿Y qué crees que pasará?

—¿A qué se refiere?

—Es cuestión de tiempo que los ingleses manden traer refuerzos al continente y vuestro padre se verá acosado por los barcos que intentan cruzar el estrecho. Tal vez se comiencen a ver grietas en su bloqueo, grietas aún más evidentes.

—Eso… eso podría…

—Lo abordaremos cuando llegue el momento. —Dije mientras él me miraba de nuevo con aire interrogante— Vuestro padre es lo suficientemente inteligente como para actuar por su cuenta, entablar nuevos pactos, llevarse aún más dinero si cabe, o incluso, usar sus propios barcos para el traslado de ingleses, si fuera necesario para no levantar sospechas.

—¿Sería capaz de eso mi padre? —Preguntó François, como si se estuviese cuestionando a si mismo—. Es capaz de muchas cosas, pero la alta traición es un precio muy alto, ¿no?

—Hay hombres a los que les ciega la riqueza y el poder. ¿Habéis estado ciego alguna vez? –Le pregunté y el gruñó. Quiso negar pero teniendo un ojo ciego era algo un poco irónico—. A veces las emociones o los deseos no nos dejan contemplar con claridad la realidad, hasta el punto en que no somos conscientes de que estamos caminando por el borde de un precipicio o a punto de caer sobre el filo de un cuchillo. Y aunque el dolor nos acometa, y la caída sea irrefrenable, no lo podemos comprender. No lo vemos, no lo sentimos. La fantasía nos ha rodeado hasta tal punto en que una nueva realidad nos ha acogido para que vivamos en ella. Somos presas de ello, y todo control que creamos tener no es más que una ilusión. Espero que vuestro padre sea uno de esos hombres, de lo contrario será difícil combatirlo.

Tras quedarse unos minutos en completo silencio, caminando a mi lado con aire pensativo, suspiró:

—¿Dónde está el rey?

—Está jugando al Jeu de paume, vayamos a verlo…

Salimos al exterior y llegamos al pabellón de jeu de paume que el rey había hecho construir hacía unos años. Aún se podía oler la resina de la madera, y la pintura y los barnices. Colocándonos detrás de una de las gradas sorprendimos al rey jugando contra su sirviente, ambos con el jubón quitado, colgados del borde de las gradas y con la camisa al aire, sudados y despeinados. Parecía que llevasen horas allí. El cabello se les había pegado a las sienes y a la frente a causa del sudor y la ropa se les había revuelto y arrugado. Enrique se pasó el antebrazo por la frente para desprenderse del exceso de sudor y alcanzó una toalla que traía consigo, apoyándola con suavidad en sus mejillas.

—¡François! Qué bien que hallas llegado. ¿Jugáis una partida? Mi sirviente ya está agotado.

—De eso nada, su majestad. —Dijo el muchacho que parecía incluso mucho más en forma que el rey, ávido de diversión—. Aún estoy calentando.

—¡Qué confiado!

—Es bueno veros de tan buen humor. —Dijo François mientras apoyaba las manos en la barandilla de la grada—. El campo os sienta de maravilla, siempre os lo digo, su majestad.

—¡Me siento renovado! Es ese maldito palacio, o la capital, que me traen por el camino de la amargura.

—¡Me toca sacar a mí! —Exclamó el joven mientras se hacía con una de las pelotas pero el rey le detuvo, con un gesto de su mano en alto.

—Venga, François, quítate el jubón y coge una pala, sustituid al muchacho. Hace tiempo que no me enfrentáis en este juego.

—Lo siento majestad, pero no sería justo, tenéis el doble de visión que yo. —Aquello sonó más lastimero de lo que hubiera imaginado, y yo misma sentí que el tiempo al que el rey se refería que llevaban sin jugar se debía a su dolencia.

—¡Ah! Pero seguro que tenéis el doble de reflejos que yo. ¡Vamos, no me dejéis tirado!

—El general tiene buenas nuevas de la lucha contra los ingleses. —Dije para intentar quitarle a François la obligación de tener que jugar. 

—¿Es eso cierto? Contadme, amigo. ¿Cómo nos va en el norte?

El general le contó todo lo que me había referido a mí, sumado a una cantidad de detalles y anécdotas insustanciales que a mí no me había trasladado. Sació la curiosidad del rey y cuando terminó su relato el rey me miró con aire aprobatorio. Asintió, suspiro y recogió la raqueta.

—Esto es digno de celebración. Mañana iremos la reina y yo de caza. ¡Apuntaos! Os lo ruego.

—A eso no puedo negarme…

—¡Eso quería escuchar! Bien, pues en ese caso retomemos la partida, Ferdinand. —Le tiró la pelota y el joven la recogió con una sonrisa. François me miró suplicándome que le sacase de allí y yo sonreí—. ¡Oh! No, quedaos. Sin público esto no es tan divertido como parece.

—El general ha cabalgado toda la mañana, le hará bien dar un paseo y desentumecer las articulaciones.

—Bien, como deseéis mi señora. —Dijo el rey y retomó la partida.

Mientras nos alejábamos escuchábamos los golpes de la pelota sobre la raqueta. De vez en cuando algún gemido a lo lejos, también algún grito de frustración. Alguna risa ahogada.

—¿Solíais jugar?

—A veces. —Dijo François intentando borrar cualquier rastro de melancolía en su tono.

—¿Erais bueno?

—Me gustaba, no sé si era bueno o no. Aunque reconozco que alguna que otra vez he dejado ganar al rey, para no tenerlo el resto del día de morros. —Sonrió—. No se lo digáis.

—No se lo diré.

Cuando llegamos a los jardines me quedé mirando a lo lejos el palacio. Y clavé mi mirada en la imaginativa torre que coronaba la arquitectura, a al joven sentada en el borde de la ventana y su cuerpo cayendo a plomo hasta el suelo. El general se había detenido a mi lado y miraba en la misma dirección que yo, sin percatarse de nada extraño.

—Si no deseáis venir de caza mañana, no os sintáis obligado.

—Me encantaría acompañaros, pero me temo que no he traído mi escopeta, señora.

—Yo tengo mi ballesta. —Dije, con media sonrisa—. Ya os habéis hecho a ella, no creo que os resulte extraña.

El silencio que se produjo fue mortal. Recuerdo oír durante al menos un minuto entero el silbido del viento a través de las ramas de los árboles, y las hojas chocando entre ellas, crujiendo y friccionando. El trino de algún pájaro. El de alguna cigarra. El aire era cálido, y entraba como un bálsamo en mis pulmones.


—¿Cuándo pensáis regresar al norte?

—En… —Dudó y pareció perdido. Removió con sus botas el suelo—. En dos semanas. Más o menos a la par que vuestras majestades regresen de la luna de miel.

—Tendrás que aplazarlo. —Dije y me volví hacia él. Quedó rígido como un poste—. Te necesito aquí durante un tiempo. Vuestra presencia como ministro de guerra será fundamental. Para empezar, hemos convocado el juicio del conde de Tourson y el marqués de Granoulille para mediados de septiembre. Vos tendréis un voto decisivo, y vuestra presencia en la corte durante los acontecimientos es un testimonio fundamental. A parte de que conocéis a ambos hombres mejor que yo.

—Si lo queréis así, así se hará, mi señora.

—Y después, después del juicio, tendré que deshacerme de vuestro padre y necesito vuestra ayuda. Convocaré al consejo y no quiero que esté cerca. Más acontecimientos estarán a punto de ocurrir, os lo aseguro… y quiero que estéis a mi lado.

—Como ordenéis, mi señora. Pero si voy a estar aquí durante tanto tiempo os pido que nombréis a alguien en quien relegar mis funciones…

—Ya he pensado en ello. Y me temo que no conozco a nadie que pueda suplir vuestra presencia en batalla. Vuestros más allegados son buenos hombres pero difíciles de definir su lealtad. No confío en aquellos que estén al alcance de nuestro padre. Y la mayoría de quienes os rodean en batalla han sido ascendidos de un modo u otro gracias al favor de vuestro padre.

—¿Cómo lo haremos entonces?

Volví a mirar hacia el torreón imaginario. Y lo señalé con la mirada.

—Antes de venir aquí estuve haciendo recuento de prisioneros que conservamos en nuestras mazmorras. Hay tres hombres ingleses, grandes hombres, lores los tres, que el rey de Inglaterra ha dejado varados en nuestra prisión. Han sido generales y comandantes que han sido capturados a lo largo de este último año. Se le ha comunicado al rey inglés el precio que pedimos por su rescate y no nos lo ha querido conceder. ¿Qué se hará con ellos?

—Hace varios meses se intentó renegociar el precio de su rescate, sobre todo a causa de nuestros problemas económicos, pero el rey inglés, bueno, más bien su consejero, no quiero saber nada de ninguno de los tres.

—Bien. Son nuestros entonces. No hay nada más doloroso que la deslealtad. Así se lo haremos saber. Espero que alguno de ellos sea digno de sustituiros al mano de nuestro eje…

—¡Mi señora! No, me niego a que un inglés comande nuestras tropas. ¿Cómo podía confiarle el mando a un enemigo?

—Manda un correo, diles que en la noche dentro de tres días irás a la prisión a renegociar con los tres prisioneros. Que sepan que vas a ir para que los tengan en aviso. Yo iré con vos. Quiero verlos, conocerlos y ver si alguno de ellos es válido para mi empresa.

—¡Vos! Mi señora. ¿Queréis venir conmigo a ver a prisioneros ingleses?  

—¿Qué tanto recelas? Dentro de tres noches montaremos dos caballos y nos allegaremos a la capital. Regresaremos antes del alba. Nadie sabrá dónde hemos estado.

—Los caminos de noche son muy peligrosos…

—Siempre pueden asaltarte una panda de ladrones. ¿No es cierto? —Murmuré con resentimiento y él selló sus labios como si le hubiesen golpeado en el estómago. Bajó la mirada y la desvió lejos. Sería incapaz de enfrentarme por aquello. No suplicaría como Juan, ni lo reconocería como Enrique. Se limitaría a avergonzarse y hacer oídos sordos.



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